Libertad democrática y tiranía democrática

¿Es la Libertad un valor universal definidor de la Democracia?

Autor: Joan Prats

En su último artículo, Joan Prats nos habla de democracia, libertad, igualdad y tiranía. Un sutil análisis de conceptos frecuentemente confundidos, partiendo de una base humanística.

Habrá un día entre todos que al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad (José Antonio Labordeta)

Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para pasar después a tiranuelos casi imperceptibles, de todos los colores y razas (Simón Bolívar)

En las democracias europeas que nunca vivieron ni apreciaron la libertad cada paso que dan hacia la igualdad les acerca inexorablemente al despotismo. El gobierno se concentrará cada vez más en una persona que evitará que su voluntad tenga que ser sancionada por ningún otro poder. “No pudiendo pasarse sin jueces quiere al menos escogerlos él mismo y tenerlos siempre en su mano. Entre él y los ciudadanos colocará un simulacro de justicia…” (Alexis de Tocqueville).

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida (Miguel de Cervantes)

Me voy porque estoy persuadido de que, a la larga, debe Bolivia incendiarse, y yo no quiero ser la víctima, cuando conociendo las causas, veo que es imposible el remedio (Antonio José de Sucre).

Las cadenas de la tiranía sólo atan las manos y las bocas; es la mente la que nos hace libres o esclavos. Si no guardas tu libertad interior ¿qué otra libertad esperas poder tener? (Franz Grillparzer).

Para reedificarnos como humanos tendremos que volver a levantar, humildemente, a ras de tierra y para todos, el edificio de la libertad (Luis Rosales en Cervantes y la Libertad).

Para defender la igualdad no es necesario ser demócrata

Creer en la igualdad no significa necesariamente valorar la libertad. Tocqueville, el lúcido analista de las revoluciones francesa y norteamericana, al contrastar ambas, ya observaba que “los franceses piden reformas pero no libertad” y que no es lo mismo “odiar al amo que amar a la libertad”.

Podemos creer y comprometernos determinadamente con la igualdad sin necesidad de ser demócratas. Desde Platón a Fidel Castro hay una larga historia del pensamiento y la acción despótica o tiránica que argumenta que el mejor de los gobiernos al servicio de la igualdad es el de los guardianes, tutores o vanguardias. Hasta bien avanzado el siglo XX estos argumentarios y los correspondientes regímenes políticos totalitarios o autoritarios dominaron la escena mundial. De hecho, hasta finales del siglo XX la democracia, contemplada en términos mundiales, fue un sistema minoritario.

Los demócratas siempre contrapusieron a los argumentos “platónicos” la distinción entre el conocimiento y el poder. El primero se encuentra, en efecto, desigualmente distribuido y el buen gobierno debe procurar que su posesión esté abierta a los más y que los profesionales del Estado estén entre sus poseedores. Pero, para los demócratas, el conocimiento nunca es un título que pueda legitimar el acceso y el ejercicio del poder. El poder tiene una sustancia diferente a la del conocimiento y debe pertenecer al pueblo. El buen gobierno democrático requiere desde luego de los expertos pero, en democracia, los no expertos (el pueblo y sus representantes) dirigen a los expertos.

La revolución “humanista” de los demócratas

Los demócratas llegaron a estas conclusiones partiendo no sólo de la creencia en la igualdad intrínseca de todos los seres humanos sino de la igual capacidad de todos los seres humanos para formarse juicios razonados sobre los intereses comunes y participar en la toma de decisiones políticas. En esto último, y no sólo en la afirmación de la igualdad, consiste la revolución “humanista” de los demócratas.

Cuando decimos que los humanos somos iguales es evidente que no estamos formulando un juicio de hecho (pues es evidente que somos desiguales) sino un juicio moral sobre los seres humanos: queremos decir que “el bien de cada ser humano es intrínsecamente igual al bien de cualquier otro”, que “la vida, la libertad y la felicidad de cada persona no es intrínsecamente superior o inferior a la vida, la felicidad o la libertad de cualquier otra”, que debemos tratar a todas las personas como si poseyeran una igual pretensión a la vida, la libertad, la felicidad y otros bienes e intereses fundamentales” y que “al adoptar decisiones el gobierno democrático debe dotar de una igual consideración al bien, a los intereses de cada persona vinculada por tales decisiones”.

