Autor: Joan Prats
Académico y Consultor Internacional.
Académico y Consultor Internacional.
Se incluyen aquí dos artículos de Joan Prats incluídos en el libro “Por una izquierda democrática, escritos pensando en Bolivia”. Son unas reflexiones sobre cómo se plantean las identidades en un mundo cada vez más interconectado.
Globalización e identidadesLas identidades han precedido sin duda a la globalización, pero sólo con ésta se ha producido su eclosión a una escala previamente desconocida. Identidad es el proceso por el cual los actores sociales constituyen el sentido de su acción atendiendo a un atributo o a un conjunto de atributos culturales a los que se da prioridad sobre otras posibles fuentes de sentido de la acción. Hoy, por doquier, las identidades religiosas, nacionales, territoriales, étnicas y de género, resultan principios fundamentales de autodefinición y principios básicos de organización social, seguridad personal y movilización política (Barber).
Vivimos en tiempos de un capitalismo informacional desregulado y competitivo que desborda las capacidades de los Estados (Castells). Éstos se encuentran cada vez con mayores dificultades para ofrecer a la gente proyectos creíbles (en tanto que estén bajo el control de los propios Estados) de convivencia y bienestar. La globalización ha revalorizado también la dimensión local pues sólo en ella se encuentra la respuesta a muchos de los desafíos del empleo, la productividad y la lucha contra la pobreza.
Este proceso de pérdida de crédito del Estado como agente principal del desarrollo se ha dado con especial intensidad en América Latina. A lo largo del siglo XX el principio identitario dominante en todos nuestros países fue la identidad nacional asimilada y confundida con el proyecto de desarrollo protagonizado prioritaria sino exclusivamente por el Estado. En América Latina la nación no preexistía al Estado sino que era éste quien tenía que construir a la nación mediante el éxito a largo plazo de sus proyectos desarrollistas. En Bolivia la revolución de 1952 encarnó a la vez el proyecto de desarrollo y el de nacionalización.
El fracaso del modelo cepalino de desarrollo coincidió históricamente con el inicio de la globalización. Para enfrentar la crisis, los Estados latinoamericanos tuvieron que asumir el rol de modernizadores en un contexto de globalización. Desprestigiado el conocimiento autóctono, de acuerdo con el saber convencional de las instituciones financieras internacionales, se procedió a disminuir al Estado y a traspasar al sector privado –ya bajo hegemonía transnacional- gran parte de las responsabilidades públicas, sin que los Estados dispusieran de las necesarias capacidades institucionales reguladoras y de control. De este modo el Estado nacional-popular se fue convirtiendo en el Estado neo-liberal. Paralelamente, se fueron deshaciendo las alianzas históricas entre los trabajadores organizados, las clases medias profesionales y burocráticas y los grupos económicos internos sobre las que se habían apoyado los propios Estados y sus proyectos nacional-populares de desarrollo.
Mientras duró la credibilidad del proyecto de desarrollo del Estado nacional-popular la identidad nacional fue el principio dominante de cohesión social. Cuando, en respuesta a la crisis estructural de los 80, algunos Estados latinoamericanos se hicieron neoliberales, la identidad nacional duró lo que la credibilidad del proyecto neoliberal de desarrollo. Mientras éste produjo resultados para el conjunto de la población, aunque fuera en un contexto de gran desigualdad y corrupción, los Zedillo, Menem, Salinas, Sánchez de Lozada, Fujimori y hasta Cardoso ganaron elecciones. Pero cuando se deterioraron las condiciones sociales se produjo no sólo una crisis económica sino del sistema político, de la identidad nacional y del propio Estado.
En otros países como Ecuador, Colombia o Venezuela, las resistencias sociales detuvieron las liberalizaciones, pero al precio de caotizar la economía, entrándose así en una espiral que ha conducido a sociedades fragmentadas, polarizadas y bajo conducción de liderazgos populistas y cada vez más dudosamente democráticos. Pero tanto en unos casos como en otros, los Estados han perdido su credibilidad como portadores de un proyecto de desarrollo e identidad nacional. En estas circunstancias la gente ha tendido a encontrar su autodefinición y la esperanza de su bienestar en otras fuentes identitarias, más o menos compatibles con una identidad nacional que en todo caso se ha debilitado. Las identidades regionales y étnicas se han disparado.
