Todos estos fenómenos están descritos en el conocido libro de Gilles Kepel La Revancha de Dios como una ola de fondo que desde mediados de los 70 hizo emerger de nuevo en todo el mundo a las religiones como elementos vertebradores de la vida social. El recién fallecido Samuel Huntington en su polémico libro “El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial” se refiere al libro de Kepel señalando que el renacer de las religiones desmiente los supuestos compartidos por la mayoría de la intelectualidad de la primera mitad del siglo XX, a saber: que la modernización económica y social estaba conduciendo a la desaparición de las religiones como elementos significativos de la existencia humana.
Las promesas de la modernidad, especialmente las concretadas en los proyectos totalitarios que Karl Popper criticó brillantemente en La Sociedad Abierta y sus Enemigos, no sólo se frustraron sino que condujeron al mundo a barbaries nuevas sin precedente. Los seres humanos, en su afán de independencia, convencidos de que podían alcanzar la “perfección”, se rebelaron frente a los dioses y religiones. No faltaban desde luego razones para ello. Pero la modernidad desviada llevó a la sacralización de muchos textos marxistas, fascistas o nacional-socialistas y al culto de personajes como Marx, Lenin o Stalin, Hitler, Mussolini, Mao, Fidel, Franco o Pinochet. Algunos de los mayores holocaustos de la historia están asociados a estos nombres y procesos.
La revancha de Dios tiene su causa en el fracaso relativo de las modernizaciones que supuestamente iban a enterrar a las religiones. En los países en desarrollo las promesas de la modernización secularizadora sencillamente se vieron frustradas. En los países industrializados el laicismo triunfante separó justamente a las iglesias de los estados pero fue incapaz de sustituir las religiosidades tradicionales por sistemas de espiritualidad alternativos. La expansión de los mercados impulsó una concepción del bienestar y de la vida crecientemente materialista e individualista. La revancha de Dios ha sido como una rebelión generalizada contra la opresión del espíritu humano en que incurrió la modernidad en su intento de llevar las religiones al ostracismo de lo íntimo o privado esperando su irrelevancia social o su extinción. De este modo caían muchos falsos dioses pero también se liberaban fuerzas de mercado que han favorecido los hedonismos, egocentrismos, la libertad sin responsabilidad, el relativismo y la insensibilidad moral. Mamón volvía a reinar libremente sobre los mercados globalizados.
Desde mediados de los 70 se produjo en el mundo un verdadero cambio epocal acelerado de esos que obligan a redefinir el yo, las identidades, y que por ello abren oportunidades para las religiones y las espiritualidades de todo tipo. El mismo Huntington lo advirtió: “la gente no vive sólo con la razón… en realidad no puede calcular y actuar racionalmente persiguiendo su propio interés hasta que define su yo. La política de interés presupone la identidad. En tiempos de cambio social rápido todas las identidades se revuelven, el yo tiene que definirse de nuevo y deben redefinirse o crearse nuevas identidades”.
Los textos de Marx y de Freud siguen estando entre los más reveladores y conmovedores del espíritu de la modernidad y de la idea que se hizo de la religión. Ahí van algunos textos que no han perdido nada de su fuerza y belleza aunque sí de su credibilidad. Marx: “La miseria religiosa es a la vez expresión y pretexto contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el alma de una situación sin alma. El opio del pueblo. La superación de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es necesaria para alcanzar la felicidad real. Exigir la superación de las ilusiones sobre la propia condición equivale a exigir la superación de una condición que necesita ilusiones. La crítica de la religión es el germen de la crítica del valle de lágrimas cuya aureola es la religión.- La crítica de la religión arranca de las cadenas las flores imaginarias que las ocultan no porque el hombre soporte las cadenas sin fantasía ni consuelo sino para que las rompa y acceda a la flor viva. La crítica de la religión desengaña al hombre para así impulsarlo a pensar, actuar y forjar su realidad de hombre desengañado que mira a la razón para girar en torno a sí mismo y de su verdadero sol. La religión sólo es un sol ilusorio que girará en torno del hombre mientras el hombre no se decida a girar sobre sí mismo” (Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel).
Escarmentados hoy ante tanto tiro por la culata de la diosa razón, este tipo de textos nos suenan entre pretenciosos y erróneos. Atribuir a “la razón” la capacidad para separar las necesidades y demandas “ilusorias” de los humanos de sus “verdaderas” necesidades y condiciones de felicidad suena a delirio racionalista muy cercano al que todavía suelen usar algunos tecnócratas centralistas que, en nombre de la razón de Estado, frente a las demandas de las autoridades territoriales, piensan: “ellos saben lo que quieren, nosotros sabemos lo que necesitan”.
