En materia democrática y social los avances tampoco son desdeñables. La transición pacífica desde una dictadura cruel, pero exitosa en términos de crecimiento y con fuerte apoyo social, a un sistema democrático tuvo que basarse en el manejo y la reelaboración progresiva de un pacto de gobernabilidad entre élites políticas, económicas y militares, pero que dejó fuera a amplios grupos sociales, territorios y regiones, todo lo cual ha afectado el carácter y la profundidad de la democracia chilena. En materia social, 17 años de Gobiernos de la Concertación han conseguido reducir el índice de pobreza de un 38 a un 17 por ciento, lo que se debe no sólo al gran crecimiento registrado sino también al aumento del gasto social en más de un 130%. Los indicadores de desempleo, educativos y de salud han evolucionado asimismo muy positivamente.
Pero si todo va tan bien ¿por qué se está extendiendo en amplios sectores sociales, políticos e intelectuales la convicción de que es necesario rectificar el rumbo, dar un golpe de timón y replantear este modelo que aunque asegura el crecimiento no es capaz de proveer equidad?, ¿por qué –como declara la Agenda chilena para el bicentenario-, aunque la democracia ha echado raíces existe un creciente malestar ciudadano con las instituciones? La Presidenta se ha hecho cargo de estas inquietudes al declarar recién ante las Naciones Unidas que las democracias latinoamericanas no han sido eficientes socialmente. En materia de justicia social Chile continúa plenamente dentro de América Latina y hasta en lugares destacados.
Chile es un país de una desigualdad (de ingresos, riqueza, étnica y territorial) que estremece. Y va a peor: aunque figura en el puesto 37 del índice de desarrollo humano de 2005, según datos del Banco Mundial para 2005, es el cuarto país más desigual de América Latina (sólo superado por Brasil, Paraguay y Colombia) y el duodécimo del mundo (más desigual que algunos países pobres africanos como Zambia, Nigeria y Malawi). El coeficiente de Gini ha empeorado respecto al de hace 10 años. En 2000 el 10% más pobre recibía el 1’4% del PIB, porcentaje que pasó al 1’2% en 2005, mientras que el 10% más rico percibía en 2000 el 46% y en 2005 el 47%. Estas desigualdades tienen mayor incidencia en la renta de las mujeres, los jóvenes, las personas de edad avanzada, las poblaciones indígenas y los habitantes de determinadas regiones del país.
La violencia registrada en los suburbios de Santiago el 11 de septiembre de 2007, los episodios vividos en La Legua, El Volcán, San Gregorio, entre otros, son un anuncio de lo que puede estarse viniendo. Según la última encuesta Casen, cerca de un millón de personas gana menos de 300 dólares al mes en circunstancias en que el microtráfico dispara los ingresos potenciales familiares por encima de los 1.000. La sombra de las inseguridades que viven Río, Sao Paulo, Caracas o Buenos Aires se extiende amenazadora por los suburbios de Santiago. Y la tentación más necia consiste en combatir sólo los síntomas. La cuestión de fondo sigue siendo ¿por qué un modelo de crecimiento económico tan exitoso presenta resultados sociales tan pobres? ¿Por qué Chile es para las empresas y los indicadores institucionales del Banco Mundial un país del primer mundo y un país latinoamericano más para tanta de su gente?
La respuesta está en la institucionalidad económica y política chilena y en el tipo de equilibrios de poder (económicos, políticos, de género, étnicos y culturales) que expresa. Los indicadores institucionales del Banco Mundial no dicen nada de la equidad, la dignidad de las personas, la cohesión y la calidad, en definitiva, de una sociedad. El crecimiento en Chile no generará equidad y cohesión sin profundas reformas de la institucionalidad política y económica vigente.
Chile es un país de élites cerradas, familiares, nada abiertas a la renovación, bastante envejecidas, ensoberbecidas por el “modelo” elevado a dogma, enclaustradas en Santiago, desde donde dirigen uno de los países más centralizados del mundo. Se trataría de abrir, al menos, las élites políticas. Un estudio muy reciente de Flacso señala que aunque los chilenos han fortalecido su compromiso democrático, experimentan la tendencia de la ciudadanía, observable en tantos países, hacia la desidentificación derecha-izquierda, la desconfianza en las instituciones –especialmente en los partidos políticos- y la menor propensión al voto. Estas tendencias se agravan en el caso chileno porque “la combinación de partidos cerrados, un sistema electoral binominal, un registro electoral voluntario, y la ausencia de financimiento permanente para los partidos, genera una estructura auto-contenida que parece aumentar la brecha entre la ciudadanía y los partidos”. El Ministro de la Presidencia expresaba recién que el mundo de la política es un mundo cerrado que puede volverse autoreferenciado y artificial, por lo que es necesario pasar de una democracia de élites a otra más deliberativa, y que esto es lo que expresaba el concepto de “gobierno ciudadano” de la Presidenta, aún pendiente de realización.
