Su empleo masivo en el ámbito de la esfera pública ha generado también interpretaciones sesgadas: cuando no se le atribuye un confuso aire conceptual y abstracto que le hace perder toda virtualidad práctica, se le dota de un significado histórico tan circunscrito al caso alemán que de antemano le hace completamente inaplicable en cualquier otra latitud. En el panorama sociopolítico europeo y, más concretamente, en el español, el término mantiene un sugerente y atractivo potencial. No obstante, posee unas connotaciones particulares que es preciso advertir para evitar usos que no hagan justicia a su sentido primigenio. Esto es lo que a veces acontece cuando, por ejemplo, apenas se insiste en su carácter profundamente secularizado. O cuando, por el contrario, se subraya su naturaleza abstracta y se niega de plano su posible capacidad para motivar el compromiso y la acción de los ciudadanos. Sin embargo, el mayor atropello que se puede acometer con este concepto es, con diferencia, ignorar su estrecha vinculación con el republicanismo. Tan esencial resulta ese nexo que no cabe entender cabalmente el patriotismo constitucional sin conocer y asumir los valores básicos de esta tradición política.
Con el fin de precisar el sentido del patriotismo constitucional -objetivo explícito del presente artículo- será de gran utilidad determinar el contexto histórico-social para el que en su origen fue concebido, así como aquellos otros a los que se extendió ulteriormente. Hasta el momento se ha hecho uso del término fundamentalmente en referencia a tres núcleos de cuestiones bien diferenciados, a cuya consideración se dedicarán los primeros apartados de este artículo: a) cómo dotar de una nueva identidad colectiva a una comunidad política que ha experimentado una ruptura insalvable en la continuidad de su propia historia, b) cuáles pueden ser los rasgos identitarios compartidos por una sociedad marcada por un profundo pluralismo cultural; y c) sobre qué bases comunes se podría asentar la identidad de una Unión Europea aún en proceso de construcción. Como se ha indicado anteriormente, en estos tres diferentes ámbitos de aplicación del concepto se pone de manifiesto su trasfondo ideológico, profundamente imbuido por la tradición filosófica y política del republicanismo, a cuyo somero análisis se dedicará la sección cuarta. En el quinto y último apartado del presente trabajo se planteará la peliaguda cuestión relativa a la posible acomodación del patriotismo constitucional a la realidad política de la España contemporánea.
1. Patriotismo constitucional y quiebra de la continuidad histórica
Tras la hecatombe histórica que supuso el régimen nacionalsocialista, Alemania requería no sólo de nuevos principios constitucionales sobre los que erigir su vida política, sino que éstos echaran raíces profundas en una población humillada y decepcionada. Y para que llegaran a enraizar había que contar previamente con experiencias positivas, que es lo que por fortuna acabó sucediendo: hasta el punto de que hoy prácticamente nadie pone en duda que la Constitución alemana de 1949 (la Ley Fundamental de Bonn) ha contribuido enormemente a la construcción de una nueva identidad colectiva en una sociedad tremendamente traumatizada por la barbarie del III Reich. Además de jugar un importante papel en la consolidación del sistema jurídico-político, ha inspirado una cultura política de profundo sesgo democrático. A nadie le debería sorprender, por tanto, que los demócratas alemanes celebren su constitución y sientan por ella una suerte de orgullo patriótico. A esto es a lo que se refería el jurista y politólogo Dolf Sternberger cuando en un artículo periodístico publicado en mayo de 1979 (con ocasión del trigésimo aniversario de la Ley Fundamental) acuñó el término patriotismo constitucional (Sternberger, 1990, 13-16). Era ésta una fórmula sintética para referirse al hecho de que en esos treinta años se había ido generando un proceso de identificación colectiva que resultaba completamente novedoso en la historia alemana. La nueva nación de ciudadanos formada tras la derrota bélica (y, sobre todo, moral) ya no pudo encontrarse ni reconocerse en rasgos comunes de tipo étnico-cultural, ni menos aún en el orgullo por su pasado histórico, sino que tuvo que construirse sobre la praxis y el ejercicio de los derechos políticos de participación que el texto constitucional reconoce y garantiza. Sternberger pretendía con sus escritos no sólo contribuir pedagógicamente a la formación política de las nuevas generaciones de alemanes, sino también aportar una categoría descriptiva que diese cuenta del tipo de identidad colectiva desarrollado en Alemania Occidental.
Pocos años antes de que cayera el muro de Berlín tuvo lugar en tierras germanas un debate académico conocido como la “disputa de los historiadores”. El punto de controversia no era otro que la autocomprensión de la República Federal de Alemania en relación con el pasado autoritario del que fue resultado [1]. Se trataba de dar una respuesta convincente a una cuestión que atormentaba profundamente a los ciudadanos alemanes: la enorme dificultad que encontraban para sentirse reconciliados con su historia reciente, un escollo que se convierte en imposibilidad si previamente no se logra saldar cuentas con la propia tradición nacional. Es en este polémico entorno donde Habermas empleó por primera vez el término patriotismo constitucional. Al hacerlo dotó a esta noción de una especial relevancia moral, pues consideró que representaba una forma adecuada de responder a una cuestión de hondo calado, a saber: un ciudadano alemán que aún tiene hoy tras de sí la responsabilidad del holocausto del pueblo judío, ¿puede sentirse orgulloso de su propia historia, es decir, de ser alemán?
