El público medianamente informado reconoce en Adam Smith al padre de la economía y del liberalismo económico que hizo del trabajo el principio de la riqueza de las naciones, pero el invitado a la Conferencia de Washington sería el filósofo moral, el pensador integral que siempre concibió al hombre económico asociado al hombre moral, el analista que fue capaz de anticipar y avisar de los efectos negativos de sus propias prescripciones, en especial, de los daños psicológicos y sociales de la división del trabajo.
Con pocas diferencias, en la práctica, entre países y gobiernos, la ola de globalización económica en la que se inserta la crisis financiera actual ha venido avanzando sobre unos valores que en poco se parecen a los que defendía el primer impulsor de la especialización y el crecimiento de los mercados. Frente al “consumid, consumid” (malditos, añadiría alguien) que se viene predicando desde altos púlpitos para hacer frente a los desafíos del sistema económico actual, Adam Smith abogaría por la laboriosidad y, más importante aún, por la prudencia, la sobriedad y la frugalidad, y frente a las críticas al egoísmo, defendería su creencia en la compatibilidad y armonía de los intereses privados y el bien público que procuran.
No es que hoy falten voces que critiquen el consumismo y la insostenibilidad del modelo económico vigente pero, a diferencia de A. Smith, carecen en general de su visión moral y económica del hombre y de un proyecto político plausible para hacer viable sus propuestas en un sistema democrático que defienda la libertad humana. Lo que hace moderno a Adam Smith en la situación actual –y como a él a otros padres del mejor liberalismo como John Stuart Mill o Tocqueville- es la idea de que ninguna organización política que promueve la libertad individual y la igualdad ante la ley es sostenible si los ciudadanos carecen de unos valores (o virtudes, que diría un clásico, aunque hoy ese término esté fuera de los discursos porque despierta sospechas), entre los que destacan la disciplina individual, una cierta lealtad y un espíritu de cohesión entre los miembros de la comunidad.
La codicia no es la responsable del caos financiero y económico actual -aunque está presente en los comportamientos más reprobables- ni es una consecuencia de la globalización, porque la codicia es una característica constante de la condición humana que ha dejado suficientes pruebas a lo largo de toda la historia de su potencial destructivo. La crítica a la codicia carece por tanto de relevancia intelectual para analizar la crisis, sobre todo cuando proviene de aquellos que pretenden desacreditar de plano a la economía de mercado, culpable para ellos de la parte sustancial de los males actuales del mundo: Sin embargo, la fatal arrogancia de la codicia es la clave para reparar en el hecho fundamental de que la globalización actual se ha realizado sin los contrapesos y condiciones que garantizan que el interés particular sirva al interés general, tal y como había previsto, quizás ingenuamente, Adam Smith. ¡Y cómo hubiera insistido en la importancia de los principios el catedrático de Lógica en Glasgow y el comisario de aduanas de Edimburgo si hubiera imaginado que los mercados grandes que postulaba iban a hacerse globales tras la implosión del denominado “socialismo real” a comienzos de los noventa!
La crisis actual no sólo revela, una vez más, que pueden fallar el mercado –como había pronosticado la escuela neoclásica- y el Estado–como había anunciado la escuela de la elección pública-, sino también que las bases morales –en un sentido abierto- que sustentaban el sistema capitalista hasta los años ochenta no han tenido recambio. El modelo occidental nacido de la postguerra se desarrolló en un ambiente en el que las instituciones creadoras de valores no habían entrado en crisis y en el que la amenaza soviética –externa-, y comunista –interna-, actuaban como frenos a los excesos de un capitalismo que demostró su capacidad de adaptación a la agenda socialdemócrata. Quizás la banca de los cincuenta no estaba en manos de personajes más honorables que la de los noventa, pero las instituciones informales y el temor a la revolución frenaban el egoísmo destructivo y mantenían vivo el celo de los organismos supervisores. Con el colapso del modelo socialista se fueron aflojando los mecanismos de autorregulación personal y social, se impuso la versión amoral del liberalismo y se extendió un optimismo ingenuo e irracional, sobre todo en los Estados Unidos, en la potencialidad y capacidad del mercado para resolver todos los problemas. El cuerpo social se fue quedando sin defensas al tiempo que proliferaban prácticas abusivas y heterodoxas, el resultado ha sido una grave enfermedad cuyos efectos pueden ser devastadores y su tratamiento incierto.
Si Adam Smith estuviese hoy vivo no es seguro que fuese invitado a Washington el próximo día 15 para refundar la economía de mercado, sistema que él legitimó intelectual y moralmente. Aunque en los últimos tiempos se ha incorporado la ética en los estudios de economía y los negocios, y la presión social ha obligado a las empresas a incorporar códigos de responsabilidad y buena conducta, no parece que la sociedad actual esté muy dispuesta a recibir lecciones de moral. Tampoco es probable que los valores del autor de Teoría de los sentimientos morales sedujesen a las legiones de ciudadanos ávidos de acceder al mayor número posible de bienes y servicios en el menor tiempo posible, consumidores cuyos gustos y votos determinan los signos sociales y políticos de los tiempos. Para rematar, las fuentes tradicionales de creación y transmisión de valores en el mundo occidental –la educación, la familia, la asociación voluntaria o la religión-, están en crisis, y los mismos liberales no han resuelto aún satisfactoriamente la aparentemente insuperable contradicción de determinar el nivel óptimo de intervención del gobierno para crear unos valores sin los cuales el sistema político liberal peligra.
Una refundación del capitalismo y un nuevo orden internacional, sin tener presentes las enseñanzas morales de Adam Smith, sin un nuevo Keynes a la vista, y sin un liderazgo claro e incontestable como el que tenían los Estados de Unidos en 1944 no invita precisamente al optimismo. El simple colapso del sistema financiero actual no garantiza la puesta a punto de un sistema sostenible, como el desplome del socialismo no supuso la creación de un sistema equilibrado y estable.
Sea cual sea el resultado de la reunión, lo que la crisis actual demuestra es que la pretensión de construir un orden económico liberal al margen, de hecho, de consideraciones éticas, es un proyecto social frágil y dudosamente sostenible, aunque venga avalado filosóficamente por poderosas corrientes modernas como la democracia deliberativa o el posmodernismo. Sin virtud kantiana, sin moral smithiana y sin un proyecto social a la vista de generación de valores, sólo una nueva amenaza externa creíble y la duda razonable del papel que el futuro depare a cada cual pueden contener los excesos de un sistema, el de la economía de mercado, tan poderoso como potencialmente destructivo sin estar inmerso en un delicado mecanismo de equilibrios institucionales.
¿Necesita el ser humano vivir con algún temor para invertir en su dimensión moral? ¿Surgirá de esa necesidad una ética funcional de corte rawlsiano para diseñar instituciones que eviten crisis sistémicas? Es posible, pero como realizar esa tarea desde el “velo de la ignorancia” es tan bello, en teoría, como difícil de aplicar, en la práctica, no estará de más leer a Adam Smith para, al menos, entender mejor cómo hacer de la necesidad (egoísta y privada) virtud (pública) y construir una economía moral.