Autor: Joan Prats i Català
1.1. La globalización y los cambios en la estructura y el rol del Estado
En 1980 el comercio mundial representaba el 12% del PIB mundial. En el 2003 alcanzó el 30%. Durante este tiempo el PIB mundial creció a una media anual del 3% mientras que el comercio lo hizo al 6%. El comercio de servicios es el que más ha crecido, pero las empresas industriales ya están exportando el 32% de su producción y las relacionadas con las Tics exportan algo más del 42%. En todo caso la participación de los países en el comercio mundial está muy concentrada: Estados Unidos (14’5%), Japón (5’8%), China (5`5%) y la Unión Europea (24’5%) concentran más de la mitad del comercio mundial. Todo ello sin olvidar las barreras arancelarias y técnicas que los países desarrollados siguen opiniendo a la exportación de productos agrícolas, textiles y a los servicios intensivos en mano de obra que son los que ofrecen ventajas competitivas para los países en desarrollo. Y sin dejar de lado las escarniosas subvenciones a las exportaciones agrarias de los países desarrollados.
La inversión extranjera directa desde 1980 viene creciendo a una tasa media anual del 7% impulsada principalmente por más de 60.000 empresas multinacionales que representan ya el 66% de las exportaciones mundiales de bienes y servicios y el 10% de las ventas nacionales mundiales. Estas multinacionales, a través de sus más de 500.000 empresas filiales establecidas fuera del país sede, ya venden localmente más del doble de lo que exportan.
La globalización está alcanzando también aunque mucho más limitadamente a la fuerza de trabajo: entre 1980 y 2002 se ha casi triplicado el número de emigrantes como porcentaje de la población mundial pasando de 60 a 180 millones de personas.
Entre 1981 y 2001 el PIB per cápita de los países en desarrollo creció un promedio del 30%. Pero el cuadro general del crecimiento es mucho más mixto dadas las grandes disparidades regionales: el crecimiento sería mucho menor si no se registraran los grandes avances de China e India; África Subsahariana no ha crecido; Europa del Este y Asia Central han declinado y el crecimiento registrado en América Latina, el Norte de África y Orienta Medio ha sido en general insignificante. Los países que menos han crecido son por lo general los que ya eran los más pobres en 1980.
Esto explica que la desigualdad entre países haya aumentado considerablemente: en 1980 el decil de países más ricos tenía un ingreso per cápita 16 veces mayor que el de los países de los tres deciles más pobres, lo que significaba una brecha de 19.000 US$ (precios paridad de compra de 2002). En 2002 esta relación se había elevado a 22´5 veces más y la brecha a 26.500 US$. Estos datos resultan algo menos desalentadores si en lugar de promediar países promediamos la población mundial. Con todo en un mundo que se quiere cada vez más interdependiente y global las desigualdades resultan cada vez más inquietantes: ajustado por población, el 40 por ciento de los países más pobres recibe sobre un 10% del producto mundial mientras que el 20% de los países más ricos reciben más del 60%; el 5% más rico de la población mundial recibe una renta per cápita que es 32 veces la percibida por el 10% más pobre.
La pobreza extrema se ha reducido considerablemente en los países en desarrollo tanto a nivel relativo como, por primera vez en su historia, a nivel absoluto: entre 1981 y 2001 la gente viviendo con menos de 1 US$ al día pasó del 39´5% al 21´3% de la población y de 1´5 billones en 1981 a 1´1 billones en 2001. Gran parte de este progreso se concentró en Asia y especialmente en China donde el PIB se ha quintuplicado desde 1981 y el número de pobres reducido en unos 400 millones. En cambio, en África subsahariana la pobreza extrema creció del 42 al 47%. En el Este de Europa y Asia Central la pobreza extrema pasó de ser casi inexistente a afectar al 6% de la población (y el número de ésta viviendo con menos de 2 US$ diarios pasó del 2 al 24%). En América Latina las tasas de pobreza se elevaron en los 80 y retrocedieron en los 90 acabando esta década en los niveles de 1981. Se estima que América Latina sólo podrá alcanzar hacia 2030 los objetivos del milenio fijados para 2015. En el Norte de África y Oriente Medio las tasas de pobreza cayeron a la mitad durante los 80 pero volvieron a crecer durante los 90.
Los indicadores de salud y educación muestran avances en todos los países en desarrollo con la gravísima excepción de la expectativa de vida en África donde dejó de crecer a fines de los 80 y en 2002 había pasado de 50 a 46 años.
Los países en desarrollo experimentan serios problemas ambientales que incluyen la contaminación del aire y el agua, el deterioro de los suelos y los recursos hídricos, las emisiones de gases de efecto invernadero, los bancos de pesca en declive, la destrucción de bosques o la pérdida de biodiversidad. Se estima que sólo la contaminación del aire causa unos dos millones de muertes al año. El incremento en el consumo de energía se estima hoy entre un 2´8 y un 3% anual muy lejos del 1´8 estimado hace muy pocos años por la Agencia Internacional de la Energía.
La población mundial se estima que crecerá de 6´1 billones en 2001 a 7´1 en 2015 y a 8 en 2030. Casi todo este crecimiento se dará en los países en desarrollo y casi todo él en ciudades. Se estima que para 2015 las cuatro quintas partes de las ciudades con más de 5 millones de habitantes estarán en países en desarrollo. La participación en la población mundial de los países en desarrollo pasará del 84´5% actual al 87´4%. Estamos lejos de las bombas demográficas pronosticadas por algunos en los 70. El desafío mayor radica en la creación en los países en desarrollo de los empleos necesarios para ocupar su fuerza de trabajo en expansión. Aún considerando la válvula migratoria, si no se crean en torno a 35-40 millones de empleo neto por año, la combinación de altas tasas de desempleo, salarios más bajos y desafección creciente de los jóvenes va a plantear serias amenazas.
Durante los 90, 46 países se vieron envueltos en conflictos principalmente civiles. Entre ellos estaban 17 de los 33 países más pobres del mundo. La tendencia que se observa durante las dos últimas décadas es a un incremento de los conflictos en los países en desarrollo conjuntamente considerados aunque combinada con una disminución de los mismos cuando se convierten en países de renta media. Los conflictos son entre muchas cosas expresión y causa de estados en riesgo o fracasados que tienden a ser – quizás con algunos paraísos fiscales- nodos estratégicos de los tráficos globales ilegales…
Entendemos por globalización el proceso de integración creciente de las sociedades y las economías no sólo en términos de bienes, servicios y flujos financieros sino también de ideas, normas, información y personas. La globalización contemporánea es más rápida, intensa y barata que cualquiera de los procesos de internacionalización que la han precedido.