En los diferentes textos con los que Habermas interviene en la mencionada polémica (cfr. Habermas, págs. 83-109 y 111- 121, 1989; Habermas, págs. 211-249, 1991) late un radical cuestionamiento de la identidad nacional como forma de identidad colectiva acorde con las exigencias morales de autonomía y racionalidad. Habermas se pregunta si no sería posible un tipo de identidad colectiva que se inspirase en razones compatibles con e1 proyecto democrático y, en particular, con los derechos humanos. Su respuesta no consistió en la formulación de un nuevo modelo ideal, ni de una noción regulativa, sino en señalar los perfiles de una opción alternativa ya existente. Se disponía de una serie de observaciones empíricas que (como habían constatado tanto Sternberger como Lepsius) daban a entender un notable “debilitamiento del elemento particularista en la figura de conciencia que representa el nacionalismo” (Habermas, pág. 95, 1989). La deslegitimación histórica que experimentó el nacionalismo alemán (sobre el que se apoyaron el imperio guillermino y el régimen hitleriano) hizo patente la urgente necesidad de diferenciar nítidamente entre demos y ethnos.
Nunca más debería olvidarse que poner el sentimiento de pertenencia a una “nación como comunidad étnico-cultural identificada con un destino común” (ethnos) por encima de la lealtad debida a la “nación de ciudadanos como titular de la soberanía política” (demos) tiene como fatal consecuencia “una represión o asimilación coactiva de otras partes étnicas, culturales, religiosas o socioeconómicas de la población” (Habermas, pág. 310, 1991). Sería así el propio desarrollo de la historia política alemana el que habría inducido un aprendizaje de carácter colectivo. Y aunque ciertamente el ánimo colectivo se ha visto alterado en los últimos años tras la conmoción de la unificación alemana y la intensificación de la integración europea, estas lecciones también tendrían que resultar vigentes, según Habermas, a la hora de seguir definiendo la identidad política de los alemanes y el papel de la nueva Alemania.
La distinción entre una concepción cívica y una concepción étnico-cultural de la identidad colectiva, entre demos y ethnos, puede ejemplificarse gráficamente en los distintos lemas que exhibieron los manifestantes que en el otoño de 1989 pedían en Leipzig el final del régimen totalitario de la República Democrática Alemana (RDA). Antes de la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre y en las primeras jornadas posteriores a ese histórico evento gritaban “Wir sind das Volk” (“Nosotros somos el pueblo”), días después cambiaron el lema por el de “Wir sind ein Volk” (“Nosotros somos un pueblo”). El matiz introducido por el cambio de artículo denotaba una diferencia importante: mientras que con el primer lema se pretendía reivindicar frente al aparato estatal del partido comunista que la única legitimación para actuar políticamente provenía del pueblo como depositario de la soberanía, esto es, del conjunto de la ciudadanía constituida como agente político, en el segundo caso se reivindicaba que la población de la antigua RDA conformaba un mismo pueblo con el resto de Alemania, al compartir un pasado común, una misma lengua y en definitiva una misma identidad étnico-nacional, y, por consiguiente, debería procederse a la reunificación.
El patriotismo constitucional se apoya en una identificación de carácter reflexivo, no con contenidos particulares de una tradición cultural determinada, sino con contenidos universales recogidos por el orden normativo sancionado por la constitución: los derechos humanos y los principios fundamentales del Estado democrático de derecho (cfr. Habermas, pág. 94, 1989). El objeto de adhesión no sería entonces el país que a uno le ha tocado en suerte, sino aquel que reúne los requisitos de civilidad exigidos por el constitucionalismo democrático; sólo de este modo cabe sentirse legítimamente orgulloso de pertenecer a un país. Dado su destacado componente universalista, este tipo de patriotismo se contrapone al nacionalismo de base étnico-cultural. Frente a esta forma de identidad, en el patriotismo se integran personalidad colectiva y soberanía popular y se reconcilian identidad cultural y ley democrática. Representa, en definitiva, una forma integradora y pluralista de identidad política, en la medida en que las identificaciones básicas que mantienen los sujetos con las formas de vida y las tradiciones culturales que les son propias no se reprimen, ni se anulan, sino que, por el contrario, “quedan recubiertas por un patriotismo que se ha vuelto más abstracto y que no se refiere ya al todo concreto de una nación, sino a procedimientos y a principios” formales (Habermas, pág. 101, 1989). No obstante, los motivos que concitan el sentimiento patriótico no resultan etéreos ni, menos aún, inanes: “Para nosotros, ciudadanos de la República Federal, el patriotismo de la Constitución significa, entre otras cosas, el orgullo de haber logrado superar duraderamente el fascismo, establecer un Estado de derecho y anclar éste en una cultura política, que, pese a todo, es más o menos liberal” (Habermas, pág. 216, 1991). Se torna así evidente que, en cada situación histórica concreta, las motivaciones para adherirse al contenido universalista de dicho sentimiento patriótico pueden ser muy diversas, pero a la postre siempre tendrán que estar vinculadas de algún modo a las formas culturales de vida ya existentes y a las experiencias de cada sociedad.
