Autor: Gonzalo D. Martner.
El crecimiento en las economías emergentes asiáticas podría mantener elevado el precio de las materias primas, favoreciendo a América del Sur. Pero en los países de la región vinculados estrechamente con las economías avanzadas, la desaceleración tendrá un impacto más fuerte.
La crisis económica global interrumpió en 2009 una etapa de seis años de crecimiento en América Latina, el mayor desde los años setenta, asociado al buen comportamiento de las exportaciones de materias primas y a una mejoría de los indicadores fiscales y sociales. Aunque el crecimiento promedio de la década de 2000-2010 fue del 3,7 por cien, igual al de la década anterior, y más del doble del prevaleciente en la llamada década perdida de 1980-89, el más reciente quinquenio de oro 2003-2007 llevó el crecimiento promedio de la región a niveles de más de 5 por cien anual, con Argentina, Venezuela y Panamá encabezando la lista con tasas del 8 y 9 por cien. Después de la leve contracción promedio del -0,6 por cien en 2009 (aunque la caída fue drástica en México, con un –6 por cien), el continente volvió a una tasa de crecimiento del 6 y el 4 por cien en 2010 y 2011, respectivamente.
El impacto de la crisis fue más comercial que financiero y los países más afectados fueron aquellos con economías más abiertas. Como subraya la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), los efectos de la crisis no alcanzaron el dramatismo de eventos anteriores, gracias a un entorno externo previo muy favorable y un mejor manejo de la política macroeconómica, que permitió a la región reducir su endeudamiento, mejorar sus condiciones de pago y aumentar sus reservas internacionales, junto al control de la inflación, la disminución de la deuda pública y el logro de un superávit fiscal y de cuenta corriente. De este modo, las economías latinoamericanas, en una situación sin precedentes en materia de liquidez y solvencia, lograron una considerable capacidad para poner en práctica políticas destinadas a combatir la crisis, en un contexto de aumento sostenido del gasto social en los años previos.
No obstante, América Latina es una de las regiones emergentes que menos se ha insertado en la economía del conocimiento y la innovación tecnológica, y que más sigue dependiendo de los productos básicos, tendencia que se ha mantenido en los últimos 40 años. El análisis clásico de Raúl Prebisch en los años cincuenta insistía en el peligro potencial de esta situación, en tanto la tendencia de largo plazo del precio de las materias primas se mantuviera a la baja, con productos industriales de importación con precios unitarios al alza, en lo que se conoció como la hipótesis de la caída tendencial de los términos del intercambio. Esta caída amenazaba el crecimiento mediante el estrangulamiento externo recurrente, de no mediar una política voluntarista de diversificación productiva. José Antonio Ocampo y María Ángela Parra resumieron en 2003 la evidencia estadística en la materia: en el siglo XX hubo, en efecto, un marcado deterioro de los términos de intercambio, con una caída cercana al 1 por cien anual, con el resultado de que en el año 2000 las materias primas habían perdido entre el 50 y el 60 por cien del valor relativo que tenían frente a las manufacturas hasta la década de 1920. El índice acumulado de The Economist para productos básicos entre 1900-1904 y 1996-2000 evidenciaba, por su parte, una caída del 60 por cien, con una disminución del 20 por cien en la década de los años veinte y una tendencia negativa más o menos continua desde entonces. La primera década del siglo XXI marca, por el contrario, una fuerte reversión de tendencia: América Latina ha vivido un reciente período excepcionalmente positivo en sus términos de intercambio, con un 26 por cien de incremento entre 2001 y 2008, seguido de una caída del -5 por cien durante la Gran Recesión de 2009 y una recuperación del 7 por cien en 2010, que ha permitido al continente seguir creciendo, en un contexto de mejoría de la calidad de la gestión macroeconómica y de avances en los indicadores sociales, aunque manteniendo una estructura económica fuertemente dependiente de la exportación de materias primas.
¿Cuánto durará el viento a favor de las materias primas?
