Acordemos de entrada que el machismo hoy no puede ser considerado sino como una dimensión más del subdesarrollo. Las violencias que sobre las mujeres se ejercen en las sociedades “talibanes” o “clitoricidas” deberían constituir delitos de lesa humanidad. En otras sociedades que ya nos son menos ajenas la vulgarmente conocida como “flojera de bragueta” es fuente de desconcentración, desconfianza, desamor, sufrimiento, resignación, conflicto, violencia, dispersión, enfermedad, improductividad, desigualdad y, al fin, infelicidad. Nada tiene de particular que las sociedades con mayor nivel de desarrollo humano sean también las que presenten mayores niveles de fidelidad y estabilidad en las parejas, mayores índices de confianza o capital social y mayores índices de felicidad subjetiva. Pero, insistamos, la igualdad de género es una construcción cultural y moral que sólo tendrá sólidas bases si la hacemos desde el reconocimientos de la no tan “pequeña diferencia” natural.
El Fundamento Evolutivo de Nuestras Diferencias
Los hombres y mujeres no sólo nos diferenciamos en nuestros cromosomas sexuales, aparatos genitales y conducta reproductiva. También nos diferenciamos en nuestra fuerza muscular y velocidad, en nuestro cerebro y capacidades cognitivas. Nada de esto significa coeficientes de inteligencia diferentes sino sólo capacidades cognitivas y disposiciones de acción diferentes. Siempre hablando de promedios y no de individualidades, los hombres tienden a ser mejores en razonamiento matemático y las mujeres en cálculo numérico. Los hombres tienen mejor sentido de la orientación espacial pero las mujeres tienen más velocidad perceptual, son más rápidas en los trabajos manuales de precisión, tienen más fluidez verbal y mayor capacidad para verbalizar sus sentimientos. Los hombres son mejores descubriendo el funcionamiento de sistemas integrados por objetos inanimados; pero la empatía es una cualidad de la que están mucho más dotadas las mujeres. Parece demostrado que las mujeres tienen mayor capacidad para reconocer y responder a los pensamientos y emociones de otras personas. Las mujeres se interesan más por las personas que por los artefactos… Algunas de estas diferencias se deben a las distintas hormonas sexuales (estrógeno y testosterona) que bañaron el cerebro de mujeres y de hombres durante el período fetal. Los hombres producen un 52 por 100 más de serotonina que las mujeres, lo que les hace menos proclives a la depresión. Las mujeres absorben en sangre un porcentaje mayor de alcohol, son más vulnerables a las adicciones y caen más fácilmente en la dependencia.
La historia evolutiva puede dar cuenta de estas diferencias. Durante cientos de miles de años los humanos vivimos como pueblos cazadores-recolectores organizados por pequeños grupos sociales y con una muy fuerte división sexual del trabajo. Los hombres tenían que ser capaces de recorrer largas distancias en busca de caza así como de defender al grupo frente a predadores y enemigos. Las mujeres permanecían en el campamento o en las cuevas cuidando a los hijos y recolectando plantas. La evolución seleccionó sin duda diferentes habilidades y propensiones en hombres y mujeres que se han arrastrado hasta hoy y que no cambiarán de la noche al día.
La acreditada neuróloga Doreen Kimura, en un artículo sobre diferencias de sexo en el cerebro, publicado en American Science en 1992, escribió que “yo no esperaría que hombres y mujeres estuviesen necesariamente igual de representados en actividades y profesiones que enfatizan las habilidades espaciales o matemáticas, como la ingeniería o la física. Pero esperaría más mujeres en los campos del diagnóstico médico, donde las habilidades perceptuales son importantes.” Mosterín recuerda que en 2005, Larry Summers, entonces Presidente de la Universidad de Harvard, provocó una tormenta mediática levantando un durísimo ataque feminista, al señalar que la infrarepresentación de las mujeres en el profesorado de ciertas facultades científicas no se debía a discriminación alguna sino a menores capacidades cognitivas congénitas promedias de las mujeres para determinadas ciencias.
