El neoliberalismo es un haz de ideas y políticas (un paradigma, si se quiere) basadas en la creencia –no demostrada jamás- de que los mercados se corrigen a sí mismos, asignan los recursos con eficiencia y sirven al interés público. “Este fundamentalismo del mercado estuvo detrás del thatcherismo, la reaganomía y el “consenso de Washington”, es decir, de la privatización, la liberalización y el establecimiento de bancos centrales independientes preocupados exclusivamente por la inflación” (Stiglitz).
El neoliberalismo comenzó a emerger con la crisis de la agenda socialdemócrata registrada en los años 70 del siglo pasado; se desarrolló ampliamente en los 80, apoyándose tanto en el desmontaje del llamado ‘socialismo real’ como en la primera globalización y revolución tecnológica, y, finalmente, ganó hegemonía mundial en los años 90 durante los cuales marcó los cánones de lo económicamente correcto. Su supuesto de base era que “los fallos del Estado” impedían normalmente que las intervenciones estatales corrigieran “los fallos de los mercados”, por lo que se consideraba más sensato dejar que éstos se autorregularan, limitándose el papel de los Estados a liberalizar, privatizar, desregular, fomentar la competencia, garantizar la seguridad jurídica, los equilibrios macroeconómicos y a desarrollar políticas sociales focalizadas en los grupos más vulnerables.
Al renunciar a la construcción de una economía de mercado real y aceptar la realidad de mercados nacionales fragmentados e imperfectos sólo conectados internacionalmente a través de “enclaves”, el neoliberalismo renunció de hecho a que el ‘Estado Social o del Bienestar’ apareciera como el referente de la evolución económica de los países. Se abandonó así, en caída libre, la única experiencia histórica alternativa a los diversos socialismos reales y a los capitalismos de estado o de camarilla que ha tratado de conjugar el funcionamiento eficiente de las economías de mercado con la satisfacción de exigencias morales mínimas de igualdad y libertad.
Tampoco se desarrollaron políticas serias dirigidas a fortalecer las capacidades institucionales de los Estados, que fueron desautorizados como agentes de desarrollo. La agenda neoliberal se consideró a sí misma como la cara económica de la hegemonía política de la democracia liberal, la cual, carente de competidor en los 90, provocó en Fukuyama la hipérbole impropia del fin de la historia. Pero las oleadas democratizadoras que registró el mundo en este tiempo apenas elevaron las capacidades institucionales de los Estados, que sólo se colorearon con técnicas instrumentales de ‘modernización administrativa’. Pedir a esos Estados débilmente institucionalizados que desarrollaran complejos paquetes de políticas económicas –en parte equivocadas- era como intentar rodar un software complejo y con errores en un hardware muy simple y todo a cargo de técnicos limitadamente capacitados. No funcionó el experimento: el crecimiento no sólo fue esquivo sino que cuando se produjo favoreció desproporcionadamente a las clases más altas.
En el mundo desarrollado todo parecía ir bien. Tan bien que facilitaba a los nuevos líderes populistas carnaza abundante para renovadas ‘teorías’ del imperialismo y sus conspiraciones. Y en eso llegó la crisis. Se manifiesta ante todo como una crisis financiera, pero tiene razones y expresiones más hondas y ramificadas. El epicentro se encuentra en Estados Unidos, pero se expande mundialmente por la interdependencia global de los mercados financieros. Su razón inmediata se halla en la desregulación y liberalización creciente de las instituciones financieras operadas desde 1987 las cuales apoyadas en la globalización y las nuevas tecnologías acabaron generando un nuevo sistema financiero. Éste ha sido extraordinariamente dinámico alumbrando una gran liquidez (entre 1959 y 1980 por cada dólar de crecimiento se generaban 1’5 dólares de crédito en los países de la OCDE; en 2007 esta ratio pasó a ser de 1 a 4’5 dólares) que ha permitido un acceso al crédito sin precedente tanto en el mundo desarrollado como en las economías emergentes.