América Latina es, según estimaciones del Fondo Monetario Internacional, más vulnerable a shocks de términos de intercambio que otras economías emergentes, pero por el momento las economías de la región se han beneficiado del doble viento a favor que representan los altos precios de las materias primas y las mejores condiciones de financiamiento externo, pese a que se presume que serán más volátiles en el futuro próximo. Los precios de los alimentos han sido menos volátiles que los precios de los metales y de la energía. No obstante, durante la última década, los precios de todas las categorías de productos básicos han tenido un comportamiento al alza muy parecido, debido al aumento de la demanda mundial y al nuevo peso en ella de los grandes países emergentes de Asia.
Si bien América Latina tiene fortalezas tradicionales en las exportaciones de alimentos y productos agrícolas, es también una región exportadora de metales y energía. Y es en los países exportadores de metales (Chile y Perú) y energía (Colombia, Ecuador y Venezuela) donde se manifiesta una estructura de exportación más altamente concentrada. Estos bienes representan, en estos países, entre el 60 por cien (metales) y el 80 por cien (energía) de las exportaciones totales de bienes y servicios. Las exportaciones de materias primas ascienden al 20 por cien y el 17 por cien del PIB, respectivamente.
Cabe consignar en este aspecto una diferencia entre el norte y el sur del continente latinoamericano. En promedio, las exportaciones netas de materias primas de América del Sur representaban un 10 por cien del PIB en 2010, en comparación con el 6 por cien en 1970. México y América Central, por el contrario, han registrado una fuerte disminución en su dependencia, al reducirse las exportaciones agrícolas y aumentar las importaciones de energía como proporción del PIB: actualmente la zona presenta un equilibrio en su balanza comercial de estos bienes (es aún exportador neto de productos agrícolas pero ahora también es importador neto de energía).
Los países del Asia emergente pasaron, por su parte, de ser exportadores netos de productos primarios en 1970 (alrededor del 6 por cien del PIB) a ser importadores netos en 2010 (casi el 3 por cien del PIB). Esta transformación se debe principalmente a una fuerte disminución de las exportaciones netas de materiales básicos (no alimenticios) y a un aumento de las importaciones netas de energía y metales. Las grandes economías emergentes de Asia son en la actualidad importadoras netas de energía. La diversificación de las economías emergentes de Asia ha sido pronunciada, habiendo las exportaciones de materias primas disminuido de alrededor del 60 por cien de las exportaciones totales en la década de 1970 a menos del 20 por cien en 2010.
La persistencia de un alto crecimiento en las economías emergentes de Asia podría mantener elevados los precios de las materias primas, particularmente en el caso del petróleo y los metales, favoreciendo a América del Sur. En cambio, en los países con estrechos vínculos reales con las economías avanzadas (como México y los países de América Central y el Caribe) la desaceleración experimentada a partir de 2011 tendrá un impacto más fuerte. México depende más de la actividad manufacturera y del comercio exterior de Estados Unidos, mientras América Central y el Caribe dependen más de las remesas y los flujos del turismo, que a su vez dependen mucho de la evolución de los mercados laboral e inmobiliario de EE UU.
El escenario de una nueva recesión en las economías avanzadas implicaría que se prolongue el periodo en que los tipos de interés internacionales permanecerán en un nivel muy bajo. Pero una recesión en esas economías podría dar lugar a una desaceleración brusca en las economías emergentes de Asia y, a su vez, a un cambio de tendencia de los precios de las materias primas y del flujo de capitales. Este escenario afectaría particularmente a los países de América del Sur exportadores de materias primas.
Una consolidación fiscal que rinde frutos
Los países de América Latina adoptaron en la última década marcos fiscales basados en reglas con el objetivo de abordar la sostenibilidad de la deuda pública, y aislar el presupuesto de los ciclos de precios de las materias primas, construyendo modalidades de auto-aseguramiento en reacción a las difíciles experiencias vividas con los ajustes estándares del FMI. Estas reglas prestaron menos atención al ciclo económico y se enfocaron en obtener presupuestos equilibrados o límites al déficit público, y en algunos casos límites al endeudamiento de los gobiernos subnacionales y a la tasa de crecimiento del gasto público corriente. Solo en Chile se adoptó una regla de balance estructural que, además de abordar la volatilidad de los precios del cobre, incluyó un ajuste en función del ciclo económico interno.
