Globalización, Democracia y Desarrollo

La Revalorización de lo Local
Autor : Joan Prats Catalá
En este artículo escrito en 2004, el Dr. Prats expone la gobernanza como modo de gobernación propio de nuestro tiempo. Previamente argumenta la necesidad de la democracia para que el desarrollo económico sea humano, el papel clave de las instituciones nacionales y el valor de lo local para no fracasar ante un mundo globalizado.
1. La relación compleja entre democracia y desarrollo
Existe una ya larga literatura sobre las relaciones entre desarrollo y democracia. Lipset, uno de los iniciadores del tema llegó a la conclusión optimista de que “cuando más rico fuera un país en términos económicos mayores probabilidades tendría de sostener un gobierno democrático” pues más se moderarían sus clases altas y bajas y más se ampliarían sus clases medias surgiendo así el suelo socio-económico requerido por una democracia sostenible[1]. Este argumento coincidía con el sentido común derivable de las experiencias seguidas en Occidente y dió base a las llamadas teorías de la modernización. Pero estas cayeron fuertemente en descrédito durante los años 70 y 80 al ser contradichas tanto por las investigación como por el curso de los acontecimientos. Hannan y Carroll (1981) cruzando datos cuantitativos de diversos países llegan a la conclusión de que el crecimiento económico sirve para mantener e inclusive para reforzar el régimen político, del tipo que sea, que conduce al desarrollo. Y a la misma conclusión llegan Przeworski y Limongi en 1997[2].
Históricamente, el fuerte crecimiento experimentado por América Latina en tiempos del desarrollo por sustitución de importaciones, no impidió el que gran parte de la región cayera bajo el sistema de O’Donnell llamó autoritarismo burocrático. Este autor remarcó que en América Latina tanto bajo como altos niveles de crecimiento pueden estar asociados con sistemas políticos autocráticos y que la democracia resulta viable en niveles medios de modernización. Se ratificaba así la vieja verdad de que la política no puede ser comprendida como una mera proyección de la sociedad o como un epifenómeno sociológico y que la senda de la modernización puede pasar por regímenes políticos muy diferentes. Al final son las organizaciones y las instituciones políticas vigentes las que dan significado a las formas sociales y moldean identidades e ideologías[3].
Pero pese a su pronto descrédito intelectual la teoría de la modernización ha sido constantemente invocada en la práctica para legitimar regímenes autocráticos y situaciones sociales injustificables. De hecho hasta no hace mucho el crecimiento, la democracia y la equidad eran consideradas como metas de desarrollo incompatibles, al menos en los momentos iniciales o de “despegue”. Prevalecía un concepto “duro” del desarrollo, del tipo “sangre, sudor y lágrimas”, que concedía una importancia casi exclusiva a la acumulación de capital y se inspiraba principalmente en la experiencia de la expansión capitalista clásica y en las experiencias supuestamente exitosas de la industrialización –identificada con desarrollo- en el entonces llamado “segundo mundo” o países del socialismo real. Este desarrollo justificaba así tanto la represión, al menos temporal, de los derechos civiles y políticos como el sacrificio del bienestar de toda una generación, incluidos el mantenimiento o el incremento transitorios de la desigualdad.
Afortunadamente, hoy sabemos que aunque algunas experiencias positivas de desarrollo han respondido efectivamente a este patrón, existen muchas más que lo invocaron y practicaron fracasando estrepitosamente. De hecho no hay correlación causal necesaria, ni a nivel teórico ni empírico o estadístico, entre acumulación de capital, autoritarismo y desigualdad. Es más, la inclusión del capital humano y del capital social como factores determinantes del desarrollo sostenido, así como el descubrimiento de la relevancia de la “eficiencia adaptativa” frente a la mera “eficiencia asignativa”, han producido una revalorización de la equidad y de la democracia como metas e instrumentos del desarrollo a la vez (Banco Mundial, 1997 y 1998; BID, 1999; North, 1991)[4].
La lucha entre concepciones y estrategias de desarrollo continuará, sin embargo, porque trasciende el debate meramente intelectual. Quienes visualizan el modelo “duro” como el camino a seguir tenderán obviamente a conceder prioridad a los intereses empresariales para poder ampliar radicalmente la potencia productiva de la nación y advertirán contra todo intento de los “corazones blandos” que conduzca al “error” (especialmente por la vía de incrementar la presión fiscal) de prestar demasiada atención a las preocupaciones distributivas y de equidad en las etapas tempranas del desarrollo.
Como señala Amartya Sen (1996), “el hecho de que el desarrollo social, por sí solo, no necesariamente puede generar crecimiento económico es totalmente coherente con la posibilidad, actualmente comprobada a través de muchos ejemplos, de que facilita considerablemente un crecimiento económico rápido y participativo, cuando está combinado con políticas amigables a efectos de mercado que fomentan la expansión económica. El papel de la equidad económica también ha sido objeto de atención en este contexto, en relación con los efectos adversos tanto de la desigualdad del ingreso como de la distribución desigual de la tierra”[5].
Del mismo modo está cayendo por su base la creencia fuertemente enraizada y generalizada de que los derechos civiles y políticos obstaculizan el crecimiento económico. Esta creencia se basa en el manejo de experiencias históricas muy limitadas y de información muy selectiva. Cuando se manejan estudios estadísticos sistemáticos que abarcan largas series temporales y un amplio espectro de países, la conclusión es mucho más matizada: no se corrobora la hipótesis de que existe un conflicto general entre derechos políticos y rendimiento económico (Barro y Lee, 1994; Przeworski y Limongi, 1997)[6]. Ese vínculo parece depender de muchas otras circunstancias, y mientras algunos observan una relación ligeramente negativa, otros encuentran una firmemente positiva. Lo que ciertamente no se demuestra a partir de las estadísticas internacionales sobre experiencias de crecimiento es que se justifique un estado de mano dura carente de tolerancia en materia de derechos civiles y políticos. Por lo demás puede pensarse fundadamente que estos derechos se justifican por sí mismos no sólo en la medida en que amplían las capacidades de los individuos para gobernar sus vidas sino también porque como se ha demostrado suficientemente, especialmente a través de los estudios de Sen sobre las hambrunas, los derechos civiles y políticos actúan como incentivos democráticos protectores de la población contra las consecuencias innecesariamente graves de las catástrofes y calamidades o de los errores políticos.
En conclusión, si la meta/valor final es el desarrollo entendido como simple crecimiento del PIB per capita, la democracia no es una exigencia ineludible del desarrollo, aunque tampoco tiene que ser postergada como derivado político casi necesario de una segunda fase o etapa del desarrollo/crecimiento. Ahora bien, si la meta/valor final no es el crecimiento sino el desarrollo humano, la democracia es una exigencia irrenunciable de toda estrategia de desarrollo independientemente del nivel y de las condiciones de partida. Llegados a este punto resulta imprescindible recordar la exposición del concepto de desarrollo humano y su debida diferenciación de la idea de crecimiento tal como se hizo en el capítulo 1, epígrafe 1.3 de este trabajo.
2. El Desarrollo Humano Exige Democracia
La concepción del desarrollo como expansión de la libertad nos lleva a concepción integral u holística en que las diferentes dimensiones del desarrollo (económica, social, política, jurídica, medioambiental, de género, cultural, etc.) no sólo deben considerarse en su totalidad sino que, además, se interrelacionan e influencian unas con otras. El desarrollo exige la eliminación de las principales fuentes de privación de libertad: las guerras y conflictos violentos, la pobreza y la tiranía, la escasez de oportunidades económicas y las privaciones sociales sistemáticas, el abandono en que pueden encontrarse los servicios públicos… El problema del desarrollo es un problema de negación de libertades que en ocasiones procede de la pobreza, en otras de la inexistencia de servicios básicos y en otras de la negación de libertades políticas o de la imposición de restricciones a la participación efectiva en la vida social, política y económica de la comunidad.
En la teoría del desarrollo humano la libertad no sólo es el criterio evaluativo de las instituciones sino también el medio instrumental para su mejoramiento, el cual depende de la agencia humana libre. De este modo, las libertades no sólo son el fin principal del desarrollo, sino que se encuentran, además, entre sus principales medios. Existe una notable relación empírica entre los diferentes tipos de libertades: las libertades políticas (en forma de libertad de expresión y elecciones libres) contribuyen a fomentar la seguridad económica; las oportunidades sociales (en forma de servicios educativos y sanitarios) facilitan la participación económica; los servicios económicos (en forma de oportunidades para participar en el comercio y la producción) pueden contribuir a generar riqueza personal general, así como recursos públicos para financiar servicios sociales…
De este modo, las libertades políticas concebidas en sentido amplio (incluidos los derechos humanos) son elemento constitutivo del concepto de desarrollo a la vez que medio instrumental para avanzar el mismo. Como señala Sen, tales libertades expresan las oportunidades que tienen los individuos para decidir quien los debe gobernar y con qué principios y comprenden también la posibilidad de investigar y criticar a las autoridades, la libertad de expresión política y de prensa sin censura, la libertad para elegir entre diferentes partidos políticos, etc. Comprenden los derechos políticos que acompañan a las democracias en el sentido más amplio de la palabra (que engloban la posibilidad de dialogar, disentir y criticar en el terreno político, así como el derecho de voto y de participación en la selección del poder legislativo y del poder ejecutivo)[7].
Amartya Sen no sólo considera que la democracia es valor constitutivo e instrumentos del desarrollo humano, sino que es también un valor universal[8]. Pero el concepto de democracia que plantea el desarrollo humano es un concepto exigente: “No debemos identificar democracia con gobierno de la mayoría. La democracia plantea exigencias complejas que ciertamente incluyen las elecciones y el respeto por sus resultados, pero que también comprenden el respeto por los “entitlements” legales y la garantía de la libre discusión y la distribución no censurada de noticias y comentarios. Las elecciones pueden ser un mecanismo deficiente si se producen sin que las diferentes partes puedan presentar sus pretensiones y argumentaciones respectivas o sin que el electorado disfrute la liberta para obtener información y considerar el posicionamiento de los protagonistas en contienda. La democracia es un sistema exigente y no sólo una condición mecánica (como la regla mayoritaria) tomada aisladamente”[9]. Las exigencias democráticas no se detienen sólo en la institucionalidad formal sino que plantean también la necesidad de desarrollar unas prácticas inspiradas en valores que contribuyen a sostener y perfeccionar la institucionalidad formal[10]
Sen distingue tres formas a través de las cuales la democracia contribuye al enriquecimiento de la vida y las libertades de la gente, es decir, al desarrollo humano:
primeramente mediante la garantía de la libertad política, pues el ejercicio efectivo de los derechos civiles y políticos tiene un valor intrínseco para la vida y el bienestar de la gente; las restricciones a la participación en la vida política equivalen a la privación de libertad y desarrollo humano y han de considerarse en la medición de éste;
en segundo lugar, la democracia tiene un importante valor instrumental para conseguir atención política a las demandas de la gente (incluidas sus necesidades y demandas económicas), y finalmente, la práctica de la democracia da a los ciudadanos la oportunidad de aprender los unos de los otros y ayuda a la sociedad a formar sus valores y prioridades. Incluso la idea de “necesidades”, incluidas las económicas” requiere discusión pública e intercambio de información, puntos de vista y análisis. En este sentido, la democracia tiene importancia “constructiva”, aparte de su valor intrínseco para la vida de los ciudadanos y de su importancia instrumental en las decisiones políticas.