2. Patriotismo constitucional y pluralismo cultural
Los problemas que suscita el reconocimiento público de las diferencias culturales existentes en mayor o menor medida en todas las sociedades modernas han ocupado un lugar destacado en la agenda política de numerosos Gobiernos democráticos y han centrado gran parte de las reflexiones de la filosofía política de los últimos años (cfr. Velasco, 2000a). Al intervenir en estos debates, Habermas ha tenido que plantearse de nuevo la cuestión de cómo articular la identidad colectiva. En principio, nuestro autor sostiene que también en el contexto teórico-práctico del multiculturalismo mantienen su validez las ideas subyacentes a la noción del patriotismo constitucional. Si bien en este ámbito prescinde a menudo de la literalidad del término, reivindica la capacidad de una cultura política republicana para cohesionar una sociedad con formas de vida y tradiciones culturales heterogéneas. Sus potencialidades se pondrían de manifiesto a la hora tanto de intentar articular democráticamente una sociedad multicultural como de crear un tipo de identidad colectiva supranacional o posnacional compatible con un pluralismo de identidades nacionales. En este nuevo contexto social, definido por el pluralismo cultural, el objetivo político que, según Habermas, habría que perseguir podría sintetizarse con la siguiente fórmula: lograr “articular la unidad de la cultura política en la multiplicidad de subculturas y formas de vida” (cfr. Habermas, págs. 94-97, 1999). En este sentido, el patriotismo constitucional, al poner el acento en la adhesión a los fundamentos de un régimen político democrático, y no tanto en la comunión con los sustratos prepolíticos de una comunidad étnico-nacional, se encontraría en condiciones de estrechar la cohesión entre los diversos grupos culturales y consolidar una cultura política de la tolerancia que posibilite la coexistencia intercultural. Para ello, un requisito sería establecer una nítida diferenciación entre la adscripción cultural de los diferentes ciudadanos y grupos y los principios políticos que han de ser compartidos por todos; esto es, entre nación, como comunidad de origen étnico-cultural, que además puede ser múltiple dentro de un mismo Estado, y la cultura política ciudadana (la lealtad a los principios e instituciones que instauran las condiciones de convivencia entre las diferentes formas de vida).
Cuando la identificación con estos principios responde a experiencias históricas, se generan entre los ciudadanos vínculos de cohesión social y lazos cooperativos en torno a una cultura política común. Cabría objetar con cierta razón que los valores y principios políticos no aportan por sí mismos el necesario cemento social y que el mero hecho de que un amplio conjunto de ciudadanos los comparta no significa que tengan necesariamente voluntad de continuar unidos. Sin embargo, quienes abogan por el patriotismo constitucional no colocan el énfasis en los principios abstractos, sino en un componente cultural mucho más concreto: en la adhesión a aquellas instituciones, procedimientos y hábitos de deliberación compartidos que conforman una cultura política vivida. En todo caso, la plausibilidad histórica y la viabilidad empírica de dicha tesis (no ya su legitimidad moral) quedaría de alguna manera avalada por algunos casos de sobra conocidos: “Los ejemplos de sociedades multiculturales como Suiza y Estados Unidos muestran que una cultura política en la que puedan echar raíces los principios constitucionales no tiene por qué apoyarse sobre un origen étnico, lingüístico y cultural. Una cultura política liberal constituye sólo un denominador común de un patriotismo constitucional que agudiza el sentido de la multiplicidad y de la integridad de las distintas formas de vidas coexistentes en una sociedad multicultural” (Habermas, pág. 628, 1998).
El patriotismo constitucional, como sucede también con la identidad colectiva de tipo nacional, representa una forma de cultura política que permite anclar el sistema de los derechos en el contexto histórico de una comunidad política determinada. Al respecto, el empeño de Habermas se centra en mostrar, en primer lugar, que es posible una “comunidad política articulada en términos de Estado posnacional” y, en segundo lugar, que el mencionado patriotismo puede tener unas prestaciones similares a los de la conciencia nacional. En su favor, debe apuntarse que en cualquier caso no conlleva algunas de las nefastas consecuencias asociadas al sentimiento nacionalista no integrador, a saber: “La nación sólo ha sido fundamento de una identidad firme, no incompatible de antemano con fines racionales, en la medida en que constituyó el elemento de unión para la imposición del Estado democrático, de un programa universalista en su esencia […]. Sin tales estructuras universalistas, la conciencia nacionalista no puede evitar caer en un renovado particularismo” (Habermas, pág. 103, 1981).
Un patriotismo cívico apoyado en una comprensión republicana de la política no colisionará, sin embargo, “con las reglas universalistas de convivencia de unas formas de vida plurales que habrían de coexistir dotadas de unos mismos derechos” (Habermas, pág. 308, 1991).
Habermas reconoce que la nación es “una idea con fuerza capaz de crear convicciones y de apelar al corazón y al alma” (Habermas, pág. 89, 1999). La nación, ficción forjada a base de nociones históricas, éticas e incluso estéticas, es un constructo cultural que ha posibilitado que el individuo moderno —ciudadano libre y autónomo— lograra entroncar con las instituciones del Estado moderno y tomara conciencia de una nueva forma de pertenencia compartida. Comparado con la enorme capacidad de movilización del nacionalismo, la noción de patriotismo constitucional, en la medida en que pretende designar una forma de identidad colectiva, se enfrenta, sin duda, con la enorme dificultad de compensar la menor carga emocional mediante un mayor esfuerzo de argumentación racional. En este sentido, algunos autores comunitaristas han logrado divulgar con éxito la idea de que las democracias de tipo liberal se han revelado incapaces de crear en los ciudadanos un sentimiento de adhesión a lo colectivo. Si resulta cierto que las palabras y las razones tienen que ir acompañadas por la emoción para poder movilizar a los diversos agentes sociales, ¿sobre qué bases cabe entonces desarrollar formas multiculturales de integración social que reemplacen a las modalidades de integración social centradas en la idea de nación? Entre las diferentes opciones posibles, una podría consistir en una suerte de “patriotismo sin nacionalismo” que recupere el lenguaje de las virtudes cívicas basadas en el amor a las instituciones políticas y al modo de vida que sustancia la libertad común de un país sin necesidad de tener que reforzar la unidad y homogeneidad cultural, lingüística y étnica del mismo. Estos rasgos de la identidad colectiva de una república —una “nación de ciudadanos”— permitirían alcanzar el objetivo, difícilmente rechazable desde una mentalidad democrática, de una inclusión sensible a las diferencias (cfr. Habermas, págs. 123-126, 1999).