Con todo, explicaciones estructurales como la precedente no dan cuenta de toda la complejidad que acompaña la emergencia de las identidades. La revalorización de las identidades se ha hecho también desde la evolución del propio principio democrático. Hoy se entiende, en efecto, que una democracia sólo puede ser muy imperfecta si impone como único o hegemónico un solo molde cultural, ya que esto supone tratar desigualmente a la diversidad de culturas existentes en la comunidad política. Cuando las sociedades son pluriculturales el principio democrático exige reconocer el pluralismo cultural y dar a cada comunidad cultural el derecho y los recursos para su libre desarrollo.
Como consecuencia de las migraciones internas e internacionales, acompañadas del abaratamiento de los costes de transporte y comunicación audio-visual, todas las comunidades políticas se están haciendo más o menos pluriculturales y todas las comunidades culturales inmigradas se están haciendo más o menos transnacionales. El destino de los migrantes ya no es el de asimilarse necesariamente a una identidad nacional exclusiva y excluyente. Las identidades se están haciendo necesariamente complejas y cambiantes. Hasta los Estados-nación históricamente exitosos tienen que aprender a vivir el pluralismo cultural y la complejidad identitaria y a experimentar nuevos instrumentos de cohesión social y de legitimación política.
Por lo demás, esta explosión de identidades tiene las más diversas significaciones. Muchas identidades están emergiendo como respuesta a una globalización que les margina o excluye, son identidades resistencialistas y a veces fundamentalistas. Pero otras identidades se afirman como un proyecto de inserción ventajosa en una globalización en la que ven más oportunidades que amenazas. En Bolivia estamos reviviendo un proyecto de Estado popular que ya no aspira a ser nacional sino plurinacional y que se apoya principalmente en identidades nacionales originarias e indígenas que se autoconsideran mayoritarias y se describen como excluidas de la globalización dominante o incluidas sólo por la puerta trasera de las migraciones o los tráficos ilegales. Desde esta lógica se pretende revalorizar la economía comunitaria erigida en bastión a la vez de resistencia al capitalismo global y de identidad plurinacional. Pero a esta visión se opone la que emerge en regiones bolivianas portadoras de proyectos de desarrollo capitalista, que se autoconsideran capaces de aprovechar las oportunidades de la globalización, ampliar la base productiva y del empleo de calidad, ampliar las clases medias y la base social de la democracia… y para ello necesitan la fuerza de una identidad renovada.
¿En qué medida este juego de identidades puede convivir o puede colisionar? Según Amartya Sen un enfoque “singularista” de la identidad humana según el cual sólo podríamos ser miembros de un grupo es una buena forma de malinterpretar a casi todos los individuos del mundo. Ver el mundo como una federación de religiones o civilizaciones en alianza o en conflicto empobrece o falsea la complejidad y riqueza con que las personas nos vemos a nosotras mismas. Pero, además, es sumamente peligroso porque los odios sectarios promovidos enérgicamente pueden extenderse como reguero de pólvora. Ahí están Kosovo, Bosnia, Ruanda, Timor, Israel, Palestina, Sudán o los negros nubarrones que se extienden sobre nuestra Bolivia. No basta con proclamar el derecho de las diversas identidades. Es necesario ir precisando en qué condiciones puede organizarse su convivencia en una gobernanza democrática nacional y global hacia la que es preciso encaminarse. Las identidades no siempre son liberadoras sino que a veces, estúpida o criminalmente estimuladas, se vuelven asesinas. Volveremos sobre el tema.
Naciones y Humanidad: Identidades locales y flujos globales
Hace pocos días una noticia dio la vuelta al mundo: en Atapuerca, España, unos científicos descubrieron la mandíbula de un homínido de 1’2 millones de años. Un dato sin duda importante para la reconstrucción de nuestra historia humana. Pero lo que me ha llamado la atención es la forma en que se ha comunicado la noticia: “Se ha descubierto en Atapuerca al europeo más antiguo, de 1’2 millones de años”. Resulta que hace 1’2 millones de años ya había europeos. Curioso.