Durante la Administración Bush se debilitaron extraordinariamente los fundamentos de la economía norteamericana; sin embargo, se consiguió que la población y las empresas vivieran una especie de espejismo distorsionador de la realidad. Parecía que la sociedad norteamericana vivía una etapa de prosperidad sin parangón. En 2001 la economía entró en un ciclo expansivo impulsado por una burbuja inmobiliaria y de crédito al consumo que financió un boom caracterizado por un sentimiento de prosperidad tan infundado como difícil de desmentir. Ello se debe a que las medidas de la Administración Bush (política monetaria expansiva a tipos de interés muy bajos) unidas al proceso de globalización (que ha permitido que los tipos de interés pudieran seguir manteniéndose bajos sin generar inflación), la sobrevaloración del dólar y la liberalización de importaciones, produjeron de entrada un repunte en la creación de riqueza, insostenible a medio plazo, pero difícilmente rebatible.
Los resultados económicos del Presidente Bush han sido los más débiles desde la Segunda Guerra Mundial. El crecimiento de la producción ha sido muy inferior a la media de los ciclos económicos anteriores y lo mismo sucede con las inversiones empresariales. En el mercado de trabajo es verdad que después del fin de la última recesión en noviembre de 2001 vino un periodo de recuperación de empleo; pero el ritmo de recuperación del empleo perdido se hizo mucho más lento (en las crisis anteriores el empleo perdido se recuperaba en una media de 21 meses; ahora tardaba 47 meses en recuperarse). El crecimiento de los salarios también ha sido muy inferior comparado con los nueve ciclos de expansión registrados desde 1948, resultando especialmente grave para las familias de clase media que pueden, por primera vez en la historia norteamericana, no volver al nivel máximo del ciclo económico anterior. La industria manufacturera ha resultado especialmente devastada. El déficit comercial rompió todas las barreras. El presupuesto ha registrado un déficit persistente y entre 2001 y 2007 la deuda federal se elevó del 57 al 65% del PIB. Asimismo se ha producido un incremento continuo de la desigualdad…
Pero el aumento de la desigualdad en los ingresos, el estancamiento salarial, el desmesurado endeudamiento, la inflación de los activos, el crecimiento descontrolado del déficit comercial y la decadencia de la industria son fenómenos que estaban en el paisaje económico estadounidense desde hace 30 años. El Gobierno Bush no ha hecho más que agravar unos problemas que ya estaban presentes en la época de Reagan y Clinton. A partir de los años 80 los ciclos económicos de Estados Unidos se han basado en los booms financieros y las importaciones baratas. Los primeros han dado cobertura a la expansión del crédito que ha financiado el consumo. La expansión del crédito también se ha beneficiado del nuevo sistema financiero y de sus importantes y poco controladas innovaciones. Las importaciones baratas paliaban los efectos del estancamiento salarial.
Los ciclos económicos anteriores a los años 80 y a la gestión neoliberal se gestionaron vinculando el crecimiento salarial con el aumento de la productividad y el pleno empleo. La fuerza de la demanda interior combinada con el pleno empleo daba alas a la inversión, lo que a su vez incentivaba la productividad y empujaba al alza a los salarios. Pero, en contraste con todo ello, la gestión neoliberal debilitó a los trabajadores y reforzó el poder de las grandes empresas. Los trabajadores tuvieron que vivir bajo la presión constante de las demandas de reducción del Estado, la flexibilidad laboral, el abandono del pleno empleo como objetivo a alcanzar, la globalización y la entronización del beneficio a muy corto plazo.
Cada día hay más evidencias de que el paradigma neoliberal es erróneo y está agotado. Nunca ha sido capaz de producir crecimiento con sostenibilidad y compartición de la riqueza. Ahora hasta se ha agotado su capacidad para producir crecimiento con desigualdad. El próximo Presidente norteamericano va a tener que tomar decisiones nada fáciles y no sólo en el campo económico. Nos ocuparemos de ello en el próximo artículo.
Crisis de Confianza y Nuevo Equilibrio Global
Se pincharon las burbujas y el miedo supura por todos los poros, se ha destruido la confianza, fallan las explicaciones, se disparan las sospechas, se expresan falsedades que no tardan en caer, los responsables parecen quedar impunes y ricos, se extiende la incertidumbre, la crisis ha comenzado a golpear sobre todo a los más vulnerables; aún no nos la creemos y ya nos atemoriza, emergen los resentimientos, ya no hay más burbujas de consumo en las que embobarse y hasta los que pueden gastar ahorran de puro miedo… Todo el mundo está bajo sospecha, especialmente los financieros, los héroes envidiados del ciclo neoliberal y, con ellos, muchos políticos que se convirtieron en sus cortesanos. A la irritación popular contra los que permitieron el desastre se le llama “populismo”. ¿Justa irritación del pueblo? Sólo hasta cierto punto pues esa modalidad banal del capitalismo que más allá de las necesidades expande la idea de la felicidad vinculada al consumismo sólo puede prosperar desde la complicidad social de una gran masa de la población que ha humillado su condición de ciudadano en la de cliente/consumidor.
