El modo de pertenencia tribal proporciona lo que sólo podríamos llamar el “mappa mundi completo”: la totalidad del conocimiento acerca del mundo y de nuestro lugar en él. Se nace como miembro de la tribu y se muere como tal: en el intervalo, se adoptan y se descartan una serie de identidades estrictamente definidas y no negociables, en una sucesión estrictamente definida y no negociable. Al miembro de la tribu se le exige solamente que cumpla con esa sucesión y que actúe de acuerdo con la prescripción que conlleva cada una de esas identidades sucesivas. Y eso es algo que puede aprenderse en la práctica, simplemente observando a otros miembros de la tribu, sin recibir ninguna instrucción especial. En la vida, las cosas pueden salir bien o mal, pero rara vez son ambiguas o son causa de confusión, por la simple razón de que el Lebenswelt no incluye la posibilidad de una vida fuera de la tribu y, por lo tanto, no hay elecciones existenciales. De hecho, il n’y a pas hors de tribu.
La modernidad augura el final de totalidades tan completas como las tribus y, por consiguiente, también de esa clase de Lebenswelt tan coherente del miembro de la tribu. Las totalidades sociales modernas carecen de la cohesión típica de la tribu, porque son una combinación de dos —y, por ser dos, endémicamente incompletas— totalidades: la “república” y la ‘nación”. Cada una de ellas tiene el apetito suficiente para ingerir o subordinar a la otra, pero la otra es útil a la primera sólo mientras conserva su propia estructura distintiva. Así, en general el apetito queda insatisfecho. En los raros casos en los que se ha intentado una fusión de ambas, como en la Rusia comunista o en la Alemania nazi, el producto demostró ser autodestructivo o nació muerto. Esos dos monstruos híbridos, los más famosos, fueron, de acuerdo con los parámetros históricos, de corta vida, y por cierto eran inviables y estaban condenados a muerte desde el nacimiento.
Dejando de lado los experimentos del fascismo y del comunismo, las sociedades modernas tienden a ser producto de la incómoda coexistencia de dos formaciones distintas, orientadas por dos conjuntos de principios diferentes. La mayor parte del tiempo existe un compromiso entre ellas, pero la cohabitación está minada de conflictos ocultos o evidentes; la posibilidad de un enfrentamiento no puede ser aplacada para siempre ni extirpada de la compleja estructura de la sociedad moderna. Una y otra vez, tras un prolongado período de coexistencia pacífica, el conflicto vuelve a estallar abiertamente por una u otra razón; eso es lo que ocurre, por ejemplo, en la Europa actual, donde las repúblicas, eminentemente flexibles, se agolpan en la Unión Europea, mientras las naciones, eminentemente rígidas, se quedan atrás y retroceden para retener a las repúblicas en fuga.
Existe, en suma, una relación Hassliebe entre república y nación. Se necesitan mutuamente, pero les resulta difícil cohabitar en paz y espantosamente difícil negociar y conciliar sus diferencias. Se atraen y se repelen al mismo tiempo, con resultados similares a los de las ratas del famoso experimento de Miller y Dollard: se comportan incoherentemente siempre que se las somete a las dos presiones opuestas de “adiencia” y “abiencia”, atracción y repulsión. Aparte de operar en el mismo terreno y de aspirar a ser el adhesivo que une y mantiene junta a la misma población, la república y la nación difieren una de otra en casi todos los aspectos. Cada una, al estar condenada a la compañía de la otra, debe desplegar también otros medios que los empleados por la tribu, que vivía en una situación de privilegio de la que ni la nación ni la república disponen: el privilegio de ser dueña única del terreno.
Por ser el único enclave de vida, con la solitaria muerte como única alternativa, la tribu podía arreglárselas sin ideología, adoctrinamiento o propaganda, cosas de las que la nación no puede prescindir. Aunque las tribus no necesitaban del “tribalismo”, la nación necesita del “nacionalismo”, ese credo curioso —por no decir incongruente— que simultáneamente proclamo que la esencia precede a la existencia y que la existencia precede a la esencia; es decir, que la nacionalidad es y no es al mismo tiempo objeto de elección. La nación del nacionalismo es algo determinado antes de que sus miembros hayan tenido la oportunidad de elegir, pero es también un valor que sus miembros deben atesorar, cultivar, fortalecer y adornar por medio de sus elecciones cotidianas. La tribu era una realidad, no un valor; si la nación del credo nacionalista desea ser una realidad, debe transformarse en un valor.