Tenemos una tendencia casi irresistible a reconstruir el pasado con las categorías, ansiedades y anhelos del presente. Los nacional-nacionalistas se llevan la palma en esto. Para ellos es como si la historia humana no haya tenido otro sentido que el de su cristalización en las actuales naciones culturales que vendrían a ser como el cenit y el nadir de nuestra evolución histórica y política, como esencias para la eternidad que se confundirían con la misma naturaleza humana hasta el punto de no reconocer la humanidad fuera del grupo cultural (José Antonio Primo de Ribera, fundador de la Falange española, conceptuó a España como varia y plural pero como “una unidad de destino en lo universal”). Para ellos, como para tantos antropólogos de nuestro tiempo, las naciones culturales serían la fuente de identidad primaria y prioritaria, si no única y excluyente. Las personas individuales no podríamos realizarnos plenamente sino como miembros de un sujeto histórico colectivo, la nación, titular de derechos colectivos (de jerarquía igual, como mínimo, a los derechos personales) y en primer lugar de los derechos de soberanía, a los que se correspondería un natural derecho a la autodeterminación. Sin embargo, todas estas “mentalidades” o modos de ver y narrar “la” realidad se confrontan hoy a los descubrimientos científicos, por un lado, y a las nuevas realidades de la globalización y la sociedad del riesgo global, por otro.
Los nuevos métodos y descubrimientos científicos han roto la división entre historia y prehistoria humana. Hoy sabemos que no fuimos creados tal como somos sino que somos el fruto de una larguísima evolución biológica, que es nuestra historia más verdadera, que se cuenta por millones de años a lo largo de los cuales se han ido construyendo las capacidades físicas, intelectuales y emocionales que nos caracterizan como humanos. Y que seguimos evolucionando. Nuestra más verdadera historia es la evolución y nuestra primera y principal identidad la derivada de la común membrecía a la especie humana. Si no somos capaces de vernos como personas antes que como miembros de cualquiera de los varios grupos a los que pertenecemos y nos confieren identidad(es), no sólo vamos a seguir falseando nuestra historia en función del estatus quo presente sino que podremos hacer muy poco para alumbrar mejores realidades futuras.
Pero los más de los pensadores de los siglos XIX y XX no lo vieron así. Fichte argumentó transcendentalmente que “lo que separa a los alemanes del resto de las naciones está fundado en la naturaleza” (o sea, en Dios) y esta argumentación ha calado hasta los huesos, y no sólo de los alemanes. Sólo unos pocos pensadores dudaron de la idea de que la humanidad consiste en el aislamiento de las naciones culturales, cada una con su derecho a la soberanía y la correspondiente pretensión de control único sobre el propio y singular destino. Pocos pensadores apuntaron a lo contrario: entrelazamientos, interdependencias, causalidades, responsabilidad compartida, solidaridad, comunidades de destino más allá de las fronteras nacionales. Señalemos sólo tres decisivos:
Primero Kant tanto por su ideal de una paz universal perpetua basada en el Derecho como por remarcar la herencia más notoria de la Ilustración: que cada cual y cada época seamos capaces de pensar por nosotros mismos. Segundo Marx que nos hizo ver que la dinámica sin fronteras del capital (hoy acelerada y extendida a extremos insospechables) entretejía los aparentemente aislados destinos de las naciones y los individuos. Tercero Nietzsche que fulminó la antropología que dividía la humanidad en grupos cerrados cohesionados por lazos étnicos, lingüísticos, religiosos y territoriales, presentados como “culturas”, en lo que veía una pretensión de inatacabilidad de la dominación burguesa. (Ulrich Beck).
El golpe más duro a este nacionalismo político y metodológico lo ha propinado, sin embargo, el proceso de globalización y, con él, la sociedad del riesgo global generada por la modernización avanzada, pues el poder de autoliquidación anticipada de todos está produciendo una disolución de la aún para algunos “natural” unión entre territorio, cultura, soberanía, autodeterminación, nación y aislacionismo. El ir de cada país por su cuenta se convierte en una ilusión contraria a la “realpolitik” de nuestro tiempo que no puede ser otra que la cooperación global o cosmopolita. El día que los Estados Unidos, la gran potencia de nuestro tiempo, decidan enterarse, la humanidad habrá dado un gran paso positivo. Pero no sólo se han de enterar los norteamericanos.