El concepto democrático de la igualdad humana no termina aquí: comprende, además, la creencia de que “nadie está tan definitivamente mejor cualificado que otro para dotar a alguien –formalmente o de hecho- de autoridad completa y final sobre los asuntos comunes. La democracia se apoya en la presunción de autonomía personal, es decir, en la creencia de que toda persona adulta es capaz de enjuiciar no sólo lo que más conviene a sus interés sino de participar fundadamente en la toma de decisiones sobre los intereses de todos. Por eso, los demócratas han rechazado tanto que ningún humano pueda ser instrumento de la vida de otro (cada vida es un fin en sí misma) como que el “común” pueda ser gobernado por guardianes, vanguardias o tiranos más o menos benevolentes.

Pero se puede ser demócrata sin valorar la libertad

Históricamente existen casos de organización política con igualdad pero sin libertad. Piénsese, por ejemplo, en Esparta en relación a Atenas. Esparta –excluidos los esclavos y las mujeres- era una “polis igualitaria”. Sus ciudadanos tenían el mismo derecho y deber de participación política y se educaban duramente en la adquisición de las “virtudes” necesarias para la participación. Pero se trataba de una sociedad sin libertades. Los viejos usos y costumbres y las leyes de Licurgo predeterminaban “el” modelo de vida buena, imponían los detalles de la buena vida humana respecto de la que no admitían “desviaciones”. Los itinerarios vitales, individuales y colectivos, estaban preescritos y nadie podía pretender ser el autor de su propia biografía ni contribuir a reescribir o mejorar la vida de todos. Era una comunidad cerrada donde la armonía y la convivencia se conseguían a base de negar la libertad personal, el pluralismo de la sociedad y, consiguientemente, la inevitabilidad de los conflictos entre los diversos modos de entender la vida buena. Esparta fue un sistema igualitario, participativo y por momentos heroico. No ha pasado, sin embargo a la historia por su libertad y creatividad. Nadie tampoco cree hoy que Esparta haya sido una democracia.

Atenas, sin embargo, se fundó sobre la igualdad y la libertad. Queriéndose libre tuvo que reconocerse como plural y diversa. Palas Atenea y Solón no impusieron ningún modelo de vida buena sino que ampararon y protegieron la libertad de todos. Las instituciones atenienses constituyeron un “orden de la libertad” y no “una organización de la vida” (fueron nomos y no taxis). Por eso las “virtudes” necesarias para ser buen ciudadano en Atenas eran muy diferentes a las exigidas por la buena ciudadanía en Esparta. Saber vivir en libertad, incluida la participación igual en la vida política, tiene poco que ver con la participación política igual en comunidades cerradas, gobernadas por usos y costumbres rígidas, negadoras del pluralismo y condenadoras de todo modo de vida que no sea el predeterminado. Saber vivir en libertad siempre ha exigido enormes grados de responsabilidad moral pues sin ella es imposible la autonomía personal y el control de la propia vida. Ha sido Atenas –a pesar de la exclusión de los esclavos y de las mujeres- la que ha pasado a la historia de la democracia.

La democracia siempre ha sido lucha contra la tiranía

La historia está llena de tiranías que pretendieron envolverse en ropajes democráticos. Pero los demócratas siempre supieron leer más allá de las apariencias formales y descubrir la tiranía en la concentración personal u oligárquica del poder del pueblo. Una lección de la historia que todos los que, incluso en un marco formalmente democrático, consiguen la concentración del poder tenderán a convertirse indefectiblemente en déspotas valiéndose de la corrupción, el nepotismo, la promoción de los intereses de grupo, la generación de fraccionalismos artificiales, la captura de las rentas del Estado y su manejo discrecional, la invención de amenazas externas y conspiraciones internas, el monopolio del poder coercitivo del estado para eliminar la crítica, el amedrentamiento y la coerción…

La democracia siempre ha sido lucha contra los tiranos de toda laya. En su tiempo fue la lucha contra la monarquía absoluta y el poder dogmático y los privilegios de la iglesia católica. Fue también después la lucha contra la restricción liberal de los derechos políticos y su negativa a aceptar los derechos económicos y sociales. Fue más tarde también la lucha contra los totalitarismos de izquierdas y de derechas. Como es hoy la lucha de los demócratas contra las nuevas amenazas que para la libertad representan la concentración del poder en actores transnacionales fuera de control o los nuevos despotismos que están emergiendo de procesos formalmente democráticos.