En plena coincidencia con los postulados del pensamiento democrático, Habermas aboga por la configuración de una identidad colectiva sobre la base de una participación política activa: “La nación de ciudadanos encuentra su identidad, no en comunidades étnico-culturales, sino en la práctica de los ciudadanos que ejercen activamente sus derechos democráticos de participación y de comunicación” (Habermas, pág. 522, 1998).
La cultura cívica democrática desactiva, al menos en parte, el potencial particularista excluyente de las distintas formas de vida, a las que, sin embargo, proporciona un marco adecuado para su desenvolvimiento pacífico. Por ello, el Estado democrático debería exigir a sus ciudadanos y a todos aquellos que voluntariamente eligen vivir en él (esto es, a los emigrantes y exilados) tan sólo la aculturación política, pues la preservación de la identidad colectiva de una sociedad democrática no requiere que rodos los individuos compartan determinados hábitos y tradiciones culturales, aunque se dé el caso de que su implantación sea mayoritaria. Los conflictos interculturales no dejarán de producirse de la noche a la mañana, ni mucho menos, pero, en todo caso, no cabe negar de antemano a una forma de identidad colectiva más o menos abstracta como la que aquí se propone su capacidad para asegurar la integración social y convertir, en definitiva, la vida en común en una realidad entrañable y no sólo en una relación anónima con un ente administrativo.
3. Patriotismo constitucional y construcción europea.
A lo largo de la segunda mitad del siglo XX se multiplicaron, como es bien sabido, las organizaciones interestatales de carácter regional, de las que seguramente el prototipo más acabado hasta el momento sea la Unión Europea. Al reflexionar sobre esta realidad emergente, Habermas ha aportado una nueva dimensión a la noción acuñada por Sternberger. Alberga, de algún modo, la tentación de extrapolar mutatis mutandis la experiencia constitucional alemana al contexto de la construcción política europea y, en general, a otros posibles modelos de integración supranacional (cfr. Habermas, págs. 131-135, 1999). Encuentra incluso un cierto paralelismo entre el caso alemán y la incipiente formulación de la ciudadanía europea, tal como expuso en 1990 en un artículo titulado Ciudadanía e identidad nacional (Habermas, págs. 619-643, 1998).
Teniendo como telón de fondo las implicaciones políticas y constitucionales del proceso de elaboración de aquellos acuerdos que habrían de cambiar la estructura jurídica de la Unión Europea (los Tratados de Maastricht y de Amsterdam), a lo largo de los años noventa se suscitó a escala paneuropea un debate sobre la transformación de las relaciones interestatales. Ahí se ventilaban cuestiones tan relevantes como las relativas a la reforma del sistema de instituciones (requerida por la anunciada ampliación a nuevos miembros y que aún se encuentra pendiente) y el significado político del nuevo estatuto de ciudadanía de la Unión Europea. Habermas también intervino en estas discusiones de manera significativa, aportando su propia visión del problema, que básicamente se encuentra recogida en un artículo que lleva el significativo título de ¿Necesita Europa una Constitución? (cfr. Habermas, págs. 137-143, 1999). Su punto de partida se encontraba en el reconocimiento de la precariedad de la cultura política europea y del importante déficit democrático detectable en el funcionamiento de las instituciones comunitarias. Si se analiza a fondo esta situación no es difícil convenir en una causa común: a pesar de que ya se cuenta con órganos de decisión supranacionales, e incluso con órganos de representación, la opinión pública europea es poco más que la suma de las diferentes opiniones públicas nacionales. Falta un espacio público europeo que sirva de escenario común al ejercicio de los derechos de la ciudadanía y, en consecuencia, la noción misma de ciudadanía europea no está lejos de representar una mera entelequia. Para que el proceso de construcción europea sea plenamente democrático se requiere, según Habermas, elaborar una constitución, al menos en un horizonte a medio plazo, para así poder disponer de unos principios políticos bien asentados con los que el conjunto de la ciudadanía europea pueda identificarse (cfr. Habermas, págs. 137-143, 1999).
En este contexto polémico, Habermas procede a desmontar el principal argumento esgrimido por los denominados euroescépticos, a saber: que “mientras no exista un pueblo europeo que sea suficientemente “homogéneo” para configurar una voluntad democrática no debería existir ninguna constitución europea” (Habermas, pág. 138, 1999). Frente a ello, nuestro autor alega que el presupuesto básico de una democracia no es un pueblo en el sentido de una unidad homogénea en términos socio-culturales, sino, más bien, una sociedad con voluntad de constituirse en unidad política. Los vínculos que unen a una nación de ciudadanos no son de carácter prepolítico; se conforman, por el contrario, en un ámbito común de discusión y deliberación. De ahí que afirme que no puede existir una Europa unida si no se desarrolla una esfera pública integrada en el horizonte de una cultura política común. Pero dado que este proceso es de naturaleza circular, “es de esperar que las instituciones políticas que se crearían mediante una constitución europea tengan un efecto inductor” que ponga en marcha el proceso (Habermas, pág. 143 1999). En principio, toda vez que se cuenta con un trasfondo cultural común innegable, nada habla en contra de que, una vez que exista también voluntad política y se disponga de un marco constitucional, pueda generarse “el contexto comunicativo, necesario en términos políticos, en una Europa que lleva largo tiempo integrándose económica, social y administrativamente” (Habermas, pág. 143, 1999). De hecho, es relativamente frecuente que sean las propias estructuras e instituciones políticas las que generen los vínculos de cohesión y solidaridad, y no al revés. Esto es precisamente lo que, según Habermas, podría acabar ocurriendo en el caso de la Unión Europea.