En conclusión el desarrollo humano plantea la necesidad de desarrollar las instituciones democráticas y la gobernabilidad democrática.
3. La inserción positiva de América Latina en la globalización requiere desarrollo institucional
Ninguna región del mundo ha tenido un pasado colonial tan extenso e intenso como el de América Latina: tres siglos que siguen condicionando el presente y el futuro. De entre las experiencias coloniales sólo en América Latina y el Caribe los descubridores y colonizadores desarticularon o destruyeron los sistemas sociales preexistentes y construyeron nuevas civilizaciones. La institucionalidad informal de América Latina, su cultura cívica y política profundas, no pueden entenderse sin el legado colonial. A dos siglos ya de independencia todavía no se han podido erradicar ciertos caracteres casi idiosincrásicos, que por ello mismo no pueden abolirse por Decreto. A lo largo de tres siglos arraigaron instituciones y pautas culturales que provenían de la parte de Europa preliberal, premoderna, precientífica y preindustrial, de la Europa de la Contrareforma, centralizada, corporativa, mercantilista, escolástica, patrimonial, señorial y guerrera, donde la idea de libertad no deriva del derecho general sino de la obtención de un privilegio jurídico.
El sistema colonial español ha sido caracterizado como “una red gigantesca de privilegios corporativos e individuales que dependían para su sanción y operatividad final de la legitimidad y autoridad del monarca” (Wiarda: 1998). Cuando se desintegró esta red de clientelismo, patrimonialismo y cuerpos corporativos interconectados que había procurado cierta cimentación política y social al Imperio y al vasto y casi vacío territorio de América Latina, los padres fundadores de América Latina y Bolívar al frente de ellos encararon un difícil dilema: por un lado, los ideales ilustrados, la lucha por la independencia, el deseo de libertad, el ejemplo norteamericano, todo los llevaba a adoptar la forma de gobierno republicana; por otro, reconocían realistamente las tendencias anárquicas y desintegradoras de sus pueblos. El compromiso a que se llegó consistió en concentrar el poder en el Ejecutivo, dotado con amplias facultades de emergencia, en detrimento del Legislativo y el Judicial, en restringir la representación a los propietarios, en restablecer privilegios corporativos especialmente a favor del Ejército y de la Iglesia, y en idear nuevos mecanismos de control para mantener a los de abajo en su sitio (Wiarda: 1998).
Costó casi todo el primer siglo de vida independiente para constituir lo que Manuel García Pelayo llamaba “estados inoculados” en tanto que todavía no fundados sobre una nación y una ciudadanía universales y completas articuladas conforme a un sistema de derecho. Tanto a lo largo del período de desarrollo hacia fuera que llega hasta los años 30 como en el de desarrollo hacia dentro que entra en crisis en los 70 y se desmonta en los 80, con independencia de la naturaleza democrática o autoritaria de los gobiernos, lo que caracteriza el orden institucional latinoamericano es la pervivencia del sistema patrimonialista burocrático, clientelar, caudillista y personalista, corporativo, en que la esfera económica y política se confunden y que sólo es capaz de integrar aquella parte de la población estructurada en corporaciones o redes clientelares, condenando al resto a la exclusión y la marginación y, en las condiciones de alta volatilidad económica características de toda la historia de la región, la mayoría de las veces también a la pobreza. A pesar de los intentos, especialmente del período llamado “burocrático-autoritario” por construir una tecnocracia que gozara de autonomía frente a los grandes grupos de interés económico y social, lo cierto es que los principios burocrático-weberianos sólo consiguieron penetrar en algunos enclaves de algunos estados. El conjunto del aparato político-administrativo siguió sometido a la lógica patrimonial tradicional. La acción del estado sufrió de lo que en relación a Brasil Schmitter ha llamado “sobreburocratización estructural” combinado con “infraburocratización de comportamientos”, en otras palabras, el papeleo y el formalismo se hicieron sistémicos con el patrimonialismo, la clientelización y la inseguridad jurídica: los costos de transacción se dispararon obviamente (Schmitter: 1971; Schneider: 1991).
La ola de democratización vivida por América Latina a partir de los 80 y la aplicación casi paralela de las políticas del Consenso Washington, aunque han mejorado sensiblemente los indicadores de libertad política y las capacidades de manejo macroeconómico, no parece que hayan conseguido revertir suficientemente las tendencias patrimonialistas y clientelares profundas de la cultura política. Algunos indicadores de desarrollo institucional han mejorado tal como hemos tenido ocasión de exponer, pero otros han permanecido estancados. Un factor que debilita extraordinariamente la competitividad internacional de nuestras economías sigue siendo la inseguridad jurídica general. Es cierto que de ella pueden escapar los grandes inversionistas internacionales con el apoyo en cláusulas de arbitraje internacional y en último extremo del poder de represalia de sus respectivos gobiernos. Pero la inseguridad jurídica impone costes insalvables para la inversión de las medianas empresas extranjeras y para el desarrollo de pequeñas y medianas empresas nacionales bien insertadas en la globalización, que habrían de constituir las nuevas clases medias productivas y la base social de una política nacional de internacionalización.
En esta falta de desarrollo institucional se halla uno de los mayores riesgos de las actuales sociedades latinoamericanas del tiempo de la globalización. Esta falta de seguridad jurídica no afecta determinantemente a los grupos de poder tradicionales que conservan el manejo del proceso político ni constituye un obstáculo insalvable para los grandes inversores internacionales. Todos estos grupos y sus asalariados cualificados en cada país van a quedar estructuralmente conectados al proceso de globalización. Pero al continuar deteriorándose el tejido de clases medias originado durante el desarrollo hacia adentro y al no acabar de surgir en número suficiente nuevas clases medias por el carácter imperfecto e incompleto de los mercados, un porcentaje cada vez mayor de la población puede verse obligado a vivir en la informalidad y los más audaces y menos escrupulosos pueden optar por insertarse en la “globalización informal” representada por todos los tráficos ilícitos. El deterioro ético derivado de la “mercantilización” de casi todos los ámbitos de la vida personal y colectiva no ayuda a frenar este proceso. El desgarramiento nacional y la ingobernabilidad que de todo ello pueden derivarse ya no son meros temores.
El desarrollo institucional no es, pues, un lujo de los países ricos del que pudieran prescindir los países pobres en sus estrategias de desarrollo. Es una condición necesaria para que surjan mercados interna e internacionalmente competitivos, para que sean creíbles los procesos necesarios de integración regional, para que los pobres pueden acceder sin discriminaciones a las actividades productivas, para que se multiplique el tejido de pequeñas y medianas empresas insertadas en la economía global, para que se desarrolle un modelo educativo coherente con una economía productiva, para que se supere la confusión y se restablezca la autonomía y la interdependencia entre las esferas política y económica, para que se amplíe la base fiscal y para que se desarrolle una cultura tributaria coherente con una ciudadanía moderna y solidaria. Todo esto obviamente exige más que el desarrollo institucional. Pero éste aunque no es condición suficiente sí es condición necesaria para la producción de todos los procesos relacionados y con ellos del avance y sostenibilidad de nuestras todavía incipientes y problemáticas democracias.
Sin desarrollo institucional casi fatalmente volveremos a insertarnos mal en la economía internacional. La internacionalización en curso no elimina la autonomía de los estados a la hora de decidir políticas y estrategias de inserción. La internacionalización por lo demás afecta muy desigualmente a los diversos sectores económicos y no impide sino que plantea la urgencia de construir mercados internos completos y competitivos (A. Ferrer: 1998; Bouzas y Ffrench-Davis: 1998). Tampoco puede perderse la perspectiva de que estamos entrando en un tiempo histórico nuevo dominado por la economía de la información o “sin peso” y por profundos procesos de transformación cultural y social que exigen respuestas políticas e institucionales que sólo comenzamos a barruntar y que habrá que ir explorando por ejemplo en la línea sugerida por los pensadores y políticos de la tercera vía (Castells: 1998; Giddens: 1999). Toda esta inmensa y estimulante tarea sólo puede ser realizada por los estados nacionales o, mejor, por gobiernos capaces de construir coaliciones suficientes para impulsar proyectos auténticamente nacionales a la vez que abiertos a la integración y la solidaridad internacional.
Como muestra la experiencia chilena, a mayor cohesión y fortaleza del mercado interior, mayor grado de autonomía en la decisión de las estrategias de internacionalización. De ahí la urgencia con que los chilenos, crecientemente conscientes de las limitaciones de su por lo demás exitoso esfuerzo de desarrollo, están planteando la necesidad de nuevas reformas y fortalecimientos institucionales y en especial de las capacidades reguladoras de los estados, sin duda el signo más distintivo de la clase de estado exigido por el nuevo entorno de desarrollo (Lahera: 1999). Cuando los mercados son muy incompletos e imperfectos y las sociedades muy dualizadas, la globalización puede reforzar la fragmentación y hacer inviable la democracia. Pero esto no será un efecto fatal de la globalización sino de nuestra propia incapacidad de poner en pié proyectos nacionales de desarrollo humano que aúnen la democracia con los mercados competitivos y eficientes y con la cohesión y solidaridad social para la mejor inserción de todo ello en un nuevo orden global.
4. Globalización, transformaciones de la gobernanza y crisis de legitimidad democrática
La globalización hace referencia al proceso de integración creciente de las sociedades y las economías no sólo en términos de bienes, servicios y flujos financieros sino también de ideas, normas, información y personas. La globalización contemporánea es más rápida, intensa y barata que cualquier de los procesos de internacionalización que la han precedido. Las redes mundiales en expansión en las que se mueven los capitales, las ideas, las informaciones, los conocimientos, los tráficos ilegales, las actividades criminales, las pandemias, la lluvia ácida o el CO2… conforman un tejido cada vez más denso de interdependencias. La vida no sólo de las empresas sino de los pueblos y de la gente resulta cada vez más afectada: hoy el trabajo, el bienestar, la paz, la seguridad, las comunicaciones, la sostenibilidad… y en general las expectativas de vida de las personas dependen cada vez más de procesos económicos, sociales, políticos y culturales que sólo de manera muy limitada están bajo el control de los estados.
El tipo de cohesión social conseguido históricamente mediante el poder regulador de los estados democráticos de derecho hoy resulta imposible si algunos poderes reguladores clave no se transfieren desde el estado nacional hacia unidades que alcancen y se pongan al mismo nivel que la economía transnacional. Ahora bien como el conglomerado diverso (de estados, organismos multilaterales, empresas transnacionales y, ocasionalmente, ongs de ámbito global) que hoy ejercen el poder regulador a nivel global no responde ante los pueblos se origina inevitablemente un déficit de legitimación democrática de las regulaciones globales.
La globalización ha puesto en cuestión la constelación nacional que había surgido trabajosamente de la Paz de Westfalia. El estado territorial, la nación y la economía circunscritas y autodeterminadas dentro de las fronteras nacionales, sede de la institucionalización del proceso democrático, ya no existen más como ideal creíble. Si el estado soberano ya no puede concebirse como indivisible sino compartido con agencias e instancias internacionales, si los estados ya no tienen control pleno sobre sus propios territorios, si las fronteras territoriales y políticas son cada vez más difusas y permeables, entonces los principios fundamentales de la democracia liberal (el autogobierno, el demos, el consenso, la representación y la soberanía popular) se vuelven problemáticos. La política nacional ya no coincide con el espacio donde se juega el destino de la comunidad política nacional.