Las redes mundiales en expansión en las que se mueven los capitales, las ideas, las informaciones, los conocimientos, los tráficos ilegales, las actividades criminales, el terrorismo, el dinero negro, las pandemias, la lluvia ácida o el CO2… conforman un tejido cada vez más denso, fluido y muy desigual de interdependencias. La vida no sólo de las empresas sino de los pueblos y de la gente resulta cada vez más afectada: hoy el trabajo, el bienestar, la paz, la seguridad, las comunicaciones, la sostenibilidad… y en general las expectativas de vida de las personas dependen cada vez más de procesos económicos, sociales, políticos, tecnológicos y culturales que sólo de manera muy limitada están bajo el control de los estados.
El tipo de cohesión social conseguido históricamente mediante el poder regulador de los estados sociales y democráticos de derecho hoy resulta imposible si algunos poderes reguladores clave no se transfieren desde el estado nacional hacia unidades que alcancen y se pongan al mismo nivel que la economía transnacional. Ahora bien, las regulaciones globales son el producto de un conglomerado diverso (de estados, organismos multilaterales, empresas transnacionales y, ocasionalmente, ONGs de ámbito global) altamente desigual y que, como tal conglomerado, no responde ante los pueblos. Este origina una tensión inevitable entre, por un lado, los muy imperfectos mecanismos de gobernanza global y, por otro, las instituciones democráticas que hoy por hoy se encuentran confinadas a los límites de los estados.
La globalización ha puesto en cuestión la constelación nacional que había surgido trabajosamente de la Paz de Westfalia. El estado territorial, la nación y la economía circunscritas y autodeterminadas dentro de las fronteras nacionales, sede de la institucionalización del proceso democrático, ya no existen más como ideal creíble. Como ha señalado Habermas , si el estado soberano ya no puede concebirse como indivisible sino compartido con agencias e instancias internacionales, si los estados ya no tienen control pleno sobre sus propios territorios, si las fronteras territoriales y políticas son cada vez más difusas y permeables, entonces los principios fundamentales de la democracia liberal (el autogobierno, el demos, el consenso, la representación y la soberanía popular) se vuelven problemáticos. La política nacional ya no coincide con el espacio donde se juega el destino de la comunidad política nacional.
Consideramos importante destacar algunos procesos interrelacionados producidos por la globalización que están en la base de las transformaciones de los roles y estructuras de los estados, la política y la gestión pública de nuestro tiempo:
(1) El primero acontece en el interior del estado y se expresa en el fenómeno universalizado de la devolución o descentralización. La descentralización es uno de los procesos que más destacadamente acompañan a la globalización. Los gobiernos nacionales ya no pueden pretender asumir toda la responsabilidad por el desarrollo nacional. Los desafíos específicos del desarrollo se dan también hoy y preponderantemente (como tendremos oportunidad de desarrollar después al referirnos a las funciones de las administraciones públicas en la competitividad económica) en el espacio metropolitano y regional. La movilización de energías colectivas a este nivel se consigue mediante la construcción de espacios públicos democráticos regionales o metropolitanos, que responden o acaban generando identidades y comunidades que es preciso saber articular dentro del estado nación o plurinacional y a nivel global.
(2) El segundo se refiere a la globalización de las regulaciones económicas y en menor medida sociales y culturales, es decir, de las normas, estándares, principios y reglas que gobiernan la producción y el comercio global así como los mecanismos de coerción previstos para garantizar su cumplimiento. Muchas de estas normas enmarcan después, cuando no determinan directamente, muchas de las regulaciones económicas que “cantarán” los Parlamentos nacionales. Estas regulaciones globales resultan de un proceso deliberativo plasmado en acuerdos entre actores colectivos, los cuales no pueden tener la legitimidad procedente de una sociedad civil constituida democráticamente. El déficit democrático de las regulaciones transnacionales brinda la oportunidad de que las organizaciones no gubernamentales se vayan filtrando en el proceso deliberativo y obtengan ocasionalmente éxitos importantes. Surge así cada vez con más fuerza la idea de una sociedad civil global a construir sobre el suelo firme de unos derechos de humanidad globales efectivamente garantizados.
(3) El tercero se refiere a la repercusión de la globalización sobre el sustrato cultural/nacional de la sociedad civil forjado desde el proyecto de un “estado nacional”. La revalorización de lo local y lo singular, la incapacidad del estado nacional para integrar los ideales de progreso en la forja de una sola identidad nacional, los flujos migratorios y las solidaridades comunitarias de origen… están liquidando la nación cultural única como el sustrato histórico-social de la solidaridad civil. Los estados desarrollados se están haciendo todos multiculturales o plurinacionales y plantean la necesidad históricamente nueva de construir una ciudadanía multicultural o plurinacional. En muchos estados en desarrollo, la globalización y la democratización combinados ahogan el viejo proyecto de uniformización nacional y obligan a reconocer derechos constitucionales a las comunidades, pueblos o naciones originarias.
(4) La globalización precede pero se apoya y se acelera con la revolución tecnológica representada por las TICs. Éstas transforman la estructura de oportunidades para el conjunto de los actores políticos, administrativos, empresariales, sociales, culturales. No sólo multiplican las posibilidades de interacción. También amplían la base territorial de las redes y de sus interacciones. Abaratan el coste del acceso al conocimiento, permiten formas innovadoras de fertilización cruzada entre el conocimiento académico y los conocimientos expertos y tácitos. En el plano democrático abren posibilidades antes impensables de información y participación ciudadana. En el ámbito de la gestión pública no sólo permiten avanzar la eficiencia de la gestión sino también su transparencia y responsabilización. Las TICs por si solas no transforman los roles, la estructura y las funciones de la Administración Pública pero, en un sistema democrático, abren importantes posibilidades para que los agentes transformadores impulsen genuinas reformas.
(5) La globalización transforma los “intereses generales”, fundamento último de los Estados y de sus Administraciones en un triple sentido: (1) Por un lado los “intereses generales nacionales” dependen cada vez más de la posición que los Estados son capaces de alcanzar en un sistema internacional muy asimétrico. (2) Por otro, emergen los llamados “bienes o intereses públicos globales” (paz, seguridad, medioambiente, institucionalidad de los mercados supranacionales, prevención de la salud frente a pandemias, etc.) de cuya satisfacción depende el bienestar nacional pero que resultan imposibles de satisfacer sin la cooperación internacional. Y (3) finalmente, en las condiciones de complejidad, diversidad, interdependencia y dinamismo planteadas por la globalización, la realización de los intereses generales ya no puede ser el monopolio de los poderes públicos. Éstos continúan siendo los únicos titulares formalmente legítimos y los decisores últimos, pero su acción sólo resulta eficaz y legítima cuando consiguen que la decisión y su ejecución sean el resultado de una interacción entre los poderes públicos, el sector empresarial y las organizaciones de la sociedad civil. Como exponemos más adelante, saber crear las condiciones para que se den positivamente estas interacciones constituye la clave del buen gobierno de nuestro tiempo, es decir, de la gobernanza.
