Nuestra primitiva búsqueda de sentido nos llevó a creer que tras cada acontecimiento importante para nuestra vida se ocultaba una intención humana o sobrehumana. Pero desde Darwin sabemos que el Universo parece carecer de toda intencionalidad y que nuestra verdadera historia no puede entenderse sin dar cuenta de nuestra evolución por selección natural -adaptativa o azarosa- al medio, pues ella es lo único que da cuenta de nuestros órganos y sus funciones.
Ni nosotros ni ningún otro organismo vivo estábamos predeterminados por ninguna voluntad creadora. Por eso la vida siempre es milagrosa e inexplicable. Cada ser vivo somos un milagro, es decir, algo muy improbable y maravilloso. No había ninguna necesidad de que la vida evolucionara como lo ha hecho. Han sido las fuerzas del azar las que han forjado la variabilidad genética. El mundo de la vida es el mundo de la contingencia y sólo a base de acumular trucos, chapuzas y azares conseguimos mantenernos provisionalmente vivos como organismos. El más humilde de los organismos es mucho más elevado que el polvo inorgánico bajo nuestros pies o el esplendor apagado de los astros muertos.
La guerra de los fundamentalismos contra la teoría de la evolución sigue viva. Pero les vamos ganando esta batalla como les hemos ido ganando todas las anteriores contra el oscurantismo y las falsas bases de nuestra dignidad. No es cierto que sin Creador estemos perdidos en un Cosmos inabarcable. Desde luego no podemos prescindir del misterio ni de lo insondable y por eso la espiritualidad y la religión son intrínsecamente humanas. Pero no nos orientamos en la vida sólo por nuestra libertad e intenciones sino también por la maravillosa brújula de nuestros genes. Ellos son los que nos permiten entendernos y sentir empatía por encima de las barreras culturales y lingüísticas porque ellos son los que determinan nuestro nivel más profundo y fundamental: los humanos tenemos las mismas necesidades, impulsos e intereses.
Somos una asombrosa mezcla de naturaleza y cultura. Nuestra capacidad lingüística está en nuestros genes, pero la lengua materna que hablamos depende de nuestra crianza. Lo heredado genéticamente se mezcla siempre con lo adquirido culturalmente. Los estímulos ambientales provocan cascadas interactivas de expresiones genéticas, pautas neurales adquiridas y señales del entorno que finalmente desembocan en nuestra conducta observable (Mosterín).
Deberíamos mirar con maravillado respeto a todos los seres vivos pues no sólo constituyen un milagro sino que son además nuestros más remotos parientes. Aunque no tenemos memoria mental sí guardamos memoria genética de cuando hace dos mil millones de años fuimos bacterias o arqueas. De aquella época nuestro genoma conserva múltiples genes que codifican los trucos fundamentales de la vida que aún hoy son imprescindibles para nuestra supervivencia. Bien mirado, somos descendientes de algunas de las primitivas simbiosis de bacterias y arqueas que dieron lugar a los eucarios. Concretamente descendemos de los protistos coanoflagelados. Y entre los eucarios somos animales. Nuestra historia natural es una de las más bellas y tenemos la suerte de vivir para contarla.
Tenemos un ancestro común con todos los simios que vivió probablemente hace unos cuarenta millones de años en el Eoceno. Al iniciarse el Mioceno, hace unos veinticinco millones de años, los hominoides (gibones, orangutanes, gorilas, chimpancés y humanos) nos separamos de los otros simios. Hace quince millones de años los hominoides nos dividimos en hilobátidos y homínidos (que comprenden los actuales orangutanes, gorilas, chimpancés, bonobos y humanos, además de un montón de especies fósiles). Hace unos diez millones de años se separaron de nuestro linaje los orangutanes, más tarde los gorilas y hace sólo unos seis millones de años los chimpancés y bonobos. Compartimos con éstos últimos una larga historia natural y por eso nuestro genoma coincide con el de ellos en más de un 98 por 100. Un biólogo no puede trazar sino con mano trémula la frontera de lo humano.
Pero hace seis millones de años nuestros destinos se separaron. Fue al final del Mioceno. El frío invadió África, generó aridez, hizo retroceder las selvas y aumentar los claros, estepas y sabanas. Los bosques se separaron y los homínidos cuadrúpedos tenían dificultad para ir de un bosque a otro. Algunos fueron incapaces de adaptarse y desaparecieron. Pero un grupo de homínidos respondió al reto, se puso de pié, comenzó a caminar… y la evolución favoreció esta estrategia. Fue en el paso del Mioceno al Plioceno. El Australopithecus es el primer género bien conocido de primate bípedos. Vivió hace unos cuatro millones de años y nos legó a Lucy cuyo cerebro, de unos 400 cm3, era muy parecido al del chimpancé. En aquel tiempo no usábamos herramientas y probablemente éramos herbívoros y carroñeros.