Consideramos importante destacar tres procesos interrelacionados producidos por la globalización que están en la base de las transformaciones de la gobernabilidad de nuestro tiempo:
El primero acontece en el interior del estado y se expresa en el fenómeno universalizado de la devolución o descentralización. Los gobiernos nacionales ya no pueden pretender asumir toda la responsabilidad por el desarrollo nacional; los desafíos específicos del desarrollo se dan también hoy y preponderantemente (como tendremos oportunidad de desarrollar después al referirnos a las funciones de las administraciones públicas en la competitividad económica) en el espacio metropolitano y regional. La movilización de energías colectivas a este nivel se consigue mediante la construcción de espacios públicos democráticos regionales o metropolitanos, que acaban generando identidades y comunidades que es preciso saber articular dentro del estado nación y a nivel global.
El segundo se refiere a la globalización de las regulaciones de la economía global, es decir, de las normas, estándares, principios y reglas que gobiernan la producción y el comercio global así como los mecanismos de coerción previstos para garantizar su cumplimiento, los cuales enmarcan después, cuando no determinan directamente, muchas de las regulaciones económicas que “cantarán” los Parlamentos nacionales. Estas regulaciones resultan de un proceso deliberativo plasmado en acuerdos entre actores colectivos, los cuales no pueden tener la legitimidad procedente de una sociedad civil constituida políticamente. El déficit democrático de las regulaciones transnacionales brinda la oportunidad de que las organizaciones no gubernamentales se vayan filtrando en el proceso deliberativo y obtengan ocasionalmente éxitos importantes. Surge así cada vez con más fuerza la idea de una sociedad civil global a construir sobre el suelo firme de unos derechos de humanidad globales efectivamente garantizados.
El tercero se refiere a la repercusión de la globalización sobre el sustrato cultural/nacional de la sociedad civil forjado desde el proyecto de un estado nacional. La revalorización de lo local y lo singular, la incapacidad del estado nacional para integrar los ideales de progreso en la forja de una sola identidad nacional, los flujos migratorios y las solidaridades comunitarias de origen… están liquidando la nación cultural única como el sustrato histórico-social de la solidaridad civil. Los estados desarrollados se están haciendo todos multiculturales o plurinacionales y plantean la necesidad históricamente nueva de construir una ciudadanía multicultural o plurinacional.
Todo lo anterior no significa en absoluto desconocer la importancia central que va a seguir desempeñando el estado-nación en la gobernabilidad de nuestro tiempo. Contrariamente, el estado nación va a seguir siendo la arena política y el recurso indispensable y más potente de que hoy disponemos para favorecer positivamente las transformaciones antes indicadas. Aunque los estados nacionales van a perder necesariamente poderes en favor de entidades subestatales y supranacionales, y sus tareas y funciones se están transformando de hecho, ello no implica en absoluto pérdida de relevancia ni de centralidad política. El estado democrático de derecho sigue siendo la instancia decisiva, pero su papel cambia: deberá renunciar a ser el “solucionador omnipotente de todos los problemas”, delegando “hacia arriba” (al nivel internacional, a organizaciones multilaterales y supranacionales) de modo que la arquitectura de la gobernabilidad global vaya asentándose sobre núcleos regionales eficientes; simultáneamente, los actores locales ganan significación dentro de la nación y los actores no estatales asumen funciones que hasta ahora se adjudicaban al estado. Están surgiendo los contornos de una sociedad red en la que el estado nacional cumple funciones de articulación e integración hacia adentro y hacia afuera y en la que también las instituciones no estatales y las empresas han de asumir responsabilidades por el desarrollo.
A los estados les va a corresponder cada vez más un papel de “gestor de las interdependencias” entre desafíos, actores y estrategias situados a lo largo del eje local-global. Esto exige grandes capacidades de seguimiento, jurisdicción y coordinación internacional así como de comunicación y una gran disposición a aprender que transcienda las fronteras. La política va a tener lugar en estructuras horizontales y verticales cada vez más fuertes: estructuras en redes dentro de las sociedades están adquiriendo cada vez más importancia; la conducción jerárquica dentro de una instancia política se convierte en excepción; sistemas de soberanía compartida perforan la soberanía nacional; una estructura multinivel de la arquitectura de la gobernabilidad global, en la que actúa una pluralidad de actores privados y públicos, se superpone al sistema internacional del mundo de los Estados. La transformación de la política en esa dirección está en marcha desde hace tiempo debido al proceso de globalización.
La globalización está produciendo, en efecto, que todas las políticas internas sean o estén teñidas de internacionalidad. Los Ministerios de Asuntos Exteriores pierden su monopolio tradicional sobre la acción exterior del estado; los Presidentes se involucran cada vez más en política exterior y de hecho la dirigen; los Ministros de línea desarrollan sus propias redes internacionales; numerosos agentes descentralizados o no gubernamentales hacen lo propio. En este contexto, se hace necesario, en primer lugar, replantear el papel, la capacidad institucional y la organización de los Ministerios de Asuntos Exteriores. El primer riesgo a conjurar es la fragmentación de la acción externa del estado, dada la inevitabilidad del incremento del número de actores internos participantes en la misma. Para ello es necesario mejorar drásticamente la coordinación interna de la acción exterior. La experiencia internacional aconseja establecer o fortalecer mecanismos eficaces de coordinación que pueden responder a muy diversos modelos.
A estos efectos quizás lo más urgente es crear o fortalecer la capacidad central necesaria para gestionar las interconexiones políticas que resultan de la globalización. Entre otras cosas se ha de poder proveer a los responsables de las distintas políticas sectoriales de una percepción fundada de las ramificaciones internas e internacionales de sus decisiones sectoriales. Para ello deberá adoptarse una visión estratégica y a largo plazo de los intereses y prioridades exteriores, centrándose sólo en el seguimiento y apoyo de las políticas directamente referidas a los mismos. El que este rol de coordinación sea jugado por los Ministerios de Asuntos Exteriores mediante una red que los vincule con la Presidencia y los Ministerios de Economía, Hacienda e Interior al menos, o que, alternativamente, sea asumido por una unidad situada en la Presidencia, resulta ya un tema debatible que deberá resolverse pragmáticamente en cada caso. Tampoco aquí hay modelo indiscutible.
La disminución de soberanía que la globalización conlleva puede ser compensada con la oportunidad que la misma abre para influir en los demás países y en el orden global resultante. Pero para lograr esta influencia hace falta superar la mera presencia y conseguir representación e involucramiento regular en las deliberaciones internacionales. Ahora bien, como los estados no pueden pretender involucrarse eficazmente en todo y a la vez, deberán por ello desarrollar la capacidad de establecer objetivos y prioridades estratégicas. Sobre esta base podrán definir fundadamente los ejes de su participación en los foros internacionales partiendo de una mejor conceptuación los intereses nacionales en relación a determinados eventos internacionales. Cuando no se tiene fuerza suficiente, ganar influencia pasa por la credibilidad internacional y ésta sólo se consigue con consistencia política y coherencia interna.
La credibilidad e influencia internacional se acrecienta cuando los demás estados perciben que un gobierno sabe lo que dice y tiene voluntad y autoridad de cumplir lo que promete. La habilidad de un gobierno para fundamentar sus compromisos en base a un cuerpo de principios y prioridades nacionales puede también ayudar a mejorar su credibilidad internacional y a la construcción de los consensos internos para aplicar los compromisos. Todo ello exige la capacidad de desarrollar un marco de referencia para la acción exterior que, al menos, defina o garantice:
los objetivos de la política y la acción exterior en cada uno de los foros;
las competencias y limitaciones de las instituciones y procesos involucrados;
los medios a través de los que el Gobierno nacional participará e influirá en las decisiones internacionales;
la gestión de las relaciones continuas entre los actores internos clave y en especial del flujo de información y de los procedimientos de resolución de conflictos entre ellos (especialmente entre los Ministros y la unidad central de coordinación);
la consistencia con los objetivos y políticas nacionales afectadas; la compatibilidad constitucional y legal.
La globalización mejora también las oportunidades de compartir con los colegas de otros países que están viviendo los mismos problemas. La emergencia progresiva de redes y de organizaciones facilitadoras de las mismas permite multiplicar los contactos, compartir experiencias y fortalecer el proceso de aprendizaje. La globalización significa también que los gobiernos podrán apoyarse en la experiencia de otros países para formular e implementar sus propias políticas. Esto no tiene nada que ver con copiar o importar. Exige el desarrollo de una capacidad política y gerencial ajena a la función pública tradicional, la cual, a juicio de algunos autores, constituye un rasgo destacado de la competitividad nacional.
Todo ello nos lleva a una última y obvia exigencia de la globalización: la redefinición de los conocimientos, actitudes y habilidades requeridos de los líderes políticos y de la función pública. Las habilidades lingüísticas, la sensibilidad multicultural, la capacidad de construcción y manejo de redes; la visión y gestión estratégica; la capacidad de negociar, de construir equipos, de gerenciar la tensión y el conflicto, y, quizás sobre todo, de mantener la credibilidad necesaria para dirigir procesos de experimentación y aprendizaje, resultan aspectos críticos de la reinvención del liderazgo político y de la función pública que requiere nuestro tiempo.
5. Democratizar la globalización desafío de nuestro tiempo
La década de los 90 registró el auge y la crisis de la agenda neoliberal. Comenzó con grandes promesas correspondientes a una supuesta nueva era marcada por el fin de la guerra fría que permitiría disfrutar los entonces llamados dividendos de la paz. Se creyó que el mundo anterior marcado por las fracturas ideológicas iba a integrarse por la expansión de los mercados y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Hasta se habló del fin de la historia y se registró una tercera oleada sin procedentes de “democratizaciones”. En América del Norte y en Europa Occidental se registró una prosperidad inimaginada basada no obstante en modelos de consumo dudosamente sostenibles. China e India, los dos países en desarrollo más grandes del mundo también avanzaron considerablemente. En otros países en desarrollo también se consiguieron avances importantes en el plano de las libertades políticas y del desarrollo humano. Pero el reverso de la balanza ha sido demasiado grande y ha generado desafíos y conflictos que han provocado la crisis del sistema de gobernanza internacional costosamente construido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Las expectativas de progreso esperadas de la globalización y la revolución tecnológica se han visto dramáticamente frustradas. La epidemia del SIDA es la peor de la historia de la humanidad. La República Popular de Corea ha registrado una de las peores hambrunas de la historia. Se han registrado conflictos graves en más de 50 países con un número de víctimas sin precedentes en la población civil especialmente mujeres y niños. La inestabilidad de los mercados financieros ha impuesto costos a los países más vulnerables superiores en ocasiones a los peores desastres naturales. Éstos se multiplican sin que las evidencias cada vez mayores de su relación con el cambio climático y de éste con los modos no sostenibles de producción y consumo consiga alterar la anestesia moral principalmente de los Estados Unidos y otros países desarrollados. Las desigualdades económicas y sociales se han incrementado. La calidad de vida se ha deteriorado sensiblemente en algunas zonas del planeta y muy especialmente en el continente africano y en algunos países árabes.
