La corrupción, lubricante del Estado

La corrupción, lubricante del Estado

Liliana de Riz
Socióloga e investigadora superior del Conicet

La corrupción sistémica, más allá del clientelismo tradicional, sólo es posible allí donde no imperan controles entre los poderes del Estado, la impunidad no es castigada por una Justicia independiente y la ciudadanía no ejerce su poder de vigilancia.
Las democracias están bajo sospecha. Las encuestas revelan la desconfianza que afecta la credibilidad de los partidos políticos, los parlamentos y los gobiernos. Hay una indignación generalizada con base moral ante la desigualdad y la extensión de la corrupción. Los gobiernos, responsables principales de cuidar la moral de Estado, están en el ojo de la tormenta.
El juicio político a la presidenta de Brasil no es sólo el juicio a un gobierno que ya no puede gobernar porque ha perdido sus bases legislativas de apoyo; es todo el sistema político el que está siendo juzgado, como advirtió Andrés Malamud.
La política no puede articular la fenomenal fragmentación partidaria y la corrupción opera como el lubricante que hace funcionar la máquina estatal. Los partidos exigen ministerios y puestos en la administración para obtener recursos del Estado con los que financiar su expansión y atraer militantes y apoyos. Las bases del gobierno resultan más del intercambio de intereses materiales que de la convergencia en un programa de gobierno.
Los políticos son condóminos del Estado, según la expresión del ex presidente Fernando H. Cardoso y las distinciones programáticas e ideológicas pierden sentido.
En nuestro país, Argentina, la corrupción fue más concentrada que en Brasil. Durante la década kirchnerista, la familia presidencial, dirigentes, militantes y cómplices del partido de gobierno, integraron el círculo áulico de condóminos del Estado. Los beneficios extraídos de las arcas públicas se convirtieron en condición para ejercer el poder.
Las revelaciones sobre las redes de soborno en la obra pública no cesan de asombrar a una ciudadanía cada vez menos tolerante al saqueo de las arcas estatales y más consciente de cómo esto afecta sus vidas. Hoy la corrupción encabeza, junto a la inflación, el ranking de los principales problemas del país. Esto es una novedad en una sociedad en la que la cultura de la impunidad echó raíces profundas y poder e impunidad se hicieron sinónimos. La demorada acción de la Justicia hoy desenmascara fabulosas riquezas escondidas para las que no hay justificación en lucros de ninguna profesión exitosa. Aquí, como en Brasil, es un sistema político el que está en el banquillo. La corrupción sistémica, más allá del clientelismo tradicional, sólo es posible allí donde no imperan controles entre los poderes del Estado, la impunidad no es castigada por una Justicia independiente y la ciudadanía no ejerce su poder de vigilancia. El menemismo primero y el kirchnerismo, después, modelaron la Justicia a su antojo con o sin servilletas. En Brasil una Justicia independiente conduce el mani pulite. En eso nos diferenciamos del país vecino: presiones y prebendas decidieron la suerte de las causas y muy pocas llegaron a la fase de la condena en esta década robada.
Como en Brasil, Argentina tiene una extensa agenda de reformas pendientes. La inclusión social y la transparencia de los actos de gobierno son dos caras de la deuda contraída con la sociedad. La corrupción desvía fondos que podrían financiar la mejora de la calidad de vida y la seguridad de los más desprotegidos. Dilma se proclama defensora de los intereses populares y por eso, objeto de un golpe institucional que no es tal. Cristina defiende los intereses populares amenazados por un gobierno que ella considera que privilegia a los ricos y por la acción de jueces ilegítimos que tendrían el oscuro propósito de quitar del medio a esta nueva abanderada de los humildes. Sin embargo, no hay peor amenaza a los intereses populares que un sistema político corrupto. Sin decencia, el bienestar social tiene corta vida y en tiempos de vacas flacas, las cajas están vacías no sólo por imprevisión, también por malversación de la riqueza de todos que va a parar a los bolsillos de pocos.
La inestabilidad política en Brasil y los desafíos que enfrenta el gobierno de Macri tienen en común la dificultad de construir coaliciones duraderas, fundadas en la negociación de un programa antes que en cargos y prebendas. La falsa opción ricos contra pobres con la que hoy se quiere polarizar el debate no ayuda a comprender los problemas que enfrentan ambos países.
Mientras tanto, en nuestro país los escándalos de corrupción ensanchan el manto de sombra sobre toda la dirigencia política y la insatisfacción social crece como consecuencia de la política de estabilización. La oposición toma distancia del gobierno para capitalizar el descontento y activar su reunificación. Cristina Kirchner se arropa en la bandera de la patria, último refugio de quienes no tienen cómo esconder sus miserias; los moderados ven recortarse su margen de maniobra en un escenario polarizado y el sindicalismo ejerce su renovado poder de presión. El desafío será salir de este impasse, construir un Estado limpio y hacer una sociedad más justa.
 
Este artículo ha sido publicado en el diario Clarín y se reproduce aquí con autorización de la autora.