(6) La globalización transforma también la política. Se registra una paradoja aparente: ahora, cuando la democracia se expande más que nunca, el déficit democrático y el descrédito de la política son mayores que nunca. La explicación no es tan difícil: estamos abordando los desafíos planteados por la globalización no sólo con las ideas sino con las instituciones, las capacidades y las prácticas de la política democrática de los estados nacionales. Diversos procesos confluyen en la crisis y cambio que está viviendo la política:
• La política se redescubre y revaloriza al descubrirse los límites de la tecnocracia: la ciencia y sus expertos no poseen conocimiento ni suficiente ni indiscutible frente a las grandes cuestiones públicas; sabemos más que nunca y somos más conscientes que nunca de los límites de nuestro saber; las decisiones públicas ya no se legitiman sólo en la técnica; en el proceso decisorio es necesario alumbrar los intereses y las valoraciones en conflicto, saber instrumentar el consenso y, en su defecto, decidir evitando el desgarro social que puede acabar haciendo inviable la decisión.
• Pero la política entra en descrédito porque la inadecuación de las instituciones políticas y administrativas a las nuevas realidades crea un marco de incentivos a veces hasta perversos de los que se deriva no sólo la corrupción político-empresarial sino, lo que es peor, la generación de mala política. Por ejemplo, el dato de que los capitales y la tecnología necesarios para las grandes obras y servicios públicos se encuentren cada vez más concentrados en empresas privadas transnacionales sitúa a las Administraciones titulares de los intereses generales en una posición muchas veces de “principal” impotente ante un “agente” superpoderoso que puede de hecho acabar controlando todo el ciclo regulador.
• Los partidos políticos, que van a seguir siendo instituciones-clave de la vida democrática, se hallan demasiado circunscritos al juego electoral nacional, son poco revelantes frente a los desafíos de la gobernabilidad global y, además, pierden el monopolio de la praxis política. Por un lado, registramos niveles importantes de desinterés políticos, pero, por otro, un número creciente de ciudadanos sienten que deben invertir en la “polis” porque se encuentra en riesgo y porque para muchos el accionar cívico y político es inseparable de una concepción renovada de la libertad: la ciudadanía activa se dispara y la concepción neorepublicana de la democracia gana fuerza y atractivo; el mapa de actores políticos se amplía y complejiza, los medios de comunicación, acompañados y transformados por la internet, ganan una importancia creciente en tanto que actores y arenas del proceso político.
• La política es cada vez menos dirección política de organizaciones técnicas y cada vez más articulación de asociaciones entre diversos niveles de gobiernos (gobierno multinivel) y con las organizaciones empresariales y las organizaciones y movimientos de la sociedad civil. Esto requiere grandes capacidades de iniciativa, liderazgo, concertación, prevención y gestión de conflictos, de comunicación, de creación de equipos y redes, etc., fuertemente acompañadas de capacidades de análisis político. Las organizaciones de los partidos políticos cada vez controlan menos el entorno y tienen que adaptarse más a él, por eso tienen que abrirse, hacerse menos jerárquicas, más planas, más capaces de aprender, más conectadas con las organizaciones sociales, más responsables…
(7) La gestión pública también se transforma con la globalización. Ya no basta con que las Administraciones Públicas, como organizaciones, actúen legal, objetiva, eficaz y eficientemente. Diversos procesos confluyen y están transformando decididamente la gestión pública:
• En primer lugar, la discrecionalidad pasa a impregnar casi todo el actuar administrativo. La complejidad y dinamicidad impiden que la ley y los reglamentos puedan programar el actuar administrativo. El Derecho tiene que reconocer espacios crecientes de discrecionalidad en el actuar administrativo. Los controles tradicionales de la discrecionalidad resultan muy inadecuados; los nuevos controles de gestión por resultados no acaban de implantarse y también tienen sus límites; este contexto dispara las posibilidades de corrupción y no garantiza la buena gestión; como estos procesos coinciden con los de expansión de la democratización, las demandas por nuevos arreglos institucionales que aseguren la transparencia, el control y la responsabilidad de los políticos y gestores se dispara.
• En segundo lugar, la gestión pública se hace crecientemente interorganizacional y esto plantea competencias renovadas en la dirección pública profesional. Como ya señalara Metcalfe advirtiendo un extravío inicial de la Nueva Gestión Pública, la alta gestión pública es hoy esencialmente interorganizacional y esto hace obsoletos la mayoría de los programas de formación en dirección pública. Las competencias de los directivos públicos cubren hoy dosis importantes de emprendizaje, descubrimiento de oportunidades para la mejor realización de intereses generales, innovación, creación de equipos, liderazgo del cambio, creación de tecnologías y metodologías que favorezcan la interacción organizacional, información y comunicación pública, etc.
• La gestión pública se diversifica y complejiza: (1) Por un lado las funciones administrativas se diversifican (formulación y aplicación de regulaciones, formulación de políticas y programas, servicios de prevención, prestación directa de servicios, gestión del conocimiento…) resultando imposibles de reconducir a un solo diseño organizativo y funcional que sea prototipo de buena gestión (como fue la pretensión del paradigma burocrático). Las organizaciones administrativas se diversifican en su diseño estructural, en sus tecnologías, metodologías y competencias de su personal. Ya no son reductibles ni a un solo modelo de buena gestión ni a un solo régimen jurídico-administrativo. (2) Por otro lado, la mayoría de los grandes bienes públicos de nuestro tiempo se hacen interdepartamentales o transversales. Ni la seguridad ciudadana, ni la prevención de la salud, ni la gestión de la política inmigratoria, ni el fomento de la competitividad, ni la calidad de la educación pública ni un largo etc. son ya bienes públicos o intereses generales cuya realización dependa de un solo departamento. Todas las grandes políticas públicas se han hecho transversales dentro de cada Administración y esto exige una capacidad de gestión pública transversal que ha de superar la departamentalización y el exceso en las líneas jerárquicas.
• La gestión pública es cada vez más gestión del conocimiento. Pero de pronto los políticos y gestores descubren que el conocimiento es de naturaleza plural, que se halla disperso entre diversos actores y que es limitado, es decir, abre zonas importantes de incertidumbre y hasta de contradicciones. Captar el conocimiento necesario para la toma de decisiones y su correcta implementación obligan a ir mucho más allá de los informes técnicos y la participación ciudadana tradicionales. La construcción de relaciones de interacción, de redes, es fuente y se apoya a la vez en una concepción renovada de los sistemas de información y conocimiento así como de las competencias requeridas para la buena gestión pública.
Todo lo anterior no significa en absoluto desconocer la importancia central que los estados van a seguir desempeñando en la gobernabilidad de nuestro tiempo. El estado va a seguir siendo la arena política y el recurso indispensable y más potente de que hoy disponemos para gobernar positivamente las transformaciones antes indicadas. Aunque los estados van a perder necesariamente poderes en favor de entidades subestatales y supranacionales y sus tareas y funciones se están transformando de hecho, ello no implica en absoluto pérdida de relevancia ni de centralidad política.