Todos venimos de la madre África donde hace unos dos millones y medio de años surgió el género homo del cual evolucionaron diversas especies. La nuestra, el homo sapiens, se desarrolló en África Oriental hace sólo unos 200.000 años. Y hace unos 120.000 los homo sapiens salimos de África y nos desparramamos por todo el Viejo Mundo, compitiendo y sustituyendo a las otras especies homo con las que convivimos durante milenios. Es probable que nuestra historia cultural comience con el Paleolítico Superior, hace unos 40.000 años, cuando el cerebro alcanzó su tamaño actual y comenzamos a usar herramientas, invocar a las fuerzas sobrenaturales y expresarnos artísticamente. Pero nuestra historia natural es mucho más antigua y aunque no determina sí condiciona nuestros comportamientos culturales.
Entre otras cosas derriba el mito racista de la desigualdad humana. Los humanos compartimos el 999 por 1000 del genoma. Este 1 por mil nos hace a cada uno de nosotros naturalmente únicos. Y el genoma más el ambioma determinan nuestra individualidad. Tenemos margen para construir nuestra biografía. Pero nuestra libertad está orientada y condicionada por nuestra naturaleza.
El estudio del genoma aún tomará todo el siglo XXI pero sus avances están machacando el antropocentrismo y su pretensión de que somos esencialmente diferentes de los animales. El proyecto del genoma humano no sólo está contribuyendo a la ciencia sino también a nuestra autoconciencia. Nos va a ayudar a redefinir, sin temor, lo que naturalmente somos. Nos dirá de nuestro cuerpo y nuestra mente más que toda la ciencia y la filosofía hasta hoy producidas. Y sobre estas nuevas bases seguro que aparecerán nuevos insondables desde los que desarrollar narrativas y poéticas, formas religiosas y de sensibilidad, no menos bellas y mejor fundadas. La dignidad humana comenzó con la conciencia y la libertad y sigue expresándose en el mandato del Dios Apolo en el templo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
Nuestra humanidad se pierde cuando negando nuestra naturaleza la buscamos sólo en nuestras culturas. El mundo aparece entonces como una federación de civilizaciones en guerras o alianzas inestables que pretende disolver nuestra individualidad en el seno de cada una de ellas presentada como fuente exclusiva y excluyente de “identidad”. Esto es una gran falsedad que sólo puede polucionarse desde el desconocimiento de nuestra historia natural, tan humana como nuestra historia cultural que ha sido la única considerada como tal hasta hace muy poco. El dato de que los humanos poseemos en común el 999 por 1000 del genoma echa por tierra muchos de los trascendentalismos culturalistas que hoy tratan de reducir la humanidad a cada cultura particular y propenden a enfrentarnos fratricidamente. La fuente de la igual dignidad humana está en nuestra común naturaleza más que en nuestras diferentes culturas. Tan nocivos como el imperialismo cultural pueden resultar los nuevos fundamentalismos identitarios que desconocen la humanidad que compartimos y que podemos y debemos vivir fraternalmente reconociendo y superando barreras culturales. Las naciones son de ayer. La Humanidad las transciende. Y el ser humano sigue siendo la medida de todas las cosas.
Se puede ser profundamente religioso y superar de una vez el mito de que somos las únicas criaturas divinas, hechas a imagen y semejanza del Creador, bendecidas con un alma insuflada que nos hace distintos de todos los demás vivientes. Los humanos somos simplemente la subespecie de un linaje en el gran desfile de la vida (Robin Dunbar) y la pregunta pertinente es ¿qué nos hace naturalmente diferentes de nuestros parientes más próximos simios y primates? En la respuesta encontramos claves de nuestra verdadera identidad, de lo que nos hermana como únicos en el Universo por encima de particularismos y fragmentarias y coyunturales identidades culturales. Desconocerlo es ir al suicidio en un Mundo obligado a entenderse a escala planetaria.
