Parte Azaña de un postulado primero: la política no es una profesión, es una facultad que se posee o no y si se carece de ella, de nada vale fingirla, en cambio, si se tiene aflora a la primera oportunidad. No es la vocación política una cualidad abundante, antes bien, la historia de España pudiera ser la crónica de la ausencia de dirección política, singularmente con la caída del absolutismo y la abdicación de la naciente burguesía liberal ante la Corona. Es la emoción política un bien escaso porque exige rigor y mesura ante las tentaciones de la inmediatez. Nada más fácil que sucumbir al halago cultivando la imagen que la multitud, por el motivo más peregrino, tiene del dirigente. Ningún empeño más arduo que conservar la frescura y la inocencia del primer discurso público.
Y sin embargo, la política, como escribiera Max Weber no se hace solo con la cabeza, no responde sólo a la prudencia, requiere también, tal vez en igual medida, convicción y pasión, un punto de locura razonada. ¿Quién tiene derecho a inscribir su nombre en la rueda de la historia? pregunta Max Weber. Quien sienta que forma parte de una tradición que le precede y que continuará cuando haya desparecido, quien con la fuerza que da conocer esa tradición quiere agrandarla o corregirla, quien, en suma, tiene plena conciencia que su emoción política no le coloca por encima del resto de sus semejantes, responde Manuel Azaña.
Si Max Weber pide para la vocación política una combinación de pasión ardiente y mesurada frialdad, Manuel Azaña quiere combatir la agitación estéril que provoca la sola pasión ardiente. Fue el caso de Joaquín Costa. Su discurso incandescente queda en lo que Max Weber llama agitación estéril porque Costa, después de inventariar las calamidades seculares que han afligido a España, termina proponiendo un cirujano de hierro que transforme a una raza atrasada, imaginativa y presuntuosa, y por lo mismo, perezosa e improvisadora, incapaz para todo lo que signifique evolución, para todo lo que suponga discurso, reflexión…
La emoción política, sincera sin duda, empuja a Costa a fabular un escultor de naciones, versión más amble del terrible cirujano de hierro; en ningún caso busca en la tradición algún asidero, el desarreglo político no incentiva en Joaquín Costa una creatividad que aproveche el legado de una historia rica, ha de negarla denigrando a los españoles como un pueblo de eunucos para justificar sus consignas. Pero las propuestas de Costa quedan en nada, en puro arbitrismo porque lo decisivo en política no son los medios sino los fines, no basta dar pan para saciar el hambre o abrir escuelas que remedien la ignorancia, el juicio clave es ¿quién ha de costear el pan y las obras? ¿quién regentará la escuela? ¿de quien será la tierra esté seca o regada?
Satisfacer estos interrogantes implica apelar a la libertad de la gente, despertar el sentimiento de dignidad en un pueblo que no quiere ser oprimido. Costa esperaba que aquella raza atrasada se plegara con docilidad al escultor de naciones, Azaña, por el contrario, apela a acontecimientos históricos donde el pueblo español dio muestras sobradas de rebelión contra la tiranía anteponiendo la libertad al bienestar. Así fue en 1808 cuando los patriotas se levantaron en armas contra los franceses aun sabiendo que José Bonaparte administraría mejor el estado que la corte fernandina. Si hay un hito histórico querido por Azaña donde el deseo de libertad brilló singularmente es el de las Comunidades de Castilla. Muchas veces lo recuerda, en el debate sobre el Estatuto de Cataluña, en Valladolid el 14 de noviembre de 1932… lo conocía a fondo desde que lo estudiara para rebatir a Ganivet que se propuso quitar a la revolución el designio político de reducir el poder real achacando el levantamiento a la obcecación de unos castellanos rígidos supuestamente incapaces de atisbar la política innovadora y europea de Carlos I. En la rebelión comunera, dice Azaña, no se sabe si admirar la última expresión de la política medieval, o emocionarse con la evocación de la primera revolución moderna en defensa de las libertades que la República ha venido a garantizar.
Los comuneros no fueron liberales pero sí libertadores, al menos pretendieron luchar contra el despotismo cesarista, contra el gobierno de los favoritos y contra el predominio de una clase. Esto es lo que cuenta. Si los liberales doceañistas vieron en las cortes castellanas la inspiración para la convocatoria de unas cortes nacidas del sufragio universal, no debe confundir, ni considerar que Padilla o Juan Bravo fueran los precursores de exaltados como Calatrava o Joaquín María López. El aparente parecido entre uno y otro período no autoriza a establecer una relación entre comuneros y liberales. Lo que los une por encima de las obvias diferencias históricas es el anhelo del alcanzar un gobierno limitado merced al equilibrio de dos fuerzas en oposición.