Cuando se considera a la libertad como un fin irrenunciable de la democracia, como un bien en sí y no sólo de valor instrumental, los demócratas hacen suyas todas las prevenciones levantadas contra la concentración del poder. “El poder tiende a corromperse; el poder absoluto corrompe absolutamente” (Lord Acton, 1887). O la aún más sutil observación de William Pitt cien años antes: “el poder ilimitado es proclive a corromper las mentes de quienes lo poseen”. Benjamín Franklin llamó a cuidarnos de las dos pasiones de los hombres que amenazan la buena conducción de los asuntos públicos: “el amor al poder y el amor al dinero”. George Mason puntualizó que “dada la naturaleza del hombre, podemos estar seguros de que aquellos que tienen el poder en sus manos… siempre… en cuanto puedan… lo acrecentarán”.

Bolívar participaba de este amor a la libertad sin el cual, para él, no podía haber el “gobierno perfecto” que vio tan próximo a la revolución democrática norteamericana. Pero como lo consideraba inviable en nuestras “naciones de aire” (precisamente por la falta de ciudadanía virtuosa que consideraba la principal y más nefasta herencia del absolutismo colonial) defendió para las nacientes repúblicas modelos constitucionales basados en la concentración y la continuidad del poder. La grandeza intelectual y moral de Bolívar, que lo distingue de tantos de sus supuestos seguidores, es que comprendió los peligros que esto comportaba. Por un lado nos advirtió contra la peligrosa “continuación de la autoridad de un mismo individuo” pues “el pueblo se acostumbra a obedecerle y él a mandarlo, de donde se origina la usurpación y la tiranía”. Por otro, la conciencia de estos riesgos le interrogará toda su vida: “¿Qué virtudes es preciso tener para poseer una inmensa autoridad sin abusar de ella? ¿Puede tener interés ningún pueblo en confiarse a un solo hombre?”. La respuesta de los demócratas es clara: ningún hombre puede autoatribuirse tales virtudes; ningún pueblo debe confiar su libertad a un solo hombre.

Años antes, en 1776, Thomas Jefferson, al escribir las primeras palabras de la Declaración de Independencia, daba los fundamentos del derecho de rebelión frente a toda tiranía: “Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres nacen iguales; que a todos les confiere su creador ciertos derechos inalienables entre los cuales están la vida, la libertad y la consecución de la felicidad; que para garantizar esos derechos, los hombres instituyen gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tienda a destruir esos fines, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, a instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en aquella forma que a su juicio garantice mejor su seguridad y su felicidad”.

¿Democracia sin Libertad? La mirada de Tocqueville

En la duodécima edición a La Democracia en América, Tocqueville declara que “según que tengamos la libertad democrática o la tiranía democrática, el destino del mundo será diferente”. ¿Tiranía democrática? ¿No es esto una contradicción en los términos? Como se sabe, Tocqueville interpretaba la historia humana como un avance incontenible hacia la igualdad de condiciones. A este proceso histórico lo llamó “democratización”. Pero el avance hacia la igualdad de condiciones –remarcaba- no es necesariamente un avance hacia la libertad. El avance hacia las condiciones de la igual libertad de todos los humanos le pareció que debía ser el horizonte moral que los demócratas debían dar a la historia. Universalizar la libertad humana requeriría desde luego luchar por la igualdad de condiciones; pero no es verdad lo inverso.