Desde el punto de vista económico y político nunca ha sido tan grande la frustración de los países en desarrollo ante la desigual distribución del poder. Las reglas del comercio internacional no han impedido los abusos proteccionistas de las medidas antidumping adoptadas por los países industrializados y actúan sistemáticamente contra los productores de los países en desarrollo, especialmente en los productos textiles y agrícolas. Los aranceles que aplican los países industrializados a las importaciones de los países en desarrollo son, en promedio, cuatro veces superiores a los que aplican a las importaciones de otros países industrializados. Además, los países industrializados pagan más de 1.000 millones de dólares por día en subsidios agrícolas internos –más de seis veces más de lo que gastan en la asistencia oficial para el desarrollo que prestan a los países en desarrollo (PNUD, Informe 2002). Las grandes compañías transnacionales se han convertido en actores estratégicos de la gobernabilidad global sin que ello vaya acompañado de un sistema de responsabilización social y política que impida comportamientos abusivos. Se ha generado un gran desorden global que ha posibilitado que florezcan grandes redes de tráficos ilegales con conexiones cada vez más intensas con muchos estados, especialmente los más débiles, por las que circulan toda clase de abyecciones (personas, armas, drogas, servicios criminales, terrorismo…). Nunca el mundo tuvo sensación de vivir bajo tantos riesgos fuera del control de los gobiernos… La demanda de seguridad se hace tan inevitable como fácilmente manipulable por los enemigos de la libertad. Muchos se preguntan si la democracia será viable frente a esta globalización desenbridada.
El 11 de septiembre de 2001 marcó el fin de las ilusiones neoliberales. De pronto se hicieron evidentes las graves tensiones y riesgos generados a lo largo de los 90. En un primer momento se creyó que la tragedia compartida uniría al mundo. A este movimiento responde la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Financiación para el desarrollo celebrada en Monterrey en marzo del 2002 que permitió invertir la tendencia posterior a la guerra fría de disminución de la ayuda prestada a los países en desarrollo. En el mismo sentido, en la conferencia ministerial de la Organización Mundial del Comercio celebrada en Doha unos meses antes se llegó a un acuerdo que reactivó las negociaciones comerciales multilaterales superando el punto muerto en que había concluida la reunión ministerial de Seattle. Pero las dificultades de desarrollo e implementación con que se enfrentan estos acuerdos, unidos a otros datos y muy especialmente a la gravísima situación de tensión en Oriente Medio y la escalada del terrorismo amenazan con nuevas fracturas nivel mundial. Los Estados Unidos como gran potencia hegemónica están viviendo una tentación de generación de gobernabilidad desde un unilateralismo hegemónico que subordina a las estructuras multilaterales.
Frente a la ingobernabilidad global y a sus intentos de reducción unilateral se producen movimientos sociales cada vez más importantes tanto en los países desarrollados como en desarrollo. Aunque se trate de movimientos y protestas que obedecen a planteamientos muy diversos, conjuntamente considerados, van configurando nuevos actores en un orden internacional naciente e incierto. Como ha señalado Czempiel, el mundo todavía no es ninguna sociedad mundial pero ya no es tampoco sólo un mundo de Estados. Para la mayoría de las chancillerías y para los autores “realistas” el montón variopinto de ONGs es un factor de interferencia molesto y ruidoso pero finalmente impotente. Pero, por otro lado, hay toda una corriente que ve en la acción de las ONGs el fermento de una sociedad global y el factor principal de renovación de la política mundial. Habermas, por ejemplo, espero una reestructuración democrática del mundo proveniente no de los Estados sino de movimientos ciudadanos en todo el mundo. Como señala Messner, un nuevo orden mundial no surgirá de una ongización de la política mundial sino mediante una legitimación y civilización de las relaciones internacionales conducidas por los Estados, aunque las ONGs son una fuerza motriz y de cambio innegable porque contraponen a la globalización desde arriba una globalización desde abajo que incluye el desarrollo de una ética mundial que fundamenta una ciudadanía y una gobernabilidad mundial.
El mundo se muestra cada vez más como un hábitat colectivo de los humanos que impone regulaciones obligatorias para todos que deberían estar orientadas a los derechos humanos y a la justicia y no a los intereses generales del hegemón o de sus adláteres. Hasta ahora, sin embargo, las instituciones políticas, jurídicas y morales de las sociedades siguen ancladas en la época de los “estados-nación” de manera que todavía no se consigue disponer de los espacios adecuados para albergar los procesos dinámicos de la globalización. Como ha señalado Richar Falk, hasta ahora hemos considerado primordialmente la globalización de los mercados y siendo la globalización un proceso mucho más que económico, el desafío fundamental se encuentra, sin embargo en cambiar hacia una globalización orientada a la gente.
Las propuestas para asegurar la gobernabilidad de la globalización son muy diversas. En primer lugar existe un pequeño grupo que pienso en agrandar a nivel mundial el Estado-nación. En segundo lugar, una pluralidad amplia de autores ven en la ONU reformada el actor protagónico de la inserción en la globalización. En tercer lugar, muchos representantes de la escuela realista perciben que la conducción política de los desafíos globales sólo es posible desde el poder hegemónico de los Estados Unidos y un grupo variable de aliados subordinados. Finalmente, un grupo creciente de autores considera necesario un proyecto de gobernabilidad global cooperativa para la conformación e inserción institucional de la globalización a fin de manejar interdependencias complejas y soberanías compartidas en un mundo cada vez más intensamente interconectado. Actualmente la gobernabilidad de superpotencia está prevalenciendo sobre la gobernabilidad global cooperativa. Como señala Messner, estamos más ante un nuevo desorden que ante un nuevo orden mundial internacional basado en la cooperación y en el derecho. ¿Pax Americana o Estado de Derecho Internacional? Rezaba el título de un seminario reciente organizado por la Fundación Ebert. El hecho de que la Administración Bus se aparte decididamente del multilateralismo y se vuelva hacia una política hegemónica unilateralista, el replanteamiento de las relaciones euro-americanas, la tendencia al desmontaje edel sistema de las UN y la inseguridad sobre el futuro papel de Rusia y de China… caracterizan las graves tendencias de la política mundial a comienzos de siglo.
No se trata sólo, pues, de democratizar las instituciones multilaterales las cuales adolecen obviamente de un claro déficit de legitimidad democrática que es necesario llenar mediante el reconocimiento creciente del rol de las ONGs y mediante reformas internas que procuren mayor simetría a la presencia de los Estados. Este aspecto ha sido tratado valiente y satisfactoriamente en el capítulo 5 del informe del PNUD del año 2002. Esta democratización tendría un sentido muy limitado y hasta contradictorio si triunfa el proyecto de gobernabilidad global desde el unilateralismo hegemónico que sólo aceptaría un multilateralismo subordinado. La gran cuestión está en saber si podemos contribuir a la construcción de una gobernabilidad global cooperativa, que incorporaría con plena sentido el tema de la democratización, la cual, siguiendo a Messner, se expresaría en una nueva arquitectura institucional caracterizada por:
1. Una arquitectura policéntrica fruto del convencimiento de que cualquier intento que ignore el policentrismo del mundo global está condenado al fracaso. Esto concierne directamente a la relación transatlántica. Hoy los Estados Unidos se orientan cada vez más a un “unilateralismo global” y al concepto del “hegemón benevolente” “actuando como si el mundo fuera unipolar”, tal como señala Huntington. Esto coincide hasta ahora con la incapacidad de la UE y de otros actores políticos para colocar al lado de Estados Unidos un poder comparable y tomar iniciativas de política mundial.
2. La gobernabilidad global depende de diversas formas y planos internacionales de coordinación, cooperación y toma de decisión colectiva. Las organizaciones internacionales se hacen cargo de esa función coordinadora y colaboran en la formación de puntos de vista globales. Los regímenes traducen la voluntad de cooperar en disposiciones normativas obligatorias. De los retazos de iniciativas sectoriales pueden desarrollarse progresivamente un tapiz de estructuras de cooperación.
3. La gobernabilidad global no se restringe, pues, a más multilateralismo en el plano global. Muchos problemas requieren respuestas políticas en diferentes esferas de acción, a lo largo del nuevo eje de gobernabilidad local-global.
4. La gobernabilidad global convierte la percepción tradicional de la soberanía en una reliquia anacrónica de un mundo de estados que ya no existe más. El imperativo de la cooperación exige renuncias a la soberanía que los efectos de la globalización ya habían impuesto. Para ser capaces de cooperar, también las grandes potencias deben conformarse con “soberanías divididas” que –como los muestra la Unión Europea- pueden originar no una pérdida, sino una ganancia de capacidad de acción y solución de problemas y mayor peso político mundial.
5. La gobernabilidad global exige una reforma institucional en profundidad del aparato estatal porque todas las esferas de la política –también la política interna que se ocupa de la seguridad nacional, la política de inmigración y de asilo- están insertas en contextos globales. Es necesario reunir competencias normativas sectoriales aisladas en redes normativas eficientes, pero también reorientar las esferas de las políticas de cada estado hacia una mayor coordinación.
6. La gobernabilidad global no es, por lo tanto, un proyecto en el que sólo participan los gobiernos y las organizaciones internacionales. En muchos casos se requiere la colaboración de actores privados. La política tiene crecientemente lugar en estructuras en red horizontales y verticales. En muchas políticas específicas las ONGs tienen una función consultora, correctiva y de participación irremplazable.
7. finalmente, la gobernabilidad global cooperativa tiene como condición que que Kant pedía ya en sus primeros tres artículos cruciales sobre la paz perpetua: primero, una paz garantizada a largo plazo sólo puede surgir en y entre estados constitucionales; segundo, la política mundial ciertamente no necesita ningún estado mundial rector sino la fuerza reguladora de un derecho de gentes obligatorio; tercero, la naciente sociedad mundial debe construirse sobre una “constitución cosmopolita” con “derechos cosmopolitas”, es decir, sobre el fundamento común de los derechos humanos universales.
6. Desarrollo local neoliberal versus desarrollo humano local
Desde el paradigma del desarrollo humano, que es el que explícitamente adoptamos, avanzar la ciudadanía equivale a construir o fortalecer la sociedad civil, la gobernabilidad democrática y el desarrollo humano. En esta parte del trabajo nos proponemos razonar que las tareas de la gobernabilidad democrática contempladas desde el desarrollo humano (1) se plasman en una agenda reformista que, aunque parcialmente coincidente, se contrapone a la agenda neoliberal aún prevalente y (2) que el desarrollo humano supone y exige estrategias de gobernabilidad y desarrollo local.
Hoy, universalizar la ciudadanía, producir desarrollo humano, demanda más que nunca de una concepción renovada de la política y de las políticas públicas, que tome en cuenta la dimensión local, nacional, supranacional y global de los diversos espacios públicos en que va a manifestarse la ciudadanía republicana, es decir, la voluntad humana de controlar el propio destino a través de la autolegislación.
El paradigma del desarrollo humano concibe el desarrollo como libertad (Sen, 2000), pero no estamos hablando del mismo desarrollo ni de la misma libertad del proyecto neoliberal. Tampoco de la misma ciudadanía ni de las mismas políticas de desarrollo.
