Ha habido una tendencia a plantear el debate como un enfrentamiento entre partidarios del progreso, del desarrollo económico, y defensores del inmovilismo, contrarios a cualquier evolución y avance. “El país no puede permitirse el lujo de renunciar a este proyecto”, oímos decir como justificación. Lo que no deberían permitir los países es realizar proyectos sin garantías o, mejor dicho, con la garantía de efectos perversos. En muchas ocasiones los efectos negativos se pueden evitar con una mayor inversión (ejemplo sencillo, colocando filtros), pero eso significa asumir unos costes, y si es posible se externalizan sobre la sociedad lanzando directamente los residuos sin depurar. Esa contaminación la sufrirá la comunidad y, en determinadas circunstancias, el estado asumirá los costes de su limpieza. Las líneas aéreas de alta tensión eléctrica suponen la tala de bosques, división de hábitats, muerte de aves, causan incendios y accidentes, degradan el paisaje y requieren un mantenimiento permanente. Puede decirse que es más barato que hacer una línea enterrada… si no se tienen en cuenta los factores anteriores. Y es fácil no tenerlos en cuenta porque en su mayor parte son externalizables y nunca cargarán las cuentas de la empresa.
Pero no es simplemente una cuestión de costes. Es mucho más barato no atender a los enfermos o a las personas mayores, y pocas personas se atreverían a defender su abandono. Es mucho más barato fabricar coches sin airbag o cinturones, hacer una carretera sin medidas de seguridad, montar una instalación eléctrica sin disyuntores o toma de tierra, fabricar los aviones como en los años treinta. De la misma forma que estamos convencidos de que se ha de invertir en seguridad, nos hemos de convencer de que se ha de invertir en sostenibilidad. Y al igual que la sanidad y la seguridad han creado grandes áreas de actividad económica, la sostenibilidad debe convertirse pronto en un sector productivo de importancia.