“No me fío del espíritu de libertad que parece animar a mis contemporáneos” –escribía Tocqueville- “bien veo que las naciones de nuestros días son turbulentas, pero no descubro claramente que amen la libertad…”. A quienes quieren detener el avance de la humanidad hacia la igualdad de condiciones les anuncia su fracaso: “todos los que intenten apoyar la libertad en el privilegio y la aristocracia, tendrán poco éxito y lo mismo acontecerá a los que quieran atraer y retener la autoridad en el seno de una sola clase”. Nadie será en nuestro tiempo –sigue diciendo- “capaz de mantener instituciones libres si no toma la igualdad por primer principio y por símbolo”. “Es preciso, pues, que todos nuestros contemporáneos que quieran crear o asegurar la libertad y la dignidad de sus semejantes, se muestren amigos de la igualdad. De esto depende el éxito de su santa empresa, pues no se trata de reconstruir una sociedad aristocrática, sino de hacer salir la libertad del seno de la sociedad democrática…”.

Tocqueville contempla con esperanza e inquietud el avance de la democracia: “los pueblos democráticos tienen un gusto natural por la libertad… la buscan, la quieren y ven con dolor que se les aleje de ella. Pero tienen por la igualdad una pasión ardiente, insaciable, eterna e invencible; quieren la igualdad en la libertad, y si así no pueden obtenerla, la quieren hasta en la esclavitud; de modo que sufrirán pobreza, servidumbre y barbarie, pero no a la aristocracia”.

Las democratizaciones producen –según él- dos tendencias: “la primera conduce directamente a los hombres hacia la libertad y puede de repente impulsarlos hacia la anarquía; la segunda los lleva por un camino más largo, más secreto, pero más cierto, hacia la esclavitud. Los pueblos ven fácilmente la primera y la resisten; mas se dejan arrastrar por la otra sin verla; es, pues, muy importante darla a conocer”.

Los riesgos para la libertad –sigue Tocqueville- proceden de la tendencia de todas las democracias a concentrar el poder con el fin de promover y garantizar la igualdad. Un poder centralizado, autoproclamado como el único representante y depositario de la soberanía popular, que se ofrece a la gente como el instrumento para salvar la propensión al desorden a la vez que el procurador de servicios de beneficiencia universal… Un poder que no se presentará como tirano sino como hermano y tutor. “La opresión de que están amenazados los pueblos democráticos no se parece a nada de lo que ha precedido en el mundo… las voces antiguas de despotismo y tiranía no le convienen. Es algo nuevo”…

“Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan sus almas….

Sobre ellos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir.

De este modo, hace cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío, encierra la acción de la libertad en un ámbito más estrecho y quita poco a poco a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo. La igualdad prepara a los hombres para todas estas cosas, los dispone a sufrirlas y aun frecuentemente a mirarlas como un beneficio.

Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más creativos y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce en fin a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante.

Siempre he creído que esa especie de servidumbre arreglada, dulce y apacible cuyo cuadro acabo de presentar, podría combinarse mejor de lo que se imagina con alguna de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería imposible establecerse a la sombra misma de la soberanía del pueblo…

Las políticas que pretendan que la libertad democrática acabe ganando el pulso a la tiranía democrática deben actuar en diversos frentes. Uno imprescindible es la defensa de la independencia, fortaleza y prestigio del poder judicial. Los jueces tienen que convertirse en defensores de la libertad individual, especialmente de los más aislados y débiles. “Los derechos e intereses de los particulares se hallan siempre en peligro si el poder judicial no crece y se extiende a medida que las condiciones se igualan”.

Pero la política de la libertad democrática no puede basarse sólo en el reconocimiento de derechos humanos garantizados por los jueces, pues la tiranía democrática puede acabar reduciendo el poder judicial a su mero instrumento. Para que funcione efectivamente un sistema democrático de frenos y contrapesos, Tocqueville considera necesario combatir la centralización administrativa mediante la creación de poderes territoriales municipales y regionales basados en la representación popular y el sufragio universal.