En las condiciones del mundo actual, la soberanía del mundo post-westfaliano es una ilusión: no es la soberanía nacional la que hace posible la cooperación sino la cooperación transnacional la que hace posible la subsistencia de ciertos grados de soberanía nacional. Felipe González lo expuso meridianamente: los españoles tenemos que ceder derechos de soberanía a la Unión Europea para poder conservar gracias a ello algunos derechos de soberanía real. Los humanos, para sobrevivir, siempre hemos tenido que anticipar imaginativamente nuestro futuro, con sus amenazas y oportunidades. Pero, hoy, esta anticipación nos lleva necesariamente a escenarios o imaginarios de amenazas, esperanzas, acciones, regulaciones y gobernanzas globales, que, en conjunto, dan fundamento real al imperativo moral de ir construyendo en las prácticas sociales una ciudadanía global o cosmopolita de la que aún estamos lejos y que constituye sólo una posibilidad histórica. La otra es, sin duda, la barbarie o hasta la autodestrucción.
Lo hasta aquí expuesto no reduce las culturas nacionales, regionales o locales a ideologías resistencialistas, reaccionarias o bloqueadores de los procesos de ciudadanía global, pero sí que obliga a su reconceptualización. Manuel Castells ha subrayado que la globalización no está resultando en la desaparición de la concentración territorial de la población y las actividades sino en la mayor oleada de urbanización de la historia de la humanidad. Se calcula que hacia mediados del siglo actual al menos dos tercios de la población mundial será urbana. En las ciudades se concentra y concentrará más el poder, la riqueza, la ciencia, la tecnología, la creatividad, las empresas de mayor productividad y las instituciones generadoras de conocimiento. Esta urbanización generalizada adopta una forma históricamente nueva: la gran región metropolitana, entendida como un espacio complejo en el que se mezclan ciudad y campo, áreas construidas y zonas naturales, industria y agricultura, servicios personales y sedes direccionales.
En estas condiciones, el gran problema de nuestro tiempo es articular y compatibilizar el dinamismo de las redes globales con la construcción de sentido y la representación de los ciudadanos a partir de la identidad local y la democracia municipal y regional. Una identidad exclusivamente cosmopolita subordinaría las identidades locales a los poderosos de los flujos globales, a la clase cosmopolita emergente. Para compatibilizar crecimiento, sostenibilidad, identidad y democracia hoy es necesario avanzar hacia nuevas geografías y hacia sentidos de pertenencia más plurales y complejos. Frente al riesgo de un planeta urbanizado, carente de ciudades, regiones y estados, dominado por los flujos globales y las clases cosmopolitas que les corresponden planteemos la opción de unas ciudadanías locales erigidas en actores político-culturales de un mundo de redes globales. Seamos locales y cosmopolitas al tiempo.
Vivimos en tiempos de un capitalismo informacional desregulado y competitivo que desborda las capacidades de los Estados (Castells). Éstos se encuentran cada vez con mayores dificultades para ofrecer a la gente proyectos creíbles (en tanto que estén bajo el control de los propios Estados) de convivencia y bienestar. La globalización ha revalorizado también la dimensión local pues sólo en ella se encuentra la respuesta a muchos de los desafíos del empleo, la productividad y la lucha contra la pobreza.
Este proceso de pérdida de crédito del Estado como agente principal del desarrollo se ha dado con especial intensidad en América Latina. A lo largo del siglo XX el principio identitario dominante en todos nuestros países fue la identidad nacional asimilada y confundida con el proyecto de desarrollo protagonizado prioritaria sino exclusivamente por el Estado. En América Latina la nación no preexistía al Estado sino que era éste quien tenía que construir a la nación mediante el éxito a largo plazo de sus proyectos desarrollistas. En Bolivia la revolución de 1952 encarnó a la vez el proyecto de desarrollo y el de nacionalización.
El fracaso del modelo cepalino de desarrollo coincidió históricamente con el inicio de la globalización. Para enfrentar la crisis, los Estados latinoamericanos tuvieron que asumir el rol de modernizadores en un contexto de globalización. Desprestigiado el conocimiento autóctono, de acuerdo con el saber convencional de las instituciones financieras internacionales, se procedió a disminuir al Estado y a traspasar al sector privado –ya bajo hegemonía transnacional- gran parte de las responsabilidades públicas, sin que los Estados dispusieran de las necesarias capacidades institucionales reguladoras y de control. De este modo el Estado nacional-popular se fue convirtiendo en el Estado neo-liberal. Paralelamente, se fueron deshaciendo las alianzas históricas entre los trabajadores organizados, las clases medias profesionales y burocráticas y los grupos económicos internos sobre las que se habían apoyado los propios Estados y sus proyectos nacional-populares de desarrollo.
