Autor: José María Zufiaur
En este artículo, publicado en la revista del sindicato UGT de Andalucía, el autor reclama la necesidad de una nueva refundación de la socialdemocracia para mantener la esencia del ideario: la lucha contra las desigualdades y la exclusión, “que cada vez más gente participe en el saber, en el tener y en el poder”.
Corren malos tiempos para la izquierda en Europa y, especialmente, para su componente mayoritario, la socialdemocracia. No solamente porque en los últimos años la derecha se ha hecho con 23 de los 27 gobiernos de los distintos Estados que componen la Unión Europea. Aunque este indicador no es seguramente el más preocupante. La crisis está desgastando tanto a los gobiernos de izquierda como a los de derecha: recientemente la socialdemocracia ha recuperado la mayoría en Dinamarca y en Francia y es posible que suceda en otros países de la UE, entre ellos Alemania, a tenor de los fracasos que la Sra. Merkel está cosechando en distintos Länders. Y que los pierda en otros, como ha sucedido en Portugal y España.
Lo más preocupante es que, frente a la crisis, la socialdemocracia ha mostrado una enorme incapacidad para proponer una solución diferente a la de la derecha; que ha asumido muchos valores – como la denigración de los impuestos – del espectro conservador; que ha puesto en almoneda elementos centrales del “patrimonio social europeo”, como la negociación colectiva, el derecho del trabajo o los sistemas públicos de pensiones, alejándose, de esta manera, de sus aliados naturales los sindicatos de trabajadores. Y que, en lugar de acrecentar la democracia, ha contribuido, ella también, al desprestigio de la política y a la crisis de las democracias políticas y constitucionales.
Si la izquierda ha llegado a esta situación es porque no ha sido capaz de adaptar su programa, sus métodos de acción y de organización a los cambios que se han producido en el capitalismo. Pero, también, porque la socialdemocracia predica una cosa y hace otra.
Mientras que el capitalismo se ha hecho global la izquierda sigue, básicamente, anclada en los ámbitos nacionales. A partir de los años setenta del pasado siglo, hemos ido pasando paulatinamente de un capitalismo industrial y nacional a un capitalismo globalizado y de hegemonía financiera. Los mercados, las empresas, la producción se han globalizado y el capitalismo financiero se ha convertido en hegemónico en la actividad económica. Las tecnologías de la información y la comunicación han hecho posible la fragmentación de la producción y la deslocalización de las empresas. La transmutación de las antiguas potencias comunistas, la ex Unión Soviética y China, en el capitalismo más descarnado, además de la emergencia de otros países al comercio mundial, han puesto en concurrencia a los trabajadores occidentales con los asalariados de los países del Sur. Este desfase entre el ámbito de actuación del capitalismo y el de los partidos y sindicatos de la izquierda supone una contradicción fundamental: las soluciones a todos los grandes problemas a los que estamos confrontados – como el cambio climático, la regulación de los sistemas monetarios y financieros internacionales, la ordenación de los flujos migratorios, la desnuclearización, la suficiencia y seguridad alimentaria, el crecimiento de las desigualdades – son internacionales, mientras que las respuestas que somos capaces de dar son, en lo esencial, nacionales. Ni siquiera europeas.
En el campo de las ideas, el liberalismo y el ultraliberalismo económico han vuelto con enorme fuerza en los años 80, y más aún tras la caída del comunismo en los años 90, imponiéndose como ideología dominante. De tal manera que la relaciones de fuerza en el terreno económico, social, político, ideológico sobre las que reposaba el compromiso socialdemócrata posterior a la segunda guerra mundial se ha deshilachado en beneficio del poder económico y en detrimento de los trabajadores y de los Estados nacionales. El capital ha impuesto rentabilidades rápidas y superiores al 15% para los accionistas, el debilitamiento del derecho del trabajo y la progresiva reducción del Estado social. Ha ido imponiendo el modelo anglosajón de capitalismo en detrimento del modelo de capitalismo renano y escandinavo y, al hilo de la crisis, se apresta a darle un golpe de gracia al modelo social europeo.