Para evitar el riesgo de la tiranía democrática es necesario, además, no sólo reconocer y promover la ciudadanía individual sino también auténticas asociaciones civiles estructuradas democráticamente en su interior, únicas capaces de compensar la soledad, el aislamiento y la impotencia de los individuos frente al poder reforzado del Leviatán democrático. Y, sobre todo, a juicio de Tocqueville, es necesaria la defensa apasionada de la libertad de prensa:

“En nuestros días un ciudadano a quien se oprime no tiene más que un medio de defensa, que es el de dirigirse a la nación entera, y si ella no le escucha, al género humano; y no hay sino un medio de hacerlo, que es la prensa. Por eso la libertad de prensa es infinitamente más preciosa en las naciones democráticas que en todas las demás; sola, cura la mayor parte de los males que la igualdad puede producir. La igualdad aísla y debilita a los hombres; pero la prensa coloca al lado de cada uno de ellos un arma muy poderosa, de la que puede hacer uso el más débil y aislado. La igualdad quita a cada individuo el apoyo de sus vecinos, pero la prensa le permite llamar en su ayuda a todos sus conciudadanos y semejantes. La imprenta ha apresurado los progresos de la igualdad, y es uno de sus mejores correctivos.

Creo que los hombres que viven en los regímenes aristocráticos pueden, en rigor, pasarse sin libertad de prensa, pero no los que habitan en países democráticos. Para garantizar la independencia personal de éstos no confío en las grandes asambleas políticas, en las prerrogativas parlamentarias, ni en que se proclame la soberanía del pueblo. Todas estas cosas se concilian hasta cierto punto con la servidumbre individual; mas esta esclavitud no puede ser completa, si la prensa es libre. La prensa es, por excelencia, el instrumento democrático de la libertad.”

Libertad, ¿valor occidental o valor universal?

Al final de su obra, Tocqueville confiesa que “habiendo llegado al término de mi carrera… me siento lleno de temores y de esperanzas. Veo grandes peligros que es posible conjurar… Para que las naciones democráticas sean honradas y dichosas basta que quieran serlo… No ignoro que muchos piensan que los pueblos nunca son dueños de sus acciones… Pero éstas son falsas y fútiles doctrinas que no pueden jamás dejar de producir hombres débiles y naciones pusilánimes; la Providencia no ha creado el género humano ni enteramente independiente, ni completamente esclavo. Ha trazado, es verdad, alrededor de cada hombre, un círculo fatal de donde no puede salir; pero, en sus vastos límites, el hombre es poderoso y libre. Lo mismo ocurre con los pueblos. Las naciones de nuestros días no podrían impedir que en su seno se avance hacia la igualdad; pero depende de ellas que la igualdad las conduzca a la servidumbre o a la libertad, a las luces o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria.”

Llegados a este punto, hoy oímos con frecuencia que esta conexión de la democracia con la libertad se corresponde con sólo uno de los conceptos o modelos existentes de democracia, de matriz y raíz liberal y occidental. Pero se trata de un profundo error. Hoy ya nadie defiende que las que en su tiempo y en los países del socialismo real se llamaron “democracias populares” fueran verdaderas democracias. El Partido Comunista Chino sigue teniendo sus propias ideas sobre la “democracia china”, que nada tienen que ver con la libertad, y nadie salvo los aduladores del régimen cree que tengan algo que ver con la democracia. Pero como la democracia tiene prestigio en todas las culturas del mundo, los nuevos déspotas la envuelven en tradiciones nacionales para separarlas del “modelo imperialista occidental” sacrificando siempre en la operación los valores de la libertad. Toda esta nueva línea de ataque al humanismo democrático olvida dos cosas: la primera y más importante es que la defensa de la libertad no es un valor occidental sino universal; la segunda es que en occidente existen no sólo tradiciones profundamente antidemocráticas sino muy diversas tradiciones democráticas portadoras de conceptos de libertad y de sistemas institucionales bien diferentes.

Me ha impresionado un breve libro de Amartya Sen que no puedo dejar de recomendar (El Valor de la Democracia, 2006, editorial El Viejo Topo). Poco después de ganar el premio Nobel de economía, en 1999, publicó El Desarrollo como Libertad, donde compendiaba sus aportaciones a la teoría social, sobre todo reelaborando la idea de desarrollo y conectándola al valor y a las instituciones de la libertad. Pero en el 2006 su objetivo es otro: enfrentar, por una parte, a quienes desde occidente ignoran las tradiciones democráticas del resto del mundo y, por otra, a quienes desde el resto del mundo acusan a la “libertad democrática” de ser sólo la forma occidental de la democracia.