El estado democrático de derecho sigue siendo la instancia decisiva, pero su papel cambia: como ha señalado Dirk Messner , deberá renunciar a ser el “solucionador omnipotente de todos los problemas”, delegando “hacia arriba” (al nivel internacional, a organizaciones multilaterales y supranacionales) de modo que la arquitectura de la gobernabilidad global vaya asentándose sobre núcleos regionales eficientes; simultáneamente, los actores locales ganan significación dentro de la nación y los actores no estatales asumen funciones que hasta ahora se adjudicaban al estado. Están surgiendo los contornos de una sociedad red en la que el estado cumple funciones de articulación e integración hacia adentro y hacia afuera y en la que también las instituciones no estatales y las empresas han de asumir responsabilidades por el desarrollo.
A los estados les va a corresponder cada vez más un papel de “gestor de las interdependencias” entre desafíos, actores y estrategias situados a lo largo del eje local-global. Esto exige grandes capacidades de seguimiento, jurisdicción y coordinación internacional así como de comunicación y una gran disposición a aprender que transcienda las fronteras. La política va a tener lugar en estructuras horizontales y verticales cada vez más fuertes: estructuras en redes dentro de las sociedades están adquiriendo cada vez más importancia; la conducción jerárquica dentro de una instancia política se convierte en excepción; sistemas de soberanía compartida perforan la soberanía nacional; una estructura multinivel de la arquitectura de la gobernabilidad global, en la que actúa una pluralidad de actores privados y públicos, se superpone al sistema internacional del mundo de los Estados. La transformación de la política en esa dirección está en marcha desde hace tiempo debido al proceso de globalización.
“La globalización no ha debilitado a los Estados que siguen siendo los actores clave en la arena política interna e internacional. Pero está cambiando sus roles. Los Estados dejan de ser los proveedores universales para convertirse en catalizadores, habilitadores, protectores, orientadores, negociadores, mediadores y constructores de consensos. La globalización está produciendo un nuevo orden de roles, asociaciones, partenariados entre los gobiernos, los ciudadanos y las empresas y fortaleciendo la influencia del público en las instituciones y los gobiernos… Crecientemente el estado es llamado a actuar como el vínculo entre los diversos actores implicados en los procesos de planificación, regulación, consulta y toma de decisiones. El estado sigue procurando su función de cohesión social pero ahora apareciendo como el “hub” de actividades que conectan distintos actores en los más diversos campos, actividades, regiones, culturas, profesiones e intereses. Para eso no sirven las viejas estructuras burocráticas decisionales jerárquicas. La diferenciación creciente de necesidades, tecnologías, habilidades, ideologías e intereses ha producido una gran difusión del poder. Las estructuras monocráticas, compactas, piramidales que constituyen el legado del racionalismo del XVIII ya no representan la realidad de las administraciones públicas contemporáneas…” (Naciones Unidas, Departamento de Asuntos Económicos y Sociales (2001), World Public Sector Report. Globalization and the State).
1.2. Gobernanza global y gobernabilidad estatal.
La cada vez mayor interdependencia plantea que para el buen gobierno nacional y local se tenga que ir construyendo también una buena gobernanza global. El problema está en que la globalización hoy no está enmarcada y conducida por una gobernanza capaz de asegurar su gobernabilidad democrática y la formación progresiva de una comunidad internacional basada en la justicia.
La década de los 90 registró el auge y la crisis de la agenda neoliberal. Comenzó con grandes promesas correspondientes a una supuesta nueva era marcada por el fin de la guerra fría que permitiría disfrutar los entonces llamados dividendos de la paz. Se creyó que el mundo anterior marcado por las fracturas ideológicas iba a integrarse por la expansión de los mercados y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Hasta se habló del fin de la historia y se registró una tercera oleada sin procedentes de “democratizaciones”.
En América del Norte y en Europa Occidental se registró una prosperidad antes inimaginable basada no obstante en modelos de consumo dudosamente sostenibles. China e India, los dos países en desarrollo más grandes del mundo, también avanzaron considerablemente. En otros países en desarrollo también se consiguieron avances importantes en el plano de las libertades políticas y del desarrollo humano. Pero el reverso de la balanza ha sido demasiado grande y ha generado desafíos y conflictos que han provocado la crisis del sistema de gobernanza internacional costosamente construido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Las expectativas de progreso esperadas de la globalización y la revolución tecnológica se han visto dramáticamente frustradas. La epidemia del SIDA es la peor de la historia de la humanidad. La República Popular de Corea ha registrado una de las peores hambrunas de la historia. Se han registrado conflictos graves en más de 50 países con un número de víctimas sin precedentes en la población civil especialmente mujeres y niños. La inestabilidad de los mercados financieros ha impuesto costos a los países más vulnerables superiores en ocasiones a los peores desastres naturales. Éstos se multiplican sin que las evidencias cada vez mayores de su relación con el cambio climático y de éste con los modos no sostenibles de producción y consumo consiga alterar la anestesia moral principalmente de los Estados Unidos y otros países desarrollados. Las desigualdades económicas y sociales se han incrementado. La calidad de vida se ha deteriorado sensiblemente en algunas zonas del planeta y muy especialmente en el continente africano y en algunos países árabes. Casi 1.000 millones de personas viven en severas condiciones de pobreza extrema.
Desde el punto de vista económico y político nunca ha sido tan grande la frustración de los países en desarrollo ante la desigual distribución del poder. Las reglas del comercio internacional no han impedido los abusos proteccionistas de las medidas antidumping adoptadas por los países industrializados y actúan sistemáticamente contra los productores de los países en desarrollo, especialmente en los productos textiles y agrícolas. Los aranceles que aplican los países industrializados a las importaciones de los países en desarrollo son, en promedio, cuatro veces superiores a los que aplican a las importaciones de otros países industrializados. Además, los países industrializados pagan más de 1.000 millones de dólares por día en subsidios agrícolas internos –más de seis veces más de lo que gastan en la asistencia oficial para el desarrollo que prestan a los países en desarrollo (PNUD, Informe 2002). Las grandes compañías transnacionales se han convertido en actores estratégicos de la gobernabilidad global sin que ello vaya acompañado de un sistema de responsabilización social y política que impida comportamientos abusivos. Se ha generado un gran desorden global que ha posibilitado que florezcan grandes redes de tráficos ilegales con conexiones cada vez más intensas con muchos estados, especialmente los más débiles, por las que circulan toda clase de abyecciones (personas, armas, drogas, servicios criminales, terrorismo…). Nunca el mundo tuvo sensación de vivir bajo tantos riesgos fuera del control de los gobiernos. La demanda de seguridad se hace tan inevitable como fácilmente manipulable por los enemigos de la libertad. Muchos se preguntan si la democracia será viable frente a esta globalización desbridada.