La Diversa Posición ante la Reproducción y sus Consecuencias
Aunque la diferencia mayor se encuentra sin duda en la muy diversa inversión parental que hombre y mujeres realizamos para la reproducción de nuestra especie. Ello se debe a las diferentes células germinales de unas y otros. Los hombres producen miles de millones de espermatozoides y, comparativamente, las mujeres producen muy pocos óvulos a lo largo de su vida, con una inversión parental mucho mayor que cubre el embarazo, el parto, la lactancia y la prolongada crianza. Es imposible que esta fundamental diferencia no haya influido fuertemente en los comportamientos.
Desde tiempos inmemoriales el éxito reproductivo de los machos ha dependido de su capacidad para dispersar su esperma y distribuir sus genes entre el mayor número posible de hembras. En cambio, las mujeres, para transmitir sus genes y ser reproductivamente exitosas, no sólo han tenido que concebir, parir y amamantar, sino también encontrar apoyo para la crianza maximizando la posibilidad de supervivencia de los pocos hijos que pueden tener a lo largo de sus vidas. Desde la simple genética la mirada del macho sobre las hembras no puede ser la misma que la de la hembra sobre los machos. Quizás esto explique el reciente descubrimiento neurocientífico de que el espacio cerebral reservado a las relaciones sexuales es dos veces y media superior en los hombres que en las mujeres, las cuales, en cambio, activan más circuitos cerebrales que los hombres en el oído y las emociones. Quizás también por ello la neuroanatomía más actual ha descubierto lo que los buenos amantes han sabido siempre, es decir, que para hacer bien el amor hay que conseguir la mayor inhibición posible del cerebro emocional de la mujer, ayudarla a que se libere –cuando no lo está por sí sola- de preocupaciones, miedos y ansiedades. Saber hacer el amor siempre ha sido mucho más que la práctica esforzada, meritoria e higiénica del deporte masculino de la copulación.
La Gran Revolución Cultural: el Asesinato del Macho Patriarcal Incestuoso
Pero volvamos ya de nuevo al ideal cultural de la igualdad entre los géneros. Afortunadamente ya no vivimos en los tiempos de los machos dominantes (aunque algunos quedan que no quieran enterarse). Con la masiva incorporación de las mujeres a la educación y al trabajo así como al control de la concepción, mujeres y hombres nos hemos hechos cazadores. Ya no hay base social para la división sexual del trabajo. Los dos contribuimos a ganar el pan y los dos tenemos que comprometernos por igual en el buen orden de la cueva. La no discriminación entre géneros no debe limitarse al espacio político, público o laboral. También tiene que ir extendiéndose al ámbito doméstico. Así va siendo en las sociedades más evolucionadas que maximizan las capacidades humanas, es decir, de todos los hombres y de todas las mujeres. Estas sociedades también han encontrado métodos más eficaces de asegurar el éxito reproductivo: convivir por parejas para cuya fidelidad y estabilidad se establece el divorcio. Cuando Freud pretendía establecer el origen de la civilización en la prohibición del incesto (una institución cultural que no natural) apuntaba al fin de la sociedad de machos patriarcales dominantes y al comienzo de su sustitución por parejas monógamas. El asesinato del macho-padre fue la gran revolución cultural y social (quizás la más importante de la historia humana) que permitió a los hijos acceder a la vida en pareja y, en ella, a la reproducción y el sexo socializados. Pero esto ya es otra historia.
Somos una Especie. ¿Qué es una Especie?
El ensayo del viejo Hobswam, Manifiesto para la Renovación de la Historia, plantea la necesidad de una reconceptualización de la historia que parta de reconocer la necesidad de incorporar a nuestra corta historia cultural y escrita nuestra larga historia biológica como especie. Los historiadores comienzan, en efecto, a reconocer que la comprensión de la odisea humana en la Tierra queda en falso investigando sólo nuestras construcciones y condicionantes culturales. No sólo somos cultura sino también natura, es decir, una especie más cuya evolución debería ser considerada ya por toda historia humana bien fundada.
