La última elección presidencial, si los próximos escrutinios la confirman, habrá sido una etapa decisiva en la normalización bipartidista. La derecha es la más avanzada en esta vía. Nicolás Sarkozy ha rematado la gestión unificadora que antes había sido de De Gaulle. Es preciso recordar que durante toda la III y la IV República la derecha no fue la gran catedral que temían sus adversarios, sino una serie de capillas rivales, tan irreductibles unas a las otras que casi no estaban separadas más que por la concurrencia de personas.
¡Qué familia hoy y qué trastorno! Las pequeñas sensibilidades narcisistas que la víspera de la elección presidencial encarnaban todavía los nombres de Bruno Mégret, Christine Boutin, Philippe de Villiers, Nicolas Dupont-Aignan prácticamente han desaparecido. Nada indica que no vayan a reaparecer, pero se necesitará tiempo y la ocasión para ello. Sólo queda, pues, el Frente Nacional.
El desarme de Le Pen
La idea de un Ministerio de la Identidad Nacional y de la Inmigración fue el arma absoluta que dejó a Le Pen sin voz ni voto, en todos los sentidos de la expresión. Debilitado por el envejecimiento de su líder, desposeído de su cuña publicitaria xenófoba, el Frente Nacional no desaparecerá, sino que se convertirá, sin duda, en lo que era antes de la gran cabalgata de Le Pen: un pequeño núcleo antirrepublicano, con tendencias integristas, xenófobas, incluso fascistizantes. Sarkozy, ayudado por las circunstancias, ha reducido la extrema derecha como Mitterrand redujo el comunismo. Así se ha demostrado una vez más que cada campo se ocupa de sus extremistas. En la izquierda el trabajo tampoco ha avanzado, pero la tendencia es la misma. El Partido Comunista, por culpa de no haber roto a tiempo con su pasado estalinista, está arrastrado a un inexorable proceso de aniquilación. De aquí en adelante, apenas será más que una asociación de cargos municipales elegidos en los extrarradios. ¿Quién se lamentará, excepto algunos viejos nostálgicos, de la desaparición de esta supervivencia?
El izquierdismo, más dinámico a causa del coma avanzado del PC, ha cometido el error de creer que el no al referéndum europeo de 2005 podía constituir la base de un frente de rechazo. La elección presidencial y las legislativas han demostrado que en adelante es su insignificancia intelectual y política lo que está en entredicho. Para comprender las diferencias entre los tres grupúsculos trotskistas que se dividen entre un puñado de irreductibles y otro de populistas, es preciso remitirse al programa de transición de Trotski, que data de 1939. Este fracaso de la inteligencia no puede ser compensado por la intensa organización de “luchas”, cuyas llamaradas intermitentes no sabrían reemplazar la crítica social coherente.
En los alterglobalizadores, por último, el narcisismo, la intriga, incluso la corrupción, han degradado de forma duradera un movimiento fundado sobre bases reales, pero incapaz de comprender que el antiguo Tercer Mundo se precipita en el capitalismo y ve en la globalización su oportunidad histórica. ¿Qué importancia tiene la crítica de este aspecto frente a una tasa de crecimiento de dos cifras como la de China?
En cuanto a los Verdes, han tenido un naufragio que puede creerse definitivo. Se diría que se consagran a no retener, de la gran onda de choque ecológica que barre hoy el planeta, más que sus absurdidades. ¿Cómo comprender su ensañamiento antinuclear, cuando la nuclear es la principal fuente de energía sin responsabilidad en el efecto invernadero y el recalentamiento del planeta? ¿Cómo comprender su obsesión, poco creíble científicamente, a propósito de la modificación genética?
Nicolás Hulot, democratizando los asuntos ecológicos, ha dado a la ecología un golpe fatal: así como la banalización de las tesis del Frente Nacional (FN) ha tenido como consecuencia el hundimiento del FN como formación separada y monotemática, la banalización de los asuntos ecologistas, favorecida por los accidentes climáticos actuales, ha tenido como consecuencia el naufragio de los ecologistas en cuanto formación separada y monotemática.
Finalmente, una palabra a propósito del centro. François Bayrou tiene razón, evidentemente, cuando afirma que el sistema electoral actual le impide desarrollarse. A condición de añadir que la familia centrista ciertamente existe, pero que es una familia pequeña, rica en el mejor de los casos, con entre el 10 y el 15% de los sufragios. Valéry Giscard d’Estaing dijo un día que Francia quería ser “gobernada en el centro”. Nada más cierto; los primeros pasos de Nicolás Sarkozy son la prueba de ello. Pero él no dijo que Francia quería ser gobernada por el centro. Paradójicamente, el gobierno “en el centro” implica un centro débil, que permite a la izquierda apoyarse en su ala derecha, y a la derecha avanzar sobre su ala izquierda. En Francia, como en Alemania, el centro está condenado a ser un partido complementario.