El 11 de septiembre de 2001 marcó el fin de las ilusiones neoliberales. De pronto se hicieron evidentes las graves tensiones y riesgos generados a lo largo de los 90. En un primer momento se creyó que la tragedia compartida uniría al mundo. A este movimiento responde la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Financiación para el desarrollo celebrada en Monterrey en marzo del 2002 que permitió invertir la tendencia posterior a la guerra fría de disminución de la ayuda prestada a los países en desarrollo. En el mismo sentido, en la conferencia ministerial de la Organización Mundial del Comercio celebrada en Doha unos meses antes se llegó a un acuerdo que reactivó las negociaciones comerciales multilaterales superando el punto muerto en que había concluida la reunión ministerial de Seattle. Pero las dificultades de desarrollo e implementación con que se enfrentan estos acuerdos, unidos a otros datos y muy especialmente a la gravísima situación de tensión en Oriente Medio y la escalada del terrorismo amenazan con nuevas fracturas nivel mundial. El gobierno de los Estados Unidos y sus aliados al invadir Irak rompiendo la legalidad internacional han expresado su voluntad de construir una gobernanza global desde un unilateralismo hegemónico que subordina los intereses globales a los de la gran potencia norteamericana.
Frente a la ingobernabilidad global y a sus intentos de reducción unilateral se producen movimientos sociales cada vez más importantes tanto en los países desarrollados como en desarrollo. Aunque se trate de movimientos y protestas que obedecen a planteamientos muy diversos, conjuntamente considerados, van configurando nuevos actores en un orden internacional naciente e incierto. Como ha señalado Czempiel, el mundo todavía no es ninguna sociedad mundial pero ya no es tampoco sólo un mundo de Estados. Para la mayoría de las Cancillerías y para los autores “realistas” el montón variopinto de ONGs es un factor de interferencia molesto y ruidoso pero finalmente impotente. Pero, por otro lado, hay toda una corriente que ve en la acción de las ONGs el fermento de una sociedad global y el factor principal de renovación de la política mundial. Habermas, por ejemplo, espera una reestructuración democrática del mundo proveniente no de los Estados sino de movimientos ciudadanos en todo el mundo. Seguramente, un nuevo orden mundial no surgirá de una onegización de la política mundial sino mediante una legitimación y civilización de las relaciones internacionales conducidas por los estados. Pero las ONGs son una fuerza motriz y de cambio innegable en la medida que contraponen a la globalización desde arriba una globalización desde abajo que incluye el desarrollo de una ética mundial que va fundamentando una ciudadanía y una gobernanza mundial.
El mundo se muestra cada vez más como un hábitat colectivo de los humanos que impone regulaciones obligatorias para todos que deberían estar orientadas a los derechos humanos y a la justicia y no a los intereses generales del hegemón o de sus adláteres. Hasta ahora, sin embargo, las instituciones políticas, jurídicas y morales de las sociedades siguen ancladas en la época de los “estados-nación” de manera que todavía no se consigue disponer de los espacios adecuados para albergar los procesos dinámicos de la globalización. Como corrientemente se señala, hasta ahora hemos considerado primordialmente la globalización de los mercados y siendo la globalización un proceso mucho más que económico, el desafío fundamental se encuentra, sin embargo en cambiar hacia una globalización orientada a la gente.
En este contexto las propuestas para asegurar la gobernabilidad de la globalización son muy diversas. En primer lugar existe un pequeño grupo que piensa en agrandar a nivel mundial el Estado-nación. En segundo lugar, una pluralidad amplia de autores ve en la ONU reformada el actor protagónico de la gobernanza global. En tercer lugar, muchos representantes de la escuela realista perciben que la conducción política de los desafíos globales sólo es posible desde el poder hegemónico de los Estados Unidos y un grupo variable de aliados subordinados. Finalmente, un grupo creciente de autores, al que nos sumamos, considera necesario un proyecto de gobernanza global cooperativa para la conformación e inserción institucional de la globalización a fin de manejar interdependencias complejas y soberanías compartidas en un mundo cada vez más intensamente interconectado.
Hasta hoy la gobernanza de superpotencia está prevaleciendo sobre la gobernanza global cooperativa. Como señala Messner, estamos más ante un nuevo desorden que ante un nuevo orden mundial internacional basado en la cooperación y en el derecho. ¿Pax Americana o Estado de Derecho Internacional? rezaba el título de un seminario organizado por la Fundación Ebert. El hecho de que la Administración Bush se aparte decididamente del multilateralismo y se vuelva hacia una política hegemónica unilateralista, el replanteamiento de las relaciones euro-americanas, la tendencia al desmontaje del sistema de las Naciones Unidas y la inseguridad sobre el futuro papel de Rusia y de China… caracterizan las graves tendencias de la política mundial a comienzos de siglo.
No se trata sólo, pues, de democratizar las instituciones multilaterales las cuales adolecen obviamente de un claro déficit de legitimidad democrática que es necesario llenar mediante el reconocimiento creciente del rol de las ONGs y mediante reformas internas que procuren mayor simetría a la presencia de los Estados. Este aspecto fue ya tratado valiente y satisfactoriamente en el capítulo 5 del informe del PNUD del año 2002 y es objeto de numerosas iniciativas en el ámbito internacional. Pero la reforma y hasta la democratización de los organismos multilaterales tendría un sentido muy limitado y hasta contradictorio si triunfa el proyecto de gobernanza global desde el unilateralismo hegemónico que sólo aceptaría un multilateralismo subordinado.
La gran cuestión está en saber si podemos contribuir a la construcción de una gobernabilidad global cooperativa, que incorporaría con plena sentido el tema de la democratización, la cual, siguiendo a Messner , se expresaría en una nueva arquitectura institucional caracterizada por:
(1) Una arquitectura policéntrica fruto del convencimiento de que cualquier intento que ignore el policentrismo del mundo global está condenado al fracaso. Esto concierne directamente a la relación transatlántica. Hoy los Estados Unidos se orientan cada vez más a un “unilateralismo global” y al concepto del “hegemón benevolente” “actuando como si el mundo fuera unipolar”, tal como señala Huntington. Esto coincide hasta ahora con la incapacidad de la UE y de otros actores políticos para colocar al lado de Estados Unidos un poder comparable y tomar iniciativas de política mundial.
(2) La gobernabilidad global depende de diversas formas y planos internacionales de coordinación, cooperación y toma de decisión colectiva. Las organizaciones internacionales se hacen cargo de esa función coordinadora y colaboran en la formación de puntos de vista globales. Los regímenes traducen la voluntad de cooperar en disposiciones normativas obligatorias. De los retazos de iniciativas sectoriales pueden desarrollarse progresivamente un tapiz de estructuras de cooperación.
(3) La gobernabilidad global no se restringe, pues, a más multilateralismo en el plano global. Muchos problemas requieren respuestas políticas en diferentes esferas de acción, a lo largo del nuevo eje de gobernabilidad local-global.
(4) La gobernanza global convierte la percepción tradicional de la soberanía en una reliquia anacrónica de un mundo de estados que ya no existe más. El imperativo de la cooperación exige renuncias a la soberanía que los efectos de la globalización ya habían impuesto. Para ser capaces de cooperar, también las grandes potencias deben conformarse con “soberanías divididas” que –como los muestra la Unión Europea- pueden originar no una pérdida, sino una ganancia de capacidad de acción y solución de problemas y mayor peso político mundial.