No es fácil dar con relatos, historias o lugares de la memoria que expresen la incipiente identidad común europea. Los documentos disponibles, escritos con un frío lenguaje jurídico, cuando no con una aséptica jerga tecnocrática, se muestran incapaces de crear identificaciones fuertes comparables a las aportadas por las historias nacionales. La coexistencia de diversas culturas en el ámbito de la Unión Europea (no sólo debido al concurso de diferentes culturas mayoritarias consolidadas y la presencia de múltiples culturas minoritarias “autóctonas”, sino también por la emergencia de otras muchas formaciones culturales de implantación reciente como consecuencia de los intensos procesos migratorios registrados en las últimas décadas) y la consiguiente falta de una cultura común unitaria condicionan de antemano que la identidad colectiva que se pueda forjar algún día haya de contener necesariamente rasgos formales y abstractos.
De modo muy similar a como procedió en lo tocante al marco multicultural de las sociedades modernas, Habermas adapta el concepto de marras al caso especial que representa la construcción europea. Consciente de que se carece de narraciones compartidas que den cuenta de una identidad colectiva europea, afirma: “De estas diversas culturas nacionales podría diferenciarse en d 1amro una cultura política común de alcance europeo. Podría producirse una diferenciación entre una cultura política común y las tradiciones nacionales en arte, literatura, historiografía, filosofía, etcétera, que se diversificaron desde los comienzos de la modernidad. […]. Un patriotismo constitucional europeo, a diferencia de lo que ocurre con el americano, habría de surgir de interpretaciones diversas (impregnadas por las distintas historias nacionales) de unos mismos principios jurídicos universalista” (Habermas, pág. 635, 1998).
Si en 1990 Habermas, como otros muchos observadores de la realidad europea, podía sostener con razón que “los espacios públicos nacionales siguen haciéndose sombra entre sí, ya que están andados en con- textos donde las cuestiones políticas sólo cobran significado desde el trasfondo de la respectiva historia nacional” (Habermas, pág. 635, 1998), hoy debe reconocerse que las circunstancias han cambiado algo desde entonces. Si bien no se ha logrado configurar aún un espacio público europeo de discusión, puede detectarse ya que los debates públicos a nivel de cada uno de los Estados están cada vez más definidos por asuntos comunitarios, consecuencia directa de la percepción del influjo creciente de la política común sobre las diferentes políticas estatales. Podría señalarse también algún que otro signo alentador: el sometimiento a iguales normas jurídicas en el ámbito europeo con- lleva que los ciudadanos se perciban inmersos en una misma dinámica jurídico-política. A ello ha contribuido significativamente la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas. Quizá la existencia de un espacio jurídico europeo, la reciente implantación de una moneda única ola posesión de un pasaporte común sean el inicio, aunque sólo sea de manera germinal, de una nueva identidad ciudadana con perfiles propios: “la nueva identidad europea puede entenderse como una identidad constitucional, un constructo político, que en realidad no subsume bajo su manto normativo a las identidades nacionales, sino que se configura, aunque compatible, como una alternativa a las formas de identidad nacional” (Rosales, pág. 174, 1997). No obstante, y teniendo en cuenta el modo en que se ha ido forjando históricamente la Unión Europea en torno a criterios economicistas, existe el riesgo nada remoto de que ésta acabe plegándose sobre sí misma, cerrando sus fronteras y provocando con ello, por una parte, una involución de la calidad democrática de su cultura política y, por otra, la formación de una identidad de tipo regresivo aglutinada por la aversión a lo diferente.
4. Discurso patriótico y republicanismo
La idea del patriotismo constitucional, que equipara patria con la libertad que la constitución asegura, entronca con naturalidad con la tradición política del republicanismo. Desde los tiempos de Cicerón y Tito Livio hasta la actualidad, con autores como Quentin Skinner, Maurizio Viroli o Philip Pettit, e1 republicanismo se ha articulado como un discurso político contrario a toda forma de tiranía y defensor del autogobierno de los ciudadanos. El republicanismo se reconoce en el rechazo de la dominación y en la reivindicación de una idea robusta y positiva de libertad. Para el sostenimiento de dicha libertad, tales autores consideran imprescindible el concurso de la virtud cívica [2], que a su vez requiere de ciertas precondiciones políticas: en particular, que las instituciones básicas de la sociedad queden bajo el pleno control de los ciudadanos. Consecuentemente, la tradición republicana concede un valor intrínseco a la vida pública y a la participación política: el ciudadano ha de implicarse activamente en algún nivel en el debate político y en la toma de decisiones, ya que ocuparse de la política es ocuparse de la res publica; esto es, de lo que atañe a todos. Democracia participativa y amor patrio se implican mutuamente, pues, como sostenía Tocqueville (vol. 1, pág. 233, 1989), el mejor modo de “interesar a los hombres en la suerte de su patria, es el de hacerles participar en su gobierno”. ¿Cómo si no se puede pedir lealtad a alguien sin permitirle participar con su propia voz? Por ello, para Tocqueville, como también para Rousseau, además de un lugar formado de memoria colectiva y de costumbres compartidas, la patria era sobre todo el lugar de participación de todos en la cosa pública, de la responsabilidad compartida. En definitiva, el patriotismo republicano no es otra cosa que el amor por una patria libre y por su forma de vida (cfr. Viroli, 1997). Es a esta tradición republicana a la que Dolf Sternberger explícitamente se remite al disertar sobre el patriotismo constitucional: “En los tiempos modernos, el sentimiento patriótico se encuentra vinculado con la conciencia republicana, con el sentido cívico que siente la dicha y el deber de poder configurar libremente la cosa pública” (Sternberger, pág. 12, 1990 [1959]).