Derrota intelectual y moral
El Partido Socialista se ha buscado la derrota. No es el mérito de Sarkozy sino fallo suyo. Su derrota ha sido intelectual y moral.
Hace mucho tiempo que el PS ha dejado de pensar y de creer en lo que explica. Desde 1989, al menos, fecha de la caída del Muro, la izquierda al completo está enferma, porque no ha sabido analizar ni extraer las consecuencias de lo que ha sucedido. Se dirá que es injusto: los socialdemócratas, ¿no han sido siempre y en todas partes el blanco preferido de los estalinistas victoriosos? Entonces, ¿por qué deberían ser arrastrados en el naufragio de sus peores enemigos? ¡Porque, se quiera o no, el socialismo es un conjunto! El comunismo ha sido durante cerca de un siglo el horizonte de esperanza de todo el movimiento obrero. Jaurès y Blum, los dos modelos del reformismo, no han cesado de proclamar que solamente los métodos separaban a los realistas de los maximalistas.
Se dirá que todo esto es historia antigua y que la juventud de hoy tiene otras preocupaciones. ¡Qué error! No se vota nunca un programa; se vota una opinión e incluso una segunda intención. No es necesario levantar la cabeza muy alta para saber que el horizonte está cerrado, que el oriente rojo está descolorido, que el sol naciente está vestido de duelo.
El hecho es que los socialistas nunca nos han dado un análisis convincente de lo ocurrido, que compromete, sin embargo, su visión sobre el futuro. No pasa ningún año sin que se publiquen dos o tres libros importantes sobre el nazismo, y mejor que sea así. El vientre es todavía fecundo… El del comunismo, la tentación del estalinismo, ¿será definitivamente estéril? ¿Quién sabe? Aparte del libro de François Furet -“El pasado de una ilusión”- nadie nos explica por qué uno de los más bellos sueños de la humanidad se ha transformado en una inmensa pesadilla. ¿Debemos contentarnos con la explicación trivial en términos de desviación -el demasiado famoso “culto a la personalidad”- o se trata de un vicio intrínseco? Por ejemplo, la concentración de los poderes políticos, económicos, sociales, culturales, en las mismas manos. ¿Cómo desinteresarse de una aventura que nunca fue la nuestra, pero que lleva el mismo nombre que la nuestra? ¿Y se querría que ese respetuoso desinterés no tuviera consecuencias en nuestro subconsciente y el de nuestro electorado? Cuando apareció “Archipiélago Gulag”, un socialista cuyo nombre felizmente he olvidado declaró que Solzhenitsin nos haría perder las elecciones cantonales.
Hace una veintena de años, Paul Veyne escribió un breve ensayo penetrante, titulado “¿Los griegos creían en sus mitos?” El gran historiador de la antigüedad respondía: sí y no. Sí en público, no en su fuero interno. Se celebraba solemnemente el culto de Zeus o de Atenea, pero en su interior se guardaban mucho de adherirse a estos cuentos.
La creencia en los mitos
Por eso planteo la pregunta: ¿los socialistas creen todavía en sus mitos como la lucha de clases –aún firmemente de moda en la época de Mitterrand–, el proletariado, la nacionalización de los medios de producción, y me quedo corto? Si ya no se cree en ello, que se diga, y sobre todo que se extraigan consecuencias de ello. Durante demasiado tiempo se ha creído poder ganar la partida por medio de un programa que se sabía que era falso. Para un partido que se tiene por el partido de la inteligencia, ¡qué menosprecio de la inteligencia! ¡Qué negación de la realidad! ¡Qué desprecio hacia el elector! ¿Y se quiere que éste no se aperciba de ello?
Lo más grave es que esta dimisión de la inteligencia ha producido lo que es preciso llamar una impostura moral. Tanto en sentido literal como figurado, los socialistas no residen donde militan, no llevan a sus hijos a las escuelas que defienden, la mayor parte no vive como se supone que vive. La diferencia entre el ser y el parecer se ha convertido en la principal dificultad social del partido, y el mérito de Ségolène Royal es el haber practicado lo que en otros tiempos se definía como hablar sin tapujos.