No obstante, la mejoría de los balances fiscales en los años que precedieron a la crisis mundial de 2008–2009 permitió a la mayoría de las economías latinoamericanas estructurar una respuesta contracíclica a la crisis. Los balances primarios se deterioraron, en promedio, un 2 por cien del PIB entre 2008 y 2010, y los coeficientes de endeudamiento público aumentaron, en promedio, un 4,5 por cien del PIB durante el mismo periodo. En un contexto de fuertes brechas estructurales en la estructura productiva, los países latinoamericanos optaron de modo generalizado por expandir transitoriamente su gasto público y su gasto social en vez de contraerlo, como ocurrió con frecuencia en el pasado frente a choques externos.
La magnitud de la respuesta contracíclica y la calidad de la expansión variaron considerablemente entre los distintos países. En las economías exportadoras de materias primas más integradas en los mercados financieros de la región, el estímulo fiscal tendió a ser más grande (como reflejo del fortalecimiento de los balances) y favoreció los gastos de capital –que tienen un efecto multiplicador mayor y tienden a ser más fáciles de revertir– por encima de los gastos corrientes. En el resto de América Latina, el estímulo fiscal fue ligeramente menor y se concentró en aumentos del gasto corriente. A falta de cláusulas de escape frente a situaciones excepcionales de crisis, la mayoría de las reglas se modificaron o suspendieron sobre la marcha y sin una estrategia clara de retiro de los estímulos a mediano plazo. Este hecho, junto a la falta de mecanismos específicos para ahorrar parte de los ingresos cíclicos derivados de las alzas de precios de materias primas, está dificultando el manejo macroeconómico en el contexto actual en que se están cerrando las brechas del producto.
El nuevo desafío es ahora lograr una sostenibilidad fiscal con capacidad de manejo del ciclo de precios externos de materias primas y el ciclo doméstico. En cualquier caso, los gobiernos latinoamericanos lograron avanzar en la sustitución de los ajustes ortodoxos para, frente a deterioros externos, no debilitar el crecimiento potencial de la economía y a la vez proteger de mejor manera a los más pobres, evitando recortes drásticos de un gasto público en infraestructura, educación y salud pública que es bajo en comparación con el de países y regiones con un ingreso per cápita similar y que, por tanto, debe fortalecerse. Algunos países mantienen una presión tributaria especialmente baja, como Chile, México, Perú y gran parte de Centroamérica, incluyendo un tratamiento tributario del acceso a la explotación de materias primas extremadamente favorable a la inversión privada, mientras el resto de países la ha incrementado, aunque se mantiene a niveles muy inferiores a los europeos. Siguiendo los nuevos vientos latinoamericanos y alejándose en alguna medida de la ortodoxia, el propio FMI subrayó en su ya mencionado informe de octubre de 2011 que “para reducir la carga social de la consolidación fiscal, se debe considerar la posibilidad de aumentar los impuestos directos llevando las tasas que pagan las empresas a niveles internacionales y reduciendo los generosos incentivos y concesiones tributarias”.
Un continente con menos pobreza y con avances distributivos
La respuesta de los gobiernos a la crisis económica internacional permitió prevenir el aumento del desempleo y se enlaza con una tendencia de más largo plazo de mejoría de las condiciones sociales: la tasa de pobreza monetaria, medida a partir del valor de una canasta de consumo contrastada con los ingresos de las personas, se redujo entre 1990 y 2010 del 48 al 31 por cien de la población, mientras que la de indigencia bajó del 23 al 12 por cien de la población, según la Cepal. En 1980 la tasa de pobreza alcanzaba la alta cifra del 41 por cien. Esta situación se deterioró aún más, tras un periodo de liberalizaciones comerciales y ajustes fiscales según las recetas del Consenso de Washington, con un incremento de la pobreza en cerca del 8 por cien adicional hacia 1990. Se inició luego una tendencia a la baja de los índices de pobreza, especialmente notoria en la primera década del siglo XXI. Esto no fue alterado por la crisis económica global e incluso cinco países registraron disminuciones significativas en sus tasas de pobreza monetaria entre 2009 y 2010 (Perú, Ecuador, Argentina, Uruguay y Colombia). Honduras y México fueron los únicos países con incrementos relevantes en sus porcentajes de pobreza (1,7 y 1,5 puntos porcentuales, respectivamente).