Frente a esta situación, la socialdemocracia y el socialismo han ido adaptando, en un principio, su ideología y programas de acción a distintas formas de “social liberalismo” en España, de “terceras vías” en el Reino Unido y en Alemania, de neo-social-democracia en los países nórdicos, de social-estatismo en Francia. Unas políticas que han sido defensivas en el ámbito económico y social y más ofensivas en el campo de los derechos individuales. Al final, sin embargo, tales políticas no han podido evitar la distribución de la riqueza a favor de las rentas del capital y en contra de las del trabajo, un aumento de las desigualdades desconocida en Europa desde los años cuarenta, el incremento de los trabajadores pobres, las altas tasas de paro, el gran aumento de la precariedad del trabajo, el debilitamiento y la degradación de los servicios públicos (Henri Weber, La nouvelle frontière, Seuil, 2011).
De tal forma que los partidos mayoritarios de la izquierda han ido sufriendo una progresiva desafección de los sectores más profundos de su electorado. La crisis de la socialdemocracia es, más que un triunfo de los postulados de la derecha, una crisis de confianza y de decepción de la parte socialmente más vulnerable del electorado de la izquierda. Durante un tiempo, ello ha sido compensado por el miedo a las medidas que podría adoptar la derecha desde el poder. Pero las escasas diferencias de las políticas de gobierno en el terreno económico, que condiciona el social, el desarme social que produce la realización de políticas de derechas por la izquierda, el cansancio del electorado de izquierda, sobre todo de la juventud, de tener que estar siempre condenados a decidir entre la peste y el cólera, la constatación del continuo trasvase de líderes políticos de la socialdemocracia desde el poder político a los Consejos de Administración de las empresas y a actividades que les reportan ingresos millonarios… parece estar anulando dicho efecto en la mayoría de los países europeos y conduciendo a una parte creciente del tradicional electorado socialdemócrata a inclinarse por la abstención o el voto a otras alternativas de izquierda..
La falta de credibilidad del proyecto socialdemócrata, además, proviene de la disociación entre los valores que predica y las políticas que practica. Defiende la igualdad, pero, en la práctica, sólo se centra en la no discriminación, especialmente la de género. Manteniendo, en cambio, posiciones totalmente contradictorias en otros campos esenciales para la igualdad, como la política fiscal – esencial para mantener servicios públicos de calidad -, la distribución de la riqueza – que depende, en primera instancia, del poder de los trabajadores, debilitado reforma tras reforma que, en no pocas ocasiones, han sido realizadas por la izquierda -, la enseñanza pública y gratuita para todos – erosionada por la reducción del gasto público y los conciertos favorables a la enseñanza privada -, los recortes de la protección social, especialmente de las pensiones públicas al tiempo que se subvencionan las privadas, la incorporación de la gestión privada en la prestación de la sanidad pública.
La socialdemocracia lleva más de veinte años sin dar la batalla de las ideas. Por ejemplo, la del valor y la dignidad del trabajo. Hoy, en nombre del empleo, se puede hacer cualquier cosa con el trabajo: precariedad laboral, dobles escalas salariales, reducción de derechos laborales. Los programas socialistas y socialdemócratas recogen muchas más referencias a los emprendedores, a la productividad o la competitividad, a la responsabilidad social de las empresas, que a la defensa de la dignidad del trabajo. Cuando, a lo largo de la historia, el elemento central mediante el cual la izquierda ha domesticado al mercado ha sido, precisamente, el de otorgar al trabajo derechos y protecciones sociales.
También ha renunciado, siguiendo a la revolución conservadora a partir de los años setenta, al objetivo del pleno empleo. Hasta que a finales de los años 60 y principios de los 70 el pleno empleo desapareció de los objetivos de los Gobiernos, incluidos los socialdemócratas, tal objetivo había sido la clave de bóveda del contrato social. En el Estado social – esa gran conquista del Movimiento Obrero, que supuso pasar de la inseguridad, del “vivir al día”, a la seguridad frente a los grandes riesgos de la vida (la enfermedad, la vejez, el desempleo, la falta de vivienda, la ignorancia) el pleno empleo era el elemento central de una sociedad organizada sobre una “propiedad social” que emanaba del trabajo.
El concepto de pleno empleo, aunque volvió a retomarse en la primera fase de la Estrategia de Lisboa, ya no quería decir lo mismo. En realidad, significaba, como máximo, “pleno subempleo” o “pleno empleo precario”. Ya no sólo en España, donde el empleo precario ha llegado a alcanzar cotas del 40% de la población asalariada, sino que, actualmente, en Francia más de 6 millones de trabajadores ganan al mes 750 euros netos, cuando el Salario Mínimo en Francia es de 1360 euros brutos. O en Alemania, con más de dos millones y medio de trabajadores trabajan por cinco euros a la hora y un tercio de los trabajadores no tienen contratos fijos o no trabajan a tiempo completo.
