Cuando Don Marcelino Sanz de Sautola en 1879, ya muy en el interior de la cueva de Altamira, levantó la vista lentamente, buscando en la oscuridad ayudado por una débil lámpara de aceite sobre su cabeza, tuvo que soltar un grito ahogado de sobrecogimiento y sorpresa: el bajo techo cavernario estaba repleto de pinturas de bisontes, ciervos y caballos que giraban amontonados unos sobre otros, movían y luchaban por el espacio o yacían rumiando… Son imágines de verdadero arte rupestre producidas hace entre veinticinco mil y doce mil años, que hoy podemos encontrar en más de ciento cincuenta cuevas y cuya contemplación casi inevitablemente hace llorar de emoción.
Quienes dibujaron aquellas figuras no eran nada distintos de nosotros: estaban comprometidos con la vida con una intensidad que sobrecoge; lo que a ellos les parecían bello, inspirador, expresivo de lo indecible, a nosotros nos lo sigue pareciendo. En esas pinturas está el momento que capta lo permanente y universal de nuestra especie, lo que ha producido en definitiva al ser humano: el florecimiento de la cultura que nos hace distintos de cualquier otra especie viva que haya existido sobre la Tierra. Una cultura que es fruto de nuestra mente única en la Creación, de nuestra capacidad de reflexionar sobre nosotros mismos y sobre nuestras relaciones con el mundo, de imaginar y de crear en el arte, el lenguaje y las instituciones otros mundos posibles.
Siempre hemos sentido el impulso de expresar el mundo que nos envuelve, mágico y peligroso a la vez, ya sea el mundo percibido físicamente ya se trate de los mundos visionados a través de la experiencia religiosa o artística. Buscamos incesantemente significados porque la conciencia humana se rebela siempre ante lo que carece de sentido. Por eso incesantemente construimos, destruimos y reconstruimos símbolos, inventamos historias y practicamos ritos para tratar de entender y para vivir con una soportable (in)certidumbre. El arte, la cultura, la religión y posteriormente la ciencia son nuestras creaciones y los compañeros inseparables de nuestro viaje biológico. La vida siempre ha sido, es y será un misterio. Pero los humanos no nos conformamos con eso. Queremos poner el misterio y sus fuerzas a nuestro favor, asumir el riesgo de desentrañarlo, fundirnos en él, aunque sea por unos segundos… Este impulso permanente toma las formas culturales más diversas, desde la comunión católica a la Pacha Mamá, desde la experiencia chamánica hasta el relato objetivado en los grandes libros sagrados, desde los fundamentalismos a la espiritualidad tipo “nueva era”.
Los techos son lugares idóneos para que el artista exprese su particular visión de los misterios de la vida e invoque la protección de las fuerzas que no entiende ni controla. Altamira ha sido llamada la Capilla Sixtina del Arte Cuaternario precisamente por su coincidencia de fondo con la gran obra de Miguel Ángel Buonarotti, que vivió y realizó en un medio cultural muy diferente el mismo impulso humano que nuestros hermanos de Altamira.
Cuando Miguel Ángel inició su obra ya hacía siglos que en Occidente la Iglesia Católica había encapsulado el misterio de la creación y de la vida en los relatos bíblicos y en las guías eclesiales. El chamanismo había sido reducido a brujería y perseguido con crueldad. Estábamos en el ocaso de un Renacimiento que en su primer momento, al amparo de las repúblicas mercantiles y del humanismo cívico, hizo florecer un arte que rompía con las pinturas y relieves medievales orientados a la vida religiosa y el temor de Dios. Hasta cuando los pintores y escultores renacentistas creaban figuras religiosas les hacían perder piedad y meditación. Frente a la ortodoxia agustiniana y gregoriana que ordenaba renunciar a los placeres y concentrarse en la oración y la caridad emergió una búsqueda de actividad y de éxito que cambió el sentido del tiempo. El hombre –al menos algunos hombres- podían ser por fin los forjadores de su propio destino. El arte, hasta en lo divino, tenía que ensalzar lo humano.
Los 900 m2 de la Capilla Sixtina constituyen un hito de la historia humana a la que la profunda religiosidad de Miguel Ángel le hizo fácil encapsular en la ortodoxia del relato bíblico: luz y oscuridad, astros y plantas, tierra y mar, Adán, Eva y Pecado, Noé y el Diluvio, el sacrificio y el perdón, Dios, Cristo, el juicio final, María, San Pedro, gente común en pánico, cielos, infiernos… Todo en un remolino caótico que acentúa la angustia y la fatalidad de las escenas, figuras en torbellino, retorcidas y desequilibradas en posturas inestables y forzadas, contrastes intensos de luz y sombra y, por doquier, la expresión de una fuerza magnética perceptible más allá de las particulares creencias del espectador absorto.
Miquel Barceló es un mallorquín ya universal cuya obra nos transmite las mismas sensaciones. Él mismo se considera heredero de los autores de las cuevas de Altamira y otras a las que considera como las más importantes pinturas de la historia. Ahora es su turno para definir la caverna posmoderna: ha recibido el encargo de pintar los 1500 m2 de la sala Siglo XX del Palacio de las Naciones Unidas de Ginebra que en adelante pasará a llamarse de los Derechos Humanos y de la Alianza de Civilizaciones. Es el mismo impulso humano producido en una era global de la que Barceló se siente plenamente parte: vive habitualmente entre Mali, Paris y Mallorca donde habita una especia de granja de Noé cargada de animales. Imagina que alzará en Ginebra un mar encrespado hasta el techo y que, según sea la perspectiva del observador, podrá creer que la pintura crece y cambia, que la cubierta avanza y gira, con muchos ángulos y planos. Del gran cuadro penderán cientos de estalactitas abigarradas con raíces multicolores…
Él mismo ha ido expresando su vivencia artística: Vivo en crisis permanente… El arte angustia mucho (“animales muertos cuelgan por los muros del caos”) pero hay momentos de gran lucidez. Primero es la obra, con esfuerzo y tenacidad, después viene el sentido… Entender y definir no forman parte del arte, que se refiere siempre a cosas indecibles y va más allá de lo que uno puede controlar. El artista es como un médium que ni siquiera es consciente de sus hallazgos… El viaje artístico no te puede descubrir sino lo que ya llevas dentro… Para dar sentido al caos tienes que hacerte pintura tu mismo y trabajar con tu propia vida… No hay proyecto. El guión se va inventando; pero si uno no está ahí, pintando, no ocurre nada… Pintar siempre me resulta difícil. Si las cosas salen fácilmente no funcionan. Creo en el esfuerzo para lograr algo que luego parezca que se hizo solo.