La disminución de la pobreza se explica principalmente por un incremento de los ingresos laborales, es decir, por un mayor dinamismo económico. Las transferencias públicas monetarias también contribuyeron: el gasto social ha registrado un aumento significativo en las últimas dos décadas en la región. Entre los países con menor gasto social por habitante (menos de 300 dólares) se encuentran Bolivia, Ecuador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Paraguay. En este grupo, la educación constituye la principal partida de gasto. En cambio en los países con gasto social per cápita superior a los 1.000 dólares, como Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, Cuba, Trinidad y Tobago y Uruguay, la seguridad y la asistencia social son las áreas de mayor importancia.
Nuevos mecanismos de protección social y programas de transferencias mejoraron a partir de 2002-2003 la situación distributiva en la región, que aún ostentaba hacia 2009 un coeficiente de Gini de 0.52, contra un 0.33 en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Según la Cepal, entre 2002 y 2009-2010, 11 países presentan mejoras distributivas: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador, México, Panamá, Perú, Uruguay y Venezuela. Esto se debe a una cierta mejoría en la distribución de la educación, a la reducción en las brechas salariales entre los trabajadores más y menos calificados, y a las transferencias públicas en efectivo. No obstante, los mercados laborales siguen generando muchos empleos de baja productividad, mientras la afiliación a la Seguridad Social formal, está lejos de ser generalizada: solo cuatro de cada 10 trabajadores contribuyen a ella. Los hogares con mayor cantidad de miembros, con jefatura femenina y de sectores rurales, son los que tienen menor acceso a la protección contributiva. El pilar no contributivo de la protección social tiene un rol fundamental y cubre aproximadamente un 12 por cien de los hogares. Si bien representa solo el 0,25 por cien del PIB, sus transferencias tienen un peso significativo en los hogares más pobres, pues su distribución es altamente progresiva, y su peso estará llamado a incrementarse frente al desafío de la poca movilidad en los sectores de baja productividad, cuyos ingresos no se han incrementado.
¿Reorientar las estrategias de desarrollo?
América Latina ha mejorado su desempeño económico en la primera década del siglo XXI, pero continúa, en promedio, tan expuesta al riesgo de materias primas, como hace cuatro décadas. ¿Podrá la región escapar a la ley de hierro según la cual, siendo las recesiones mundiales acompañadas por caídas importantes de los precios de las materias primas y por condiciones de financiamiento más restrictivas, los países exportadores de ellas terminan siendo gravemente afectados? En el ciclo abierto en 2008, aún no ha sido el caso. Pero permanece latente la posibilidad de un esquema de impacto triple: términos de intercambio menos favorables, demanda externa más débil y condiciones financieras internacionales más restrictivas. Este peligro mantiene la necesidad para los gobiernos de reorientar sus estrategias de desarrollo, con un sesgo mayor hacia la diversificación productiva y la ampliación de mecanismos fiscales y de política social contracíclicos.
En primer lugar, el aumento de la vulnerabilidad provocado por una creciente proporción de exportaciones de materias primas con respecto al PIB debido a la fuerte demanda asiática de metales, energía y alimentos, podría ser compensado en parte por la mayor flexibilidad producto del aumento aún más pronunciado de las exportaciones de otros bienes. Según las estimaciones del FMI, varios países de América del Sur (Argentina, Brasil y Uruguay) han diversificado su estructura de exportaciones hacia productos que no son primarios. Esta diversificación no ha ocurrido en el caso de los grandes exportadores de metales o energía (Chile, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela).