Amartya Sen rastrea en las culturas africanas, chinas, islámicas, indias o japonesas los antecedentes de la participación igual y libre en la formación de lo que Rawls ha llamado la razón deliberativa. Son numerosos los testimonios que aporta y que sin duda pueden ampliarse. Especial mención me merece el que se encuentra en la autobiografía de Nelson Mandela, El Largo Camino hacia la Libertad, en el que Mandela relata la gran impresión que le produjo la naturaleza profundamente democrática de la toma de decisiones en su comunidad originaria –en la que él tenía un rango destacado que abonó su voluntad hacia algo grande y exigente-. Allí –nos cuenta- la democracia se fundamentaba en la autonomía de los individuos y “el fundamento de la autonomía estribaba en que todos los hombres tenían la libertad de expresar sus opiniones, las cuales contaban con el mismo valor, de acuerdo con la igualdad que tenían como ciudadanos”.

El largo camino hacia la libertad de Mandela comenzó, pues, en casa; pero nunca se cerró a las ideas exógenas de occidente por el mero hecho de ser occidentales. Su valoración de la libertad individual llegó a constituir el fundamento de su resiliencia durante los 27 años de prisión. Nada lo manifiesta mejor que su adopción del poema Invictus para cultivar a diario su fortaleza interior y su espíritu de elevación sobre miedos, rencores y miserias.

Invictus es un poema escrito en 1875 por William Ernest Henley, que Mandela hizo suyo (como pueden hacerlo todos los que en el mundo quieren resistir sin degradarse a las circunstancias más adversas, duraderas e injustas). De una belleza melancólica, victoriana, marmórea, impresionante, sobrecogedora, el poema es un canto a la fe, a la libertad y a la resistencia humana cuando se enfrentan los momentos más desoladores, solitarios y terribles. No es de extrañar que fuera escrito por un poeta inglés que de niño estuvo condenado a la enfermedad y la minusvalía; no es de extrañar que este poema le sirviera de guía y consuelo espiritual a Nelson Mandela mientras estaba encarcelado y era humillado y vejado por sus ideas, por su compromiso ético y político con los suyos y, quizás sobre todo, consigo mismo.

Out of the night that covers me,
Black as the Pit from pole to pole,
I thank whatever gods may be
For my unconquerable soul. –
In the fell clutch of circumstance
I have not winced nor cried aloud.
Under the bludgeonings of chance
My head is bloody, but unbowed. –
Beyond this place of wrath and tears
Looms but the horror of the shade,
And yet the menace of the years
Finds, and shall find me, unafraid.
It matters not how strait the gate,
How charged with punishments the scroll,
I am the master of my fate;
I am the captain of my soul.


Más allá de la noche que sobre mi se cierne
negra como el abismo que va de polo a polo
doy gracias a lo que puedan ser los dioses
por mi alma inconquistable.
Caído en las garras de las circunstancias
no he pestañeado ni soltado un grito.
Bajo las golpizas del azar
mi cabeza ensangrentada sigue erguida.
Más allá de este lugar de lágrimas e ira
yacen los horrores de la sombra
pero la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa cuán estrecho sea la reja
cuán cargada de castigos la sentencia.
Soy el amo de mi destino;
soy el capitán de mi alma.

Y es que, como Kwame Anthony Appiah ha argumentado, “la descolonización ideológica está destinada a fracasar si rechaza tanto la tradición endógena como las ideas exógenas por el mero hecho de proceder de occidente”. Quien olvida sus tradiciones diluye desde luego su identidad y desvanece su fuerza; pero quien se bunqueriza en sus tradiciones sólo construye la coartada de sus afanes totalitarios y llevará a su gente a la extinción. No todo lo viejo es bueno como tampoco lo es todo lo nuevo. La clave para avanzar hacia mejores niveles de humanidad no está en la conservación sino en la comunicación entre culturas y civilizaciones y sobre todo en el reconocimiento en cualquiera de ellas, allí donde se hallen, de valores universales. Pero ¿qué son valores universales?