Este autor alemán se refirió a este tipo de patriotismo en múltiples lugares de su amplia obra (el tomo décimo de sus escritos está dedicado genéricamente al análisis de dicho término). Como ya se ha señalado, el sentido originario de este concepto obedece a un contexto histórico configurado por el pasado nacionalsocialista, episodio que hasta nuestros días ha marcado la historia alemana. La invención de esta noción vendría así a incidir en un asunto polémico en el contexto alemán (como lo es, en el caso español, la referencia al régimen franquista): el de la memoria y el olvido del reciente pasado histórico. No se trata ciertamente de ninguna cuestión baladí, pues la memoria no es sino el componente temporal de toda identidad, ya sea en su dimensión personal o en la colectiva. Así, en relación a la praxis política de quienes sirvieron al III Reich, Sternberger niega tajantemente que quepa adjudicarle valor patriótico. Tampoco le concede ningún mérito patriótico a la impresionante exaltación nacionalista sobre la que se asentó tal régimen. Eso es así porque no puede existir sentido alguno de patria en el despotismo (Sternberger, págs. 21 y 35, 1990). Patria y libertad resultan inseparables:
“La patria”, escribe Sternberger (12, 1990), “es la república que nos construimos. La patria es la constitución a la que damos vida. La patria es la libertad, de Jaque tan sólo nos alegramos sinceramente si nosotros mismos la fomentamos, la cuidamos y la protegemos”.
El tipo de patriotismo del que hablaba Sternberger no alude a un determinado texto constitucional, sino a los valores que contiene y merced a los cuales los individuos se convierten en ciudadanos libres e iguales ante la ley. La constitución consagra un espacio político de libertad en el que, abandonando la condición de súbditos, los hombres se toman en ciudadanos y protagonistas de la gestión y custodia de los asuntos públicos. El objeto que suscitaría “devoción patriótica” y lealtad política no es el documento jurídico en su Literalidad, sino el “orden democrático y liberal” que precisamente la constitución funda y protege [3]. Se incurre, por tanto, en un uso interesado y bastante torticero del “patriotismo constitucional” cuando éste se trastoca en una suerte de fundamentalismo constitucional. Esto es lo que acontece cuando la Constitución es tratada como si fuera un arma arrojadiza con la que agredir a todo aquel que se separa un ápice de la ortodoxia política: tanto a quienes se atreven a proponer su reforma o a poner en solfa alguna parte de su articulado como a quienes simplemente la acatan sin mostrar entusiasmo por ella. Este empleo no es nada inocuo, sino sumamente pernicioso.
En primer lugar, porque la constitución no es un texto sagrado inmutable, sino una obra abierta y, por tanto, susceptible de interpretación y adaptación a las contingencias históricas; y, en segundo lugar, porque la virtud de una buena constitución es la de servir de instrumento de convivencia y de integración a sensibilidades, ideologías y creencias dispares. Usar así el término tan sólo serviría para arropar con un digno vocabulario La exaltación conservadora del más rancio nacionalismo. Al respecto, sería conveniente no perder de vista el hecho de que la Constitución alemana a la que apelan Sternberger y, por supuesto, también Habermas, esto es, la Grundgesetz de 1949, ha sido modificada en numerosísimas ocasiones, contabilizándose hasta la fecha del 31 de diciembre del año 2000 nada menos que 48 reformas o modificaciones, algunas de ellas de gran calado normativo. La estabilidad del sistema político-social alemán, sin embargo, no se ha sido visto puesta en riesgo por ello. La defensa del patriotismo constitucional no tiene nada que ver con intento alguno de congelar la Constitución como entidad inamovible. Así, tan sólo se correría el riesgo de acabar con ella.
Como sucede con Sternberger, también el uso que Habermas hace del patriotismo
constitucional es deudor de una concepción republicana de la política. Tal como sostiene explícitamente Maurizio Viroli (pág. 214, 1997), “el Verfassungspatriotismus de Habermas no rompe para nada con la tradición republicana; por contra, es una nueva versión de ésta” [4]. Si bien el pensamiento político de este autor admite diversas calificaciones, quizá las de “demócrata radical” y la de “republicano” sean las más ajustadas. El núcleo de sus propuestas prácticas (que se resumen en su concepción de la política deliberativa) van dirigidas a facilitar una mayor participación de los ciudadanos en los diversos procesos de toma de decisión, una intensificación del espacio público y, sobre todo, una renovación del constitucionalismo liberal en una clave más democrática (cfr. Habermas, cap. VII, 1998). En definitiva, y en la misma línea que la apuntada por otros autores que han contribuido al actual resurgimiento del pensamiento republicano, Habermas pone todo su empeño en combatir la creciente apatía política de las sociedades avanzadas y recuperar así el pulso de las democracias.