Practiquemos ese denostado populismo. Tomemos el caso de Toni Blair, un anglicano ecuménico casado con católica, escocés, laborista, máximo exponente de la “tercera vía” (una propuesta de edulcoración social del neoliberalismo) que el 4 de marzo de 2006 declaraba a ITV1 que su decisión de invadir Irak estaba finalmente sometida “al juicio de Dios”. Ciertamente fue superado por su amigo Bush que llegó a declarar que era el propio Dios quien le había guiado por el camino de la invasión. Para Blair había dos grandes temas en la agenda global: el cambio climático y el desarrollo de África. Ni rastro de crisis financiera. Las voces críticas denunciando que los procesos de globalización impulsados por las libres fuerzas del mercado (eufemismo usado para denominar a las grandes transnacionales especialmente financieras) y pidiendo la urgente redefinición de la arquitectura financiera internacional fueron desechadas. Hacía falta esforzarse para no ver lo que se venía. Probablemente estos esforzados fallos de visión proceden del trato y la obsecuencia del poder (¿democrático?) hacia los poderosos. Pero no hay esfuerzo sin premio y los poderosos no olvidan a los que desde el Estado les permitieron multiplicar sus riquezas.
Cuando el Sr. Blair abandonó desganadamente el gobierno, unos meses antes del estallido de la crisis, fue generosamente recompensado, en una especie de aviso a todos los gobernantes del mundo. JP Morgan le contrató como asesor geopolítico por 3 millones de euros al año, el grupo asegurador Zurich le paga setecientos mil, los contribuyentes británicos noventa mil euros como ex primer ministro y otros 120.000 para la gestión de su oficina; como conferenciante cobra 25.000 dólares por sesión y de entre sus audiencias preferidas destaca KIA, el fondo soberano de Kuwait y el grupo inversor armamentístico Carlyle al que concedió un polémico contrato durante su mandato. Solía decir en sus largos años de gobierno que los derechos deben ir acompañados de responsabilidades, pero no parece dispuesto a asumir ninguna por su gestión. O quizás guarde esta cuestión para sus clases de religión en Yale donde también es profesor, o para las tareas de su Fundación cuya directora es una antigua asistente que asumió todas las culpas en el caso de venta de títulos nobiliarios a cambio de donaciones al partido laborista. Durante 10 años de gobierno vivió una relación casi erótica con la City londinense y defendió la autoregulación de los mercados financieros. Estos no olvidaron a su amante que en un año después del gobierno ganó más dinero que durante toda su vida. Se le anticiparon 6 millones de euros por sus memorias. Claro tiene que pagar 6 casas en el Reino Unido. Lo ha conseguido, se ha desclasado, ha pasado a integrarse en el círculo de los poderosos aunque sólo sea circunstancial y subordinadamente. No es de extrañar que se expresen inquietudes por falta de dedicación a su trabajo ad honorem como enviado especial de la ONU en Oriente Medio.
Ahora el Reino Unido está en recesión, como tantos países del mundo desarrollado que presumían y daban cátedra de buena gobernanza y fortalecimiento institucional. La crisis financiera ya golpea con dureza la economía real y obliga a los Estados a replantear toda su lógica económica: hay que insuflar urgentemente liquidez en los mercados financieros, pero la gente quizás no permita que se haga sin transparencia y responsabilización –lo que no agrada a muchos banqueros-; hay que capitalizar y sanear al sector financiero, como hicieron los suecos en los 90 y propone ahora Gordon Brown, pero asegurando a futuro la transparencia y la supervisión del sistema; hay que establecer coordinadamente a nivel global el nuevo régimen financiero internacional y sus mecanismos de supervisión, pero en un nuevo contexto geopolítico en el que los Estados Unidos y el G8 reconocen que no pueden hacerlo solos y convocan una reunión internacional de coordinación con los países emergentes del G20. Más allá del populismo, la gente, en todo el mundo, convendrá que active su ciudadanía y trate de seguir e influir en los resultados de estos nuevos espacios globales reguladores. De ellos dependerá en buena parte la gobernanza global del planeta.
