La multiplicación planetaria de los humanos. ¿Somos una plaga?
Joan Prats
Este texto fue publicado en el libro “Por una izquierda democrática”.
Algunos buenos teólogos nos dicen que el verdadero pecado es el «ensimismamiento». Para ellos el sentir que la vida comienza y termina en nosotros mismos, nuestra tribu o momento, o el vivir la religión sólo como algo valioso en la medida que remedie nuestras aflicciones, o el creer que nuestra nación, familia, partido o proyecto es lo único capaz de dar sentido a nuestras vidas … todo esto -sea o no pecado- empobrece y pone en riesgo nuestra humanidad.
Agitados por las urgencias diarias, excitados por unos medios de comunicación sumidos en las pasiones más cortoplacistas, bombardeados por imágenes consumistas que desordenan los deseos … parecemos sombras de nosotros mismos, imágenes deformadas de lo que quisimos y pudimos ser, esforzándonos en tapar las humedades de una casa de convivencia crecientemente problemática, sin querer ver el río que se está formando debajo de ella. Como en la parábola de la rana hervida nos vamos cociendo lentamente en nuestros ensimismamientos y cuando el río se hace innegable ya no tenemos ni la energía ni la voluntad ni la honestidad necesaria para reconocer y enfrentar los problemas.
No tendríamos que rezar por la Tierra sino por la supervivencia de los homininos (o Humanidad) sobre ella. La Tierra existió mucho antes que nosotros y, sin duda, nos sobrevivirá. Los verdaderos grandes temas de nuestro tiempo tienen poco que ver con los temas bajo los que se oculta la irresponsable e inhumana lucha por el poder. La gente sabe o intuye que, para su bien vivir y el de sus hijos, temas tales como el cambio climático, la paz y la seguridad, el trabajo digno, la educación y la salud, el respeto de la diversidad y la libertad o el buen gobierno … son más importantes que la agenda de pasiones envuelta en los nuevos mitos que hoy alientan las luchas partidista. Caído el mito del socialismo «científico» que tantas vidas costó o del «neoliberalismo Consenso de Washington» que tantas frustraciones ha generado, la manipulación mitológica no cesa: ahora tocan los mitos de las «refundaciones» que, como la vieja letra de la Internacional, quieren hacer «tabla rasa del pasado» y sólo generarán el mismo dolor que sus antecesores irresponsables.
Decía David Hume que hay dos fuerzas que mantienen la humanidad en pie: el amor propio y la empatía o capacidad humana para ponernos en la mente y el corazón del otro tratando de sentir con él. La vida humana sana requiere el cultivo de los dos sentimientos. Sin amor propio nos perdemos el respeto y nos hacemos objeto de los fines de otros o de nuestras propias pasiones. Sin compasión (del latín «cum patere» que significa «sentir con») ni empatía caemos en la anestesia moral o hasta en estados psicópatas. Las fuerzas de la buena vida están en nuestros genes, pero su desarrollo requiere ejercicios de conciencia, voluntad y sensibilidad. Las mil formas de oración y meditación y buena parte del arte y la cultura humanas se han orientado a ese fin.
Para ejemplificar el río bajo nuestra casa, tomemos el caso de la expansión alarmante de la población humana. ¿ Somos una plaga o, como dicen algunos, el cáncer de la biosfera? Un cáncer es un grupo de células en expansión demográfica incontrolada que de no atajarse a tiempo puede matar a todo el organismo incluido el propio tejido canceroso. ¿En qué medida es responsable el consumo o la proliferación de los humanos del deterioro de los ecosistemas y de la extinción actual de tantas especies? Toda advertencia contra el consumo irresponsable nos parecerá siempre poca. Pero no tendría que impedimos ver la magnitud de la otra respuesta.
