Teorías agregativas de la democracia
En primer lugar, sin salir de la tradición democrática liberal, podemos distinguir al menos dos grandes corrientes teóricas: las agregativas y las integrativas[1]. Para las teorías agregativas (James Mill, Jeremy Bentham, Montesquieu o Schumpeter) la democracia es una manera de regular conflictos entre individuos que siguen una lógica de cálculo consecuencial. La regulación se construye no sólo a través de la agregación de las preferencias individuales en una voluntad colectiva mediante el voto, sino a través de la división y el equilibrio de poderes. La idea de frenos y contrapesos es la clave de esta concepción si bien tiene muchas dimensiones: equilibrio de poderes entre electores y electos, entre mayoría y minoría, entre los poderes internos del Estado y entre la esfera pública y la esfera privada. Desde esta concepción de la democracia la igualdad política se define como el acceso formal igual a los canales políticos de influencia, y la mejor manera de asegurarla es una esfera de debate público que garantice que los ciudadanos toman decisiones bien informadas el día de las elecciones. En suma, desde la teoría agregativa, son las instituciones tradicionales de la democracia representativa las que mejor aseguran el acceso igual a los canales de influencia política y el control del poder por todos los ciudadanos. A esta idea se corresponde una definición negativa de la libertad y un concepto de la comunidad como integrada por los ciudadanos que componen el estado nación.
Teorías integrativas de la democracia
Las teorías integrativas de la democracia definen la igualdad, la libertad y la comunalidad de manera completamente diferente (John Stuart Mill, Almond, Carole Pateman, Benjamin Barber). El fundamento de una polity democrática no son las instituciones representativas sino una identidad política compartida que establece un “nosotros”. La democracia regula la polity mediante reglas, normas e imágenes compartidas sobre el comportamiento apropiado facilitando así una orientación colectiva hacia el bien común. La igualdad no es formal sino que se mide en términos de la influencia que los ciudadanos son realmente capaces de ejercer sobre las decisiones colectivas. Conquistar la igualdad no pasa tan sólo por tener igual acceso a los mismos canales de influencia política, sino por empoderar a los ciudadanos en términos de derechos sociales, económicos y culturales efectivos para poder participar políticamente de manera eficaz y tendencialmente igual.
Las organizaciones sociales autogobernadas no son vistas con desconfianza sino como un requisito para el empoderamiento de la ciudadanía. Sólo se exige que su organización interna sea democrática y que se respeten los derechos fundamentales de sus miembros. Todo esto se corresponde con una concepción positiva de la libertad que permite una convivencia (que no permiten las teorías agregativas) entre la libertad y los procesos de decisión colectiva. También mantienen una concepción muy diferente de la comunidad política. Ésta no es una entidad legalmente definida sino una identidad política caracterizada por compartir un conjunto de normas, reglas y lógicas del comportamiento apropiado. Sin estas características no puede haber cultura política democrática que favorezca el debate razonado, no habrá comunidad política. Las teorías integrativas niegan que una comunidad política se forme por la mera existencia de un Estado-nación. En realidad los Estados-nación sólo devienen comunidades políticas cuando los ciudadanos se ven todos ellos como una unidad. Este sentimiento de pertenencia y la solidaridad que segrega sólo puede producirse a través de las instituciones de la sociedad civil.
Teorías democráticas post-liberales
Los años 90 registraron un florecimiento de teorías democráticas que en conjunto podemos calificar como post liberales. Son bastante diversas y, si bien parten de los supuestos de la democracia liberal, comparten la conclusión de que las características básicas de las instituciones tradicionales de la democracia representativa deben ser transgredidas. Muchas de estas teorías parten de cuestionar que el Estado-nación, tras la globalización, pueda seguir siendo la unidad democrática. Si los Estados ya no pueden hacer que los juicios y valores de sus ciudadanos cuenten efectivamente en las fuerzas económicas que gobiernan sus destinos, entonces los Estados ya no pueden jugar el rol clave en el autogobierno democrático.
En estas condiciones, el nuevo camino es para unos la democracia “cosmopolita”[2] y para otros la dispersión de la soberanía[3]. En este último sentido señala Sandel que “la alternativa más promisoria a la soberanía estatal no es una comunidad mundial unitaria basada en la solidaridad de la especie humana, sino una multiplicidad de comunidades y cuerpos políticos —algunos más grandes y otros más pequeños que los estados actuales— entre los cuales se destribuiría la soberanía política. El Estado-nación no necesita diluirse, es suficiente con que renuncie a ser el único titular del poder soberano y el objeto prioritario de la lealtad política”[4]. Esto también transforma profundamente el concepto de ciudadanía:
“Desde los tiempos aristotélicos la tradición republicana ha visto el autogobierno como una actividad arraigada en un lugar particular, desplegada por ciudadanos leales a aquel lugar y al modo de vida que encarna. Pero el autogobierno de hoy requiere de una política capaz de operar en multitud de sedes, desde la vecindad a las naciones y desde éstas al mundo como un todo. Esta política requiere ciudadanos que puedan pensar y actuar como “yoes” multisituados. La virtud cívica de nuestros tiempos es la capacidad de negociar nuestro camino entre obligaciones a menudo en conflicto que nos reclaman y vivir la tensión que levantan las lealtades múltiples” [5].