Si hiciéramos el ejercicio mental de situarnos en otro contexto político-social resultaría quizá más fácil captar las implicaciones prácticas del republicanismo y, en particular, del patriotismo constitucional. Por poner un ejemplo, este sentimiento político se deja traslucir mucho mejor en la reacción de la ciudadanía norteamericana frente al escándalo del Watergate que en la respuesta de esa misma ciudadanía frente a la agresión terrorista del 11 de septiembre. En este último caso, el “cierre de filas”, sumamente legítimo, representa una reacción primaria ante una agresión directa y tangible al grupo de pertenencia. Pero hay agresiones mucho mis sutiles que destrozan la vida del tejido social y para detectarlas se precisa de una mayor sensibilidad cívica. El ideal de autogobierno, consustancial con la noción de patriotismo, desempeña una función vital en la defensa de las libertades que disfruta una sociedad. Nace de la identificación de los ciudadanos libres con los intereses de la comunidad en la que vive, con el bien común en definitiva. De esta identificación procede el sentimiento de indignación cívica frente a los abusos de poder por parte de las autoridades o ante la corrupción de las instituciones. En este sentido, el patriotismo constitucional puede representar una referencia fundamental de la cultura cívica, un objetivo mínimo de la educación política (que no hay que confundir con el adoctrinamiento) en una sociedad democrática y pluralista.
5. Consideraciones finales: patriotismo constitucional y patriotismo de la pluralidad
En los últimos tiempos se ha producido en España, tal como se señalaba al inicio de este artículo, un uso tan reiterado del término patriotismo constitucional que no es de extrañar que algunos sientan urticaria con sólo oírlo mencionar, incluidos aquellos que antes de su eclosión estaban favorablemente predispuestos a asumirlo. Su empleo ha sido tan masivo que cabría sospechar que toda alusión al término representa un mero ardid retórico semánticamente desactivado. Ésta es precisamente la impresión que provoca la lectura de la ponencia que sobre esta noción fue aprobada en el XIV Congreso del Partido Popular (PP). En ese texto se percibe, eso sí, un uso continuo del término, propio de quien no puede ocultar su satisfacción por haber encontrado un eslogan pegadizo, pero no hay rastro alguno de aquella filosofía política sobre la que se apoya dicha forma de patriotismo.
Dejando al margen consideraciones de utilidad política inmediata, cabe plantearse legítimamente si esta forma de patriotismo cívico puede representar, mis allá del contexto alemán en el que se originó, una modalidad razonable, a la vez que realizable, de entender la identidad de una comunidad política: en última instancia, ¿no se apoyaría este tipo de lealtad cívica a los valores constitucionales en presupuestos históricos que no resultan generalizables? Es cierto que la extensión del denominado patriotismo constitucional obedece en su origen a la necesidad de afrontar la ruptura que una determinada comunidad política ha experimentado en la “continuidad histórica” de sus tradiciones y de su memoria colectiva, tal como sucedía de manera ostensible en el caso alemán, pero en principio no hay ningún motivo para negar que un proceso similar también podría generarse en aquellos casos en los que se ha sufrido la pérdida o simplemente se carece de un núcleo simbólico y afectivo aceptado por todos los agentes sociales concernidos. Tal podría ser la circunstancia que actualmente se da en España (en donde para muchos se adolece de una falta de símbolos, historias y relatos compartidos cordialmente por todos los pueblos que la integran) o en la Unión Europea (una entidad que para muchos estaría aún por construir). En todos estos casos, el patriotismo constitucional sería un modo de solventar la falta de un imaginario colectivo aceptado pacíficamente. Dicho patriotismo ofrecería un nuevo repertorio simbólico y narrativo capaz de andar la memoria y la imaginación política de una sociedad. Aunque con frecuencia se objeta que el patriotismo constitucional posee las trazas propias de un proyecto ideológico de laboratorio, lo cierto es, más bien, que constituye el precipitado final de un desarrollo histórico común en aquellos lugares en que se ha sufrido en propia carne la experiencia totalitaria y los excesos inhumanos del nacionalismo.
La apelación al patriotismo constitucional no ha resultado del todo pacífica en España, y menos aún desde la perspectiva de los llamados nacionalismos periféricos [5]. Los motivos para ello habrá que buscarlos seguramente más en las singularidades de la política española que en la propia carga teórica y normativa del concepto. Cunde la sospecha, no carente de fundamento de que tan sólo sirve para ocultar a guisa de tapadera teórica las vergüenzas del nacionalismo español más castizo y rancio: quienes poseen una identidad dominante satisfecha se permitirían el lujo de esgrimir un término culturalmente neutro como es el patriotismo constitucional (cfr. Ibarra y Zallo, pág. 78, 2000). Si resulta cierto que el nacionalismo español ha carecido tradicionalmente de un discurso articulado en términos democráticos, podría afirmarse que la invocación del patriotismo constitucional vendría a paliar tal carencia. Asimismo, esta forma de patriotismo resultaría un fármaco apropiado para tratar otra de las enfermedades de las que adolece el nacionalismo hispánico: la falta de vigor o atonía por la que se ha caracterizado en las últimas décadas, la llamada anorexia patriótica, tal como la ha denominado José Ignacio Wert (2001). El déficit patriótico se evidenciaría, según este sociólogo, en la prevención a ver confundida cualquier expresión de patriotismo con el patrioterismo excluyente que propició el régimen franquista.