Hay muchas iniciativas en debate. La reforma de los partidos y de las instituciones de la representación se debe completar con la apertura de la burocracia a la transparencia y la participación ciudadana. La reforma fiscal es inaplazable. Chile cuenta hoy con un porcentaje del gasto público sobre el PIB (18%) que es siete puntos menor del que registraba España cuando murió Franco. El debate levantado por la propuesta de salario ético vinculado a la dignidad humana plantea la necesidad de dar mayor reconocimiento y protagonismo a las organizaciones laborales y sociales. La institucionalización del diálogo social, la iniciativa de creación del Consejo Económico y Social…
Pero la institucionalidad que anuda todos los factores bloqueadores del “salto al desarrollo” de Chile se llama CENTRALIZACIÓN. Chile fue la creación de unas élites santiagueñas que “por la razón o la fuerza” llevaron la ley a todo un territorio ampliado rapazmente. El Estado es Santiago que gobierna un territorio y una población. Apoplejía en el centro, parálisis en las extremidades. Negación de los originarios (Chile todavía no ha suscrito el Convenio 169 de la OIT) y de su derecho a la autonomía. Municipios que aún han de registrar el paso de la administración de servicios al verdadero gobierno local. Regiones sujetas a la dirección jerárquica de los grandes servicios nacionales. Y todo envuelto en un nacionalismo que sitúa a Chile competitivamente en el mundo pero lo integra problemáticamente con sus vecinos. Como escribe Jocelyn-Holt, más que seguir la moda de las historias compartidas, deberíamos hacer historias nacionales que reproduzcan la visión de los países vecinos y nos sitúen en un mundo y en una América Latina tan nuestra como de otros. “Sólo entonces conseguiremos ser cosmopolitas, pluralistas y dialogantes”.
La primera obligación de todo partido político democrático es ganar las próximas elecciones ¿Cómo, si no, podría servir a las próximas generaciones? Pero ¿podrán ganar las próximas elecciones los partidos de la Concertación? La oposición de la Alianza hará todo lo posible para que no suceda. Tienen chances, aunque su estrategia se encuentra dividida.
Andrés Allamand, quizás la personalidad más brillante de la oposición, ha publicado un libro, “El Desalojo”, en el que mantiene la tesis propia de una oposición clásica: la Concertación está agotada, ya no sirve a los intereses de Chile, pero se aferra apasionadamente al poder, su proyecto se desvanece frente al proyecto que el propio Allamand plantea para la Alianza y que espera que cuente con votos suficientes para desalojar a la Concertación. Para ello propone desarrollar una acción opositora radical que permita contrastar la diferencia de proyectos y acabe ganando el favor de los electores.
La estrategia de Sebastián Piñera, sin duda menos brillante pero no menos confiable para las bases aliancistas, parece ser bien diferente y más zorruna: la Alianza no ganará por votos a la Concertación si una buena parte de los votos de ésta no acaban yendo a la abstención. Para ello la táctica consiste en combinar acción opositora con acuerdos políticos de interés nacional. En otras palabras, hay que dar a la Concertación el abrazo del oso aliancista para desconcertar así al electorado concertacionista propalando la impresión de que en el fondo los dos bloques políticos son iguales.
La Concertación está momentáneamente desconcertada y no tiene demasiado tiempo para reconcertarse. Como dijo recientemente la Presidente Bachelet, nos hemos ganado por nuestros éxitos los desafíos que tenemos por delante. Diecisiete años de gobierno de la Concertación han transformado Chile en una sociedad diferente: las chilenas y chilenos hoy son más libres, más seguros, más confiados en su futuro, más dignos, más educados, con mejor salud, más respetuosos de la diversidad, menos tolerantes de las desigualdades, del racismo, de las exclusiones, de la corrupción o de las ilegalidades. Chile es hoy sin duda una sociedad mucho mejor, que plantea nuevos desafíos para el buen gobierno. Los problemas no son los que eran. El proyecto de futuro que planteen los que aspiran a ser gobierno tampoco puede ser más de lo mismo con mayor eficiencia.