Para los neoliberales, el desarrollo responde a una concepción utilitarista. Cuanto mayores son las utilidades agregadas recibidas por los ciudadanos mayor es el nivel de desarrollo alcanzado. El paradigma del desarrollo humano se basa, en cambio, en una concepción personalista: el desarrollo debe evaluarse en función de las capacidades, oportunidades y seguridades básicas puestas a disposición de las personas para que éstas puedan llevar a cabo el modo de vida que consideren valioso o digno de ser vivido. Hay una diferencia axiológica profunda: una vida digna de ser vivida no es lo mismo que una vida orientada a la riqueza, al consumo o al poder; ni una sociedad digna de vivir en ella puede confundirse tampoco con la sociedad del tanto tienes tanto vales (para una exposición sintética y clara de la diferencia entre la concepción utilitarista del desarrollo y la concepción del desarrollo humano, vid. Oriol Prats, 1999).
Para los neoliberales también son fundamentales las libertades personales y la constitución política y el sistema institucional que las define y garantiza. Pero las instituciones y la política de la libertad de los neoliberales se agota en la autonomía privada. Sus instituciones de la libertad se centran en garantizar los derechos de propiedad y los intercambios libres. La gran tarea del Estado es la de asegurar el sistema legal y las capacidades institucionales necesarias para ello. La construcción de una nación de ciudadanos es inseparable para ellos de la universalización del mercado dentro de las fronteras nacionales. La expresión fundamental de la libertad son las libertades económicas, a las que se subordinan incluso teóricamente las libertades políticas (recuérdese la expresión de Hayeck de que la concesión del derecho de voto a los esclavos no hacía de éstos hombres libres, cosa que sí sucedía con el decreto de manumisión de contenido básicamente económico). La desregulación es siempre preferible porque las regulaciones estatales más que superar los fallos del mercado expresan fallos del estado que reducen el desempeño de los mercados (al asumir que el proceso político resulta inevitablemente más deficiente que el de los mercados por incompletos e imperfectos que éstos resulten). Las políticas sociales deben ser focalizadas a los que no pueden valerse por sí mismos o a las víctimas del infortunio. La justicia social les parece la coartada de los grupos de interés capturadores de rentas. La redistribución debe quedar excluida del alcance de las regulaciones estatales. La política debe ser contemplada como una actividad subordinada y sospechosa. Las políticas nacionales de globalización deben quedar reducidas a la consecución de mejores condiciones de competitividad. La globalización es bien venida pero debe ser autorregulada por los actores de los mercados globales y cuando la regulación se hace inevitable nunca debe ser el resultado de un proceso político expresivo de una comunidad o ciudadanía global. Si la Sra. Thatcher ya señalaba que no conocía nada llamado “la sociedad”, tampoco se reconoce ninguna política, sociedad o ciudadanía global: sólo hay individuos u organizaciones persiguiendo objetivos egoístas o altruistas en ejercicio de su libertad bajo la ley. En definitiva, hay legalidad pero no hay humanidad.
El paradigma del desarrollo humano reconoce la fuerza histórica liberadora representada por la construcción de los mercados nacionales y la indispensabilidad del sistema institucional que garantiza la eficiencia de los mismos. Hay una zona de coincidencia con los neoliberales representada por el legado histórico del llamado estado liberal de derecho. Pero hay una diferencia radical, captada en la frase “sí a una economía de mercado, no a una sociedad de mercado”, pues el desarrollo humano se basa en un concepto diferente de persona y de libertad que implica el espacio público democrático, es decir, la generación de una comunidad política capaz de resolver las tensiones y desigualdades fraccionadoras derivadas incluso de los mercados eficientes.
Desde el desarrollo humano el concepto de persona y de libertad del neoliberalismo resulta muy recortada normativa y valorativamente. Las libertades necesarias para la autonomía privada y el funcionamiento de los mercados no implican necesariamente el respeto debido a la dignidad de la persona humana. El ciudadano de los neoliberales no tiene, si no quiere, por qué interesarse por el otro, no está dotado de un sentido moral de los deberes sociales, su moral se agota en la filantropía o la compasión entendidas como virtudes/liberalidades personales y no como deberes sociales fundantes del orden social legítimo. De ahí el rechazo neoliberal ya comentado de la configuración de una ciudadanía social o derechos sociales universales y de su idea raíz de la justicia social.
El paradigma del desarrollo humano opone al neoliberalismo el concepto de una persona moral que mediante su inteligencia une su voluntad a la realización de los intereses de todos convirtiéndose en ciudadano de una república en la que participa en igualdad de derechos en la actividad de darse leyes a sí mismo (Habermas, 2000). Frente a la reducción neoliberal de la libertad a la autonomía privada y del Estado al policía de las libertades/autonomía, el desarrollo humano añade la idea republicana de autolegislación según la cual la autonomía privada y la autonomía política se presuponen recíprocamente. El desarrollo humano se basa en la convicción intelectual y moral de que los ciudadanos sólo son libres y dignos cuando pueden considerarse a la vez los receptores del derecho y sus autores. El derecho debe respetar la autonomía personal y las libertades económicas, pero debe atender también los fallos del mercado y asegurar la solidaridad, equidad o justicia social a la que inevitablemente tiende toda sociedad libre mediante el ejercicio de la política y las instituciones del espacio público. Esto supone reivindicar no sólo la necesidad sino el valor de la política democrática.
7. La globalización revaloriza el desarrollo humano local
Frente a ciertos prejuicios iniciales que consideraron que la transición a la sociedad info/global determinaría una pérdida de peso de las ciudades, la evidencia actual es que la “era informacional y global” significa más comunicación, más información, más conocimiento, mayor densidad e intensidad en las relaciones humanas y, precisamente por ello, más ciudad.
La globalización y la localización son las dos grandes fuerzas del desarrollo en el siglo XXI. La globalización se asienta en un sistema red cuyos puntos nodales son las ciudades. Las ciudades pueden ser las locomotoras del desarrollo nacional y arrastran al conjunto de la economía sólo si son capaces de crear un clima adecuado para los negocios con servicios atractivos, infraestructuras urbanas y calidad de vida en general; y especialmente si se esfuerzan en buscar la colaboración entre el sector público y privado y las asociaciones y grupos comunitarios (J.M. Pascual). El factor crítico para el buen gobierno de la ciudad es la capacidad para gestionar estas redes de actores.
La globalización no sólo nace en las ciudades sino que se asienta en las mismas consistiendo fundamentalmente en las redes por las que circulan flujos entre ciudades. Ello es así porque: (1) la población mundial se concentra crecientemente en ciudades, (2) la interdependencia territorial se produce entre ciudades, (3) las ciudades son el espacio de encuentro y reconocimiento intercultural, (4) la economía del conocimiento requiere de entornos urbanos, (5) la sociedad del conocimiento se estructura en ciudades educadoras, (6) los problemas globales requieren respuestas urbanas, (7) los desafíos de la democracia son en gran parte desafíos urbanos…
Pero la globalización, al reestructurar el territorio, ha cambiado el concepto de ciudad. La ciudad hoy desborda la realidad concreta de un territorio y una población sobre la que ejerce jurisdicción una administración municipal urbana. La ciudad incluye y desborda el concepto de municipio.
Hasta el desarrollo de las ciudades industriales a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la aglomeración urbana se localizó en el interior de los límites de los municipios de modo que la gestión de la ciudad correspondía a la administración municipal. Con la industrialización la aglomeración urbana desbordó los límites municipales, se hizo polimunicipal. El crecimiento plurimunicipal de una misma urbanización puso sobre la mesa o bien la extensión de los límites territoriales del municipio central o la creación de áreas metropolitanas. La primera forma predominó durante la segunda mitad del XIX y la configuración de gobiernos metropolitanos durante todo el XX y especialmente en los años 70 y 80. Razones de la pérdida de relevancia de los gobiernos metropolitanos…
Hacia finales de los 90, la tendencia en política metropolitana en Europa era dotar al área metropolitana de una estrategia territorial más que de una planificación territorial o urbanística clásica. La estrategia se define en función de los grandes retos dinámicos y opciones de desarrollo integral, económico, social, cultural y territorial, y tiende a equilibrar o coordinar los intereses de los diferentes actores públicos y privados que actúan en el territorio.
Gestionar una ciudad o una realidad metropolitana significa considerar muchos ámbitos territoriales, de tal modo que resulta imposible definir una delimitación precisa de las ciudades entendidas como unidades espacio-temporales. Hoy no tiene mucho sentido pensar en el territorio adecuado en el que definir las políticas puesto que son las estrategias urbanas las que definen los territorios.
(José María Pascual, 2003, p. 23-25 )
A medida que avanza la globalización las sociedades se estructuran crecientemente en redes cuyos puntos nodales son las ciudades. Una ciudad se define entonces por la posición que ocupa en las estructuras reticulares de ciudades y municipios en las que se inserta. Estas estructuras reticulares se caracterizan por su asimetría y por una configuración muy variable que depende del posicionamiento y de la asignación de roles entre las ciudades y municipios.
En este contexto, gobernar una ciudad consiste en incidir en las redes en las que se configura y de este modo poder incidir en los procesos económicos y sociales que impulsan su desarrollo y en las consecuencias de los mismos en la articulación del territorio. Gobernar una ciudad es intervenir en todos los ámbitos del territoriales en los que se desarrollan las estrategias urbanas (eje local/global). El gobierno de una ciudad es un gobierno-red con diferentes niveles de acción territorial que debe contar con la presencia y la concertación de los distintos actores con capacidad para poder impulsar las estrategias económicas y sociales de la ciudad. El gobierno de la ciudad es un gobierno multinivel poco formalizado y flexible cuyas relaciones de poder entre los actores son variables y vulnerables. En este contexto, profundizar la democracia representativa mediante instrumentos garantizadores de la transparencia, la participación y la responsabilización deviene factor crítico para garantizar que todos los intereses y preferencias concurren en condiciones de igualdad en la elaboración de las grandes decisiones estratégicas urbanas. Desde esta perspectiva, lo importante no es crear instituciones de gobierno en todos los ámbitos territoriales en los que se definen las estrategias y los servicios de la ciudad, sino dotar de autonomía, recursos, capacidad de dirección, transparencia, participación y responsabilización a los gobiernos locales en tanto que gestores de los nodos y subnodos de las realidades urbanas para poder participar activa y efectivamente en todas las redes que configuran hoy las ciudades.
En Economía, el descubrimiento de que la calidad de la ubicación es un determinante fundamental de la competencia empresarial y del bienestar de la población es un dato reciente. Está asociada a la teoría desarrollada por M. Porter, de la que se derivan nuevas formas de concebir las relaciones entre gobiernos nacionales y locales, por un lado, y empresas, por otro, todo lo cual influye en la concepción misma de las políticas públicas.
Una ubicación –una ciudad, una región y a veces un país- no resulta competitiva porque ofrezca a las empresas mano de obra, capital, recursos humanos, recursos naturales, infraestructura o subvenciones. Esto puede encontrarse cada vez en más lugares. Lo decisivo es que ofrezca un entorno de negocios que permita a las empresas la aplicación de todos aquellos factores con alta productividad. La productividad es el determinante fundamental a largo plazo del nivel de vida de una nación. La productividad de los recursos humanos determina los salarios de los trabajadores; la productividad del capital determina su rendimiento. Un territorio toma ventaja competitiva cuando es capaz de ofrecer a sus empresas la posibilidad de mejorar permanentemente la productividad.