Formar parte de la nación requiere esfuerzos cotidianos. Como lo expresara Ernest Renan, la nación es un plebiscito diario, cuya totalidad debe ser diariamente renovada por medio del voto de lealtad. La placentera sensación de pertenencia que ofrece la nación no es gratuita: debe ser ganada. La pertenencia ofrecida es placentera porque, en el caso de la nación, implica la oportunidad de estar a salvo; pero esa seguridad es algo a lograrse, no un hecho consumado. Exige cerrar filas y necesita una acción concertada.
Si sólo estuviera en juego esa exigencia, nada diferenciaría a la nación de multitud de asociaciones o uniones voluntarias, y no quedaría claro por qué la lealtad a la nación debe ocupar un lugar de privilegio entre todas las otras lealtades; tampoco quedaría claro por qué se trata de un compromiso incuestionable, del tipo “mi país siempre, equivocado o no”. Para poder reclamar una lealtad única o suprema, que supere a todo otro compromiso, la nación debe atribuirse explícitamente el lugar que ocupaba la tribu sin necesidad de explicarlo, tal vez incluso sin saberlo: el tema de la sangre y el suelo, pero más crucialmente (vivimos, después de todo, en una época consciente de esa contingencia) el tema de la historia compartida.
Ya resulta banal afirmar que toda narración histórica es selectiva. Sin embargo, resulta menos obvio afirmar algo que con frecuencia ha sido borrado o negado ferozmente: que la narración “hace” la historia. Tal como lo señalaron —cada uno en su estilo y a su manera— Hannah Arendt y Paul Ricoeur1, el relato histórico extrae los “acontecimientos” del flujo de la vida y luego remodelo esos acontecimientos desordenados, verdaderamente “nouménicos” y contingentes en una serie significativa, que puede ser interpretada, absorbida y memorizada. Arendt comparó la tarea del historiador, que transforma la materia prima del “puro acontecer” en una historia susceptible de ser contada, aprehendida y contenida, con el trabajo del poeta, que transfigura “el dolor en lamento” y “el lamento en alabanza”.
El nacionalismo es una operación de ese tipo, un trabajo de selección y transfiguración del pasado llevada a cabo colectivamente. Es famosa la descripción de Ernest Renan con respecto a la nación como el acuerdo para recordar ciertas cosas del pasado y olvidar otras. (Me gustaría precisar un poco el punto: el nacionalismo prescribe que todas las cosas que se ha convenido no recordar deben ser olvidadas). La idea republicana ni siquiera se detiene a disputar con su asociada-adversaria nacionalista sobre cuáles son las cosas que deben ser conservadas en la memoria y cuáles son las que deben ser arrojadas al olvido. Hace algo más que cuestionar la selección: niega la virtud, la autoridad y la necesidad del recuerdo histórico, y devalúa el pasado mismo.
La idea republicana en su forma pura (que encontró su expresión más vívida durante los momentos más violentos de la Revolución Francesa) es precisamente el destronamiento de la historia pasada (recuérdese que Marx, el heredero espiritual de la Revolución Francesa, calificó al pasado de “prehistoria” y anunció que la historia aún estaba por comenzar) y la posibilidad de un “nuevo comienzo”. En su discurso de aceptación2 del premio Marc Bloch, Mona Ozouf señaló que al menos en la época de la Revolución los republicanos se consideraban capaces de reconstruir la totalidad del orden político y social, y creían que nada que perteneciera al pasado podía resultar útil al servicio de esa reconstrucción. “La historia no proporciona precedentes ni respaldo, en tanto la duración no revela nada acerca del valor”.
El nacionalismo proclamó que la nación, el legado vivo de una larga y tortuosa historia, era un bien en sí mismo; y no sólo un bien entre otros, sino el bien supremo, que empequeñece y subordina a todos los demás. Los revolucionarios republicanos, por su parte, postularon la república como la fábrica del bien común, y como la única fábrica capaz de producirlo. La sociedad buena de los republicanos se encontraba en el futuro, no se había logrado aún, y difícilmente se la alcanzaría sin el trabajo de la república. Sin embargo, tras esta declaración, la idea de la república se enredó desde el principio en una profunda contradicción, que seguiría acosándola durante casi toda la historia moderna.