Mientras duró la credibilidad del proyecto de desarrollo del Estado nacional-popular la identidad nacional fue el principio dominante de cohesión social. Cuando, en respuesta a la crisis estructural de los 80, algunos Estados latinoamericanos se hicieron neoliberales, la identidad nacional duró lo que la credibilidad del proyecto neoliberal de desarrollo. Mientras éste produjo resultados para el conjunto de la población, aunque fuera en un contexto de gran desigualdad y corrupción, los Zedillo, Menem, Salinas, Sánchez de Lozada, Fujimori y hasta Cardoso ganaron elecciones. Pero cuando se deterioraron las condiciones sociales se produjo no sólo una crisis económica sino del sistema político, de la identidad nacional y del propio Estado.
En otros países como Ecuador, Colombia o Venezuela, las resistencias sociales detuvieron las liberalizaciones, pero al precio de caotizar la economía, entrándose así en una espiral que ha conducido a sociedades fragmentadas, polarizadas y bajo conducción de liderazgos populistas y cada vez más dudosamente democráticos. Pero tanto en unos casos como en otros, los Estados han perdido su credibilidad como portadores de un proyecto de desarrollo e identidad nacional. En estas circunstancias la gente ha tendido a encontrar su autodefinición y la esperanza de su bienestar en otras fuentes identitarias, más o menos compatibles con una identidad nacional que en todo caso se ha debilitado. Las identidades regionales y étnicas se han disparado.
Con todo, explicaciones estructurales como la precedente no dan cuenta de toda la complejidad que acompaña la emergencia de las identidades. La revalorización de las identidades se ha hecho también desde la evolución del propio principio democrático. Hoy se entiende, en efecto, que una democracia sólo puede ser muy imperfecta si impone como único o hegemónico un solo molde cultural, ya que esto supone tratar desigualmente a la diversidad de culturas existentes en la comunidad política. Cuando las sociedades son pluriculturales el principio democrático exige reconocer el pluralismo cultural y dar a cada comunidad cultural el derecho y los recursos para su libre desarrollo.
Como consecuencia de las migraciones internas e internacionales, acompañadas del abaratamiento de los costes de transporte y comunicación audio-visual, todas las comunidades políticas se están haciendo más o menos pluriculturales y todas las comunidades culturales inmigradas se están haciendo más o menos transnacionales. El destino de los migrantes ya no es el de asimilarse necesariamente a una identidad nacional exclusiva y excluyente. Las identidades se están haciendo necesariamente complejas y cambiantes. Hasta los Estados-nación históricamente exitosos tienen que aprender a vivir el pluralismo cultural y la complejidad identitaria y a experimentar nuevos instrumentos de cohesión social y de legitimación política.
Por lo demás, esta explosión de identidades tiene las más diversas significaciones. Muchas identidades están emergiendo como respuesta a una globalización que les margina o excluye, son identidades resistencialistas y a veces fundamentalistas. Pero otras identidades se afirman como un proyecto de inserción ventajosa en una globalización en la que ven más oportunidades que amenazas. En Bolivia estamos reviviendo un proyecto de Estado popular que ya no aspira a ser nacional sino plurinacional y que se apoya principalmente en identidades nacionales originarias e indígenas que se autoconsideran mayoritarias y se describen como excluidas de la globalización dominante o incluidas sólo por la puerta trasera de las migraciones o los tráficos ilegales. Desde esta lógica se pretende revalorizar la economía comunitaria erigida en bastión a la vez de resistencia al capitalismo global y de identidad plurinacional. Pero a esta visión se opone la que emerge en regiones bolivianas portadoras de proyectos de desarrollo capitalista, que se autoconsideran capaces de aprovechar las oportunidades de la globalización, ampliar la base productiva y del empleo de calidad, ampliar las clases medias y la base social de la democracia… y para ello necesitan la fuerza de una identidad renovada.
