Agitados por las urgencias diarias, excitados por unos medios de comunicación sumidos en las pasiones más cortoplacistas, bombardeados por imágenes consumistas que desordenan los deseos… parecemos sombras de nosotros mismos, imágenes deformadas de lo que quisimos y pudimos ser, esforzándonos en tapar las humedades de una casa de convivencia crecientemente problemática, sin querer ver el río que se está formando debajo de ella. Como en la parábola de la rana hervida nos vamos cociendo lentamente en nuestros ensimismamientos y cuando el río se hace innegable ya no tenemos ni la energía ni la voluntad ni la honestidad necesaria para reconocer y enfrentar los problemas.
No tendríamos que rezar por la Tierra sino por la supervivencia de los homininos (o Humanidad) sobre ella. La Tierra existió mucho antes que nosotros y, sin duda, nos sobrevivirá. Los verdaderos grandes temas de nuestro tiempo tienen poco que ver con los temas bajo los que se oculta la irresponsable e inhumana lucha por el poder. La gente sabe o intuye que, para su bien vivir y el de sus hijos, temas tales como el cambio climático, la paz y la seguridad, el trabajo digno, la educación y la salud, el respeto de la diversidad y la libertad o el buen gobierno… son más importantes que la agenda de pasiones envuelta en los nuevos mitos que hoy alientan las luchas partidista. Caído el mito del socialismo “científico” que tantas vidas costó o del “neoliberalismo Consenso de Washington” que tantas frustraciones ha generado, la manipulación mitológica no cesa: ahora tocan los mitos de las “refundaciones” que, como la vieja letra de la Internacional, quieren hacer “tabla rasa del pasado” y sólo generarán el mismo dolor que sus antecesores irresponsables.
Decía David Hume que hay dos fuerzas que mantienen la humanidad en pie: el amor propio y la empatía o capacidad humana para ponernos en la mente y el corazón del otro tratando de sentir con él. La vida humana sana requiere el cultivo de los dos sentimientos. Sin amor propio nos perdemos el respeto y nos hacemos objeto de los fines de otros o de nuestras propias pasiones. Sin compasión (del latín “cum patere” que significa “sentir con”) ni empatía caemos en la anestesia moral o hasta en estados psicópatas. Las fuerzas de la buena vida están en nuestros genes, pero su desarrollo requiere ejercicios de conciencia, voluntad y sensibilidad. Las mil formas de oración y meditación y buena parte del arte y la cultura humanas se han orientado a ese fin.
¿Somos una plaga o, como dicen algunos, el cáncer de la biosfera?
Para ejemplificar el río bajo nuestra casa, tomemos el caso de la expansión alarmante de la población humana. ¿Somos una plaga o, como dicen algunos, el cáncer de la biosfera? Un cáncer es un grupo de células en expansión demográfica incontrolada que de no atajarse a tiempo puede matar a todo el organismo incluido el propio tejido canceroso. ¿En qué medida es responsable el consumo o la proliferación de los humanos del deterioro de los ecosistemas y de la extinción actual de tantas especies? Toda advertencia contra el consumo irresponsable nos parecerá siempre poca. Pero no tendría que impedirnos ver la magnitud de la otra respuesta.
Hasta la revolución neolítica no fuimos más de cinco millones esparcidos por el ancho mundo. Pero desde que aprendimos a cultivar la tierra y los animales y nos hicimos sedentarios, fuimos creciendo hasta llegar a una población en torno a los 300 millones que ha sido el tamaño medio autorregulado naturalmente a lo largo de la mayoría de los últimos siglos. Todo cambió, sin embargo, a partir de la revolución industrial y científico-técnica. En 1804 ya éramos 1000 millones. Costó sólo 123 años añadir otros mil –en 1927-. Los 1000 siguientes se añadieron en treinta y tres años –en 1960-. Catorce años más tarde –en 1974- éramos 1.000 millones más. Trece años más tarde –en 1987- añadíamos otros mil. Y doce años más tarde –en 1999- crecíamos con otros 1.000. Está previsto que esto no cese y que para el 2012 ya seamos 7000 millones de homininos.
Es como si nuestro objetivo actual como especie fuera la acumulación de la máxima cantidad de carne humana sobre el Planeta, especialmente en los territorios con peores expectativas de vivir bien. Hoy sabemos que en 2015 habrá 3000 millones de personas con menos de 25 años y casi todas ellas en los países en desarrollo. También que en 25 años la población mundial crecerá en unos 1.500 millones, de los cuales sólo 50 millones corresponderán al mundo desarrollado. Todo esto a partir de un mundo actualmente de 6.000 millones en el que 1.000 millones disfrutan del 80% del PIB global mientras que otros 1.000 viven con menos de un dólar diario.