La crítica de Freud a la “religión del hombre común” se mueve en parámetros similares aunque más matizados. Es la crítica a la religión vivida como doctrinas y promisiones que, por un lado, pretenden explicar los enigmas de este mundo y, por otro, aseguran que una solícita providencia guardará nuestra vida y compensará en otra ultraterrena las privaciones sufridas en ésta. Este tipo de religiosidad resulta “tan infantil, tan incongruente con la realidad, que un elemental sentido de solidaridad humana nos hace dolorosa la idea de que la gran mayoría de los mortales nunca se haya podido elevar por encima de tal concepción de la vida”. Para Freud el fundamento de esta religiosidad se encuentra en la angustia por atribuir un objeto o sentido a la vida fuera de la vida misma y su éxito se explica porque, a pesar de reducir el valor de la vida y deformar delirantemente la imagen del mundo intimidando la inteligencia, consigue fijar al hombre en un infantilismo psíquico que lo hará participar en un delirio colectivo que le evitará muchas neurosis individuales (El Malestar en la Cultura).
A estas formas simples de conciencia religiosa se corresponden formas de ateísmo vulgar altamente dañino. Es el ateísmo del “después de mi el diluvio” perfectamente alineado con el materialismo individualista y el egoísmo de mercado, que propenden a reducir la existencia a la inmediatez del propio cuerpo. Es el materialismo que no sólo niega toda realidad trascendente a la materia sino todo lo material que trascienda a los propios intereses. Se trata de un materialismo ateo grosero perfectamente coherente con las formas más permisivas del capitalismo avanzado que lo propala. Este tipo de ateos insufribles tienden a ver todo proyecto colectivo de superación humana como peligrosa fantasía de iluminados contraria a nuestra verdadera naturaleza. Para ellos el mundo no puede dejar de ser un valle de lágrimas del que la humanidad no puede escapar colectivamente, aunque sí podrán hacerlo aquellos más fuertes, libres de “encantamientos” y capaces de sacar provecho individual y familiar.
Pero hay otras formas de conciencia tanto atea como religiosa muy alejadas de las expuestas. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX muchos creyentes, agnósticos o ateos, en su acción pública y colectiva, partieron del principio racionalista de entender y explicar todos los fenómenos como parte de un mundo que tiene en sí mismo su principio y su fin y, muy particularmente, de entender los fenómenos humanos como resultado exclusivo, intencionado o no, de seres humanos reales. Quienes creemos en las posibilidades de superación humana, religiosos o no, no las esperamos de la intervención directa de Dios en la historia sino de nuestro esfuerzo moral, intelectual y práctico. El supuesto compartido es la aceptación de la libertad y responsabilidad exclusivamente humana por la historia. Quizás haya sido Freud quien mejor ha descrito nuestro valor y nuestro drama al situarnos en esta posición de modernidad razonable:
“Estos hombres se encontrarán en una situación ciertamente difícil. Han de admitir toda la amplitud de su impotencia e insignificancia en la gran máquina del Universo. Ya no podrán ser el centro de la creación… Se encontrarán como el niño que ha abandonado la casa paterna. Pero hay que superar de una vez el infantilismo… Un día u otro hay que entrar en la vida hostil. Necesitamos una educación para la realidad.
Puede que nuestro dios, el Logos, no sea muy poderoso. Puede que sólo pueda cumplir una parte de lo que sus antecesores prometieron. Pero si reconocemos y aceptamos la realidad, no por ello perderemos nuestro interés por el mundo y la vida. Nuestra ciencia no es una ilusión. Y sí que lo es creer que podremos encontrar en otro lugar lo que la ciencia no puede darnos” (El Porvenir de una Ilusión).
Este tipo de materialismo ateo se basa en la “creencia”[1] de la perfectibilidad humana a través del Logos y, en el fondo, no está tan alejado de la “esperanza” tal como es vivida por ciertas conciencias religiosas. Desde el materialismo pueden formularse utopías movilizadoras de la acción humana, pero tales utopías (en tanto que materialmente posibles, pero no lógica ni históricamente necesarias), aunque no sean contrarias a la razón, no se basan ni se deducen necesariamente de ésta sino de nuestra particular sensibilidad, valores, emociones o pasiones. Entre nuestro Logos y nuestros ideales media todo un mundo de “creencias” que cuando se confunden con dogmas o verdades científicas acaban conduciendo a las aberraciones del tipo moral socialista revolucionaria (ya que el advenimiento del comunismo es históricamente inevitable el socialismo revolucionario no puede tener escrúpulos morales pequeño burgueses a la hora de eliminar a todo o a quienes se oponen al proceso revolucionario) o de estar por encima de toda moral del nacional-socialismo. Como condujo también a uno de los mayores ridículos intelectuales de la historia: fabular las sociedades del comunismo primitivo como un paisaje idílico en el que por no darse la división en clases estaría ausente el drama existencial aún viviendo en la economía de la miseria de la que se saldría a través de una larga prehistoria de lucha de clases para acceder revolucionariamente a una edad de oro en la que se combinarían la abundancia, la extinción del estado y la superación de la lucha de clases alumbrándose así un hombre y un orden nuevos y perfectamente armónicos.