¿En qué medida este juego de identidades puede convivir o puede colisionar? Según Amartya Sen un enfoque “singularista” de la identidad humana según el cual sólo podríamos ser miembros de un grupo es una buena forma de malinterpretar a casi todos los individuos del mundo. Ver el mundo como una federación de religiones o civilizaciones en alianza o en conflicto empobrece o falsea la complejidad y riqueza con que las personas nos vemos a nosotras mismas. Pero, además, es sumamente peligroso porque los odios sectarios promovidos enérgicamente pueden extenderse como reguero de pólvora. Ahí están Kosovo, Bosnia, Ruanda, Timor, Israel, Palestina, Sudán o los negros nubarrones que se extienden sobre nuestra Bolivia. No basta con proclamar el derecho de las diversas identidades. Es necesario ir precisando en qué condiciones puede organizarse su convivencia en una gobernanza democrática nacional y global hacia la que es preciso encaminarse. Las identidades no siempre son liberadoras sino que a veces, estúpida o criminalmente estimuladas, se vuelven asesinas. Volveremos sobre el tema.
Naciones y Humanidad: Identidades locales y flujos globales
Hace pocos días una noticia dio la vuelta al mundo: en Atapuerca, España, unos científicos descubrieron la mandíbula de un homínido de 1’2 millones de años. Un dato sin duda importante para la reconstrucción de nuestra historia humana. Pero lo que me ha llamado la atención es la forma en que se ha comunicado la noticia: “Se ha descubierto en Atapuerca al europeo más antiguo, de 1’2 millones de años”. Resulta que hace 1’2 millones de años ya había europeos. Curioso.
Tenemos una tendencia casi irresistible a reconstruir el pasado con las categorías, ansiedades y anhelos del presente. Los nacional-nacionalistas se llevan la palma en esto. Para ellos es como si la historia humana no haya tenido otro sentido que el de su cristalización en las actuales naciones culturales que vendrían a ser como el cenit y el nadir de nuestra evolución histórica y política, como esencias para la eternidad que se confundirían con la misma naturaleza humana hasta el punto de no reconocer la humanidad fuera del grupo cultural (José Antonio Primo de Ribera, fundador de la Falange española, conceptuó a España como varia y plural pero como “una unidad de destino en lo universal”). Para ellos, como para tantos antropólogos de nuestro tiempo, las naciones culturales serían la fuente de identidad primaria y prioritaria, si no única y excluyente. Las personas individuales no podríamos realizarnos plenamente sino como miembros de un sujeto histórico colectivo, la nación, titular de derechos colectivos (de jerarquía igual, como mínimo, a los derechos personales) y en primer lugar de los derechos de soberanía, a los que se correspondería un natural derecho a la autodeterminación. Sin embargo, todas estas “mentalidades” o modos de ver y narrar “la” realidad se confrontan hoy a los descubrimientos científicos, por un lado, y a las nuevas realidades de la globalización y la sociedad del riesgo global, por otro.
Los nuevos métodos y descubrimientos científicos han roto la división entre historia y prehistoria humana. Hoy sabemos que no fuimos creados tal como somos sino que somos el fruto de una larguísima evolución biológica, que es nuestra historia más verdadera, que se cuenta por millones de años a lo largo de los cuales se han ido construyendo las capacidades físicas, intelectuales y emocionales que nos caracterizan como humanos. Y que seguimos evolucionando. Nuestra más verdadera historia es la evolución y nuestra primera y principal identidad la derivada de la común membrecía a la especie humana. Si no somos capaces de vernos como personas antes que como miembros de cualquiera de los varios grupos a los que pertenecemos y nos confieren identidad(es), no sólo vamos a seguir falseando nuestra historia en función del estatus quo presente sino que podremos hacer muy poco para alumbrar mejores realidades futuras.
