La crisis financiera que se inició en los Estados Unidos hace un año se ha convertido en una crisis financiera mundial sin precedentes desde la Gran Depresión. A mediados de septiembre los mercados mundiales colapsaron y el mundo entró en lo que será posiblemente la peor recesión desde la Segunda Guerra Mundial. La restricción de los créditos ha azotado con fuerza a los países en desarrollo produciendo un aumento de las primas de riesgo y una reducción drástica del financiamiento, incluso de los créditos comerciales de corto plazo. La salida de capital desde los países en desarrollo ha producido un colapso de los mercados bursátiles y de los tipos de cambio, así como una pérdida de reservas. Los precios de los productos básicos han caído en picada, y se registra una disminución de los pedidos de exportación en el mundo entero. Incluso los países en desarrollo que se pensaba eran relativamente invulnerables a una recesión en el mundo industrializado comienzan a sentir la presión.
La crisis financiera ha puesto de manifiesto que la actual arquitectura del sistema financiero internacional es disfuncional para gestionar la actual economía globalizada, caracterizada por un sinfín de interconexiones mediante las que se propagaron las turbulencias financieras al mundo entero y por un significativo y evidente déficit en materia de regulación prudencial de los sistemas financieros. La crisis de la deuda en América Latina, África y en otras regiones en desarrollo durante la década de 1980 así como la sucesión de crisis en Asia, Rusia y América Latina a finales de la década de 1990 ya alertaron sobre la existencia de las serias falencias en esa arquitectura. El mundo industrializado no captó la necesidad de repensar seriamente la gobernanza del sistema financiero internacional. Hoy, el hecho de que los países desarrollados sean protagonistas de esta crisis puede incitarlos a actuar. El llamamiento de algunos de esos países a reformar la gobernanza actual y a convocar una segunda conferencia de Bretton Woods es, en consecuencia, un acontecimiento afortunado.
El Centro del Sur desea unirse a ese llamamiento y propone una reforma del sistema financiero internacional sobre la base de seis líneas de acción:
1. El proceso y la configuración institucional del nuevo sistema deben ser incluyentes. Acogemos con agrado la iniciativa de los países industrializados, pero destacamos que todo proceso de debate que tenga lugar debe ser incluyente y permitir que tanto los países industrializados como en desarrollo, y tanto los grandes como los pequeños, se puedan expresar en forma adecuada. El sistema de gobernanza que regirá esa nueva estructura deberá basarse en instituciones representativas y no en grupos de países ad hoc, ya se trate del G-7, del G-13 o del G-20. Hacemos un llamamiento especial a una participación activa en todo proceso de reforma de las Naciones Unidas, la institución internacional más representativa. De hecho, el seguimiento de la conferencia sobre financiación para el desarrollo que tendrá lugar en Doha (Qatar) a finales de noviembre y principios de diciembre constituye una oportunidad única para impulsar un proceso participativo que conduzca a una reforma de la arquitectura financiera internacional, y que cuente con el respaldo y la colaboración de las Naciones Unidas y de las instituciones de Bretton Woods. Este proceso debería comportar un debate sobre la representación y participación de los países en desarrollo en las decisiones de política económica internacional y en el diseño de normas, tal y como lo exige el Consenso de Monterrey. Hasta el momento, sólo el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha adoptado reformas en esta área, aunque muy modestas.
2. Debe corregirse el déficit de regulación del sistema financiero internacional. La magnitud de la crisis actual está claramente vinculada a la regulación y supervisión prudencial inadecuadas de las actividades financieras. Tras la crisis asiática, el principio de que la liberalización financiera debía ir acompañada de una regulación y supervisión prudenciales más sólidas se convirtió en un criterio sobre el cual existe amplio acuerdo. Este principio se ha aplicado en varios países en desarrollo; sin embargo, los Estados Unidos, país en el que la liberalización ocurrió en paralelo a la desregulación y a una supervisión insuficiente, hicieron caso omiso de dicho principio.
