Se puso de moda hace ya unos años la palabra tolerancia. Normalmente se usa para referirse a uno mismo con orgullo “Yo soy tolerante”. El aumentativo se utiliza, paradójicamente, para poner límites “Yo soy muy tolerante, pero…”, y a partir de aquí se puede decir cualquier disparate, con nuestra dignidad bien a salvo porque somos tolerantes. Y no hay porqué plantearse si “el otro”, aquél con el que somos tolerantes, quiere que lo seamos, o más bien desearía que dialogáramos, que pudiera explicarse, enfrentar argumentos, coincidir o disentir, en resumen, establecer una relación. La tolerancia puede ser un valor positivo, pero también puede estar cargada de una actitud de superioridad, de distanciamiento y de incomprensión. Se tolera lo que no gusta; mal comienzo para el entendimiento.
Más reciente es el uso político de otra palabra, pedagogía. Se utiliza para dirigirse a los que no comparten las ideas propias, y por lo tanto son tratados como disidentes, enemigos políticos o con capacidades políticas limitadas. Es propio del que se cree en posesión de una verdad infalible, en consecuencia piensa que si alguien no está de acuerdo es debido a no haberse explicado bien, y por lo tanto ha de realizar una labor educativa. También aquí se parte de una situación de desequilibrio, de superioridad. Es imposible estar equivocado, que “el otro” tenga algo de razón. No se plantea el intercambio de ideas, simplemente tendrá que acabar aceptando lo que uno considera la verdad. Siguiendo esta lógica educativa se hubiera tenido que acudir a la palabra didáctica, pero, una vez más, los sentimientos surgen desde el inconsciente y se recurre a la pedagogía, resaltando el carácter infantil de la discrepancia.
Así que cuando oigo tolerancia, pedagogía y palabras similares desisto de explicarme porque sé que mi interlocutor no tiene interés en escucharme, sólo le importa su verdad. Quizás sea yo el único que gane, él seguramente me aportará algo, pero se irá como había llegado.