Las empresas que innovan y mejoran permanentemente la productividad se encuentran radicadas en territorios que aseguran las cuatro condiciones siguientes[11]: (1) factores de producción necesarios, como son los recursos humanos especializados o la infraestructura requerida para competir en un sector determinado; (2) una demanda interior informada y exigente en relación al producto o servicio; (3) presencia en el territorio de sectores proveedores y afines que sean internacionalmente competitivos, y (4) condiciones culturales e institucionales facilitadoras de la creación y la buena gestión empresarial, incluida la presencia de una competencia interior efectiva. La creación de estas condiciones es una responsabilidad compartida de los gobiernos y las empresas.
Las Administraciones Públicas tienen un papel irrenunciable en la conformación del contexto y la estructura institucional que rodea a las empresas y en crear un entorno que las estimula a lograr ventajas competitivas. Las Administraciones no pueden crear directamente sectores competitivos. Sólo las empresas pueden hacerlo. El papel de las Administraciones es catalizador y estimulador tratando de reforzar las cuatro condiciones antes indicadas. La clave está en elegir bien los instrumentos de política, pues el tiempo requerido para lograr ventaja competitiva es largo (normalmente más de diez años) mientras que la preferencia política se orienta a ventajas a corto plazo tales como subvenciones, protección, fusiones convenidas, proyectos conjuntos de I+D, etc., que tienden a retrasar la innovación.
La geografía importa y mucho para la competitividad. La ubicación sigue siendo fundamental para competir. Frente a quienes siguen creyendo que la globalización tiende a decrecer la importancia de la ubicación, ya que las empresas pueden aprovisionarse de bienes, capital y tecnología en cualquier parte del mundo, ubicando sus actividades donde les resulte más económico, la realidad muestra un panorama completamente diferente. La competencia y la competitividad no dependen sólo de condiciones generales positivas, sino de condiciones específicas a nivel territorial que son las que permiten la aparición de los clusters que constituyen los determinantes últimos de la ventaja competitiva.
Los clusters son concentraciones geográficas de empresas interconectadas, suministradores especializados, proveedores de servicios, empresas de sectores afines e instituciones conexas (por ejemplo, universidades, institutos de normalización, asociaciones comerciales) que compiten pero que también cooperan. Los clusters constituyen la masa crítica competitiva de todas las economías nacionales, regionales y metropolitanas de las sociedades avanzadas. Pueden definirse como un sistema de empresas e instituciones interconectadas cuyo valor global es mayor que la suma de sus partes.
Los clusters son una nueva manera de ver la economía que deja entrever nuevas funciones para las empresas, los poderes públicos y otras instituciones comprometidas en mejorar la competitividad. Los clusters significan que buena parte de la ventaja competitiva se encuentra fuera de la empresa pues depende de la ubicación de las unidades de explotación. Por eso los clusters interesan tanto a la empresa como a los poderes públicos. Las empresas se interesan por el entorno no sólo en términos macroeconómicos, fiscales, infraestructurales o de costes en general, sino también en términos de salud del cluster. Del mismo modo los poderes públicos no sólo se interesan por las condiciones macroeconómicas de la competitividad, sino también por las condiciones microeconómicas que remueven los obstáculos al crecimiento y mejoran los cúmulos existentes y los que puedan aparecer.
En una economía mundial, la ventaja competitiva depende de los clusters y, al tener éstos un marcado carácter local, resulta que la globalización ha reforzado la importancia de la ubicación, de lo local, en las políticas económicas. Los clusters surgen de la concentración en una región o ciudad determinada de técnicas y conocimientos muy especializados, instituciones, rivales, empresas afines y clientes avanzados y expertos. La proximidad geográfica, cultural e institucional permite tener un acceso especial, unas relaciones especiales, una información mejor, unos mayores incentivos y otras ventajas para la productividad y para el crecimiento de la productividad que son difíciles de aprovechar a distancia. Es fácil obtener materiales, información y tecnología ordinarios gracias a la globalización, mientras que las dimensiones más avanzadas de la competencia siguen estando sometidas a limitaciones geográficas. La ubicación importa y mucho, aunque de modo muy diferente al pasado.
De todo lo anterior se concluye que la función de las administraciones públicas a favor de la productividad y la competitividad de las economías registra al menos dos aspectos principales:
Asegurar condiciones macro y microeconómicas positivas, tales como la estabilidad macroeconómica, el aumento de la calidad y eficiencia de los factores que necesitan las empresas (mano de obra preparada, infraestructura, información económica puntual y confiable), unas instituciones que los faciliten así como una serie de reglas e incentivos microeconómicos generales que rijan la competencia y que fomenten el crecimiento de la productividad (mediante la garantía de la competencia interna, un sistema fiscal y unas leyes de propiedad industrial e intelectual que fomenten la investigación, un sistema jurídico justo y eficiente, unas leyes que garanticen la protección de los consumidores, unas normas sobre la gobernanza empresarial que establezcan la responsabilidad de los directivos por resultados y regulaciones que promuevan la innovación). Todo este cúmulo de políticas y actuaciones corresponden principalmente al gobierno y a las administraciones públicas del estado.
Pero con sólo lo anterior no se asegura la ventaja competitiva. Es necesario que, además, los poderes públicos faciliten el desarrollo y mejora de los clusters, con la finalidad de superar la fase de la competencia basada en el coste de los factores. Una política de competencia orientada a los clusters se fija no en empresas o sectores aislados, sino en complejos de productores, proveedores, sectores afines, proveedores de servicios e instituciones. Las inversiones públicas derivadas de dicha política, al no fijarse en empresas o sectores específicos, no recortarán sino que incentivarán la competencia a la vez que se traducirán en bienes públicos o cuasipúblicos que tienen efectos significativos sobre muchas empresas y sectores vinculados entre sí. Los clusters contribuyen a superar viejos conceptos sobre las divisiones competenciales y exigen nuevos mecanismos para la articulación de la colaboración entre las empresas y las administraciones públicas en sus distintos niveles. El diálogo tradicional entre el gobierno y las tradicionales organizaciones empresariales y sindicales no puede ir más allá de las condiciones económicas y sociales generales. Por su parte, el diálogo enmarcado en sectores productivos específicos inhibe el intercambio fértil de opiniones, pues las empresas recelan relevar sus verdaderas necesidades y problemas ante sus competidores. Como la productividad y el bienestar de la gente hoy ya no sólo depende de las condiciones económicas generales o sectoriales, sino muy principalmente de la salud y dinamismo de los clusters, es a nivel de éstos donde debe articularse el diálogo y la colaboración entre todos los afectados que, al representar empresas y sectores diversos y al incorporar a las instituciones y en ocasiones a los clientes, desincentivarán la tendencia de las agrupaciones empresariales a limitar la competencia.
Todo lo anterior se traduce en la necesidad de desarrollar nuevas capacidades institucionales en el conjunto de las administraciones públicas. En un entorno global, las políticas de bienestar son inseparables de las políticas de productividad y competitividad. La eficacia y eficiencia de estas políticas no se compadece ni con las divisiones competenciales tradicionales, ni con los esquemas de departamentalización o sectorialización de políticas, ni con las formas tradicionales de entender la relación entre las administraciones y las empresas. Contrariamente, apuntan a la generación de nuevos modelos de cooperación intergubernamental, de diseños organizativos transversales en las distintas administraciones, así como de generación de capacidades de construcción y gestión de redes entre administraciones, empresas e instituciones diversas. Un cluster funciona no sólo como agregado de empresas e instituciones sino por haberse establecido entre ellas una conciencia, una capacidad y una confianza interrelacional –lo que algunos llaman el capital o aglutinador social del cluster- que hacen que el sistema sea mucho más que la suma de sus partes. Esta creación no puede hacerse sin las administraciones públicas debidamente reformadas, es decir, con conciencia de sus nuevas funciones y con programas de desarrollo de las capacidades institucionales necesarias para su desempeño.
8. Local/Global: diferentes concepciones del desarrollo local
El paradigma del desarrollo humano tiene fuertes implicancias sobre la concepción misma del desarrollo local. Los neoliberales también defienden la necesidad de la descentralización y del desarrollo local; pero su concepción del desarrollo local sigue siendo principalmente económica y sólo subordinadamente social, democrática y medioambiental: se aboca a conseguir un gobierno municipal eficaz y eficiente en la prestación de los servicios y una ciudad que sepa explotar su ventaja comparativa en la atracción competitiva de inversiones; el protagonismo fundamental corresponde al sector privado local pactando subordinadamente con los inversionistas transnacionales; la política tiene un rol de acompañamiento del proceso de inserción de la ciudad en la globalización y la acción comunitaria y de las ONGs de amortiguamiento de las consecuencias sociales más graves del proceso.
El desarrollo humano local es un concepto integral u holístico que no jerarquiza las diversas e inseparables dimensiones del desarrollo –democrático, económico, social, medioambiental, cultural- y las sitúa a todas en función de la expansión de las capacidades y libertades humanas. Desde esta perspectiva:
1. La sostenibilidad del desarrollo comprende pero desborda la dimensión meramente medioambiental ya que, además de ser una exigencia de justicia medioambiental, se contempla también como una exigencia de la eficiencia social adaptativa. En efecto, se trata no sólo del imprescindible conservacionismo medioambiental en la línea de las agendas 21 locales, sino de plantear esta conservación en término de justicia y equidad medioambiental intergeneracional (Cooper, 1999). Pero se trata de ir más allá, concibiendo la sostenibilidad no sólo medioambientalmente sino como un patrón de ordenación que permite guardar la cohesión y asegurar la supervivencia de un sistema social, lo cual en los ecosistemas y, quizás en buena medida en las comunidades humanas, se halla asociado a ciertas características como la interdependencia, el reciclaje, la asociación, la flexibilidad y la diversidad de elementos asociados en redes autocatalíticas, autocreativas o autopoieticas (De Franco, 2000).
2. El desarrollo humano local es un proyecto de construcción de ciudadanía y, por ello, la democracia y la política democrática son un fin y un medio a la vez para su consecución. El desarrollo humano local es inseparable de la construcción de la ciudadanía y el espacio público local que implican las libertades políticas efectivas para participar en la autoordenación de la comunidad. Por ello, medidas tales como el fomento de las organizaciones cívicas, la transparencia, la participación, la responsabilización y rendición de cuentas, el fortalecimiento de las instituciones democráticas mediante la limpieza de los procesos electorales, la apertura de los partidos políticos o la seguridad jurídica resultan irrenunciables para el desarrollo humano local.
“La capacitación para la gestión local; la generación de una nueva institucionalidad participativa (consejos; foros; agencias u organizaciones similares de carácter multisectorial, plural y democrático); un diagnóstico y una planificación participativas; la construcción negociada de una demanda pública local (en general materializada en forma de una agenda local de prioridades de desarrollo); la articulación de la oferta estatal y no estatal de programas y acciones con la demanda pública local; la celebración de un pacto de desarrollo en las localidades (o similar, teniendo por base la agenda local pactada); el fortalecimiento de la sociedad civil (por medio del estímulo a la acción ciudadana, del apoyo a la construcción de organizaciones sin fines lucrativos, sobre todo de carácter público, de la celebración de reuniones o encuentros entre los poderes constituidos y tales organizaciones, y la promoción del voluntariado); el fomento de la emprendedoriedad (por medio de la capacitación, el crédito y el aval para impulsar y apoyar la generación y el desarrollo de nuevos negocios sostenibles de fines lucrativos); y la instalación de sistemas de monitoreo y evaluación…
Sostenemos que las nuevas prácticas políticas, sociales y económicas en que se expresa el desarrollo local integrado y sostenible introducen elementos de radicalización de la democracia, de universalización de la ciudadanía y de conquista de la sostenibilidad… En el centro de este proceso de desarrollo tiene que estar la política… (De Franco, 2000: 158-160).