Somos bípedos andadores desde hace unos dos millones de años en que ya decididamente salimos de los reducidos bosques, comenzamos a expandirnos por las planicies e iniciamos una evolución muy discontinua que nos llevó a la estructura anatómica actual, al aumento de la masa cerebral, al desarrollo instrumental y técnico y a las primeras manifestaciones culturales y religiosas. La postura bípeda vino primero y determinó nuestra pelvis singular de forma ahuecada hecha para servir de plataforma estable a fin de equilibrar el peso del tronco con una concavidad que sirve para evitar que se desparramen las vísceras. La forma cóncava permite una mayor separación de las uniones de las caderas de manera que no se entorpece el movimiento de los muslos al caminar. Esta singular estructura nos permite recorrer grandes distancias en posición erguida sin ejercer demasiada presión sobre las piernas y los músculos del estómago que sostienen el peso del cuerpo. Somos grandes andadores y corredores de resistencia. Sólo los ungulados y carnívoros pueden recorrer tantos kilómetros como nosotros. Los dolores de espalda, hernias discales, luxaciones de rodilla y esguinces de tobillo también vienen de ahí. Pero lo que explica nuestra singular humanidad es la combinación de la postura bípeda con el desarrollo del tamaño de nuestro complejo cerebro.
Parirán con dolor, dice la Biblia. Sí, porque a diferencia de los primates que dan a luz de manera fácil y rápida, para los humanos el parto exige un verdadero esfuerzo. Las cabezas de nuestros bebés son considerablemente grandes y deben salir por un canal vaginal extremadamente pequeño para un primate de nuestro tamaño. Esto es así porque cuando nuestra pelvis se curvó para actuar de base para el torso y la cabeza, los huesos que rodean el canal de parto por fuerza tuvieron que juntarse. Mientras nuestras cabezas no fueron mayores que las de los cachorros de los chimpancés esto no supuso mayor problema durante casi dos millones de años. Pero cuando desde hace unos 500.000 años nuestro cerebro comenzó a incrementar su tamaño con gran rapidez surgieron dilemas evolutivos importantes: el parto sin dolor hubiera requerido ensanchar la cadera, pero esto hubiera limitado extraordinariamente la movilidad de la mujer, que ya no habría podido caminar ni correr y habría tenido que reducir su movimiento a un bamboleo que la habría hecho presa fácil de los depredadores. No hay que olvidar que hasta tiempos relativamente recientes un alto porcentaje de mujeres morían en el parto.
Criaturas desvalidas y descerebradas. Sí, porque la solución que los humanos dimos al dilema fue otra: redujimos la duración del embarazo y a diferencia de los primates parimos criaturas desvalidas y descerebradas que requieren una crianza y protección especialmente atentas y duraderas. Gran parte de nuestras comunes características culturales proceden de este dato de nuestra historia natural. En todos los primates y en general los mamíferos el nacimiento se produce cuando el cerebro del bebé alcanza más o menos el tamaño que tendrá su cerebro adulto. Si los humanos siguiéramos esa regla el embarazo duraría aproximadamente veintiún meses. Nuestros ancestros optaron por acortar el embarazo y dar a luz en cuanto la criatura pudiera sobrevivir fuera del útero materno terminando el crecimiento del cerebro después del nacimiento. Aún así nacemos con dolor y esfuerzo y quizás ello nos prepare especialmente para la vida. Los bebés humanos, fruto de un parto esforzado y con dolor, nacemos especialmente desvalidos. No alcanzamos el mismo desarrollo de cuerpo y de cerebro que tiene un bebé simio al nacer sino cuando llevamos un año de vida extrauterina. Y hasta que cumplimos entre cuatro años y cuatro años y medio no disponemos de la llamada teoría de la mente, es decir, de la capacidad para separar nuestro conocimiento del mundo del que pueden tener los demás. Diversas tradiciones han situado el uso de razón en torno a los siete años, la edad en que Mowgli ya puede con pena sobrevivir en la jungla. No hay que olvidar que hasta hace poco un alto porcentaje de los nacidos moríamos durante la crianza.
Estas circunstancias han determinado que la continuidad de nuestra especie requiera de un cuidado parental especialmente solícito y prolongado. De entre los que sobrevivimos quizás no haya diferencia mayor que la que divide a los que dispusieron de este cuidado y los que no. Nuestra salud psíquica y física y nuestra sociabilidad dependen en gran parte de ello. Por eso decimos hoy que no hay riesgo mayor para una sociedad que la pobreza y el desvalimiento infantil. El cerebro humano es la sede de nuestras ideas y emociones, de nuestros temores y esperanzas, del gozo y el sufrimiento, del lenguaje y la personalidad. Es el órgano en el que se manifiesta la naturaleza humana en todo su esplendor y del que depende nuestra conducta, nuestra cultura y nuestra vida social, cuanto hacemos, pensamos y sentimos. Pero pagamos un alto precio por esta maravilla: parir y nacer con dolor, un largo periodo de lactancia y muchos años de nutrición y socialización para convertir ese montoncito informe en un ser humano.