Algunos autores post liberales consideran, en cambio, que las presiones de la globalización sobre el Estado se han exagerado y que las presiones que están generando el declive de las capacidades estatales provienen sobre todo de la tendencia a cargar sobre el Estado-nación la solución de todo tipo de problemas. La nueva gestión pública puede entenderse como una reacción a estas presiones, lo que ha producido el resultado de dispersar el poder dentro del sistema político e integrar los actores privados en la gobernación pública[6]. De esta manera, la democracia no sólo está amenazada desde arriba por la globalización, sino también desde abajo por la fragmentación y la pérdida de centralidad en la conducción política.
Teorías deliberativas de la democracia
El tema en que más insisten las teorías deliberativas de la democracia es quizás que en las condiciones actuales el Estado-nación ya no puede ser el punto de unificación identitaria que transforma un grupo de individuos en un pueblo. Y no hay ningún otro actor que pueda ocupar su lugar. Deberemos acomodarnos entonces a un mundo de identidades complejas, con las ventajas y tensiones que esto comporta. Hoy ya no podemos establecer como meta de la democracia la construcción de una identidad política omnicomprensiva. Ni España ni Cataluña ni Canadá ni Quebec ni Bolivia ni Santa Cruz serán nunca más mono-identitarias. Ni los Estados-nación ni las nacionalidades sin Estado pueden hoy sensatamente mantener esta aspiración. Vivimos las dificultades de un tiempo de transición, pero lo ideal ya no debería ser cómo recuperar o construir el Estado-nación basado en una identidad única, sino cómo vamos relevando las normas, reglas y valores que nos deben permitir navegar en un patchwork de identificaciones y orientaciones colectivas.
Las teorías deliberativas han renunciado también a la creencia de que el debate razonado nos conducirá al relevo de un bien común universal. Proponen que el debate se oriente a la construcción de historias compartidas del pasado, presente y futuro que hagan posible un comportamiento colectivo con sentido. Es a través de estas narrativas como podremos ir construyendo normas, reglas y lógicas de lo que es apropiado en una comunidad y entre las comunidades. Las teorías deliberativas han mostrado un interés creciente en la formación de identidades como un medio para empoderar democráticamente a los ciudadanos. Democratizar es también dar forma a las identidades políticas para que soporten un ethos de reciprocidad y un alto nivel de compromiso político[7].
En resumen, las teorías deliberativas de la democracia abandonan la idea de que una identidad política democrática tenga que estar inscrita en una comunidad política omnicomprensiva, que el compromiso político tenga que orientarse hacia la promoción de un bien público prepolítico y universalmente dado, y que el desarrollo de ciudadanos empoderados con un fuerte sentido comunitario deba tener lugar en una sociedad civil autónoma. Contrariamente, las teorías deliberativas ven el Estado como uno entre muchos y superpuestos puntos de identificación política y contemplan el establecimiento de vínculos y puentes entre identidades políticas, narrativas y comunidades como una tarea democrática muy importante.
[1] Seguiremos en este punto el trabajo de Eva Sorensen y Jacob Torfing, cit.
[2] Para una exposición bien completa de la democracia cosmopolita y sus críticos vid Archibugi, D. (2004) “Cosmopolitan Democracy and its Critics: A Review”. European Journal of International Relations., vol 10, núm.3, págs.437-473.
[3] Vid. Sandel, M.J. (1996) Democracy’s Discontents – America in Search of a Public Philosophy. Cambridge: Harvard University Press.
[4] Sandel, M.J. (1996) Democracy’s Discontents – America in Search of a Public Philosophy, op.cit., pág.345.
[5] Sandel, M.J. (1996) Democracy’s Discontents – America in Search of a Public Philosophy, op.cit., pàg.350.
[6] Hirst, P. (1996) Associative Democracy: New Forms of Economic and Social Governance. Cambridge: Polity Press.
[7] March, J.G. y Olsen, J.P. (1995) Democratic Governance. New York: The Free Press, y también (1989), Rediscovering Institutions: the Organizational Basis of Politics. Oxford: Oxford University Press.