Freud señaló que estos descarrilamientos del racionalismo modernizante se apoyaban en una hipótesis psicológica que calificó como “vaga ilusión”: la posibilidad de superar definitivamente el drama de la existencia humana. Su propuesta fue no esperar restablecer revolucionariamente el Edén sobre la tierra ni imaginar que existió alguna vez como pretenden todos los milenarismos fundamentalistas, sino aplicarnos con determinación, perseverancia y talento a crear las condiciones personales y sociales para enfrentar el drama de la mejor forma posible. La creencia agnóstica o atea en la posibilidad de una sociedad mejor y en la dignidad de las vidas que asumen el compromiso de realizarla no está materialmente alejada de aquellas vivencias religiosas que hallan en la fe el fundamento, la fuerza y hasta la guía de su compromiso por una vida y unas sociedades mejores. Las religiones así vividas son una fuerza que no niega la libertad y responsabilidad humana exclusivas. No es Dios quien ordena el mundo ni hace la historia. Si Dios se identifica con la totalidad de la vida y con nosotros mismos, con el principio y el fin de nuestra materialidad, la “fe” religiosa puede comprender el ansia de conocimiento racional, y la “caridad” y la “esperanza” pueden dar fuerza y fundamento a las prácticas comprometidas en la elevación de la propia vida y del mundo.
Hace ya 30 años Joan Prats escribía a este respecto: “puede que estas formas de conciencia religiosa que sitúan la esperanza como virtud primera son –como quiere la ortodoxia- un paso intermedio hacia el abandono de la religión. Pero creo que hoy nadie puede vaticinar sin una sobrecarga de petulancia el fin de toda conciencia religiosa ¿Quién podría decir fundadamente que las condiciones del drama existencial no continuarán obligando a muchos o algunos a “romper –como dice González Ruíz- los barrotes de su celda cósmico-temporal para volar más allá del sueño y la esperanza de todas las generaciones humanas desde el origen hasta el momento presente”. La conciencia atea podrá continuar manteniendo en este caso que Dios es un invento del hombre, un derivado de su drama existencial; pero nada ni nadie autoriza a violentar la conciencia de todos los que puedan creer y proclamar que Él es el inventor del drama o que en Él se resuelve el drama mismo”.
Pero si Dios no interviene en la historia (aunque sea toda la materialidad incluida la que se halla más allá de nuestras racionales percepciones; aunque sea la totalidad y el misterio del Ser), si su naturaleza consiste en condenarnos a la libertad, si vivir no es cumplir ninguna voluntad preestablecida sino evolucionar haciendo elecciones incesantes y responder por ellas ante nosotros y las futuras generaciones ¿qué futuro cabía para las religiones establecidas? Tenían que reaccionar y vaya si lo han hecho.
[1] Tomamos el concepto de creencia propuesto por Hume que siempre combatió la corriente del racionalismo constructivista ilustrado que consideraba que la sociedad puede ser objeto de pleno conocimiento y de gobierno perfecto desde la ciencia. Habiendo vivido las devastaciones producidas por los conflictos religiosos de su tiempo, saludó positivamente la llegada de la Ilustración, pero se desmarcó de los “philosophs” y de su idea de una razón rígida e inmutable, casi trasunto de la divinidad, que acabó justificando la pervivencia de las estructuras del Antiguo Régimen a través de la centralización, tal como observó después Tocqueville. Frente a esa razón casi deificada Hume propone quedarnos con la “creencia”, es decir, en un cierto sentido del mundo producido a partir de la reflexión sobre nuestras percepciones imperfectas de la realidad. Esta reflexión hace brotar sólo la creencia y se debe a la imaginación y puede ser siempre socavada por la razón. Nuestras creencias no proceden sólo de la razón sino que son construcciones de la imaginación. Al reflexionar imaginativamente y construir un sentido para nuestro mundo no sólo expresamos nuestras percepciones sino que las ordenamos valorativamente. Mediante la constante aplicación crítica de la razón a nuestras creencias fundamos el espíritu de tolerancia y evitamos todo dogmatismo. Nuestras creencias no proceden sólo de los hechos sino que se construyen por la imaginación usando sistemas de valoraciones éticas. Los valores y la ética cobran así protagonismo en la construcción de la historia.