He ahí la tradición española. Azaña reivindica para sí la condición de español más tradicionalista despojado el concepto del uso corrompido que habitualmente se hace. La conciencia de formar parte de esta tradición es el mejor conjuro para huir de los remedios rápidos y quirúrgicos de Costa. No, el pueblo español no es una raza atrasada, ni cada generación española tiene que inventar el fuego abrasándose las manos. No necesita cirujanos de hierro sino dirigentes que sepan apreciar sus virtudes y no se sientan superiores al gañán que pasa hambre y penuria en un barbecho de Castilla. En el discurso de Valladolid Azaña exalta el gobierno oligárquico pero republicano de los pellejeros, curtidores y zapateros. Confiesa con admiración cómo uno de sus descendientes, seguramente un curtidor, le dirigió una mirada de desdén el día que en torno al presidente del Consejo de Ministros se congregó la inevitable multitud. Estaba aquel hombre con su largo mandil blanco hablando a un grupo e ignoró el paso de Azaña desde la orgullosa convicción de que el presidente del Consejo y él eran iguales.
Ante ese pueblo no cabe recurrir al mito de Próspero y Calibán, no es el pueblo español la masa de arcilla que el escultor de naciones moldea a su antojo, puestos a invocar un mito D. Quijote y Sancho Panza ofrecen un venero inagotable de inspiración. Cervantes funde en su obra la corriente realista y la mitológica en una emoción sola. Bien está no tomar las ventas por castillos pero ¡cuidado! tomar los castillos por ventas provoca, si cabe, mayores males. La política es locura. Locura razonada. El 14 de abril de 1931 no estalló una muchedumbre airada, fue más bien la explosión de júbilo de un pueblo liberado. Cómo en las Comunidades o en 1808, el pueblo español derribaba la tiranía.
La República no llega en la primavera de 1931 como un acontecimiento azaroso, no fue la casualidad sino la voluntad decidida de los españoles. Tampoco se debe a un golpe de suerte que sean republicanos y socialistas quienes gobiernen la República, lo dice Azaña con rotundidad en el Frontón de Madrid el 14 de febrero de 1933. Hubo locura entonces y hay locura en el gobierno de la República pero hay también razón, la suficiente como para mantener a raya las intenciones de la bachillería carrasqueña. Azaña aprecia en Cervantes la zozobra que embarga el ánimo cuando duda entre colmar los ideales o renunciar a ellos en nombre de una cordura que más bien resulta pusilanimidad por falta de confianza en las fuerzas propias. Los personajes del Quijote parecen haber claudicado y se hallan conformes con sus vidas, el barbero y el cura conversando evocan la pequeñez recatada y silenciosa de la aldea, incluso el duque, a pesar de su probable paso por un consejo o una capitanía.
Pero es el Bachiller Sansón Carrasco quien simboliza mejor esa cortedad de espíritu. Disfrazado de Caballero de la Blanca Luna desafía a D. Quijote y después de vencerlo en la playa de Barcelona impone al caballero derrotado la más cruel de las humillaciones: dejar las aventuras y regresar a la vida apacible de hidalgo para que, en provechoso sosiego, aumente su hacienda y salve su alma.
La República debe expulsar a todos los sansones que pretendan cortar las alas de una ciudadanía comprometida con los asuntos públicos, sin buenos ciudadanos no habrá buenos dirigentes, si ante una injusticia o ante un escándalo, la gente reacciona con un indiferente encogerse de hombros qué se me da a mí, si en lugar de indignarse con el menoscabo de su libertad adopta una actitud de ironía cazurra dame pan y llámame tonto, la República agrietará sus cimientos. Sin embargo, Azaña, dirigiéndose a su audiencia bilbaína, cree que, pese a la corrupción de la dictadura y la monarquía, el pueblo español conserva sensibilidad para apreciar la pulcritud de la conducta en un político, dispensando antes la incompetencia que las maneras sucias, está persuadido de que en España hay alientos sobrados para todos los vuelos. Esta creencia lo anima a transmitir su emoción política a un pueblo que no es una multitud sino un organismo, la primera condición para que una masa deje de serlo y se convierta en un pueblo, es que experimente el sentimiento de su propia existencia y luego prenda en ese vasto seno de la conciencia popular, la idea viva y presente del deber social. A esta transformación contribuye el dirigente con vocación política pero no podrá con su sola intervención, sin el esfuerzo colectivo y la responsabilidad de cada ciudadano, operar el cambio.