Pero los más de los pensadores de los siglos XIX y XX no lo vieron así. Fichte argumentó transcendentalmente que “lo que separa a los alemanes del resto de las naciones está fundado en la naturaleza” (o sea, en Dios) y esta argumentación ha calado hasta los huesos, y no sólo de los alemanes. Sólo unos pocos pensadores dudaron de la idea de que la humanidad consiste en el aislamiento de las naciones culturales, cada una con su derecho a la soberanía y la correspondiente pretensión de control único sobre el propio y singular destino. Pocos pensadores apuntaron a lo contrario: entrelazamientos, interdependencias, causalidades, responsabilidad compartida, solidaridad, comunidades de destino más allá de las fronteras nacionales. Señalemos sólo tres decisivos:
Primero Kant tanto por su ideal de una paz universal perpetua basada en el Derecho como por remarcar la herencia más notoria de la Ilustración: que cada cual y cada época seamos capaces de pensar por nosotros mismos. Segundo Marx que nos hizo ver que la dinámica sin fronteras del capital (hoy acelerada y extendida a extremos insospechables) entretejía los aparentemente aislados destinos de las naciones y los individuos. Tercero Nietzsche que fulminó la antropología que dividía la humanidad en grupos cerrados cohesionados por lazos étnicos, lingüísticos, religiosos y territoriales, presentados como “culturas”, en lo que veía una pretensión de inatacabilidad de la dominación burguesa. (Ulrich Beck).
El golpe más duro a este nacionalismo político y metodológico lo ha propinado, sin embargo, el proceso de globalización y, con él, la sociedad del riesgo global generada por la modernización avanzada, pues el poder de autoliquidación anticipada de todos está produciendo una disolución de la aún para algunos “natural” unión entre territorio, cultura, soberanía, autodeterminación, nación y aislacionismo. El ir de cada país por su cuenta se convierte en una ilusión contraria a la “realpolitik” de nuestro tiempo que no puede ser otra que la cooperación global o cosmopolita. El día que los Estados Unidos, la gran potencia de nuestro tiempo, decidan enterarse, la humanidad habrá dado un gran paso positivo. Pero no sólo se han de enterar los norteamericanos.
En las condiciones del mundo actual, la soberanía del mundo post-westfaliano es una ilusión: no es la soberanía nacional la que hace posible la cooperación sino la cooperación transnacional la que hace posible la subsistencia de ciertos grados de soberanía nacional. Felipe González lo expuso meridianamente: los españoles tenemos que ceder derechos de soberanía a la Unión Europea para poder conservar gracias a ello algunos derechos de soberanía real. Los humanos, para sobrevivir, siempre hemos tenido que anticipar imaginativamente nuestro futuro, con sus amenazas y oportunidades. Pero, hoy, esta anticipación nos lleva necesariamente a escenarios o imaginarios de amenazas, esperanzas, acciones, regulaciones y gobernanzas globales, que, en conjunto, dan fundamento real al imperativo moral de ir construyendo en las prácticas sociales una ciudadanía global o cosmopolita de la que aún estamos lejos y que constituye sólo una posibilidad histórica. La otra es, sin duda, la barbarie o hasta la autodestrucción.
Lo hasta aquí expuesto no reduce las culturas nacionales, regionales o locales a ideologías resistencialistas, reaccionarias o bloqueadores de los procesos de ciudadanía global, pero sí que obliga a su reconceptualización. Manuel Castells ha subrayado que la globalización no está resultando en la desaparición de la concentración territorial de la población y las actividades sino en la mayor oleada de urbanización de la historia de la humanidad. Se calcula que hacia mediados del siglo actual al menos dos tercios de la población mundial será urbana. En las ciudades se concentra y concentrará más el poder, la riqueza, la ciencia, la tecnología, la creatividad, las empresas de mayor productividad y las instituciones generadoras de conocimiento. Esta urbanización generalizada adopta una forma históricamente nueva: la gran región metropolitana, entendida como un espacio complejo en el que se mezclan ciudad y campo, áreas construidas y zonas naturales, industria y agricultura, servicios personales y sedes direccionales.
En estas condiciones, el gran problema de nuestro tiempo es articular y compatibilizar el dinamismo de las redes globales con la construcción de sentido y la representación de los ciudadanos a partir de la identidad local y la democracia municipal y regional. Una identidad exclusivamente cosmopolita subordinaría las identidades locales a los poderosos de los flujos globales, a la clase cosmopolita emergente. Para compatibilizar crecimiento, sostenibilidad, identidad y democracia hoy es necesario avanzar hacia nuevas geografías y hacia sentidos de pertenencia más plurales y complejos. Frente al riesgo de un planeta urbanizado, carente de ciudades, regiones y estados, dominado por los flujos globales y las clases cosmopolitas que les corresponden planteemos la opción de unas ciudadanías locales erigidas en actores político-culturales de un mundo de redes globales. Seamos locales y cosmopolitas al tiempo.