La mayor parte de las políticas que se están ensayando a nivel global (objetivos del milenio, liberalización de flujos comerciales, incrementos de fondos de cooperación, mayor estabilidad del sistema financiero, combate a los tráficos ilegales y hasta la lucha contra el cambio climático) se hacen sobre el supuesto de que nuestros modos de producción y consumo no tienen límites demográficos y de que la globalización actual es sólo un problema de justicia. Pero hoy ya es suicida ignorar que la explosión demográfica es la principal causa de la miseria y el hambre en el mundo así como del creciente deterioro ecológico del planeta, además de estar detrás de diversas guerras civiles pasadas y futuras. Resulta inevitable recordar a Malthus, pero es más eficaz invocar a Norman Borlaug, el padre de la revolución verde, quien, al recibir el premio Nobel, insistió en que el problema de fondo de la pobreza era la explosión demográfica y que había que aprovechar la tregua de la revolución verde para detenerla.
La Burocracia Vaticana, los Presidentes conservadores norteamericanos, en buena parte dependientes del voto de los fundamentalistas cristianos, y los estados islámicos se han opuesto frontalmente a todos los esfuerzos de las Naciones Unidas para promover la planificación familiar como la más eficaz medida de lucha contra la pobreza. Los cristianos del mundo desarrollado, en su gran mayoría, no les hacen mucho caso. Las víctimas son principalmente las mujeres del mundo en desarrollo que carecen de la información, la libertad y los medios para evitar los embarazos. El Fondo de Población de las Naciones Unidas tuvo que acusar formalmente a la Iglesia Católica de ejercer una influencia negativa que compromete el equilibrio demográfico mundial. El Consejo Pontificio para la Familia replicó acusando a la ONU de practicar el “imperialismo anticonceptivo”.
Cada vez resulta menos razonable y humano mantener que la reducción artificial de la natalidad mediante la planificación familiar, los anticonceptivos y el aborto es antinatural y debe prohibirse y que, en cambio, la reducción artificial de la mortalidad mediante la higiene, las vacunas y los antibióticos es natural y debe autorizarse. Nos conmueve la abnegación de tantos misioneros y misioneras comprometidos con la causa de la nutrición y la conversión de los pobres del mundo pero impedidos de darles lo que más necesitan: la planificación familiar que liberaría a las mujeres de los embarazos no deseados y que causan más miserias de las que desgraciadamente son capaces de aliviar la santidad encomiable de todas las Teresas de Calcuta (Mosterín).
Aunque sabemos poco del amor, nos llena de felicidad y sentimos su inmenso vacío. La música y la poesía, desde las más excelsas a las más populares, se nutren y alimentan de ese cáliz sin el que la vida se mustia y sólo se alivia en pasiones secundarias. Los griegos tenían una conocida leyenda que Platón esculpió en El Banquete: en tiempos inmemoriales éramos criaturas hermafroditas perfectas y autosuficientes con dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas. Zeus, envidioso, decidió castigar nuestro orgullo dividiéndonos en hombre y mujer y dejándonos desde entonces incompletos y anhelantes del reencuentro y la fusión con la otra mitad. Mitos aparte, la microbiología desarrollada en los últimos diez años de ciencia nos proporciona nuevos relatos algo más fundado sobre nuestra división de género.
Tuvieron que pasar mil millones de años de silencio sobre la tierra antes de que la vida hiciera su aparición en un mundo de temperaturas infernales cargado de azufre y sal en forma de pequeños organismos autosuficientes que podían sobrevivir sin oxígeno y sin luz. Todo sugiere que tuvieron que transcurrir otros mil millones de años (siglo más siglo menos) hasta que este mundo de vida sin predadores se transformara en un mundo de vida basado en organismos que sólo podían subsistir consumiendo materia orgánica. Sí parece que para entonces la Tierra ya estaba cubierta por un fino y caliente manto de agua y de materia orgánica y que las moléculas se fueron haciendo más complejas comenzando a colaborar entre ellas para iniciar procesos metabólicos.
Desde entonces por debajo del caos aparente de la vida siempre encontraremos las mismas fuerzas básicas constituyentes: el miedo, la escasez energética y el impulso emocional. Son esas las fuerzas que llevaron al milagro de la fotosíntesis y a que los humanos parasitásemos a sus protagonistas: nos comemos a las plantas o digerimos a los animales que se alimentan de ellas. Como dice Eduard Punset con humor y ternura: la violencia en la Tierra apareció el día en que una célula eucariota se comió a una bacteria cien mil veces más pequeña porque no sabía valerse por sí misma. Desde entonces todo cambió: el paraíso natural ardiente se fue transformando en un mundo de bestias dedicadas a la predación. Y la vida nunca volvió a ser la misma.
Durante esos primeros mil millones de años de vida no hubo diferenciación de sexos sobre la Tierra.
Entonces ¿cómo y porqué surgió este detalle tan fundamental de nuestras vidas? ¿No estábamos mejor antes? ¿Qué determinó que la vida fluyera hacia la división de géneros que nos caracteriza y tanto nos condiciona? ¿Qué ventajas ha aportado esta opción evolutiva tan complicada como es la diferenciación sexual? En la historia de la evolución la aparición del sexo se manifiesta como un factor aleatorio y prolijo, aunque una vez constituido se manifieste como un instinto irresistible en todas las especies que lo han adoptado. De hecho muchos organismos unicelulares y algunas plantas y animales actuales se reproducen indefinidamente sin sexo.