(5) La gobernanza global exige una reforma institucional en profundidad del aparato estatal porque todas las esferas de la política –también la política interna que se ocupa de la seguridad nacional, la política de inmigración y de asilo- están insertas en contextos globales. Es necesario reunir competencias normativas sectoriales aisladas en redes normativas eficientes, pero también reorientar las esferas de las políticas de cada estado hacia una mayor coordinación.
(6) La gobernanza global no es, por lo tanto, un proyecto en el que sólo participan los gobiernos y las organizaciones internacionales. En muchos casos se requiere la colaboración de actores privados. La política tiene crecientemente lugar en estructuras en red horizontales y verticales. En muchas políticas específicas las ONGs tienen una función consultora, correctiva y de participación irremplazable.
(8) Finalmente, la gobernabilidad global cooperativa tiene como condición lo que Kant pedía ya en sus primeros tres artículos cruciales sobre la paz perpetua: primero, una paz garantizada a largo plazo sólo puede surgir en y entre estados constitucionales; segundo, la política mundial ciertamente no necesita ningún estado mundial rector sino la fuerza reguladora de un derecho de gentes obligatorio; tercero, la naciente sociedad mundial debe construirse sobre una “constitución cosmopolita” con “derechos cosmopolitas”, es decir, sobre el fundamento común de los derechos humanos universales.
1.3. Fortalecer la acción exterior de los estados
La globalización está produciendo, en efecto, que todas las políticas internas sean o estén teñidas de internacionalidad. Los Ministerios de Asuntos Exteriores pierden su monopolio tradicional sobre la acción exterior del estado; los Presidentes se involucran cada vez más en política exterior y de hecho la dirigen; los Ministros de línea desarrollan sus propias redes internacionales; numerosos agentes descentralizados y no gubernamentales hacen lo propio. En este contexto, se hace necesario, en primer lugar, replantear el papel, la capacidad institucional y la organización de los Ministerios de Asuntos Exteriores.
El primer riesgo a conjurar es la fragmentación de la acción externa del estado, dada la inevitabilidad del incremento del número de actores internos participantes en la misma. Para ello es necesario mejorar drásticamente la coordinación interna de la acción exterior. Para ello la experiencia internacional aconseja establecer o fortalecer mecanismos eficaces de coordinación que pueden responder a muy diversos modelos.
Quizás lo más urgente sea crear o fortalecer la capacidad central necesaria para gestionar las interconexiones políticas que resultan de la globalización. Entre otras cosas se ha de poder proveer a los responsables de las distintas políticas sectoriales de una percepción fundada de las ramificaciones internas e internacionales de sus decisiones sectoriales. Para ello deberá adoptarse una visión estratégica y a largo plazo de los intereses y prioridades exteriores, centrándose sólo en el seguimiento y apoyo de las políticas directamente referidas a los mismos. El que este rol de coordinación sea jugado por los Ministerios de Asuntos Exteriores mediante una red que los vincule con la Presidencia y los Ministerios de Economía, Hacienda e Interior al menos, o que, alternativamente, sea asumido por una unidad situada en la Presidencia, resulta ya un tema debatible que deberá resolverse pragmáticamente en cada caso. Tampoco aquí hay modelo indiscutible.
La disminución de soberanía que la globalización conlleva puede ser compensada con la oportunidad que la misma abre para influir en los demás países y en el orden global resultante. Pero para lograr esta influencia hace falta superar la mera presencia y conseguir representación e involucramiento regular en las deliberaciones internacionales. Ahora bien, como los estados no pueden pretender involucrarse eficazmente en todo y a la vez, deberán por ello desarrollar la capacidad de establecer objetivos y prioridades estratégicas. Sobre esta base podrán definir fundadamente los ejes de su participación en los foros internacionales partiendo de una mejor conceptuación los intereses nacionales en relación a determinados eventos internacionales. Cuando no se tiene fuerza suficiente, ganar influencia pasa por la credibilidad internacional y ésta sólo se consigue con consistencia política y coherencia interna.
La credibilidad e influencia internacional se acrecienta cuando los demás estados perciben que un gobierno sabe lo que dice y tiene voluntad y autoridad de cumplir lo que promete. La habilidad de un gobierno para fundamentar sus compromisos en base a un cuerpo de principios y prioridades nacionales puede también ayudar a mejorar su credibilidad internacional y a la construcción de los consensos internos para aplicar los compromisos. Todo ello exige la capacidad de desarrollar un marco de referencia para la acción exterior que, al menos, defina o garantice:
• los objetivos de la política y la acción exterior en cada uno de los foros;
• las competencias y limitaciones de las instituciones y procesos involucrados;
• los medios a través de los que el Gobierno nacional participará e influirá en las decisiones internacionales;
• la gestión de las relaciones continuas entre los actores internos clave y en especial del flujo de información y de los procedimientos de resolución de conflictos entre ellos (especialmente entre los Ministros y la unidad central de coordinación);
• la consistencia con los objetivos y políticas nacionales afectadas; la compatibilidad constitucional y legal.
La globalización mejora también las oportunidades de compartir con los colegas de otros países que están viviendo los mismos problemas. La emergencia progresiva de redes y de organizaciones facilitadoras de las mismas permite multiplicar los contactos, compartir experiencias y fortalecer el proceso de aprendizaje. La globalización significa también que los gobiernos podrán apoyarse en la experiencia de otros países para formular e implementar sus propias políticas. Esto no tiene nada que ver con copiar o importar. Exige el desarrollo de una capacidad política y gerencial ajena a la función pública tradicional, la cual, a juicio de algunos autores, constituye un rasgo destacado de la competitividad nacional.
Todo ello nos lleva a una última y obvia exigencia de la globalización: la redefinición de los conocimientos, actitudes y habilidades requeridos de los líderes políticos y de la función pública. Las habilidades lingüísticas, la sensibilidad multicultural, la capacidad de construcción y manejo de redes; la visión y gestión estratégica; la capacidad de negociar, de construir equipos, de gerenciar la tensión y el conflicto, y, quizás sobre todo, de mantener la credibilidad necesaria para dirigir procesos de experimentación y aprendizaje, resultan aspectos críticos de la reinvención del liderazgo político y de la función pública que requiere nuestro tiempo.
1.4. La parte de la sociedad civil: ¡ciudadana/os de todos los países uníos!
En los albores del tercer milenio un fantasma recorre el mundo: el temor creciente a que nuestras vidas estén siendo conducidas por fuerzas generadas humanamente pero ya fuera de control, la sensación creciente de vulnerabilidad, la respuesta ya mayoritaria en tantas encuestas de que las vidas de nuestros hijos y nietos serán peores. ¿Hay base real para estas sensaciones o se desvanecerá el fantasma como lo hacen las últimas sombras de los comunismos “científicos”?