Hasta la revolución neolítica no fuimos más de cinco millones esparcidos por el ancho mundo. Pero desde que aprendimos a cultivar la tierra y los animales y nos hicimos sedentarios, fuimos creciendo hasta llegar a una población en tomo a los 300 millones que ha sido el tamaño medio autoregulado naturalmente a lo ‘ largo de la mayoría de los últimos siglos. Todo cambió, sin embargo, a partir de la revolución industrial y científico-técnica. En 1804 ya éramos 1000 millones. Costó sólo 12 3 años añadir otros mil-en 1927-. Los 1000 siguientes se añadieron en treinta y tres años -en 1960-. Catorce años más tarde -en 1974- éramos 1.000 millones más. Trece años más tarde -en 1987- añadíamos otros mil. Y doce años más tarde -en 1999- crecíamos con otros 1.000. Está previsto que esto no cese y que para el 2012 ya seamos 7.000 millones de homínidos.
Es como si nuestro objetivo actual como especie fuera la acumulación de la máxima cantidad de carne humana sobre el Planeta, especialmente en los territorios con peores expectativas de vivir bien. Hoy sabemos que en 2015 habrá 3000 millones de personas con menos de 25 años y casi todas ellas en los países en desarrollo. También que en 25 años la población mundial crecerá en unos 1.500 millones, de los cuales sólo 50 millones corresponderán al mundo desarrollado. Todo esto a partir de un mundo actualmente de 6.000 millones en el que 1.000 millones disfrutan del 80% del PIB global mientras que otros 1.000 viven con menos de un dólar diario.
La mayor parte de las políticas que se están ensayando a nivel global (objetivos del milenio, liberalización de flujos comerciales, incrementos de fondos de cooperación, mayor estabilidad del sistema financiero, combate a los tráficos ilegales y hasta la lucha contra el cambio climático) se hacen sobre el supuesto de que nuestros modos de producción y consumo no tienen límites demográficos y de que la globalización actual es sólo un problema de justicia. Pero hoy ya es suicida ignorar que la explosión demográfica es la principal causa de la miseria y el hambre en el mundo así como del creciente deterioro ecológico del planeta, además de estar detrás de diversas guerras civiles pasadas y futuras. Resulta inevitable recordar a Malthus, pero es más eficaz invocar a Norman Borlaug, el padre de la revolución verde, quien, al recibir el premio Nobel, insistió en que el problema de fondo de la pobreza era la explosión demográfica y que había que aprovechar la tregua de la revolución verde para detenerla.
La Burocracia Vaticana, los Presidentes conservadores norteamericanos, en buena parte dependientes del voto de los fundamenta listas cristianos, y los Estados islámicos se han opuesto frontalmente a todos los esfuerzos de las Naciones Unidas para promover la planificación familiar como la más eficaz medida de lucha contra la pobreza. Los cristianos del mundo desarrollado, en su gran mayoría, no les hacen mucho caso. Las víctimas son principalmente las mujeres del mundo en desarrollo que carecen de la información, la libertad y los medios para evitar los embarazos. El Fondo de Población de las Naciones Unidas tuvo que acusar formalmente a la Iglesia Católica de ejercer una influencia negativa que compromete el equilibrio demográfico mundial. El Consejo Pontificio para la Familia replicó acusando a la ONU de practicar el «imperialismo anticonceptivo». Cada vez resulta menos razonable y humano mantener que la reducción artificial de la natalidad mediante la planificación familiar, los anticonceptivos y el aborto es antinatural y debe prohibirse y que, en cambio, la reducción artificial de la mortalidad mediante la higiene, las vacunas y los antibióticos es natural y debe autorizarse. Nos conmueve la abnegación de tantos misioneros y misioneras comprometidos con la causa de la nutrición y la conversión de los pobres del mundo pero impedidos de darles lo que más necesitan: la planificación familiar que liberaría a las mujeres de los embarazos no deseados y que causan más miserias de las que desgraciadamente son capaces de aliviar la santidad encomiable de todas las Teresas de Calcuta (Mosterín).