A través del sexo engendramos individuos nuevos provistos de un material genético diferente del de sus progenitores
No basta con intercambiar material genético para que surja el sexo. Las bacterias, por ejemplo, se transmiten genes de unas a otras a través de un túnel microscópico, aumentando así su resistencia a ciertos antibióticos. Pero esta manera de practicar sexo es independiente de la procreación y no implica división de género. Consigue aumentar la dotación génica de una célula, pero nada más. Lo nuestro es muy diferente: somos organismos multicelulares muy complejos capaces de construir pirámides, rascacielos, bombas atómicas y cohetes interplanetarios, no por ser hijos de Dios, sino porque a través del sexo engendramos individuos nuevos provistos de un material genético diferente del de sus progenitores. Las bacterias tienen una ventaja sobre nosotros: sus genes no mueren. Los humanos pagamos un alto precio por nuestra mayor complejidad y riqueza genética: nuestras células –mayoritariamente somáticas- mueren. Complejidad, diversidad, variabilidad y muerte, ése es nuestro destino, la fuente de toda nuestra grandeza y de todos nuestros miedos. Nuestro vivir conlleva la certeza de la muerte y esta conciencia permea todas nuestras visiones y vivencias.
La mayor diversidad genética que caracteriza a la reproducción sexual facilita la adaptación de los organismos extraordinariamente complejos a entornos cambiantes. Los genes desarrollados para sobrevivir en un entorno determinado pueden perecer ante cambios súbitos. Hoy los genetistas creen que la diversidad genética asociada a la reproducción sexual contribuye a la supervivencia en entornos cambiantes. Si los padres generan diversos individuos con distintas combinaciones genéticas es más probable que al menos uno de los descendientes posea las características necesarias para sobrevivir. Por lo demás, nuestra complejidad es inseparable de nuestra diversidad: los humanos somos una especie de individuos únicos e irrepetibles. Hemos superado el mundo de la simplicidad y el clonaje en el que viven los organismos unicelulares inmortales. La riqueza de nuestra complejidad, diversidad e individualidad requieren nuestra muerte. Vida, sexo, amor y muerte van inextricablemente unidos. La conciencia de nuestra irrepetibilidad va asociada a la inevitabilidad de nuestra muerte y de ahí manan la intensidad de todos nuestros instintos vitales con el amor a la cabeza.
En el principio fue el amor materno, alimentado con el alborozo de sentir en las entrañas un ser nuevo, distinto y único, que, aunque mortal, llevará adelante la supervivencia de parte de los genes de los procreadores. Maternidad y paternidad son desde luego construcciones culturales. Del mismo modo que lo son las relaciones familiares y sociales entre los géneros. Reconozcamos de entrada que todas las discriminaciones sufridas por las mujeres a lo largo de la historia no tienen nada de “natural” e inevitable sino que sólo han sido una de las posibilidades “culturales” e “históricas” abiertas por nuestra naturaleza. Sostengamos incluso con pasión que hoy no puede concebirse el bien vivir, el buen gobierno o la buena sociedad sin una real y efectiva igualdad de géneros y que el estado real de “la mitad del cielo” es el mejor indicador del desarrollo humano de una sociedad. Conviene enfatizarlo en sociedades de “braguetas flojas” como, desde sus modelos españoles e italianos, aún tienden a ser las latinas –precoloniales y postcoloniales- en las que el concepto de hombría por muescas en la canana no acaba de ser sustituido por el de los atributos necesarios para no maltratar a mujeres ni a niños o para ser fiel y saber disfrutar con sus parejas. No hace falta ser feministas para entender que de no revertirse este rasgo cultural y práctico, las políticas de género sólo serán otra expresión del bla bla bla politiquero, machorro y malcogedor.
Pero el que no deben existir discriminaciones culturales no significa en absoluto que no existan diferencias naturales. Todos los humanos coincidimos en un 999 por 1.000 de nuestro ADN. Sin embargo, esto sólo es válido mientras nos limitemos a comparar hombres con hombres y mujeres con mujeres. La “pequeña diferencia” es mucho más de ese 1 por 1.000. Los hombres lo son porque poseen dos cromosomas sexuales distintos X e Y. Las mujeres lo son porque tienen dos cromosomas iguales, X y X. El sexo femenino es el sexo por defecto de todos los mamíferos. Sin cromosoma Y no brotaría el gen SRI que es el que seis semanas después de la fecundación dispara la cascada de cambios moleculares que conducen a la formación de los testículos que inundan el cuerpo de testosterona y determinan la conformación masculina del cuerpo. Por naturaleza, hombres y mujeres somos complementarios y muy diferentes. Y no es negando nuestra diferencia natural como construiremos nuestra igualdad cultural. Volveremos sobre el tema.