En ese mismo terreno de los valores, lo que hoy prevalece es la sustitución de lo obligatorio por lo voluntario. En la UE, todo lo económico es obligatorio y sujeto a sanciones. En cambio, las políticas sociales propiamente europeas son cada vez más escasas y menos vinculantes. El paradigma de esa tendencia es la llamada Responsabilidad Social de las Empresas, una responsabilidad voluntaria y que, en el fondo, esconde la idea de que las cuestiones sociales sean auto-reguladas por las propias empresas. Los sindicatos y la socialdemocracia han luchado por implantar, frente a la filantropía, la caridad y el paternalismo, los derechos y los convenios. Ahora, la socialdemocracia ha pasado de defender la co-gestión u otras formas fuertes de participación de los trabajadores en los Consejos de Administración de las empresas, a que las empresas se auto-responsabilicen.
Otro valor de moda es la transferencia del riesgo a los trabajadores. Sea por la vía de los falsos autónomos o de los autónomos económicamente dependientes, las empresas tratan de contar con los mismos trabajadores que, en muchos casos, estaban antes en plantilla en sus empresas y que, tras ser despedidos, hacen prácticamente lo mismo pero corriendo por su cuenta las herramientas de su trabajo, las cotizaciones sociales, los pagos a hacienda, etc. Por otro lado, la denominada empleabilidad – darle al trabajador las herramientas formativas para que pueda desenvolverse autónomamente en el mercado de trabajo – es otra variante de esa transferencia del riesgo a los trabajadores. Pero, en la práctica, el problema es que no hay empleos para todos y que no todos disponen de los mismos recursos para encontrar empleo. Ni el Estado, mediante políticas activas, ni las empresas, a través de políticas de estabilidad en el empleo y de apoyo a la recolocación o del reconocimiento de las trayectorias profesionales de los trabajadores se comprometen en políticas de mayor seguridad profesional a unos trabajadores que tienen trayectorias cada vez más discontinuas. En lugar de ello pretenden que los trabajadores se conviertan en los empresarios de sí mismos.
La izquierda mayoritaria sigue, por otra parte, sin asumir con todas sus consecuencias el desafío medioambiental. El viraje hacia una sociedad baja en nivel de carbono es un aspecto que no se puede eludir y que es necesario tomar absolutamente en serio. Ya prácticamente nadie pone en cuestión la realidad de los desafíos que implica el cambio climático. Ahora, sólo se discute cómo responder a ellos y hasta dónde se van a poder frenar sus consecuencias. El objetivo es limitar a dos grados el aumento del calentamiento global de la tierra. Es sobre esta base que se han construido los objetivos post-Kyoto (entre ellos, el paquete cambio climático-energía de la UE con sus conocidos tres 20%: de reducción de gases, de ahorro energético y de energías renovables, de aquí a 2020, y que nos afecta plenamente como país miembro de la UE). También se han cifrado los costes agregados de tal objetivo: 1% anual del PIB; pero no hacer nada costaría un 5% anual del PIB (Informe Stern, 2007).
Estamos confrontados a un cambio de paradigma que demanda una reflexión radical sobre los límites del modelo actual de desarrollo. Toda una serie de políticas, entre ellas la fiscal, la de transporte, la de comercio, la de empleo, la política industrial, deberían ser objeto de una discusión y de una revisión en profundidad. Ya no es el crecimiento quien determina el medio ambiente y el progreso social, sino que es la protección del medio ambiente, en su sentido más amplio, y la promoción de la cohesión social quienes crean una sociedad sostenible.