El punto de partida del debate sobre regulación debe ser un acuerdo sobre principios normativos básicos. Un primer principio reside en que las regulaciones deben ser comprensivas a fin de evitar las grandes lagunas en la regulación de la intermediación no bancaria que llevaron a las actuales turbulencias financieras. Esto implicará asimismo reglamentar los tipos de transacciones que contribuyeron a la crisis actual, en particular la titularización y los productos derivados, y exigir mercados abiertos y transparentes y, por lo tanto, evitar que se lleven a cabo operaciones por fuera del mercado. Las regulaciones deberían tener un claro foco anticíclico y evitar así un excesivo endeudamiento (apalancamiento), así como forzar la capitalización de las entidades y la constitución de mayores provisiones durante los períodos de auge financiero. Esto debería también suponer que, cuando se fijan los precios de los activos en función de su valor de mercado (valoración a precios de mercado), el sistema debe disponer de mecanismos para evitar que las burbujas de precios de los activos lleven a una expansión del crédito y que el colapso de los precios de los activos conduzca al cierre del crédito (mediante, por ejemplo, una relación entre los préstamos y los precios de los activos que varíe a lo largo del ciclo económico). Debería eliminarse la dependencia de los modelos internos de evaluación de riesgo de las instituciones financieras, que fueron el foco de atención del Acuerdo de Basilea II. Ya se ha demostrado cuán peligrosa puede ser y cómo el uso de modelos de riegos similares por parte de instituciones financieras puede llevar a una mayor inestabilidad. A estos nuevos principios se puede añadir otros ya establecidos: restringir el poder de monopolio, promover la diversificación y evitar los productos financieros de alto riesgo. Demás está decir que incluso los principios bien establecidos no se aplicaron durante los últimos años.
Todo sistema que se erija en esta esfera debería basarse en el funcionamiento adecuado de una red de autoridades nacionales y regionales —elemento aún ausente en la Unión Europea— e incluir una verdadera supervisión internacional de las instituciones financieras de alcance mundial. El FMI no debería ocupar una posición central en el sistema de regulación. De hecho, el Banco de Pagos Internacionales (BPI) y el Comité de Basilea de Supervisión Bancaria están en mejor posición para hacerlo, pero ello exigiría una reforma radical para ampliar sus membresías y evitar dos problemas fundamentales que el Comité de Basilea debió enfrentar en años recientes: la falta de representación de los países en desarrollo y la excesiva influencia de los grandes bancos multinacionales en la regulación. Otra opción consistiría en crear, sobre la base de estas instituciones, una nueva autoridad mundial de regulación financiera.
3. Debería reformarse radicalmente el FMI. Cuatro reformas esenciales del FMI deberían formar parte del programa de reformas. La primera debería consistir en la creación de una moneda de reserva importante y verdaderamente internacional, que podría basarse en los derechos especiales de giro (DEG) del FMI. Esto permitiría superar tanto las inequidades como la inestabilidad inherentes a un sistema de reserva internacional que se basa en una moneda nacional. La experiencia ha demostrado que este sistema está caracterizado por ciclos de confianza en el dólar estadounidense y por perturbaciones periódicas debido a la adopción, en el país de la moneda de reserva, de políticas sin que se dé consideración alguna al impacto internacional de dichas medidas. Un sistema construido sobre la base de varias monedas competitivas también resultaría inadecuado ya que no elimina las inequidades del sistema —la distribución injusta de los poderes de señoreaje y la necesidad de transferir recursos desde los países en desarrollo a los países industrializados mediante la acumulación de reservas internacionales— y puede llegar a ser incluso más inestable debido a la volatilidad de los tipos de cambio de las distintas monedas de reserva.
La segunda reforma guarda relación con la necesidad de que el FMI, y no el G-7 ni cualquier otro grupo ad hoc, desempeñe una función central en la coordinación de las políticas macroeconómicas internacionales. Esta es la única manera para que los países en desarrollo participen en esta tarea. El ejercicio de supervisión multilateral sobre los desequilibrios internacionales emprendido por el FMI en 2006 fue un paso interesante en esa dirección, pero no impuso compromisos vinculantes a las partes y careció de todo mecanismo de rendición de cuentas.