Una especie es una población o conjunto de poblaciones de organismos sexuados biparentales que se entrecruzan entre sí intercambiando material genético entre ellos, pero no con otras poblaciones. Las especies somos una construcción de la naturaleza no de la cultura. Naturalmente, somos hombres y mujeres, púberes e impúberes. Culturalmente somos bolivianos, argentinos, brasileros, chiriguanos, quechuas, aymaras, cruceños y un largo etcétera, profuso y muy cambiante históricamente. Nuestra naturaleza es común y única. Nuestras diversas y cambiantes culturas nos diferencia y a veces nos contraponen y conflictúan; a veces también nos enriquecen, pero sólo cuando somos capaces de anclar las diferencias en el sólido suelo de unos valores e identidades compartidos.
Fundamentos Biológicos de la Pareja
Muchas de nuestras más importantes instituciones culturales como la vida en pareja y las familias, aunque no se encuentran completamente determinadas por nuestra naturaleza, sí tienen, como veremos, un sólido fundamento natural. Sucede, en efecto, que los miembros de toda especie buscan el éxito reproductivo, es decir, transmitir y hacer que sobrevivan el máximo número de genes propios. La selección natural opera para la supervivencia de los organismos, de nosotros en tanto que individuos. La selección por parentesco opera, en cambio, reteniendo las conductas que permiten el mayor éxito reproductivo, es decir, la mayor y más segura supervivencia de nuestros genes.
Biológicamente el grado de parentesco entre dos individuos consiste en la probabilidad de que ambos posean el mismo gen en un lugar cualquiera de su genoma elegido al azar. El parentesco con nuestros padres, hijos y hermanos es del 0’5 por lo que a nuestros genes les interesa que les vaya bien reproductivamente. Cada criatura que traigan al mundo será saludada con alborozo. El grado de parentesco genético que tenemos con nuestros abuelos, nietos o sobrinos es del 0’25 y con nuestros primos del 0’125. La institución familiar tiene desde luego muchos más fundamentos, pero no debería ignorarse este fundamental biológico al explicar el arraigo universal de esta institución tantas veces calificada como de “derecho natural” y célula básica de la sociedad.
Conceptualmente conviene distinguir entre la reproducción (o producción de un organismo del mismo tipo), la sexualidad (o intercambio y recombinación de los genes), el sexo (o ser hombre o mujer), el erotismo (u obtención de placer mediante comportamientos que a veces conducen a la reproducción) y la crianza (o cuidado y alimentación de la prole). Sólo desde que apareció la reproducción sexual hace unos 1.100 millones de años se produjo en la Tierra una aceleración de la evolución biológica, una proliferación de nuevas formas de vida, el surgimiento de las especies. Durante todo el Mesozoico (o era comprendida entre hace unos 240 y 65 millones de años) los dinosaurios dominaron la Tierra. La evolución de los mamíferos comenzó en el Mesozoico y dura más de 100 millones de años. Cuando los dinosaurios se extinguieron, los mamíferos heredamos la Tierra, expandiéndonos en número y variedad. Desde entonces estamos en el Cenozoico, la era actual, la de los mamíferos, la nuestra. Actualmente existen unas 4.500 especies de mamíferos.
Poligamia y Monogamia en los Mamíferos
En el mundo de los mamíferos se observa una curiosa regularidad: los machos tienden más a la poligamia cuanto mayor es el dimorfismo sexual (o diferencia promedio entre los sexos). Los gibones, con dimorfismo sexual 0, son consistentemente monógamos, aunque cambien varias veces de pareja. Los leones marinos, en cambio, cuyas hembras son cuatro veces más ligeras que los machos, registran una poligamia muy acusada. Los hombres pesamos en promedio entre un 17 y un 25 por ciento más que las mujeres dependiendo de la edad que se considere y registramos una moderada tendencia natural a la poligamia. Harenes, mantenidas, capillitas, sucursales, prostitución y pornografía son fenómenos fuertemente, si no exclusivamente, masculinos, aunque en absoluto inevitables ni justificables pues también estamos genéticamente equipados y hasta predispuestos para la monogamia como veremos.
Los humanos, comparados con los demás mamíferos y con nuestros primos los simios, tenemos una capacidad erótica de singular intensidad. De hecho sólo los bonobos se nos aproximan y hasta superan: pareciera que no viven sino para las prácticas eróticas en sus más diversas combinaciones y con independencia de la reproducción. Hasta practican el sexo cara a cara, siendo los únicos no humanos que a veces lo hacen así. Y viven en comunidades pacíficas, sociables, cariñosas, vegetarianas y aparentemente felices. Pero en absoluto son monógamos ni conocen nada parecido a la prohibición del incesto. ¿Por qué los humanos tendemos al apareamiento monógamo como forma de organización social? ¿Por qué nuestra tendencia a la promiscuidad es leve comparada con la de los otros grandes simios (y sin perjuicio de la pervivencia entre nosotros de algunos casos individuales aún muy próximos a ellos)?
