Autor: Jesús López-Medel
Las elecciones rusas, que han llevado de nuevo a la presidencia a Putin, confirman la continuidad del sistema autoritario, en connivencia con la oligarquía financiera. La democracia continuará maltrecha, las libertades limitadas, los derechos humanos vulnerados.
«Hay una cosa que Rusia no ha conocido en sus mil años de historia: la libertad». Vasili Grossman.
Los contundentes resultados en las elecciones presidenciales en Rusia confirman que la libertad seguirá invernando en este país. El modelo medieval se prolongó con el zarismo y sometimiento total del pueblo a los dictados de cada Zar (del latín caesar). Estancados en un modelo arcaico y muy autócrata, así sobrevivieron los súbditos hasta la Revolución de 1917. Carlos Marx había construido en Londres sus teorías y premoniciones para la caída del sistema capitalista en una sociedad industrial pero sería en Rusia, nación eminentemente agrícola y atrasada, donde se impuso su ideología. Durante 70 años se aniquiló la libertad para construir una caricatura deforme de la igualdad en un sistema donde todo y todos (hasta conciencias) estaban sometidos a férreos controles que asfixiaban la individualidad. Tras la etapa cruel de Stalin, burócratas comunistas anticuados continuaron dirigiendo esta nación de naciones bajo el ojo y el oráculo del magma que representaba el partido como encarnación de la deidad atea.
La irrupción de Gorbachov como secretario general del PCUS en 1985 supuso algo desconocido en Rusia. En un país cuyas instituciones, economía y dogmas estaban muy petrificadas, él introdujo ciertos principios de liberalización, modernización y transparencia hasta entonces desconocidos. Eso contribuyó a que las grietas del sistema se agrandasen y que a la gran crisis económica de un sistema anticuado se le sumase un inevitable desorden. Los refractarios a los cambios impulsaron un golpe de Estado que no sólo fracasó sino que produjo (el pasado 25 de diciembre se cumplían 20 años) un resultado inaudito: el propio Estado, la URSS, desapareció. Al mayor imperio surgido en el siglo XX le sucedieron 15 Estados, todos ellos ex repúblicas soviéticas, huérfanas en unos casos, liberadas en otros.
Devorado tanto por los reaccionarios como por los más reformistas, la perestroika del Gorbachov dejó paso a Boris Yeltsin como heredero de la gran Rusia. El proceso de liberalización fue aún más atrevido y la percepción de caos se incrementaba. Los ciudadanos soviéticos no tenían antaño libertades pero sí unas seguridades y certidumbres que se desmoronaban ante la situación permanentemente imprevisible. Un 31 de diciembre de 1999 convocó una rueda de prensa anunciando su dimisión y sucesión a favor de Vladimir Putin. La primavera efímera de la libertad agonizaba. Muy pronto llegaría el invierno.
Sus ocho años como presidente de Rusia y cuatro como primer ministro le han permitido configurar un sistema hegemónico que enlaza con el zarismo más autocrático. Ha modelado unas instituciones donde no hay apertura ni participación. Todo está bajo un intenso y personal control: la Duma, los medios de comunicación, el poder judicial y el local y el flujo de las oligarquías que se manejan y despliegan como una inmensa corrupción sistémica.
En este contexto, regresa a la presidencia (ahora son seis años prorrogables y no cuatro) que no al poder, pues nunca dejó de ejercerlo. Hemos asistido a un proceso electoral parlamentario en diciembre y ahora presidencial con unos resultados abrumadores y predecibles. Algunos ingenuos pensaban que las manifestaciones de miles de ciudadanos (la última manifestación política en Moscú fue hace 20 años para parar el golpe contra Gorbachov) denunciando el claro fraude electoral podían socavar el sistema monolítico de Putin. Cierto es que esas reacciones de un pueblo tan sumiso le sorprendieron a él mismo, pero eso sirvió para reforzar los controles, movilizar a todo el aparato vertical del poder y lograr la máxima implicación de la oligarquía económica al servicio de su proyecto político. Rotunda ha sido su victoria como rotunda es su satrapía.
Quienes tenían ilusiones de cambios (si no de gobernantes, sí de estilos), o eran unos soñadores o desconocían el sistema putiniano que, como el modelo soviético más asfixiante, imposibilita la existencia de alternativa. Los requisitos legales para poder competir impiden que pueda haber partidos ni candidatos opositores representativos de ideas democráticas. Pero no es sólo el sistema electoral (pendiente en una reforma en trámite parlamentario y cuyo futuro es incierto) sino sobre todo, repito, el intenso control de una sociedad por un proyecto totalizador de cualquier iniciativa.
Rusia es el país más extenso del planeta. De los 140 millones (con un gran problema demográfico) sólo el 21% radica en las grandes ciudades. Únicamente en estas urbes crece la actitud crítica ciudadana, precisamente donde la abstención ha sido alta en contraste con el resto del país, donde los sufragios oficialistas han sido muy elevados con un notable fraude.
Putin no tomó nota de las manifestaciones anteriores para abrir el régimen sino, al contrario, para reforzar su forma autócrata de ejercer el poder. Tras los resultados electorales del domingo, no impulsará liberalizaciones sino que intensificará la represión. En la campaña electoral de diciembre fueron constantes los fotogramas televisivos sobre los desabastecimientos y caos de la etapa de Gorby. Así se quería destacar el orden y las seguridades de Putin (favorecida económicamente por los altos precios del crudo). Ahora, en la campaña presidencial, las televisiones emitían imágenes de la revolución naranja en Ucrania hace ocho años –que causaba repulsa en la población rusa–, al igual que de las movilizaciones hace un año en países del norte de África.
Frente al caos, las incertidumbres y los cambios bruscos, sólo Putin ofrece seguridades. Todos saben cómo funciona el sistema y muchos, resignadamente, lo aceptan. Con esa sociedad adormecida y controlada, no hay expectativa de evolución. En la época comunista, todo estaba imbuido de una ideología aunque fuese arcaica. Con Putin no es así. No hay ideología, sino puro ejercicio autoritario del poder, al servicio de un interés personal y un entramado donde la corrupción no es que exista, sino que está institucionalizada, generalizada y es totalmente inmune. Es el motor de la actuación de los gobernantes. Se sucederán manifestaciones críticas (ayer lunes ya hubo una en la Plaza Pushkin), pero las despreciará y no tendrá reparo en disolverlas contundentemente.
Tras reforzar la autocracia, Putin incrementará el populismo y el nacionalismo y será aún más deudor de la oligarquía cuya movilización le ha sido fundamental. Rusia se cerrará más sobre sí misma y orientará su influencia hacia Oriente. La Unión Europea ha sido muy condescendiente con la progresiva vulneración de derechos humanos allí. Si lo único que interesa es seguir haciendo negocios, seguirá silente y admitiendo como refugio seguro el dinero proveniente de las mafias rusas. Pero lo cierto es que las elecciones del domingo, van en la línea del panorama sombrío y regresivo de la democracia. En Rusia puede seguir hablándose del maleficio de la libertad.
Jesús López-Medel
Ex presidente de la Comisión de Derechos Humanos y Democracia de la Asamblea de la OSCE.