En Nicaragua y en El Salvador la gente llamaba a los guerrilleros los muchachos, y en Cuba los barbudos entraron a La Habana cuando estaban en la treintena. Los rebeldes uruguayos y argentinos mostraron con habilidad extraordinaria que era posible una guerra urbana a gran escala y el M-19 de Colombia convirtió una derrota militar en una victoria política siendo la primera guerrilla que se atrevió a negociar.
Estas son las seis insurgencias más importantes, desarrolladas, imaginativas y audaces del continente; rebeliones de jóvenes que lo dieron todo y en ese camino murieron y perdieron, o vencieron y transformaron, pero todas evitaron envejecer como guerrilleros. Las insurgencias no surgieron por romanticismo ideológico, sino por la existencia de dictaduras militares y prácticas autoritarias en todo el continente, con excepción de Costa Rica. Podemos separarlas en dos grupos: las que consideraban la lucha armada como un instrumento para lograr fines y las que hicieron de la lucha armada un fin en sí mismo.
Las guerrillas del primer grupo fueron agentes de cambio y las del segundo no se dieron cuenta cuándo el mundo cambió. En este segundo grupo estuvieron las insurgencias que envejecieron luchando en Perú, Guatemala y Colombia, tanto que la colombiana sobrevivió al fin de siglo.
En los años sesenta, setenta y ochenta, las drogas gozaban de tolerancia en la oferta y la demanda. Ahora ya no se tolera la oferta, pero por aquellos años éstas no eran consideradas un problema estratégico de seguridad. En los ochenta, la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos traficó con cocaína para financiar a la contra nicaragüense y militares cubanos permitieron a los narcotraficantes pasar por la isla a cambio de divisas. Se consideraba que «ese veneno era un problema de los gringos». En esa misma época, los carteles mexicanos se fortalecieron y Pablo Escobar exhibía en su hacienda la avioneta con la cual llevó el primer embarque de cocaína a Estados Unidos.
Las Farc nacieron en 1964 movidas por un programa agrario para enfrentar a un Estado débil en el control de extensas zonas rurales. Al nacer con territorio se desarrollaron más como una autodefensa campesina, que como una insurgencia con visión de poder. Por décadas fueron una guerrilla militar y políticamente perezosa, sin duda la insurgencia más conservadora del continente que envejeció en la Colombia rural profunda.
Para enfrentarse a las Farc, la extrema derecha colombiana inventó el paramilitarismo, obviamente con complicidades estatales. Esta lucha se volvió larga y despiadada de lado y lado, una verdadera competencia de masacres que en el ámbito urbano dejó miles de sindicalistas, periodistas y activistas muertos por ambos bandos. Pero en 40 años, Colombia y Latinoamérica cambiaron, las dictaduras y el autoritarismo desaparecieron y las izquierdas, incluso en Colombia, pasaron de la clandestinidad, el exilio, las cárceles y las montañas, a gobiernos y parlamentos.
Sin ser perfecta, esta transición permite ahora que las izquierdas tengan más poder político que las derechas. La violencia criminal desplazó a la violencia política, el consumo de drogas dejó de ser un problema de los «gringos» y se expandió en Latinoamérica multiplicando pandillas, crimen organizado, corrupción y todo tipo de delitos. La seguridad se convirtió así en una demanda urgente de los más pobres. La envejecida insurgencia colombiana se encontró entonces habitando en los mismos territorios donde estaba la mayor producción de coca del mundo y con la justificación de que en ese negocio hasta la CIA se había metido, pasó a financiarse con la droga y a montarse en la nueva ola de violencia como un ejército al servicio del narcotráfico. Llamar a las Farc narcoguerrilla no es un ataque político, sino una derivación estructural del propio conflicto colombiano que contaminó también a los paramilitares y a una parte de la clase política colombiana.
El extremismo ideológico hace perder escrúpulos porque la intolerancia al enemigo siempre termina justificando los excesos y, por otro lado, la crueldad de ese enemigo se utiliza para disculpar la crueldad propia. De esa forma, «ser los buenos» como principio esencial de cualquier insurgencia que necesita «pueblo», termina desapareciendo.
Contrario a la guerrilla de Fidel Castro, que no realizó jamás un secuestro, las Farc son los mayores extorsionadores y secuestradores del mundo y sus operaciones militares han sido tan indiscriminadas que han destruido pueblos y masacrado a sus habitantes. En uno solo de esos hechos, en Bojayá, las Farc mataron a 119 personas, incluidos 40 niños, cuando lanzaron explosivos contra una iglesia.
El calificativo de terroristas no es un invento americano, es algo que las guerrillas colombianas se han ganado por matar a miles de civiles inocentes. Las Farc son tan odiadas como los paramilitares y prueba de esto fueron los millones que protestaron contra éstas en febrero y marzo de este año. Jamás en Latinoamérica pudo gobierno alguno movilizar a tanta gente contra una insurgencia, lo normal era que los insurgentes llenaran las calles contra los gobiernos.
Las Farc son una amenaza transnacional, tienen el poder financiero del narcotráfico para corromper, intimidar y destruir instituciones en cualquier parte como cualquier cartel, pero su pasado político insurgente confunde. Perú, Brasil y Panamá los persiguen de forma coordinada con Colombia; sin embargo, Venezuela y Ecuador la consideran una insurgencia legítima y esta diferencia provocó la reciente crisis regional.
No son los gobiernos el problema, sino las Farc. La confusión sobre la naturaleza de éstas alcanza a sectores de la izquierda europea y latinoamericana, particularmente en México. Estas izquierdas siguen idealizando al guerrillero y justificando una violencia que ya no es política sino criminal. Sustentan su posición en el imaginario de un pasado autoritario inexistente, necesitan mentir, justificar excesos y reinventar a su enemigo para tener sentido. Su apoyo a las Farc fortalece en definitiva a la derecha colombiana y constituye un peligro para sus propios países.
La violencia delictiva en las calles de Madrid o México está conectada con todo esto. La violencia criminal es ahora hegemónica y, en esas condiciones, la violencia política organizada, cualquiera que sean sus intenciones, termina cooptada por la primera. El resultado final es el mismo: plata o plomo para políticos de izquierdas y de derechas. Sin autoritarismo, las izquierdas latinoamericanas tienen ahora un reto más intelectual que emocional, deben resolver problemas en vez de multiplicarlos.