La tercera reforma concierne la necesidad de que el FMI otorgue préstamos durante crisis de la balanza de pagos de forma rápida y sin imponer condiciones excesivamente onerosas, en particular cuando las fuentes de las crisis son una inversión rápida de las corrientes de capital y un deterioro importante de la relación de precios de intercambio. Esto exige instrumentar una línea de crédito preventiva para las crisis de las cuentas de capital (como, por ejemplo, la línea de crédito para contingencias, hoy sin vigencia) y hacer un uso activo de los servicios de financiamiento compensatorio (que no se han empleado durante los últimos años debido a su onerosa condicionalidad) y del servicio para el crecimiento y la lucha contra la pobreza a fin de abordar las tendencias adversas de los términos de intercambio que afrontan los países de bajos ingresos. Esto supone que el FMI debería funcionar como un banco central, proporcionando liquidez de forma ágil, en forma similar a la que los bancos centrales de los países industrializados han suministrado fondos de manera masiva en los últimos meses. En el caso del FMI, los recursos necesarios para suministrar dicha liquidez podrían ser financiados con emisiones anticíclicas de DEG.
El actual Convenio Constitutivo del FMI no exige de los países una convertibilidad de la cuenta de capitales y, por lo tanto, les da total autonomía para adoptar regulaciones en esa materia, ya sea para restringir las entradas excesivas de capital durante los auges o para controlar las fugas de capital durante las crisis. La evidencia de canales mediante los cuales se propagaron tanto la euforia como el pánico financieros al mundo entero indican que sería sensato hacer un uso más activo de las regulaciones aplicables a la cuenta de capitales. Eso indica que, como cuarta reforma, el FMI debería no sólo permitir su uso sino incluso asesorar a los países sobre las regulaciones de capital que podrían imponer en circunstancias específicas y promover la adopción de dichas normas. De hecho, la estructura normativa que debe elaborarse para mantener la estabilidad financiera en una era mundial debería incluir disposiciones que se apliquen a los movimientos transfronterizos de capital, tales como: encajes generalizados a los flujos de capital transfronterizos, períodos mínimos de estadía y prohibiciones de prestar en divisas a agentes económicos que no perciben ingresos en dichas monedas.
4. Debe adoptarse, con urgencia, un paquete coordinado de políticas macroeconómicas internacionales. La recesión mundial en curso exige una respuesta vigorosa de política económica. Esto supone políticas monetarias y crediticias claramente expansionistas en todos los países industrializados (aún brillan por su ausencia en Europa) así como políticas fiscales expansionistas. Los países en desarrollo deben ser también parte de la solución y deberían adoptar igualmente políticas expansionistas. Los países que han acumulado importantes cantidades de reservas internacionales disponen de un mayor margen de maniobra para adoptar esas políticas que el que tenían durante las crisis anteriores. Para aquéllos países que no dispongan de ellas, es esencial evitar las condiciones impuestas por el FMI en el pasado, que forzaron a los países en desarrollo a adoptar políticas macroeconómicas contractivas.
Esto también significa que un aumento considerable de la asistencia oficial para el desarrollo destinada a los países de bajos ingresos puede desempeñar un papel importante tanto en la lucha contra la pobreza como en la generación de demanda agregada a nivel internacional. La prestación de una mayor asistencia oficial para el desarrollo es particularmente importante a fin de evitar políticas contractivas en los países pobres en el contexto de un deterioro de la relación de precios de intercambio ocasionado por el colapso de los precios de los productos básicos.
Las crisis pasadas han demostrado también que los bancos multilaterales de desarrollo pueden desempeñar una función esencial cuando la financiación privada se agota. Una cuestión especialmente problemática que afrontan los países en desarrollo en épocas de crisis es la reducción de los créditos comerciales destinados a los exportadores, lo que limita seriamente un mecanismo esencial que permite a los países recuperarse de las crisis. Por ello, una de las respuestas fundamentales a la crisis debería ser el establecimiento de un programa, de amplio alcance, de créditos comerciales por parte de los bancos multilaterales de desarrollo. Cabe destacar que no debería imponerse una condicionalidad especial a estas líneas de crédito.