Ya estamos en recesión. La situación española no puede ser más expresiva. Después de haber crecido espectacularmente desde 1986 (año de la entrada en la Unión Europea) la economía española muestra su mayor vulnerabilidad relativa a los embates de la crisis dada su dependencia del sector inmobiliario y sus débiles niveles de productividad y competitividad: el desempleo alcanza los 2’3 millones de personas y su tasa se sitúa en el 11’3 por ciento; las previsiones son que a lo largo del 2008 y 2009 se podrían destruir 700.000 empleos netos, que la tasa de desempleo podría llegar al 15% y su cifra absoluta a los 3’5 millones de personas. Algunos analistas como Roubini ya acuden al concepto más grave de “depresión” para explicar lo que está sucediendo. No podemos descartar –dice- un fracaso sistémico y una depresión global, es decir, el frenazo en seco de la actividad, la debilidad de la demanda, la contracción del comercio internacional, el incremento del paro, la multiplicación de las ayudas de estado, la caída del poder adquisitivo, el aumento de las tensiones internacionales…
Un imparable escalofrío está recorriendo la espalda de los inocentes. Los países emergentes y América Latina no pueden escapar al monstruo que no provocaron. Sus avances en la lucha contra la pobreza están seriamente amenazados. Nadie está “blindado” contra los estragos de esta crisis y más nos valiera estar pensando en estrategias concertadas nacional y regionalmente para reforzarnos que en cómo aprovechar los inevitables desgastes políticos que la crisis producirá.
Tras la crisis la economía mundial seguirá siendo capitalista, pero no neoliberal. Uno de los grandes padres de la economía mixta, Paul Samuelson, nos advierte desde su lúcida ancianidad, que mil años de historia atestiguan la indispensabilidad de los sistemas de mercado, pero también que “los sistemas de mercado no regulados acaban destruyéndose a sí mismos”. Fueron las falsas ideas sobre el equilibrio de los mercados financieros (derivadas de las teorías de Friedman y Hayek) las que llevaron a que la nueva ingeniería financiera fabricara los monstruos de los derivados y los créditos recíprocos en una espiral de opacidad y descontrol que acentuó los problemas de azar moral, acción colectiva y selección adversa. Para Samuelson “no cabe duda de que la crisis mundial de 2008 lleva en su etiqueta made in Usa”. Y termina estremecedora y cándidamente “Desde Islandia hasta la Antártida, niños aún por nacer aprenderán a temblar ante los nombres de Bush, Greenspan y Pitt. Por supuesto estoy exagerando, pero sólo un poquito”. Hasta Greenspan, el ex patrón de la FED, ha llegado a reconocer que erró “parcialmente” al apostar por la desregulación. Y a la vista de la crisis señala que “los mercados financieros deberían estar mucho más regulados para impedir el peor tsunami financiero del último siglo”.
¿Cómo se presenta la próxima Cumbre de Washington? El control de los acontecimientos ya no está en manos de los Estados Unidos ni del G8, pero ninguna solución podrá fabricarse sin ellos. Los países emergentes contarán cada vez más pero ¿contarán lo suficiente para establecer un nuevo equilibrio de poder económico expresado en nuevas y necesarias regulaciones? La crisis ha trazado una frontera: la del fin de un capitalismo global caracterizado por la hegemonía neoliberal estadounidense, del crédito fácil, de la liquidez extrema, de los riesgos fuera del balance, de los sueldos astronómicos de unos directivos ligados a la creación de valor a corto plazo y muchas veces a engañar a los analistas financieros con desconsideración a la producción empresarial, de los cambios legales para facilitar la especulación y la opacidad (el capitalismo gris)… (Estefanía). Las cenizas van haciéndose evidentes: decenas de miles de empleados y operarios de banca están quedándose sin empleo; los planes de extracción de petróleo se revisan a la baja; las materias primas caen de precio. Las voces de los Chávez y los Putin bajan de volumen. Ni China escapa.
Pero el gran perdedor está siendo Estados Unidos tanto en nivel de vida de su gente como en su peso militar, diplomático y económico. El legado de Bush es estremecedor y uno no puede dejar de admirar a McCain y Obama por su tenaz voluntad de entrar en una Casa Blanca más llena que nunca de platos rotos. Paul Kennedy recordaba ante este incierto panorama las palabras inmortales de John Donne, “no preguntes nunca por quién doblan las campanas. Doblan por ti”, quienquiera que seas, estés donde estuvieres. Seguiremos.