3. La política social es irrenunciable y se justifica no para mitigar los efectos nocivos de las transiciones en curso, sino para reintegrar a la totalidad de la población en la ciudadanía, construyendo un tipo de cohesión social basada en el aseguramiento de la libertad y la dignidad de la persona. Esto implica la irrenunciabilidad de la universalidad de los servicios públicos y sociales básicos así como el coprotagonismo y la participación de los ciudadanos en su planificación, gestión y supervisión.
4. El desarrollo humano local reconoce y respeta la multietnicidad y pluriculturalidad de las ciudades y el derecho a desarrollar la propia identidad como componente inalienable del desarrollo humano sin más límites que el debido respeto a los derechos universales de humanidad. Frente al riesgo de concentrar a las minorías étnicas en espacios urbanos segregados espacialmente en auténticos agujeros negros en los que se refuerzan mutuamente la pobreza, el deterioro de la vivienda y los servicios urbanos, los bajos niveles de ocupación, la falta de oportunidades profesionales y la criminalidad, hay que levantar políticas fundadas en la consideración de la pluriculturalidad y la multietnicidad como fuentes de riqueza económica y cultural para las sociedades urbanas. “Pero incluso quienes estén alarmados por la desaparición de la homogeneidad social y las tensiones sociales que ello suscita deben aceptar la nueva realidad: nuestras sociedades, en todas las latitudes, son y serán multiculturales, y las ciudades (y sobre todo las grandes ciudades) concentran el mayor nivel de diversidad. Aprender a convivir en esa situación, saber gestionar el intercambio cultural a partir de la diferencia étnica y remediar las desigualdades surgidas de la discriminación son dimensiones esenciales de la nueva política local en las condiciones surgidas de la nueva interdependencia global” (Borja y Castells, 2000).
El desarrollo humano local revaloriza la política democrática, extendiéndola conceptualmente al conjunto de actores y prácticas necesarias para elevar la calidad de acción colectiva en la “polis”. Por eso, trasciende los límites del gobierno y la gestión pública tradicional para vindicar la gobernanza local. Ésta implica el fomento y el reconocimiento de los actores más diversos capaces de expresar el conjunto de intereses, mentalidades, valoraciones y prácticas locales y de coordinarse tensionadamente en torno a planes y objetivos estratégicos de desarrollo local. Construir los marcos institucionales y regulatorios y desarrollar las prácticas y capacidades necesarias para el logro de esta coordinación es la mayor responsabilidad de la política democrática de nuestro tiempo. De ahí que se reivindiquen cada vez con más fuerza los liderazgos y los emprendedores –individuales o colectivos- necesarios para posibilitar la movilización y la coordinación social capaces de producir la reconstrucción del espacio público local y su inserción en el nuevo eje de gobernabilidad local-global.
9.La gobernanza como modo de gobernación característico de nuestro tiempo
9.1. Características de la gobernanza
El paradigma de las reformas cambia de nuevo a mediados de los 90, en buena parte por la incapacidad de la nueva gestión pública de resolver los problemas antes expuestos de la delegación democrática y de la provisión de bienes públicos que exigen la colaboración interdepartamental o interagencias. Desde mediados de los 90, emerge un consenso creciente en torno a que la eficacia y la legitimidad del actuar público se fundamenta en la calidad de la interacción entre los distintos niveles de gobierno y entre éstos y las organizaciones empresariales y de la sociedad civil. Los nuevos modos de gobernar en que esto se plasma tienden a ser reconocidos como gobernanza, gobierno relacional o en redes de interacción público-privado-civil a lo largo del eje local/global. La reforma de las estructuras y procedimientos de las Administraciones Públicas pasan a ser consideradas desde la lógica de su contribución a las redes de interacción o estructuras y procesos de gobernanza referidos.
En efecto, tanto la teoría administrativa como las políticas de reforma administrativa en los últimos tiempos (desde la recesión del movimiento de la nueva gestión pública, a mediados de los 90) en los países de la OCDE han establecido como foco de análisis no la estructura y funcionamiento de las organizaciones públicas sino las interacciones entre los diversos niveles de éstas y entre ellas y las organizaciones privadas y de la sociedad civil, sin dejar de considerar nunca a la persona, el ciudadano (no el cliente) como el referente último de todo el actuar público. Esto no quiere decir que se abandone la consideración de la estructura, las funciones y los procesos administrativos públicos, sino que el estudio y la reforma de éstos se sitúa en el ámbito de las interacciones entre lo público-privado-civil, es decir, de los desafíos que dicho interacción presenta para la actualización de las instituciones y capacidades institucionales tradicionales.
A esto se alude con la referencia cada vez más generalizada en el lenguaje político y administrativo comparado a la gobernanza, al gobierno interactivo, al gobierno emprendedor, al gobierno socio o facilitador… A ello corresponde también el actuar diario de los directivos políticos y gerenciales de nuestras administraciones públicas. En España estamos ante una situación de “realidades en busca de teoría”. La metáfora de las “redes” tiende a expresar esta realidad: la práctica cotidiana de los políticos y gerentes públicos pasa por crear y gerenciar estas redes de actores diversos, autónomos e interdependientes sin cuya colaboración resulta imposible enfrentar los desafíos más urgentes de nuestros tiempo.
Los nuevos modos de gobernación que se reconocen crecientemente como “gobernanza” no significan anulación sino modulación y reequilibrio de los anteriores. Como señala Koimann[12], estamos asistiendo más a un cambio por reequilibrio que a una alteración por abandono de las funciones estatales tradicionales. Hay un incremento de los roles del gobierno como socio facilitador y cooperador. Pero ello no determina la obsolescencia de las funciones tradicionales.
La gobernanza moderna se explica por una conciencia creciente de que:
Los gobiernos no son los únicos actores que enfrentan las grandes cuestiones sociales. Éstas son hoy desafíos también para las organizaciones de la sociedad civil y las empresas.
Para enfrentar eficazmente esas grandes cuestiones, además de los modos tradicionales de gobernación (burocracia y gerencia), debemos contar con nuevos modos de gobernanza. Ésta no elimina en absoluto la burocracia ni la gerencia, convive con ellas y designa sencillamente el cambio de foco en la búsqueda del buen gobierno.
No hay un modelo único de gobernanaza: las estructuras de gobernanza deben diferir según el nivel de gobierno y el sector de actuación administrativa considerados. A diferencia del universalismo de la burocracia y la gerencia pública, la gobernanza es multifacética y plural, busca la eficiencia adaptativa y exige flexibilidad, experimentación, aprendizaje por prueba y error.
Las cuestiones o desafíos sociales hoy son el resultado de la interacción entre varios factores que rara vez son plenamente conocidos ni están causados ni se hallan bajo el control de un solo actor. El conocimiento y los recursos de control son siempre limitados y presentan márgenes de incertidumbre y, además, se hallan fragmentados entre los diversos actores involucrados. Sin articular la cooperación entre éstos difícilmente puede lograrse una decisión razonable.
Los objetivos de la gobernación no son fáciles de decidir y están sujetos a revisión frecuente. Los intereses generales se componen en procesos de conflicto, negociación y consenso entre los diversos actores involucrados. No hay interés general trascendente a los intereses sociales y privados. No hay monopolio de los intereses generales por las organizaciones gubernamentales.
Sólo mediante la creación de estructuras y procesos sociopolíticos interactivos que estimulen la comunicación entre los actores involucrados y la creación de responsabilidades comunes, además de las individuales y diferenciadas, puede hoy asegurarse la gobernación legítima y eficaz.
El gran desafíos de las reformas administrativas hoy es reestructurar las responsabilidades, tareas y actividades de la gobernación en base a la integración y a la diferenciación de las diversas inquietudes e intereses y de los actores que los expresan en los diversos procesos de interacción. El gran desafío es hoy hacer productivas las interacciones en que consiste la gobernación.
Para ello tanto las reformas como la teoría tienen que focalizarse en la interacción más que, como sucedía en la aproximación tradicional, en el gobierno como actor único o sobredeterminante de la gobernación.
La Comisión Europea en la preparación de su Libro Blanco sobre la Gobernanza de 2001 adoptó la visión de que el modelo de gobernanza por redes se adaptaba mejor que los modelos jerárquicos tradicionales al contexto socio-económico actual caracteriza los cambios rápidos, la fragmentación y problemas de políticas interconectados y complejos. Romano Prodi al presentar al Libro Blanco al Parlamento argumentaba que “tenemos que dejar de pensar en términos de niveles jerárquicos de competencias separadas por el principio de subsidiariedad y comenzar a pensar en arreglos en red entre todos los niveles de gobierno, los cuales conjuntamente enmarcan, proponen, implementan y supervisan las políticas”. Más explícita resultaba todavía la experiencia de las ciudades europeas tal como se señalaba en la contribución de Eurocities a los trabajos de consulta del Libro Blanco: “Nuestras ciudades vienen desarrollando asociaciones entre el sector público, voluntario y privado sobre bases cada vez más sistemáticas. Estamos abandonando un modelo de gobierno de arriba abajo. En su lugar estamos haciendo evolucionar modelos más participativos de gobernanza comprometiendo, envolviendo y trabajando mucho más con los ciudadanos, grupos locales, empresas y agencias asociadas”.[13]
El concepto de gobernanza desarrollado desde la Comisión Europea no reduce el papel de los gobiernos a un actor más en las redes o estructuras de interdependencia en que la gobernanza consiste. Los gobiernos tienen una legitimidad y una responsabilidad diferenciada y reforzada. La gobernanza no quita nada al valor de la representación democrática, aunque plantea condiciones más complejas para el ejercicio efectivo de la autoridad. La gobernanza no elimina sino que refuerza el papel de emprendedor, facilitador, mediador, dirimidor de conflictos, negociador y formulador de reglas que corresponde a los gobiernos; pero reconoce que algunas de estas funciones pueden ser también ejercidas por otros actores empresariales o sociales. Por encima del enjambre de opiniones doctrinales propias de la etapa de nacimiento de un nuevo paradigma, la gobernanza no elimina la necesidad de los gobiernos, aunque replantea sus roles, formas organizativas y procedimentales, los intrumentos de gestión pública, las competencias de los funcionarios y las capacidades de dirección política de la administración.
Teniendo en cuenta el carácter horizontal de las redes y el poder coactivo de los poderes públicos, éstos pueden optar por diferentes estrategias. En primer lugar pueden decidir no incorporarse a las redes e imponer sus ideas y objetivos a los actores que participen. En segundo lugar pueden decidir incorporarse a las redes y utilizar fórmulas de cooperación con el resto de actores. Una tercera opción es adoptar el papel de gestor de las redes, facilitando los procesos de interacción entre los actores y en el caso de bloqueo o estancamiento reimpulsar los procesos a través de la mediación o el arbitraje. Finalmente los gobiernos pueden construir redes y mantener la estabilidad y seguridad a través de su especial autoridad. (Agustín Cerrillo, La Gobernanza y sus Repercusiones en el Derecho Administrativo, texto inédito).
