Autor: Juli Ponce
Profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Barcelona
La crisis económica ha provocado importantes restricciones en los presupuestos de las administraciones públicas. Pero ha de tenerse en cuenta que, más allá de los números, hay realidades sociales y derechos humanos.
Recientemente, una sentencia del Tribunal Constitucional portugués que ha protegido derechos de los empleados públicos ha causado conmoción. En España, el Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha ha obligado al Gobierno autonómico a no cerrar las urgencias, dando la razón al valiente pueblo de Tembleque y protegiendo a más de 120.000 personas. Diversos jueces se han alzado frente a los desahucios hipotecarios y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea les ha dado la razón y ha obligado a modificar la legislación y las abusivas cláusulas contractuales hasta ahora vigentes. Estas noticias pueden conducir a la sensación de una politización de la justicia, que decidiría contra el sentido común (?) económico. Hay otra interpretación que me parece más acertada y menos superficial. Estos casos, y otros por venir, son la visualización de un choque de civilizaciones: el que se produce entre cierta interpretación de la economía y el derecho como protector de los derechos de las personas y de la cohesión social.
Para el pensamiento aún dominante, pero ya con profundas grietas, la economía sería una ciencia rigurosa, semejante a la física, que explicaría lo que es en realidad la sociedad y cómo somos las personas. Una sociedad (inexistente, Margaret Thatcher dixit) que precisa de la menor intervención pública posible (siendo ninguna el óptimo; Milton Friedman, entre otros) y unos seres humanos reducidos a meros maximizadores de los intereses egoístas de ese pensamiento dominante.
Frente a esa visión económica se encuentran, además de numerosos economistas, el derecho y los derechos como producto de la ilustración, momento en el que la fría racionalidad se conjugó con un sentimiento de empatía que dio lugar a la creación de los derechos en el siglo XVIII (Lynn) como resultado de la indignación moral frente al sufrimiento. Esto condujo a la percepción del gobierno de las sociedades como una vía para el bienestar de las personas, no un fin en sí mismo o una religión para el logro de la estabilidad presupuestaria. Por eso la Declaración de Independencia de EEUU de 1776 señaló que era evidente la verdad de que los seres humanos «están dotados (?) de ciertos derechos inalienables; que entre estos está (?) la búsqueda de la felicidad».
El choque de trenes en este siglo XXI está, pues, servido, puesto que esa política económica descrita, que está arrasando sociedades y dignidades con visiones mitológicas de la austeridad, colisionará, esperemos, contra el blindaje que las sociedades civilizadas se han ido dando a sí mismas trabajosamente para posibilitar vidas que merezcan ser vividas: un núcleo indisponible de derechos humanos (salud, educación, alojamiento¿) previstos en tratados internacionales y constituciones que no pueden ser violados en aras de presuntas verdades económicas proclamadas por supuestos tecnócratas.
Los recortes, así limitados, deben ser justificados seriamente, con transparencia, en virtud del derecho al buen gobierno y la buena administración (artículo 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE o artículo 30 del Estatut, entre otros); no pudiendo basarse, desde luego, en simples hojas Excel plagadas de errores, como la elaborada por los prestigiosos Reinhart y Rogoff. Y deben, además, respetar los principios jurídicos de los países civilizados, como la no discriminación o la proporcionalidad.
Siguiendo una de las grandes tradiciones filosóficas de la humanidad, de más de 2.500 años, el budismo, cabe sostener que es verdad que la existencia en nuestras sociedades es, cada vez más, una existencia de sufrimiento físico (listas de espera médicas, niños mal nutridos, personas sin hogar) y psicológico (que lleva al aumento de depresiones y suicidios como los que se producen a propósito de los desahucios).
Es verdad que tal sufrimiento está causado por la ilusión generada por oligarquías y élites académicas carentes de empatía y aferradas a la codicia, que odian cualquier obligación social con sus semejantes. Pero también es verdad que es posible salir de tal sufrimiento y que el camino está en nosotros mismos y en nuestra compasión.
No puede recortarse cualquier cosa de cualquier manera. Es la ley. No vivimos en la selva. Solo con un adecuado equilibrio entre derecho y derechos, economía y política, se harán realidad el buen gobierno y la buena administración, cumpliéndose así lo que la Constitución de Cádiz hace más de dos siglos señalaba en su artículo 13: «El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen».
Publicado en el diario “El Periódico” y reproducido con autorización del autor.