Manuel Azaña confía en la nación española, la confianza le viene de haber pasado incontables horas estudiando y meditando su historia, no cae, sin embargo, en historicismos que le lleven a la nostalgia de un tiempo pasado más glorioso. Lo había escrito comentando una obra de su amigo Luís Araquistáin: Con un pie en la acción política inmediata, y otro en la filosofía de la historia y en la crítica, se corre mucho peligro de no hacer en ninguno de los dos campos cosa de provecho. La impaciencia por actuar y la seguridad de estar amparado por una historia inevitable estimula la agitación estéril de una pasión ardiente que por falta de fines, se agota en el tópico de unos remedios inocuos a fuer de repetidos.
En la compleja relación entre gobernantes y gobernados, Azaña no degrada al representado tratándolo como un menor de edad necesitado de tutela, tampoco limita el lugar del representante al de recadero sujeto a mandato imperativo. De la interacción de ambos surge la política, con su miseria y su grandeza. Ni los gobernantes ni los gobernados pueden vivir en estado de permanente excitación política (el arco no siempre puede estar tenso) pero sí requiere la res pública que el civismo republicano y la vocación política se activen cuando la ocasión se presente. Azaña acude siempre a la bella metáfora del rescoldo avivado en llama por un soplo.
Escribiendo sobre Cervantes y la invención del Quijote, Azaña desprende de la obra la parte tributaria de su tiempo, si Cervantes sólo se hubiera propuesto ridiculizar los libros de caballería, su alcance sería tan corto como efímero el motivo. El Quijote sigue vivo, no porque nuestra época con su reconocimiento lo mantenga vigente sino porque somos criaturas cervantinas. No es la posteridad -viene a decir agudamente Proust- quien descubre, encumbra o sanciona la virtud de una obra, es la obra misma, según sea de fecunda, quien engendra su propia posteridad.
Igualmente somos criaturas de la Segunda República, del propio Azaña, de las mujeres y los hombres que como los comuneros y los liberales gaditanos, sin prestar oídos a la bachillería carrasqueña, sin celada de cartón ni rocín flaco, se lanzaron a secularizar la política separando iglesia y estado, propiciando una escuela laica y respetando la libertad de cultos, colocando al ejército bajo la dirección del poder civil, para que nunca más se erigiera en árbitro de los cambios de gobierno, a repartir mejor las tierras entre jornaleros, a favorecer, en fin, a un pueblo ávido de libertad. Ese fue su sueño violentamente quebrado por la asonada de unos militares felones que no respetaron el juramento hecho pero que, a pesar de su vesania, no pudieron apagar el rescoldo del civismo republicano.
A la búsqueda de una identidad política, la izquierda socialista española ha encontrado en el republicanismo un referente político. Como Azaña, contamos con una tradición magnífica, el pueblo español ha dado muestras de sabiduría política y acreditado fehacientemente que perdona la ineptitud pero no la mentira. Tenemos la altísima responsabilidad de no defraudar esta virtud. Azaña en uno de tantos memorables discursos advirtió que la República no podía prometer ventura y felicidad, prometía libertad, justicia y buen gobierno. La libertad no hace felices a los hombres; los hace simplemente hombres. La libertad está unida a la condición humana. Claro está no cualquier libertad, no solo la libertad entendida como coto vedado, también la libertad como ausencia de dominación porque no somos libres si en nuestros proyectos estamos condicionados por otras personas cuya reacción hemos de prever para evitar una represalia. Tampoco lo somos si la probabilidad de castigo es baja, un déspota benevolente siempre será preferible a uno cruel pero la incertidumbre está en la naturaleza del despotismo.
La necesidad de anticipar la respuesta de alguien a quien debemos agradar bajo la amenaza de incurrir en su ira, degrada la condición humana, obliga a adoptar una actitud deferente y aduladora. Si hemos de planificar nuestra vida bajo el temor de una injerencia arbitraria, nuestra libertad queda mermada. Estaremos obligados a vivir en vilo, en alerta permanente para no contrariar a quienes pueden privarnos de derechos.
No se puede dejar de ser liberal pero no se puede ser solo liberal. En el empeño de acrisolar una tradición de republicanismo cívico, la Segunda República supone un jalón extraordinario de lucha por la dignidad y contra todo tipo de dominación.