La verdad es que hoy tenemos más evidencias para nuestras inquietudes de las que tenía Marx para su determinismo histórico. A pesar de saber más sobre las grandes cuestiones del futuro humano, o quizás por ello, percibimos los límites de nuestro conocimiento y aceptamos que vivimos y hemos de tomar decisiones en la incertidumbre. Frente a una catástrofe astral poco podemos hacer. Pero frente a las catástrofes varias –demográficas, ecológicas, económicas, de seguridad, etc.- podríamos y deberíamos hacer mucho. Ahora bien, en un mundo de políticos preocupados por las elecciones y de burócratas preocupados por su supervivencia ¿quién se ocupará de definir los intereses generales de modo que comprendan los de las próximas generaciones? Por otra parte, en un mundo donde la interdependencia creciente ha hecho emerger verdaderos “bienes públicos globales” ¿Cómo podremos construir la gobernanza necesaria para asegurar su provisión efectiva? Esto no es ninguna cuestión técnica: sin la provisión de esos bienes no hay gobernabilidad, volvemos al estado de naturaleza al que están retrotrayéndose tantos Estados fracasados y en riesgo que en un mundo interdependiente amenazan irremediablemente la seguridad de todos.
Podemos apoyarnos en datos e interpretaciones procedentes del Banco Mundial y de la OCDE. Wolfenson, Presidente del BM, va por el mundo y el ciberespacio predicando que los grandes desafíos globales provienen de desequilibrios muy graves, que responden a cadenas históricas de largo ciclo, particularmente agudizados en los años 90. Hoy sabemos que en 2015 habrá 3.000 millones de personas con menos de 25 años, casi todos ellos en los países en desarrollo. También que en los próximos 25 años la población mundial crecerá en unos 1.500 millones de personas, de las cuales sólo 50 millones corresponderán al mundo desarrollado. Esto va a producirse en un mundo hoy de 6.000 millones de habitantes en el que 1.000 millones disfrutan del 80 por 100 del PIB global mientras que otros 1.000 millones viven con menos de un dólar diario.
Frente a estos desequilibrios los gobiernos del mundo respondieron formulando los Objetivos del Milenio. Pero son bastantes los países en los que se está gestando la bomba demográfica que no parece que vayan a alcanzar los Objetivos. Las presiones migratorias y sobre los recursos naturales van a ser muy difíciles de manejar. Entretanto los gobiernos, las transnacionales, muchas ONGs y nosotros mismos corremos frenéticamente impulsados por motivaciones inmediatas. Secamos humedades sin poder ver el río que parece formarse debajo de la casa. Y de este modo sigue el despropósito: los países desarrollados gastan 6 dólares en subsidios agrícolas y 12 en defensa por cada dólar que gastan en cooperación al desarrollo; los países en desarrollo siguen gastando más en defensa que en educación. Las negociaciones comerciales se han bloqueado desde que en Cancún los países pobres plantearon la necesidad de un reequilibrio comercial global. Los países en desarrollo no combaten la corrupción ni construyen la ley y el orden que garantice la seguridad y libertad de la gente. Los países desarrollados no se deciden a construir una arquitectura financiera internacional que impida los “colaterales” tipo tequilazo y ponga a los paraísos fiscales bajo control efectivo. Los países en desarrollo no acaban de articular sistemas regulatorios capaces de liberar y controlar sus mercados financieros…
Pero ¿no estamos en el mejor de los mundos? ¿No hemos aumentado durante los 40 últimos años la expectativa de vida en 20 años y reducido el analfabetismo a la mitad? ¿No nos dice cada año el PNUD que el desarrollo humano agregado no hace sino mejorar? ¿Acaso no vamos bien, mejor que nunca, aunque algunos todavía estén mal? Desgraciadamente estos indicadores no dicen nada de los desafíos que tenemos por delante. El demográfico, combinado con el desarrollo entendido como industrialización, ha producido un nuevo proceso de consecuencias inquietantes e inciertas: el cambio climático.
Donald J. Johnston es el secretario general de la OCDE, el mayor think tank de los países desarrollados, para algunos el intelectual orgánico del neoliberalismo. Según él ya no puede cuestionarse que el cambio climático se está produciendo como consecuencia de las emisiones de CO2. La incertidumbre es sobre a qué ritmo –lento, rápido o abrupto- se está produciendo. Si acertaran los que creen que el cambio está siendo abrupto y que vamos abocados a un caos climático ¡Dios pille confesados a nuestros nietos! viene a decir Johnston que implícitamente reconoce que el mundo no está preparado ni parece querer prepararse para esta eventualidad.
Lo más probable –dice Johnston- es que el cambio climático se esté produciendo a un ritmo que permita que nos adaptemos. Esta es la palabra mágica “adaptación”. La OCDE no se deja aprisionar en los encantamientos de quienes cuestionan los modelos de producción y consumo occidentales. No se cuestionan. Tenemos que adaptarnos. Para ello se proponen dos vías: (1) desacelerar el cambio climático mediante la reducción de emisiones de efecto invernadero, implementando el protocolo de Kioto y haciendo un uso más amplio de tecnologías climáticamente neutras, y (2) la identificación de las áreas en las que la adaptación y la preparación resulten claramente necesarias.
Lo que Johnston tiene en mente cuando habla de “áreas” lo expone claramente: “Ante la evidencia del aumento de condiciones climáticas extremas como la ola de calor que mató a tanta gente mayor en Europa en el verano de 2003, ¿estamos preparados para tratar estos fenómenos? ¿pueden nuestras infraestructuras de producción eléctrica soportar largos período de frío o calor extremos? ¿hemos identificado a las comunidades en grave riesgo de inundaciones? ¿estamos preparados para luchar contra las enfermedades tropicales que invadirán nuestros climas recalentados? ¿podremos cambiar los cultivos agrícolas para adaptarlos a la reducción de precipitaciones en unos lugares y a su intensificación en otros? ¿si los diques no pueden proteger las tierras bajas estamos preparados para acoger refugiados ambientales? ¿estamos preparados para el día en que se detenga la Corriente del Golfo?”
Pero las admoniciones de los Wolfenson y Johnston no acaban de perforar la epidermis de tantos políticos y empresarios del mundo a quienes parece bastarles y sobrarles con la lucha contra el terrorismo y por los mercados globales libres. Los desequilibrios a que alude Wolfenson se curan, a su criterio, con más y mejores mercados y ante el riesgo climático que refiere Johnston parecen pensar que si la tecnología lo ha provocado el progreso tecnológico se encargará de resolverlo. Tiene razón Jaume Curbet cuando recuerda que los poderosos de este mundo viven en una hiperactividad de problemas y deseos que no ofrece espacio para el reposo cultural, es decir, para encontrar sentido a nuestra posición en la vida. Hoy más que nunca los centros de poder están llenos de gente con muchísima formación y poquísima cultura y que no puede comprender esta diferencia.