La monogamia no es una forma de organización social desconocida en el mundo animal, pero es muy rara entre los mamíferos. De hecho sólo se da en toda la familia de los perros (lobos, chacales, coyotes, etc.), en algunos pequeños antílopes africanos y, entre los primates, en los gibones y en los monos más pequeños de América del Sur. Pero en estos casos la pareja vive con su descendencia sola en su territorio y su relación es cauta con los vecinos y hostil con los extraños. Los humanos, en cambio, acostumbramos a organizarnos en parejas dentro de grupos sociales grandes. La opción por esta forma de convivencia y reproducción tiene sus ventajas y fundamentos naturales pero no se desarrolla sin tensiones.
Tensiones y Conflictos en el Apareamiento Polígamo
Veamos lo que sucede con los papiones sagrados y los gelada que son las únicas dos especies de primates con un sistema social comparable al nuestro. Los machos dominantes tienen harenes de dos a diez hembras y viven con su descendencia manteniendo a raya y en el fracaso reproductivo total al resto de los machos. Pero la estabilidad de estos apareamientos polígamos depende tanto o más de las preferencias de las hembras que de la fuerza de los machos. En efecto, los otros machos sólo se inhiben de desafiar al dueño del harén si las hembras demuestran poco interés por su pareja a través de sutiles señales como no acercarse ya tanto al macho o prestarle menos atención que antes. El macho aspirante a sustituir al dueño del harén con posibilidades de victoria sólo atacará si la mayoría de las hembras acaban inclinándose previamente por él. Hay refriegas entre los machos, pero también visitas constantes a las hembras para persuadirlas a continuar o a cambiar. El viejo macho va frenéticamente de una a otra como dando flores y bombones para hacerse perdonar las desatenciones pasadas. Pero si más de la mitad de las hembras tras un proceso deliberativo expresan su preferencia por el candidato, las demás las seguirán y el viejo macho tendrá que retirarse pues cualquier resistencia sería ya inútil.
Lo que estas observaciones indican es que este tipo de apareamientos conllevan siempre tensiones y conflictos derivados del riesgo de la aparición repentina de rivales más interesantes o de la pérdida del interés de la hembra por el macho. Entre los humanos los celos sexuales y el miedo al abandono se dan con especial intensidad dado que los riesgos de deserción y los costes de oportunidad en que incurrimos son mucho mayores. Estas tensiones y conflictos pueden derivar en situaciones de violencia en las que el hombre suele ser el agresor y la mujer la víctima, aunque en realidad hombres y mujeres utilizan armas diferentes para proteger la pareja: mientras el hombres abandonado las dirige contra su pareja a veces con violencia, intimidación o miedo, las mujeres tienden a dirigirlas contra la rival por medios generalmente menos violentos aunque no menos dañinos. Los mecanismos que usamos para proteger nuestras parejas tienen un parecido sorprendente con los que utilizan los papiones sagrados.
Pero la violencia es un recursos extremo y siempre muy peligroso. Por eso los humanos recurrimos con más frecuencia al variado arsenal de tácticas orientadas a disminuir la tensión de los celos o el riesgo de abandono: súplicas, sollozos, lamentos y promesas que han llegado a plasmarse en espléndidos poemas, desagarradas canciones como el “ne me quittez pas” de Jacques Brel o algunas de las situaciones más humillantes y ridículas de nuestras vidas; pero también podemos recurrir a trucos viejos y tan socorridos como el embarazo; o a imponer velos o burkas, o a mantener entretenida e interesada a la pareja en una especie de efecto Sherezade. La panoplia es amplísima pero el fin siempre es el mismo: prevenir que la pareja pueda abandonarnos por otros rivales.