La idea de “un nuevo comienzo” (en realidad, no un solo comienzo sino una interminable serie de nuevos comienzos) y la firme negativa a atarse al legado de la historia por el simple reconocimiento de su longevidad convirtieron a la capacidad humana de criticar, razonar y juzgar en el único recurso del que disponía la república para su tarea de producir el bien común. Ese mismo hecho convirtió también a la tríada de libertades —de opinión, de expresión y de asociación— en la condición sine qua non de la vida republicana. Por otra parte, sin embargo, la introducción del bien común pasó a encabezar la lista de los valores republicanos; la felicidad universal fue proclamada el propósito supremo de la república.
La gente sería libre para procurarse su propia felicidad y para negociar los medios que aseguraran que esa felicidad fuera universal; pero la causa de la felicidad universal y la de las libertades individuales estaban condenadas a entrar en conflicto en algún momento, y una de ellas debía ceder a la otra. Era inevitable que aparecieran preguntas del tipo: “¿Qué es mejor… que la gente lea malos libros o que no lea?”, para las que no había ninguna respuesta incuestionable. La vida de la república era un incómodo equilibrio entre dos conjuntos de principios de los que se esperaba cooperación, pero que eran demasiado proclives a entrar en conflicto, y estaba destinada a navegar eternamente entre dos extremos absurdos o directamente desastrosos.
El conflicto interno de la estructura de la república está siempre presente, y el peligro de una concesión errónea o de darle demasiado lugar a un principio, reduciendo indebidamente el Otro, no deja de acechar desde ambos laterales. Y sin embargo, los dos principios son como dos piernas: la república no podría caminar erguida sin uno de ellos.
Sólo juntos convierten a la república en lo que es: una institución que no considera la libertad de sus ciudadanos únicamente como libertad negativa, como una falta de limitaciones, sino como un poder capacitador, la libertad de participar; una institución que intenta —siempre de manera inconcluyente pero con constante celo y vigor— lograr un equilibrio entra la libertad del individuo de toda interferencia y el derecho de los ciudadanos a interferir Ese derecho de los ciudadanos a interferir, a participar de la construcción de las leyes que definen el orden que los abarca a todos, es la respuesta republicana a la sangre, el suelo y el legado histórico de la nación: la argamasa específicamente republicana que une a los individuos en una comunidad, la comunidad republicana. Cornelius Castoriadis ha bautizado a este tipo de sociedad como “sociedad autónoma” y la define de la siguiente manera:
¿Qué es la identidad colectiva, el “nosotros” de una sociedad autónoma? Que nosotros somos quienes hacemos nuestras propias leyes, que somos una colectividad autónoma compuesta por individuos autónomos. Y que somos capaces de observarnos, de reconocernos y de ponernos en cuestión en nuestro trabajo y por medio de él.3
La democracia liberal y la república
En sí misma y por sí misma, la búsqueda del bien común no garantiza que los ciudadanos (o más bien, en este caso, los potenciales ciudadanos) sean capaces de “observarse a sí mismos” ni de “ponerse en cuestión”, evaluando con una mirada crítica y juzgando las leyes que los gobiernan. Pero sin esa búsqueda, no tendría sentido pedirles a los potenciales ciudadanos que se aboquen precisamente a esa tarea. En este punto el liberalismo y el republicanismo se separan; el liberalismo está dispuesto a bajarse del tren republicano en la estación llamada laissez faire —“ser y dejar ser a los demás”—, pero el tren republicano sigue camino hacia la remodelación de la libertad individual en una comunidad automonitoreada, empleando de este modo la libertad individual en la búsqueda colectiva del bien común. Por haberse negado a recorrer el siguiente tramo del camino, el liberalismo se queda con una agrupación de individuos libres pero solitarios, libres para actuar pero que no tienen voz ni voto sobre el ambiente en el que actúan, y que, sobre todo, no tienen ningún interés en ocuparse de que los otros también estén libres para actuar ni en hablarles del buen uso de la libertad de todos. En una agrupación de individuos libres pero impotentes e indiferentes, inmediatamente aparecen las contradicciones entre libertad e igualdad, entre individuo y sociedad, entre bienestar privado y público; la clase de contradicciones que el liberalismo es evidentemente incapaz de manejar, pero también la clase de contradicciones que sólo el liberalismo es capaz de producir, con su propia reticencia a respaldar el principio publicano.