De otro lado, la socialdemocracia dice una cosa y hace muchas veces otra. Por ejemplo, poco o nada tienen que ver las posiciones que ha adoptado el Partido Socialista Europeo, liderado por Poul Rasmussen, sobre las medidas a adoptar frente a la crisis, con las políticas que llevan a cabo los partidos socialistas y socialdemócratas allá donde gobiernan. La socialdemocracia dice, así mismo, que quiere mantener el Estado de Bienestar pero, al mismo tiempo, practica una política fiscal muy parecida a la de la derecha. Incluso se ha llegado a afirmar que “reducir impuestos es de izquierdas”; otro ministro socialista dijo también, hace algunos años, que “la mejor política industrial es la que no existe”. Y así nos ha ido, dedicándonos a la política del ladrillo: cuando ha llegado la crisis, 7 de cada diez empleos perdidos, entre enero de 2088 y agosto de 2011, se han perdido en el sector de la construcción en España; eso sin contar los empleos inducidos por la construcción en otros sectores ni tampoco el empleo perdido en la construcción por los no asalariados, como los autónomos. Y, cada vez más, la socialdemocracia ha ido convirtiendo la solidaridad, una de sus señas de identidad, en una solidaridad entre pobres: la mayoría de las pensiones no pueden crecer conforme al incremento de la riqueza para que se puedan aumentar más las pensiones mínimas; los funcionarios tienen que congelar sus retribuciones para que se pueda mantener el desempleo; los salarios deben contenerse para que, si los empresarios quieren, creen más empleo en lugar de destinar ese ahorro producto del sacrificio salarial a pagar indemnizaciones de despido…y así sucesivamente.
La columna vertebral de la socialdemocracia ha sido históricamente la lucha contra las desigualdades. Las desigualdades han aumentado de forma espectacular en los últimos años, en Europa y en el mundo. La socialdemocracia tiene bastante responsabilidad en ello, dado que ha contribuido poderosamente a la reducción de los ingresos fiscales, tanto en Europa como en España. La presión fiscal se ha reducido en la UE más de 10 puntos en los últimos años y el tipo máximo del impuesto sobre la renta personal ha descendido en 20 puntos en países centrales de la UE, como también ha descendido el Impuesto de Sociedades. En España, se han reducido los tipos del IRPF y el impuesto de sociedades (que, según la asociación de inspectores de hacienda, deducidos los “gastos fiscales”, no es superior al 13% aunque, nominalmente, sea cercano al 30%); se ha eliminado el impuesto del Patrimonio (parcialmente recuperado, ahora, para la campaña electoral); se ha mantenido la dualidad en el IRPF introducida por el PP, de tal manera que las rentas del capital tributan por menos de la mitad que las del trabajo. En suma, nuestra presión fiscal se sitúa en torno a 7 puntos por debajo de la europea y 10 puntos por debajo de países como Francia, Italia o Bélgica. Además tenemos un enorme fraude fiscal, de entre un 20/25%, lo que representa alrededor del 7% del PIB.
Hablamos del aumento de unas desigualdades que tiene su origen en el debilitamiento de la protección del trabajo. Cuya fragilidad ha conducido a una distribución en contra de los salarios y a un reparto del excedente a favor de las rentas del capital. El origen de este incremento de la desigualdad hay que situarlo en el debilitamiento del Estado y de las políticas públicas, lo que ha producido una menor redistribución de la riqueza mediante privatizaciones, “desfiscalizaciones” y debilitamiento de los servicios públicos.
La insuficiencia de la demanda que la crisis ha puesto en evidencia es la consecuencia de un proceso que viene de lejos. Es la deformación producida a lo largo de tres decenios en el reparto de la riqueza, que ha conducido a una fuga hacia el endeudamiento, a una primacía exorbitante de las finanzas sobre la economía, a la pérdida masiva de ingresos fiscales en beneficio de las rentas privadas más altas y a una presión sistemática sobre los salarios.
Así, actualmente, 84 millones de ciudadanos europeos viven por debajo del umbral de pobreza y la distancia entre ricos y pobres sigue agrandándose; el 17% de los trabajadores europeos alcanzan un salario mensual inferior al 60% del respectivo salario medio nacional, es decir son trabajadores pobres; en todos los países de la UE, la distancia en la remuneración entre los dirigentes de las grandes sociedades y la de los asalariados medios se ha agrandado, justamente en un periodo en el que los salarios representan un porcentaje decreciente del producto interior bruto en la mayor parte de los países de la UE. Los salarios, por otra parte, apenas si llegan a alcanzar el incremento de los precios, muy alejados del ritmo del crecimiento de la productividad de la economía.
A tal punto que la polarización de rentas entre ricos y pobres sobrepasó en 2007, en Estados Unidos, a la que se produjo en vísperas de la crisis de 1929. En efecto, el 1% de la población americana más rica acaparaba ese año un parte más grande de la renta nacional que en 1928. Reeditando, de esta forma, el modelo de la “gran crisis”, pero en esta ocasión extendida a escala del planeta. Los beneficios fluían a chorros en el viejo mundo industrializado como en los países emergentes. El problema no es que no hubiera dinero, el problema comenzó a ser que no había gente suficiente con demanda solvente para gastarlo. Dicho de otra forma: la base de la demanda efectiva, la gran masa de asalariados, no disponía de suficiente poder adquisitivo.