¿Compensa vivir bajo esta presión psicológica? ¿No habría sido más luminoso el sendero de los bonobos? ¿Qué beneficios trae la vida en pareja? ¿Y el amor? ¡Ah el amor! ¿Qué tiene que ver con todo esto? Las claves parecen estar una vez más en nuestro cerebro. Continuaremos.
Crianza Humana y Cooperación Hombre-Mujer
Nuestro cerebro tiene un peso promedio de un kilo doscientos gramos, aproximadamente el doble de grande de un simio y tres veces mayor que el de un mamífero de nuestro tamaño. Ya hemos visto cuántas condiciones impone este enorme cerebro a la gestación y el nacimiento. También nos hemos referido a la gran inversión parental que exige la crianza de los humanos dados los años de lactancia, nutrición y socialización necesarios para asegurar la supervivencia de la prole. El esfuerzo parental es tan alto que resulta muy difícil que uno sólo de los padres pueda afrontarlo. Los niños huérfanos o de familias monoparentales son quienes siempre han soportado mayores niveles de riesgo incluso en las sociedades hoy más avanzadas. Los altos índices de abandono e infanticidio de las sociedades pasadas especialmente en los años económicamente más difíciles se corresponden hoy con la mayor pobreza y vulnerabilidad de la mujer y los niños en los hogares monoparentales.
Por naturaleza la mujer tiende a apoyarse en un hombre para asegurar su éxito reproductor representado por la pervivencia de las crías. Desarrolla el instinto maternal que emerge como una parte de la reestructuración hormonal que tiene lugar con el nacimiento y que es la mayor garantía de que la criatura desvalida recibirá apoyo. Por su parte, el hombre, también por naturaleza, para asegurar su éxito reproductivo, tenderá a aparearse con una o varias mujeres de modo estable (monogamia o poligamia) según las leyes y usos culturales vigentes en cada lugar y momento. Dadas las condiciones de la gestación, el nacimiento y la crianza humanos, la promiscuidad no es una opción válida de organización social: prácticamente nadie podría asegurar su éxito reproductivo, los machos dejarían las crías al cuidado exclusivo de las hembras y los abandonos e infanticidios se multiplicarían.
El Corto Recorrido de las Prácticas Polígamas
En las sociedades con altos niveles de desigualdad y pobreza se tenderá a la práctica de la poligamia, más o menos legal o encubierta. Los estudios disponibles son incontrovertibles para todas las épocas: las mujeres que se casan o emparejan con hombres con recursos tienen índices de crianza exitosa mucho más altos. Las mujeres sólo aceptarán ser la segunda o tercera esposa o la concubina o mantenida de un hombre ya casado cuando éste les asegure el éxito reproductivo. A veces las religiones o legislaciones que admiten la poligamia le ponen como límite el número de mujeres que se pueden mantener conforme al nivel del esposo.
Pero las poligamias tienen corto recorrido en la medida que avanzan las sociedades humanas en libertad e igualdad para hombres y mujeres. La monogamia es una democratización del éxito reproductivo pues éste puede ser alcanzado por la gran mayoría de los hombres y no sólo por la minoría privilegiada o con recursos. La monogamia representa ventajas adicionales para hombres y mujeres: en las organizaciones polígamas como las de los actuales mormones los hombres se quejan de lo agotador que resulta mantener relaciones con varias esposas cuando éstas tienen alguna libertad y derechos. Los matrimonios polígamos registran elevados niveles de estrés entre las esposas lo que puede interferir con las hormonas menstruales y explicar que tengan más ciclos sin ovulación y una tasa de fertilidad promedio más baja que las mujeres monógamas. Para disminuir estas tensiones muchas sociedades bantúes obligan a que cada esposa disponga de una casa propia y a que el marido las visite por estricta rotación (las coesposas sólo conviven en un mismo espacio cuando son hermanas o hay otro vínculo muy estrecho entre ellas).
El Amor ¿Don o Construcción Biológica?