Pero en unas cuantas semanas no se rellena el vacío de decenios de mentiras. Lo que los electores han aclamado de ella ha sido el coraje, según la palabra de Bernstein, de osar parecer lo que ella era. Sin duda, su programa ha carecido de ambición y de líneas generales. ¿Pero quién, en el Partido Socialista, después de haberse adherido a la síntesis de Le Mans, síntesis en efecto de todas las mentiras, de todas las imposturas y de todas las demagogias, habría tenido el descaro de reprocharle el haber faltado a la coherencia?
¡Qué máscaras de cera la de estos elefantes! La prueba es su desbandada actual. A los mismos que multiplicaban las reservas respecto de la aproximación de Ségolène con Bayrou entre las dos vueltas de la elección presidencial no les parece mal un mes después arrojarse a los brazos de Sarkozy, ¡sin paracaídas! ¡Quien declaraba hace unos días que quería consagrarse por entero a la renovación del socialismo decide bruscamente marchar a Nueva York para renovar el FMI!
Una nueva salida
No me corresponde decidir en el lugar de los socialistas sus orientaciones para el futuro. ¡Que florezcan cien flores, que las bocas se abran y que la verdad sea la de quienes no han cedido! ¡Pues el pueblo ha cumplido! Contra la televisión sarkozysta, contra la burguesía triunfante, contra los dirigentes socialistas derrotistas. Los electores siempre están en su sitio, y no se me hará creer que un partido que recoge el 47% de los votos en la segunda vuelta de la elección presidencial es un partido agónico. Nicolás Sarkozy lo sabe bien, practica la apertura a rienda suelta. ¡Pero la apertura a los elefantes, no al pueblo! A los primeros, los cargos, los sillones. A los otros, la franquicia sobre la Seguridad Social, esperando el IVA del mismo nombre. Me contentaré, pues, con algunas direcciones de investigación.
– No contentarse con hablar. Quienes se unen a la idea socialdemócrata cuando ésta ha dejado de ser operativa son unos mamarrachos. Carente de un sindicalismo pujante y unificado, la socialdemocracia no es más que un eslogan hueco. Cuando el Estado-providencia está en crisis, uno no puede contentarse con gritar: “¡Viva el Estado-providencia!” Hay que repensar el conjunto de la filosofía del socialismo, inventar un socialismo de mercado para afrontar la pauperización de una parte de la población, el reto de la globalización y la ardiente obligación de una economía del saber.
– Reunificar la izquierda. Las divergencias ideológicas a las que se daba ayer gran importancia no tienen demasiado sentido. El PS debe pensarse en adelante como el partido de toda la izquierda. ¿Cómo definir una línea de acción aceptable para las clases medias, que son liberales; los funcionarios, que son jacobinos; los obreros y los empleados, que son socialdemócratas; los intelectuales, artistas y profesionales de la comunicación, que son libertarios? La solución no radica en una improbable “síntesis”, en la tradición de las grandes concentraciones de carnudos que se denominan congresos; la solución está en la definición, en la realidad y próxima a lo ideal, de una línea nueva y unificadora.
– Pensar la democracia de opinión. La democracia participativa no es una solución; es en primer lugar un problema. Los tres principales candidatos de la reciente elección presidencial han comprendido que la irrupción de la opinión bajo todas sus formas (medios de comunicación tradicionales, reuniones y manifestaciones públicas, Internet y blogs) cambia las condiciones de ejercicio de la democracia. La opinión puede ser, como la lengua de Esopo, la mejor o la peor de las cosas. Puede ser una prostituta, esta mujer pública de la que hablaba un día Me Moro-Giafferi, dispuesta a seguir a no importa qué pico de oro. Puede ser también la forma al fin encontrada de la participación del pueblo en la política; es decir, el lugar donde se tratan sus propios asuntos.
– Resistir a la plutocratización de la sociedad que está en curso. No hay más que mirar lo que sucede hoy en la prensa y los medios de comunicación audiovisuales, esta formidable concentración de poder periodístico en unas manos que no tienen nada que ver con el periodismo, para convencerse de que se trata de una de las grandes batallas de los años futuros. No es en sí mismo el poder del dinero lo que es preciso combatir; es la capacidad del dinero para ejercer el poder donde no tiene nada que hacer: en la ciencia, el arte, la educación, la religión, el deporte, la información. En una palabra, en todo lo que eleva la vida intelectual. ¡Nuestro espíritu no es una mercancía!
Ya termino. Las fuerzas de izquierda se enfrentan hoy a un reto inesperado: la contradicción entre la diversificación de la sociedad, que Marx no había previsto, y la masificación de la opinión pública, que Tocqueville había previsto muy acertadamente.
Es la pereza intelectual la que ha engendrado el hundimiento de la moral socialista. Es necesario, pensando en las generaciones futuras, llevar a cabo la revolución cultural del socialismo francés.