5. Debe crearse un tribunal internacional de deudas. Una de las principales deficiencias de la actual arquitectura financiera internacional es la ausencia de un marco institucional regular que permita abordar el sobreendeudamiento internacional —es decir, un tribunal similar a los creados para atender las quiebras en el ámbito nacional cuyas decisiones son jurídicamente vinculantes—. En el pasado, el sistema ha recurrido a mecanismos ad hoc, como los planes Baker y Brady en la década de 1980, la Iniciativa para la reducción de la deuda de los países pobres muy endeudados (PPME) y la Iniciativa para el alivio de la deuda multilateral (IADM) desde mediados de la década de 1990 o a renegociaciones traumáticas de deudas individuales. El problema común a todos estos mecanismos es que, por lo general, llegan demasiado tarde, tras una situación de elevado endeudamiento que ha producido efectos devastadores en los países. La imposición de condiciones especiales también ha constituido una fuente significativa de problemas para varios países pobres en el contexto de la Iniciativa PPME y de la IADM. Estas condiciones deben eliminarse de forma inmediata para permitir que esos países se beneficien de dichas iniciativas. El único mecanismo institucional regular es el Club de París, que se ocupa exclusivamente de la financiación oficial y debe superar su dependencia tradicional en la reprogramación secuencial de la deuda, lo que, una vez más, conlleva para los países períodos de sobreendeudamiento excesivamente largos. El debate sobre la nueva arquitectura financiera internacional debería resolver este problema mediante la creación de un tribunal internacional de deudas, que ejercería tanto la función de mediador como de árbitro en relación con los préstamos internacionales del sector público y privado.
6. El sistema debe basarse en mayor medida en las instituciones regionales, y los países en desarrollo deberían cooperar activamente en la creación de dichas instituciones. En todas las áreas de reforma, el FMI debería hacer un uso más activo de las instituciones regionales, tales como la Iniciativa de Chiang Mai o el Fondo Latinoamericano de Reservas, así como apoyar la creación de estas instituciones en otras partes del mundo en desarrollo. De hecho, el FMI del futuro debería ser el eje de una red de fondos regionales de reservas, es decir, un sistema cuyo diseño se asemeje más al del Banco Central Europeo o al de la Reserva Federal que a esta institución internacional de carácter único que es hoy. Este es también el sistema existente en el caso de los bancos multilaterales de desarrollo. Un diseño institucional similar podría adoptarse en relación con las políticas prudenciales o con el tribunal internacional de deudas. Una red más densa de instituciones parece ser la mejor respuesta a una comunidad internacional heterogénea, y es probable que dicha red pueda prestar mejores servicios a los países pequeños y permitir que dichos países tengan una voz más fuerte.
Los países en desarrollo se encuentran en una situación ideal para contribuir a esta tarea dada la amplia cuantía de reservas de divisas con que cuentan. El uso más activo de las reservas para los acuerdos de crédito recíproco entre los bancos centrales, su mancomunación en fondos de reservas o su uso para contribuir a la creación de mercados regionales de bonos son todos mecanismos que permitirán multiplicar el margen de maniobra que estos instrumentos proporcionan. Estas reservas, al igual que los fondos soberanos existentes, podrían utilizarse también para multiplicar la creación de bancos multilaterales de desarrollo que sean propiedad de países en desarrollo, así como invertirse tanto en el capital de esas instituciones como en bonos emitidos por ellas. Ya existe una red de bancos multilaterales de desarrollo, aunque su nivel de desarrollo es desigual en las distintas regiones del mundo en desarrollo. La multiplicación y el crecimiento de estas instituciones es terreno fértil para la cooperación Sur-Sur.
Comunicado emitido por los miembros de la Junta del Centro del Sur
Benjamin W. MKAPA, ex presidente de Tanzanía (1995-2005), Presidente de la Junta del Centro del Sur
Chief Emeka ANYAOKU, Nigeria
Bagher ASADI, Irán
Norman GIRVAN, Jamaica
Abdul MINTY, Sudáfrica
Deepak NAYYAR, India
José Antonio OCAMPO, Colombia
Zhaoxing LI , China
Leticia Ramos SHAHANI, Filipinas
Yousef AL ZALZALAH, Kuwait