Machos y hembras humanos vivimos como persiguiéndonos para construir entre nosotros vínculos de amor. El amor es una emoción y sentimiento de especial intensidad que no tiene parangón entre nuestros primos los simios, ni siquiera entre los felices bonobos. Transforma todo nuestro sistema emocional y perceptivo, la jerarquía de nuestros intereses y motivos vitales. Según sus situaciones y momentos se asocia a los más diversos y contradictorios sentimientos: ansiedad, angustia, exaltación, miedo, celos, ira, desesperanza, ilusión, ternura, aspereza, generosidad, traición, felicidad, sosiego y desasosiego… Lope de Vega lo captó ya en un conocido soneto sobre los efectos del amor (“desmayarse, atreverse, estar furioso, – áspero, tierno, liberal, esquivo, – alentado, mortal, difunto, vivo, – leal, traidor, cobarde, animoso, .- no hallar, fuera del bien, centro y reposo, – mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, – enojado, valiente, fugitivo, – satisfecho, ofendido, receloso. .- Huir el rostro al claro desengaño, – beber veneno por licor suave, – olvidar el provecho, amar el daño; .- creer que un cielo en un infierno cabe, – dar la vida y el alma a un desengaño: – esto es amor. Quien lo probó lo sabe.”).
La pasión amorosa es de tal intensidad que llegamos a sentir no sólo que vale la inevitable pena sino que la vida no vale la pena sin ella (el poema de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte” me viene ahora a la memoria: “Cerrar podrá mis ojos la postrera – sombra que me llevare el blanco día, – y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera… – su cuerpo dejará, no su cuidado; – serán ceniza, mas tendrán sentido; – polvo serán, mas polvo enamorado.”).
El enamoramiento es un estado emocional que nos hace ver toda suerte de cualidades –por lo general más imaginadas que reales- en la persona amada. Transforma nuestros mecanismos hormonales y neuronales (la poetisa Safo describe sus emociones al contemplar la persona amada: “Fuego sutil dentro de mi cuerpo todo – Presto discurre: los inciertos ojos – Vagan sin rumbo, los oídos hacen – Ronco zumbido .- Cúbrome toda de sudor helado: – Pálida quedo cual marchita hierba. – Y ya sin fuerzas, sin aliento, inerte, – Parezco muerta”). Nos destroza ante la imposibilidad de alcanzar o el riesgo de perder al amado, suspiramos en su ausencia; todo lo bello nos lo recuerda y casi nada parece tener sentido sin ella o él (Chavela canta desgarradamente: “si no estás conmigo nada importa, – el vivir sin verte es morir, – si no estás conmigo hay tristeza – y la luz del sol no brilla igual… Dime tu qué hago vida mía, – sin tu amor yo voy a enloquecer). El amor es esperanza de dejar temores, aquietar heridas, olvidar ofensas, de que brote todo el torrente emocional expresado en ese tangazo “El día que me quieras”. Pero detengámonos aquí. No sin advertir que aunque sin el aporte hispánico a la ciencia y a la técnica el mundo sería seguramente el mismo; sin nuestros poemas y canciones de amor, en cambio, la cultura humana se degradaría inevitablemente.
¿Cómo es posible que este sentimiento que para algunos es el mayor don de los dioses no haya sido creado por la evolución humana al servicio de sus fines de reproducción y supervivencia? Estamos evolutivamente programados para enamorarnos. Quizás más intensamente las mujeres pues se encuentran más condicionadas por el instinto maternal y la necesidad de apoyo para asegurar la supervivencia de las crías. Pero en los hombres la llama amorosa compensa sobradamente la propensión a la promiscuidad y fortalece los apareamientos necesarios para la supervivencia de nuestros organismos y nuestros genes. ¿Podrían entenderse la evolución y la historia humana sin el amor? ¿Cómo es posible que los historiadores hayan prestado tan poca atención a esta dimensión de lo que hacemos depender no sólo nuestra felicidad sino nuestra pervivencia como especie? ¿No debería la historia considerar todo lo que es importante para nuestra felicidad o nuestra desgracia?
El amor debería ser también un acto de libertad y de conciencia; pero no sólo es eso, ni es fundamentalmente eso: el amor es ciego, porque su explosión depende más de nuestra capacidad y ansias de amar que del objeto contingente que las desencadena. Sobre el amor se ha especulado siempre; pero hoy comenzamos a tener algunos conocimientos científicos sobre los mecanismos de las emociones que pueden ayudarnos bastante a reducir las desgracias y a avanzar con más sentido en la irrenunciable búsqueda de felicidad. Continuaremos.