La socialdemocracia sufre, finalmente, una fuerte deslegitimación política. En tanto en cuanto ha sido parte activa de la paulatina degradación de las democracias constitucionales. Una crisis que se manifiesta, de entrada, en la verticalidad y la personalización de la representación política. Es decir, en el reforzamiento de los líderes y en la pérdida de peso de los Parlamentos. La reciente reforma constitucional en España y la no menos insólita decisión del Presidente Zapatero de situar una base antimisiles en Rota, sin pasar por el Consejo de Ministros y con las Cortes disueltas, son ejemplos de ello. En segundo lugar, asistimos a una preocupante dilución de la separación entre esfera pública y esfera privada, entre poderes políticos y poderes económicos. La referencia realizada anteriormente a la tendencia a que Presidentes y ministros pasen de forma cada vez más natural y frecuente desde los Consejos de Ministros a los Consejos de Administración de las Empresas; o la sumisión de la política a los mercados (está demostrado que gran parte de la liberalización de los mercados financieros la han llevado a efecto gobiernos socialdemócratas) son muestras palmarias de esta tendencia. No menos evidente es la integración creciente de los partidos en las instituciones y la pérdida de su papel de mediación representativa. Cada vez más, los partidos políticos no son organizaciones de expresión de la sociedad sino, sustancialmente, órganos del Estado articulados “según la férrea ley de las oligarquías” (Luigi Ferrajoli, en “los poderes salvajes”, Mini Trotta, 2011). Basta con observar el espectáculo de la confección de las listas electorales, del interés interesado de seguir en las mismas, de la sumisión a quien tiene el poder de hacer y deshacer las listas, de nombrar y destituir para darse cuenta de la deriva que ha conocido la representación popular. En fin, la crisis de la legitimación política se asienta en la colusión entre poder económico y poder mediático y el incremento de la ausencia de garantías sobre la información que recibe el ciudadano.
Todo ello tiene como corolario el sectarismo partidario, la homologación de los que consienten y la denigración o exclusión de los discrepantes, la despolitización ciudadana y la disolución de la opinión pública, la primacía de los intereses privados, la crisis de la participación política y la manipulación de la información.
La crisis de la socialdemocracia no es por tanto, como siempre se dice siempre para salir del paso, un problema de política de comunicación, sino de contenidos de las políticas. Tampoco se debe al cambio de circunstancias coyunturales, sino a la falta de respuestas ante transformaciones estructurales del capitalismo actual. Estamos ante la necesidad de refundación de la izquierda para mantener lo esencial de su razón de ser: hacer que cada vez más gente participe en el saber, en el tener y en el poder.
La primera refundación de la socialdemocracia se produjo en los años 1920 en los que, como reacción a la deriva totalitaria de la revolución de octubre de 1917, se afirma como fuerza democrática y reformista. La segunda tuvo lugar en los años 50 y 60 del siglo pasado, cuando rompe con el dogma marxista de la colectivización de los medios de producción y de cambio y reivindica el papel del mercado, de la economía mixta regulada por el poder público y la negociación colectiva. Y por el papel del Estado como regulador y protector frente a los riesgos sociales. Esa socialdemocracia decididamente reformista nació en los países escandinavos en los años treinta del siglo pasado y se impuso en la mayoría de los países europeos a lo largo de los Treinta Gloriosos (1945-1975). Actualmente, estamos probablemente abocados a una nueva refundación de no menores dimensiones. Refundación que, seguramente, tendrá que articularse en torno a la defensa de un desarrollo sostenible, la recuperación del valor del trabajo, un nuevo internacionalismo basado en la justicia social y de la primacía de los intereses de las personas en el nuevo orden mundial, en la recuperación de un nuevo militantismo que anteponga la representación de los intereses de la gente a los particulares, personales o de partido y a una nueva estrategia de alianzas en un contexto caracterizado por la fragmentación del mundo del trabajo, la divergencia de intereses entre las clases populares – obreros y empleados – y las clases medias asalariadas y el incremento de la exclusión social
José María Zufiaur
Miembro del Comité Económico y Social Europeo.
12 de octubre de 2011
Revista UGT-Andalucía