El discurso político del patriotismo constitucional puede concebirse también como una reacción frente al afán por lograr a toda costa la homogeneidad cultural dentro de los límites estatales o, al menos, una sensible reducción de la heterogeneidad existente. Dicho discurso atribuye al Estado la función de garantizar la aplicación imparcial de las normas jurídicas y, en especial, del derecho a tener distintos códigos de identificación nacional y diversas opiniones sobre el futuro de la comunidad política. Va unido, por tanto, a la apuesta por fórmulas democráticas de integración ciudadana y de convivencia interétnica basadas en la no imposición, en el respeto a la diversidad y en una valoración del pluralismo cultural como un derecho inalienable de los ciudadanos. Una nación de ciudadanos, a diferencia de una nación étnica, es una nación en la que caben múltiples lealtades. Una identidad de tipo posnacional implica una ruptura en relación con aquellas identidades colectivas basadas en una recepción no reflexiva de un único legado cultural y, en definitiva, en una conciencia histórica no problematizada. Presupone, por ende, una apropiación reflexiva y crítica del pasado. La construcción de una identidad de tipo posnacional que se encuentre abierta a diversas tradiciones y que posibilite la abierta inclusión de lo diferente requiere, de alguna manera, la adhesión razonada a principios universales.
El patriotismo constitucional puede postularse legítimamente como un principio de cohesión en una sociedad pluralista, esto es, como mínimo común denominador en el que coincidir desde planteamientos ideológicos y culturales muy diversos. Una manera civilizada de acceder a un modus vivendi aceptable para todos los miembros de una sociedad. Aunque ciertamente no en la rústica versión dada por el PP esta forma de patriotismo representa una respuesta ilustrada a la pregunta básica acerca de los fundamentos del vínculo social. En el caso español, resultaría sumamente conveniente que emergiera alguna suerte de patriotismo de la pluralidad que no sólo supusiera la afirmación de la lealtad constitucional básica, sino que se asentara en la firme conciencia de la diversidad de afectos identitarios realmente existentes. La mayor contribución que podría efectuar una pedagogía de la pluralidad sería movilizar de forma vertebrada y coherente sentimientos identitarios superpuestos en el conjunto de la ciudadanía. El fomento de una cultura pública plurinacional representa una tarea ineludible a la hora de articular sólidamente esa nación de naciones que constituye España.
BIBLIOGRAFÍA
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[1] Entre las inquietantes consideraciones que fueron esgrimidas en esta controversia en torno a la singularidad de las barbaries nazis, destaca por su radicalidad y capacidad de influencia la expresada por Ernst Nolte (1995). Este prestigioso historiador germano sostiene que para comprender en su adecuada dimensión el genocidio del pueblo judío es preciso inscribirlo como un capítulo más de la guerra civil mundial que capitalismo y comunismo libraron entre sí a lo largo del siglo XX. La documentación relativa a la llamada “disputa de los historiadores” pueden encontrarse en Augstein et al (1987).
[2] Según la famosa caracterización de Montesquieu (4.5, 1993), en este punto plenamente coincidente con la tradición republicana, el patriotismo no es otra cosa que “una preferencia continua de interés público sobre el interés de cada cual Y, en concordancia con ello, define la virtud cívica del siguiente modo “Que lo que llamo virtud en la república es el amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad. No se trata de una virtud moral ni tampoco de una virtud cristiana, sino de la virtud política. En este sentido se define como el resorte que pone en movimiento al Gobierno republicano. del mismo modo que el honor es el resorte que mueve la monarquía. Así pues, he llamado virtud política al amor a la patria y a la igualdad” (Montesquieu, pág. 5. 1993). Sobre los avatares históricos de la virtud republicana, cfr. Béjar, 2000.
[3] “Es claro que con el término constitución no me refiero al documento jurídico en cuanto tal, como, por ejemplo, la Ley Fundamental de Bonn con todos sus 146 artículos, a la que habría que dedicar una devoción patriótica […]. Sería, más bien, aquel “orden democrático y liberal básico” el que podría despertar un afecto y una lealtad” (Sternberger, pág. 24, 1990).
[4] Según Viroli (cfr. págs 213-214, 1997), Habermas incurriría, sin embargo. en un grave error histórico al interpretar el republicanismo como una tradición intelectual derivada de Aristóteles, que considera la ciudadanía, principalmente, como la pertenencia a una determinada comunidad ética y cultural que se gobierna a sí misma (cfr. Habermas, pág. 626, 1998). En este caso, el patriotismo constitucional, que pretende poder ser operativo en sociedades altamente pluralistas (de hecho, se compromete con la inclusión de diferentes culturas dentro del armazón de la república), no podría inscribirse en esta tradición. Este escollo se podría salvar, según el propio Viroli, porque, en realidad, el republicanismo no bebe tanto de Aristóteles como de fuentes romanas: un contrato cultural mucho más abierto en donde no se plantearía dicho problema.
[5] Las reticencias con respecto al patriotismo constitucional, como frente a cualquier otra forma de patriotismo, pueden provenir de flancos ideológicos diversos. Así, por ejemplo, los liberales han solido mantener «una actitud negativa o incluso hostil hacia el patriotismo, en parte debido a su fidelidad a unos valores que juzgan universales no locales y particulares, y en parte a causa de la bien justificada sospecha de que el patriotismo es a menudo la fachada tras la cual se esconden el chauvinismo y el imperialismo’ (MacIntyre,1987, 312).