La libertad en las tradiciones culturales no occidentales

Amartya Sen nos recuerda que cuando Mahatma Gandhi proclamaba el valor universal de la no-violencia no estaba discutiendo la aceptación en todo el planeta de esta noción sino sólo que la gente disponía de buenas razones para considerarla algo valioso. De forma parecida, cuando Rabindranath Tagore defendió la “libertad de pensamiento” como valor universal, no pretendía la aceptación universal de su alegato, sino más bien el hecho de que todos tenían alguna razón para aceptarlo.

Frente a la tesis de los “valores asiáticos” según la cual las tradiciones culturales asiáticas dan mayor valor a la disciplina que a la libertad política y, en consecuencia, en estos países la libertad democrática debería ser menor, Amartya Sen argumenta que esta tesis no se sostiene cuando se mira sin prejuicios y en su pluralismo interno las tradiciones de India, Oriente Medio, Irán y otras regiones de Asia.

Las tradiciones de estos grandes países que comprenden más del 60 por 100 de la población mundial no son monolíticas sino plurales. Aunque Confucio es el autor más citado cuando se quiere avalar la tesis de los “valores asiáticos”, lo cierto es que no constituye la única influencia intelectual ni siquiera en Asia del Este. En China, Corea o Japón existe una antiquísima y generalizada tradición budista de más de mil quinientos años, además de una considerable presencia cristiana. En ninguna de estas culturas existe un culto homogéneo al orden que se sitúe por encima de la libertad.

“El mismo Confucio recomendaba no prestar una lealtad ciega al Estado. Cuando Tzu Lu, gobernador de She, le pregunta “cómo servir al príncipe”, Confucio le responde con unas palabras que todos los aduladores de los tiranos deberían meditar: “dile la verdad incluso si le ofende”. Confucio no se muestra enemigo de la prudencia y del tacto, pero no renuncia a la recomendación de oponerse a un mal gobierno (discretamente, cuando sea necesario): “Cuando es el bien lo que prevalece en el Estado, habla y actúa con audacia. Cuando el Estado extravíe el camino, actúa con audacia y habla con cautela”.

La interpretación monolítica de los valores asiáticos como elementos hostiles a la democracia y a los derechos políticos no resiste un examen crítico…

No resulta, difícil, por supuesto, encontrar textos autoritarios dentro de la tradición asiática. Pero tampoco resulta complicado encontrarlos en los clásicos de occidente. Basta detenerse un poco en algunos textos de Platón o de Santo Tomás…

¿Y el Islam? ¿No constituye acaso la demostración de una tradición cultural monolítica, intolerante y hostil a la libertad personal? Amartya Sen vuelve a recordarnos que la presencia de diversidad y variedad en el seno de cualquier tradición es aplicable también para el caso del Islam. “En la India, Akbar y la mayor parte de los emperadores mongoles teorizaron y practicaron la tolerancia política y religiosa. Los emperadores turcos fueron a menudo más tolerantes que sus contemporáneos europeos y lo mismo puede decirse de los gobernantes en El Cairo y Bagdad. En el siglo XII, Maimónides, el gran pensador judío, tuvo que huir de su intolerante España natal para refugiarse en El Cairo bajo la protección del gran Saladino.”

“La diversidad caracteriza a la mayor parte de las culturas del mundo, y la civilización occidental no es una excepción. La victoria de la democracia y su práctica en el occidente moderno es el resultado en buena medida de un consenso que ha surgido desde la ilustración y la revolución industrial… Entender a partir de esto que ha existido un compromiso de occidente –durante dos milenios- con la democracia, y establecer su contraste con las tradiciones no occidentales (tratando a cada uno como un bloque monolítico) constituye un gran error.

Esta tendencia a la simplificación extrema puede ser observada no sólo en los textos de algunos portavoces gubernamentales de países asiáticos, sino también en las teorías de algunos de los intelectuales occidentales más reconocidos”. Es el caso de Samuel Huntington cuya influencia no le excusa de su escasez de información y de su craso error cuando planteó el “choque de civilizaciones”.

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