La Concertación bien pudiera exclamar aquella gran verdad: “hemos descubierto al enemigo, somos nosotros”. Lo que inquieta a sus principales dirigentes no es tanto la Alianza sino si ellos mismos serán capaces de “reconcertarse” superando la desordenada pasión por el poder que jamás envejece. La Caja de Pandora la abrió la Presidenta Bachelet al presentarse como candidata de la ciudadanía y no sólo de los partidos que la apoyaban. Esta Presidenta es una mujeraza que está haciendo por Chile lo que en este momento corresponde hacer: permitir que emerjan las nuevas demandas y actores sociales, establecer los espacios institucionales para el reconocimiento y la negociación de los conflictos y, con todo, ir produciendo la nueva institucionalidad que el “salto al desarrollo” del país requiere. Más allá de los empantanamientos del Trans Santiago, de los nuevos conflictos y actores o de las amenazas a la seguridad ciudadana, Chile vive un momento espléndido de democratización y de oportunidades de desarrollo.
En una buena democracia las demandas sociales deben poder emerger y expresarse y el sistema político debe prever mecanismos diversos de reconocimiento mutuo, gestión de conflictos y negociación de nuevas reglas productivas y distributivas. Para ello hacen falta por lo menos tres elementos: partidos políticos abiertos, institucionalizados, capaces de elaborar proyectos que agreguen nuevas demandas y actores; una sociedad civil fortalecida mediante redes densas de organizaciones capaces de participar eficaz y responsablemente en las decisiones públicas, y unos aparatos públicos descentralizados capaces de atraer el poder para que se ejerza por la gente, con la gente y para la gente de cada territorio. Chile está lejos de todo esto, pero al menos el problema de la reforma política necesaria está bien diagnosticado y planteado.
La principal tentación que puede acabar sepultando a la Concertación en el purgatorio de la abstención es seguir haciendo más de lo mismo pero más eficientemente, es decir, no cambiar el modelo ni los equilibrios de poder que le subyacen. La senectud actual o inminente de algunos candidatos presidenciales da que pensar y que temer. En Chile no sólo ha cambiado la economía y la sociedad, también ha cambiado la cultura y la política. No ha disminuido el interés por lo público aunque haya aumentado la desconfianza hacia los partidos políticos. Con el enfriamiento del cadáver de Pinochet la gente se siente más segura en la democracia; con los avances de ésta, los costos de organización y participación social disminuyen para los más marginados o excluidos social y territorialmente. Con el crecimiento económico no sólo avanza un consumismo idiotizante sino que se liberan energías que empujan la subjetivación en todos los niveles.
En Chile emergen los nuevos problemas típicos de una sociedad que quiere instalarse definitivamente en el desarrollo en un tiempo global e informacional. Como ha señalado Manuel Castells, “el paso de un modelo liberal, incluso democrático, a un modelo informacional basado en la solidaridad mediante un Estado del bienestar productivo, requiere una movilización de sociedad chilena, una movilización como colectivo, en la que el Estado sólo puede guiar el proceso si cuenta con una sociedad civil activa y con un proyecto de la nación como comunidad en un sistema global”.
Es cierto que sin continuidad del crecimiento todo entraría en serio riesgo. Pero el mundo que Chile tiene hoy por delante no es el de los años 90 y la continuidad de su competitividad y crecimiento requiere de nuevas políticas y estrategias nacionales, regionales y locales capaces de aumentar la productividad total de los factores, lo que no puede hacerse sin un gran esfuerzo de innovación, emprendizaje y recualificación de la fuerza de trabajo.
La sociedad chilena no es en absoluto rentista. Valora el trabajo y el esfuerzo. Es meritocrática. El consumismo como actitud cultural sólo se halla mayoritariamente instalado en la clase alta y media alta. La gran mayoría de chilenos siguen viendo en la mejora de la educación la vía para su progreso individual y colectivo. Y aquí hay todo un mundo de reformas a emprender pues hoy el sistema educativo es el principal responsable de los grandes clivajes sociales.
Chile, que es un país tan desigual y que da tan bajo en los indicadores de justicia social (véanse los elaborados por Wolfang Merkel, por ejemplo) cada vez se resignará menos a las vergonzosas desigualdades. Muy cerca ya de superar la pobreza, ahora inquieta la vulnerabilidad de tantos chilenos no conectados al sector moderno de la economía. El capital social es alto, pero mucho mayor en las clases media y alta, pudiendo resultar que las clases más pobres y vulnerables no reciban recursos ni del Estado ni de la acción asociativa. Será necesaria, pues, una política fiscal agresiva que sin perjudicar el crecimiento permita una acción redistributiva a favor de los vulnerables no sólo para reducir las desigualdades sino para permitirles el acceso a las capacidades, al sentido de pertenencia y a la responsabilidad cívica.