Es por eso, según observa Castoriadis, que “la nación emerge como tu conejo de la galera” de “las teorías y las ‘filosofías políticas’ contemporáneas”, en tanto y en cuanto, añadiría yo, la mayoría de esas teorías y filosofías siga encantada por la clase de liberalismo dispuesto a cerrar los ojos “a las consecuencias atomizadoras de una libertad personal no complementada por la dedicación de los ciudadanos a perseguir el bien común, y por su capacidad de actuar en consecuencia. El nacionalismo al que incito la práctica liberal —aun involuntariamente— emerge como promesa de remediar los defectos del propio liberalismo. Para mantener el nacionalismo a raya, la sociedad liberal tendría que dar entrada al principio de la ética y la justicia como bien común, en lugar de considerarlo un asunto privado; en otras palabras, tendría que elevarse a sí mismo hasta el nivel de la república.
Por sí mismo, el liberalismo no resuelve, entonces, el conflicto entre la nación y la república, y menos aún consigue decidir el litigio a favor de la república. En la democracia liberal hay lugar para ambos; incluso podríamos definir el entorno liberal-democrático como el área donde el nacionalismo y la idea republicana compiten constantemente. Están lado a lado, ofreciendo soluciones radicalmente diferentes al mismo problema: cómo reconciliar la libertad individual y la seguridad colectiva, problema endémico de la sociedad moderna.
Como ya se dijo, la solución que el nacionalismo ofrece a este problema es “mi país siempre, equivocado o no”. La solución propuesta por la idea republicana, expresada con la misma brevedad epigramática, sería algo así como “mi país mientras tenga razón y manifieste el deseo de eludir la equivocación”, o algo aun más exigente: “Es mi país mientras esté en lo cierto y no se niegue a reparar las equivocaciones que ha cometido”.
El nacionalismo exige firmar un cheque en blanco y borrar del prontuario los hechos del pasado. Espera que sus seguidores, los patriotas, manifiesten una virtud principal: lealtad, en tanto el mayor defecto —en realidad, el pecado mortal que merece el castigo más severo— es un amplio espectro de conductas desleales o no suficientemente leales, que van desde el flagrante disenso hasta la mera falta de entusiasmo. Algo que se espera que los miembros de una nación no harán en ningún caso es preguntar por la ratio de aquello a lo que deben ser leales y por el status moral de la exigencia de obedecer valores y normas sin cuestionar el grado de virtud que poseen. Para parafrasear el famoso adagio de Hegel, podemos decir que el nacionalismo define la libertad como “el conocimiento del propio deber”.
La idea republicana, por el contrario, sitúa la interrogación crítica como centro de la integración comunitaria; los ciudadanos pertenecen a la república por medio de su activa preocupación por los valores que la política promueve o descuida. La declaración de lealtad de los ciudadanos podría expresarse con las siguientes palabras de Castoriadis: “Tengo un positivo (e incluso egoísta) interés de vivir en misma sociedad que se acerque más a la del symposium que a la de El Padrino o la de Dallas”.
Si la entrega a la nacionalidad es incondicional y si volverla condicional es un acto de traición, la república, por su parte, es juzgada y evaluada por el grado de libertad que ofrece y garantiza a sus ciudadanos como condición esencial. El “plebiscito diario” de Renan puede o no captar la realidad de la nación, y más de una vez fue criticado por los defensores del nacionalismo; pero, sin duda alguna, el “plebiscito diario” es fiel reflejo de la realidad de la república y de la sustancia de la idea republicana.
1. Véanse Hannah Arendt, “Truth and politics”, en: Between Past
and Future, Londres, Penguin Books, 1968, y Paul Ricoeur.
Time and Narrative, vol. 1, University of Chicago Press, 1983.
2. Mona Ozsuf. “L’idée republicaine et l’interprétation de passé
national”, en: Le Monde, 19 de junio de 1998,
3. Cornelius Castoriadis, “Dilapidation of the ‘West”, traducción
de David Ames Curtis, en: Thesis Eleven, 41, 1995, p. 108.