¿Qué hacer? La verdadera sabiduría estriba siempre en responder esta pregunta. Como decía Wittgenstein sólo ha entendido el que ya sabe qué hacer. Necesitamos propuestas para la acción porque “otros mundos son posibles” y necesarios. Las elecciones –se dice- siempre se ganan o se pierden por cuestiones locales. Pero esto es cada vez menos cierto. Sabemos que el mundo de nuestros hijos y nietos está comprometido, que la sostenibilidad de la vida humana sobre el planeta está comprometida por procesos que nosotros mismos hemos provocado y que hoy se expresan en gravísimos desequilibrios medioambientales, económicos y sociales. Si no se les enfrenta eficazmente vamos a tener problemas y quizás no haya cámaras para contarlos. Los países occidentales que más se han beneficiado con la globalización no pueden dejar al resto del mundo a la suerte de mercados muy imperfectos y de una cooperación miserable. El 11S y el 11M recuerdan que ya no puede haber paz y seguridad interior sin el horizonte de un orden internacional legítimo.
El mundo global ya no se puede controlar desde las fronteras de los estados por más que se agrupen en una OTAN renovada. El gran proyecto de nuestro tiempo es construir una gobernanza multilateral que haga que la globalización sea viable social, económica y medioambientalmente. Cada vez que la humanidad ha vivido cambios de la envergadura de los presentes ha tenido que revisar sus sistemas de gobernación. Los Estados siguen siendo necesarios pero sus roles y capacidades tienen que cambiar drásticamente. Los gobiernos descentralizados asumen relevancia local y a veces internacional. Las estructuras multilaterales debidamente reformadas resultan imprescindibles para proveer los bienes públicos globales sin los cuales la globalización podría convertirse en el sueño de la razón.
En absoluto se trata de crear un Estado mundial. Basta con crear la gobernanza necesaria para proveer seguridad y estabilidad internacional, un orden legal internacional efectivo, un sistema económico mundial abierto e inclusivo, un sistema de asistencia y protección de aquellos países o grupos que aún no pueden valerse por sí mismos… ¡Ahí es nada!
Los Estados triunfaron como formas de gobernación porque fueron capaces de proveer determinados bienes públicos mejor que sus otras formas alternativas y concurrentes (orden feudal, pequeñas ciudades-estado). Procuraron, en primer lugar, la seguridad de sus súbditos, sin la cual no puede florecer ningún tipo de libertad y, además, fueron generando una identidad compartida que se superpuso a las querellas de las identidades locales y la alimentó con nuevas querellas frente a otros Estados e identidades. Proveyeron un sistema legal sobre el que asegurar una cultura de los derechos. Con el paso del Estado absolutista al Estado liberal garantizaron gran parte de las libertades económicas, civiles y algunas sociales de que hoy gozan los países desarrollados. Sobre esta base se construyeron en Occidente las libertades políticas que hoy fundamentan las democracias mejor asentadas. Ciertamente, no ignoramos que este no es el proceso seguido por lo general en América Latina y en otras regiones del mundo. Pero nos vale para remarcar que una forma de gobernación –el Estado en este caso- se justifica por ser capaz de asegurar la cohesión y supervivencia social más eficazmente que otras.
Hoy no nos bastan los Estados ni un multilateralismo que dependa sólo o fundamentalmente de ellos. Si no somos capaces de construir una gobernanza que provea los bienes públicos globales seguiremos luchando contra los síntomas (terrorismo, drogas, tráfico humano, crimen organizado, degradación medioambiental, enfermedades infecciosas, tormentas financieras, corrupción…) sin comprender ni atacar las causas. Es más corremos el riesgo de abordar estos síntomas desde los intereses locales y nacionales y no desde el horizonte de un orden global legítimo, con lo que al final hasta podemos agravar estos mismos procesos. De hecho ya está ocurriendo así. Por ejemplo, el tema de los Estados fracasados o en riesgo es tratado como afectando la seguridad nacional norteamericana no a la global; la cooperación al desarrollo es vista demasiadas veces como otra forma de desarrollar los intereses nacionales en el exterior; la lucha contra el narcoterrorismo se plantea exclusivamente como eliminación de la producción y las redes de comercialización de las drogas; la guerra de Irak se hace para eliminar supuestas armas de destrucción masiva y se justifica después para eliminar a un déspota cruel e implantar ¡un sistema democrático!… ¿Podrán comprender alguna vez tantos ciudadanos estadounidenses y europeos el daño que todo esto ha hecho al por lo demás necesario liderazgo occidental en la construcción de gobernanza global? Sin un rápido cambio de los liderazgos y de su orientación en el sentido que ya se ha producido en España las perspectivas de la gobernanza global están seriamente cuestionadas.
Ciudadanas de todos los países, ¡únanse! Ustedes que son más como la tierra, que como madres pueden concernirse más por la suerte de sus hijos y nietos, que como ciudadanas se sienten más impresionadas por la humanidad que por los egotismos que aprisionan a los hombres y los Estados, ustedes deben mostrarnos el camino de la sensibilidad y la verdadera fuerza. Necesitamos todo esto para empujar la construcción de esa gobernanza global necesaria para la sostenibilidad de la especie en este momento de su evolución. Los hombres somos poca cosa sin la valoración de ustedes. Ejerzan su poder, propio y sobre nosotros. Porque la tarea que tenemos por delante es dura aunque de esas que, si se tiene cultura para comprender, hacen vivir con plenitud.
La gobernanza global no consiste en crear un gobierno mundial ni en fortalecer mucho más las instituciones internacionales existentes. Consiste en fortalecer la coherencia, la eficacia y la legitimidad de las existentes sólo imaginando otras nuevas cuando sea necesario.
La gobernanza global ha de basarse en el imperio de la ley y en un multilateralismo institucionalizado. Los Estados van a seguir siendo actores clave pero ya no exclusivos. La gobernanza global es gobernación multi-nivel que implica todos los niveles de autoridad -debidamente reformados- a lo largo del eje local-global.
La gobernanza global ha de ser participativa reconociendo a los actores no estatales el derecho a jugar un rol efectivo en la toma de decisiones. La construcción progresiva de redes de cuestiones globales específicas puede constituir un canal para esta participación así como para la articulación efectiva de todos los actores implicados.
La gobernanza global ha de ser democrática no sólo por ser participativa sino porque implique más equilibradamente a los Estados y los poderes locales y supranacionales y porque supere los déficits de opacidad e irresponsabilidad que hoy caracterizan a tantas instituciones supra e internacionales. No bastará con reinventar la Asamblea General de Naciones Unidas. Sería necesario caminar hacia una segunda cámara o foro de la sociedad civil si se quiere que las Naciones Unidas no pierdan credibilidad como foro universal.
La gobernanza global no es una utopía de esas condenadas a fracasar al prometer resolver de una vez todos los problemas humanos. Es sólo la construcción de un sistema de gobernación que permita someter a control humano y democrático ese conjunto de fuerzas hoy desembridadas y conducidas hoy desde la pasión del poder y no para el servicio de la gente.
En fin, ciudadanas y ciudadanos del mundo “Entendamos, unámonos y actuemos”.