Definir estrategias de diversificación sigue siendo indispensable para limitar las barreras a la inversión en nuevas actividades, promover el emprendimiento, incrementar la acumulación de capital y el cambio tecnológico mediante el aumento del aprendizaje relevante, que es provisto en cantidad insuficiente en equilibrio de mercado. Esto requiere de programas públicos que permitan estimular las “externalidades de información” que aceleren el aprendizaje del capital humano, el aprendizaje sobre las estructuras de costos y la adaptación de tecnologías existentes (y en plazos mayores la generación de nuevas tecnologías), mediante subsidios y disminuciones de las barreras de acceso al crédito, que suelen ser el obstáculo principal a la innovación. También la aceleración del crecimiento supone corregir los problemas de coordinación que se originan en la ausencia de complementariedades productivas, o en la ausencia parcial de economías de escala. Mejorar la coordinación supone programar y financiar inversiones públicas y privadas (o garantizar su riesgo) en diversas áreas que se necesitan mutuamente, en especial en materia de infraestructura productiva que acompaña la inversión de capital privado y en materia de complementariedad de inversiones en actividades asociadas en las cadenas de producción de bienes finales (relaciones industriales verticales e insumos intermedios especializados). Estas acciones públicas no generan costos fiscales netos importantes, especialmente cuando su falta de resultados se detecta a tiempo. Una de las acciones que ha probado su eficacia en diversas experiencias de economías abiertas es, cuando resulta posible, la inducción prolongada de una depreciación del tipo de cambio.
En segundo lugar, las políticas que preceden a fuertes caídas de términos de intercambio tienen una influencia importante en el desempeño posterior. Esto supone insistir en la importancia de las políticas anticíclicas durante la fase de auge. La flexibilidad cambiaria puede ser un poderoso mecanismo de absorción de shocks, siempre que se contengan las reevaluaciones por movimientos financieros de corto plazo, que deterioran la competitividad de los sectores sin renta basada en recursos naturales. Los países que se comportan con más prudencia durante la fase de auge, evitando o limitando el deterioro de la posición fiscal y la posición externa, logran un mejor desempeño económico durante la caída.
En tercer lugar, la sostenibilidad del crecimiento en el largo plazo parece estar estrechamente vinculada a la calidad de las instituciones. Siguiendo a Dani Rodrik, “lo que en el largo plazo más asegura la convergencia con los niveles de vida de los países avanzados es la adquisición de instituciones de alta calidad”, es decir “burocracias públicas meritocráticas, judicatura independiente, banco central profesional, política fiscal estabilizadora, política antimonopolio y regulación, supervisión financiera, seguridad social, democracia política”, en las condiciones en las que esas instituciones existen en los diversos países o pueden llegar a ser construidas. El buen gobierno, gobernanza en la jerga de los organismos internacionales, no es por supuesto una receta fija a aplicar, sino que es fruto de construcciones sociales complejas. Estas se desarrollan en condiciones históricamente dadas y con instituciones heterogéneas en su capacidad de prestar servicios a los ciudadanos y de proveer bienes públicos. El desarrollo institucional acumulativo (formal e informal) es aquel que llega a inducir conductas sociales deseables en los agentes económicos. Las metainstituciones que articulan estos procesos delicados, son las que protegen las libertades y los derechos sociales. La ausencia de encadenamientos virtuosos, en dilemas como si va primero el huevo o la gallina –el buen gobierno o mejorías económicas– puede, a la inversa, generar los círculos viciosos del estancamiento y de la deriva a las instituciones depredadoras que lo alimentan. En materia de experiencias de desarrollo, la historia está lejos de haber llegado a su fin.
Artículo publicado en “Economía Exterior” 59
Gonzalo D. Martner
Director del Centro de Políticas para el Desarrollo de la Universidad de Santiago de Chile.
Ex embajador de Chile en España.