9.2. Principios de buena gobernanza
El reconocimiento de la necesidad de la gobernanza en todos los ámbitos del actuar administrativo en que la complejidad, diversidad, dinamismo e interdependencia implicados por la definición y realización de los intereses generales hace que los modos de gobernación tradicionales de la jerarquía y la gerencia no resulten ni eficaces ni eficientes ni efectivos ni legítimos, no deja de plantear considerables problemas.
El primero y fundamental es el de la relación potencialmente conflictiva entre democracia y gobernanza. Para que una estructura interactiva de gobernanza sea democrática es preciso que el conjunto de intereses concernidos por el proceso decisional se encuentren simétricamente representados en el proceso decisional público de que se trate. Un mero partenariado entre sector público y privado puede constituir gobernanza pero no será democrático sino en la medida en que los intereses sociales se hallen tengan oportunidad efectiva para organizarse, informarse y participar en la interacción decisional. La gobernanza no es, pues, sólo ni lobby ni participación. Éstos conceptos pueden ser plenamente operativos en los modos de gobernación representados por la burocracia y la gerencia, pues por sí no implican interacción decisional.
Si no se maneja un concepto exigente de democracia y se reduce éste, por ejemplo, al concepto de poliarquía de Robert Dahl, el conflicto entre gobernanza y democracia está servido. Si las estructuras de interacción decisional características de la gobernanza permiten la exclusión o el ninguneo de grupos de interés significativos, el riesgo de deslegitimación o desafección democrática es muy elevado. Y el de inefectividad de la decisión también pues es bien sabido que los intereses difusos que no pueden superar los costes de organización y participación ex ante pueden hacerlo perfectamente ex post actuando como “veto players” en el momento de la ejecución de la decisión. Si la democracia tiene su fundamento axiológico en el valor igual de toda vida humana, del que se deriva el fundamento político del derecho a la igual participación en el proceso político, cuando se rompe el mito de la exclusiva vinculación de los representantes democráticos a los intereses generales y se reconoce la necesidad de formular e implementar las decisiones públicas en redes de interacción, el ideal democrático exige la inclusión simétrica en las mismas de todos los intereses concernidos. Ello sin duda comporta nuevas exigencias para las autoridades públicas en relación al fomento de la organización, información y participación de aquellos intereses difusos que soportan los mayores costes. Se abre así todo un campo de acción gubernamental a favor del fortalecimiento de las organizaciones autónomas de la sociedad civil para su inclusión en las estructuras de gobernanza, lo que incluye y supera a la vez el planteamiento tradicional de la participación ciudadana.
“A pesar de su juventud, las redes ya han sido objeto de crítica al considerarlas estructuras de representación de intereses poco transparentes e impenetrables que amenazan la efectividad, eficacia, eficiencia y la legitimación democrática del sector público. Kickert ha sistematizado esas críticas:
Los gobiernos pueden desatender el interés general dado que participar en redes implica negociar y llegar a compromisos lo que impide realizar los objetivos preestrablecidos.
Las redes de gobernanza pueden obstaculizar los cambios e innovaciones políticos al dar un peso excesivo a los diversos intereses implicados.
Los procesos decisionales pueden no ser transparentes. La interacción formal, las estructuras de consulta complejas y el solapamiento de las posiciones administrativas hacen imposible determinar quién es responsable de cada decisión.
Si la estructura decisional verdadera se encuentra en la interacción entre los intereses privados, sociales y los gobiernos, el margen dejado para la intervención parlamentario y los órganos de autoridad representativa es escaso, lo que puede plantear déficits democráticos graves.
Frente a estas amenazas, las redes de gobernanza presentan aspectos positivos que están justificando su uso y extensión:
La formulación e implementación de políticas se enriquece con la información, el conocimiento y la colaboración aportados por los diversos actores interactuantes.
Las políticas y su implementación pueden alcanzar una mayor aceptación y legitimación social consiguiendo una ejecución menos costosa y más efectiva.
La participación interactiva y simétrica supone que una amplia variedad de intereses y valores serán tenidos igualmente en cuenta, lo que favorece el principio democrático.
Las redes incrementan las capacidades unilaterales de los gobiernos para orientar la definición y solución de las cuestiones sociales, incrementándose así su efectividad y eficacia.
Las redes reducen los costes de transacción en situaciones de toma de decisión complejas al proveer una base de conocimiento común, experiencia y orientación lo que reduce la inseguridad al promover el intercambio mutuo de información.
Las redes pueden reequilibrar las asimetrías de poder al aportar canales adicionales de influencia más allá de las estructuras formales.
Las redes incrementan el capital social de las comunidades.[14]
El Libro Blanco de la Gobernanza Europea ha avanzado cinco principios de una buena gobernanza: “apertura, participación, responsabilidad, eficacia y coherencia. Cada uno de estos principios resulta esencial para la instauración de una gobernanza más democrática. No sólo son la base de la democracia y el estado de derechos de los estados miembros, sino que pueden aplicarse a todos los niveles de gobierno: mundial, europeo, nacional, regional y local… La aplicación de estos cinco principios refuerza a su vez los de proporcionalidad y subsidiaridad.”[15]
No corresponde desarrollar aquí los principios expresados. La gobernanza es hoy un concepto que describe el movimiento o transición a un nuevo modo de gobernación, la gobernanza, la formulación de cuyos principios institucionales y valorativos tomará su tiempo. Por lo demás, no habrá un modelo universal de buena gobernanza. Podrá haber unos principios institucionales mínimos o básicos como los que ha tratado de codificar la Comisión de las Comunidades Europeas, pero la diversidad de entornos decisionales modulará estos principios y añadirá otros de manera muy difícil de predecir. Debemos reiterar un aspecto que nos parece clave: contra la opinión que trata de diluir los gobiernos como un actor más en las estructuras de gobernanza, creemos que el principio democrático y de estado de derecho al que la gobernanza debe servir exige el reconocimiento de un rol, unas formas organizativas y de funcionamiento y una responsabilidad especial a las administraciones públicas. Éstas son actores en estructuras de interdependencia, pero no un actor más. No creemos en la gobernanza como sustituto del gobierno sino en la gobernanza con gobierno, como modalidad de gobernación. La gobernanza no puede diluir sino fortalecer y legitimar la autoridad democrática. Para que ello sea así necesitaremos de un derecho administrativo renovado que desde el reconocimiento de las nuevas realidades y sus desafíos vaya estableciendo los principios institucionales que nos permitan orientar la construcción y proceder a la valoración de la gobernanza que ya ha llegado para quedarse.
9.3. La gobernanza como gestión de redes
El concepto de red, aunque susceptible de diversas concreciones, no acoge cualquier forma de relación. De hecho o la red sirve para resolver problemas de acción colectiva que los modos de gobernación jerárquicos no alcanzan o la red y la gobernanza carecen de fundamento. En muchos ámbitos de la acción administrativa sigue bien vigente el modelo administrativo o burocrático y en otros puede resultar perfectamente idóneo el modelo gerencial. En realidad sólo existe una red cuando se establecen y utilizan sistemáticamente (gerencia) vínculos internos y externos (comunicación, interacción y coordinación) entre gente, equipos y organizaciones (nodos) con la finalidad de mejorar el desempeño administrativo.
Las características de las redes que expresan y completan esta concepto son las siguientes:
Las redes vinculan no sólo productores de servicios sino también a éstos con las organizaciones de usuarios, con las autoridades administrativas reguladoras, con centros de investigación relevantes, etc. Las redes se utilizan crecientemente para conseguir una identificación mejor y más específica de las necesidades de los usuarios y de la mejor manera de satisfacerlas.
Las vinculaciones son interactivas. Cada punto nodal de la red tiene que especificar claramente el beneficio que espera obtener de su participación en la misma. No hay red sin interacción y ésta es siempre costosa. Si los beneficios de la participación no superan el coste, la red no será viable.
Las redes requieren un nivel básico de autorregulación; pueden estar enmarcadas por directrices o marcos reguladores formales, pero su gestión tiene requerimientos específicos: no se gestiona una red del mismo modo que una jerarquía; los liderazgos son diversos y cambiantes, los procesos de trabajo son singulares…; la competencia para la gestión de redes deberá añadirse al cuadro de competencias tradicionales de los gerentes públicos.
Los participantes en una red han de compartir un propósito común: en el caso de las redes públicas ha de ser una mejor forma de satisfacer los intereses generales; este propósito ha de estar bien definido; en el entendido de que la composición concreta de los intereses generales se realiza a través de la interacción en la red tomando en cuenta los intereses y expectativas de todos los intervinientes en la misma… De ahí la importancia que los participantes en la red expresen el conjunto de intereses y expectativas sociales en relación al propósito de la misma.
Las redes van y vienen, son estructuras dinámicas que cambian en cuanto a su modalidad, número y roles de los participantes…
Las redes vinculan personas. Los medios electrónicos las hacen posibles y fortalecen, pero: (1) los intercambios electrónicos requieren un buen nivel de códigos de significación acordados, respeto y confianza para su éxito; (2) los intercambios virtuales tienen que completarse con encuentros personales regulares orientados más a afianzar la confianza y la comunicación que a tareas específicas.
La viabilidad de las redes más amplias requiere la capacidad de crear y mantener un sentido de pertenencia, cohesión y fortalecimiento de valores y expectativas.
El uso de modos de gobernanza en red es creciente y común al sector público y privado y ello se funda en que estas estructuras son, en muchos casos, más capaces de procurar eficacia e innovación. En efecto, las estructuras en red: (a) permiten acceder a una variedad mayor de fuentes de información; (b) ofrecen mayores oportunidades de aprendizaje; (c) ofrecen bases más flexibles y estables para la coordinación y el aprendizaje interactivo; (d) representan mecanismos adecuados para la creación y el acceso al conocimiento tácito.
Empezamos a entender que parte del conocimiento básico para las políticas y la innovación no puede fácil ni solamente ser capturado en forma escrita pues no se agota en la investigación académica ni en los informes sobre la experiencia y las mejores prácticas. Mucho conocimiento valioso se encuentra embebido en las estructuras sociales, y en y entre las organizaciones. Es muy difícil y a veces imposible hacer explícito este conocimiento. En educación, por ejemplo, hace unos treinta años había la expectativa optimista de que la investigación proveería el conocimiento de base para la política y la práctica. Estas expectativas han tenido que ser atemperadas a la luz de la experiencia. La razón no está en la pobre calidad de la investigación educativa, en su volumen insuficiente o en la falta de mecanismos de transferencia. Un factor más básico es que el conocimiento para la mejora de la educación es en gran parte (algunos estiman que entre el 70-90%) de naturaleza tácita. Y el intercambio y desarrollo del conocimiento tácito requiere procesos y estructuras diferentes que la producción e implementación de la investigación. Las redes resultan especialmente apropiadas. Es más, para ser capaz de usar el conocimiento codificado se necesita conocimiento tácito complementario, porque el primero no tiene sólo un componente informativo, sino también social y la gente necesita desarrollar “significaciones interpretativas” para poder usarlo. Las redes ayudan a desarrollar este conocimiento complementario. La interacción entre el conocimiento tácito y codificado que las redes procuran actúa como el generador de la creación de conocimiento[16]
A pesar de que las redes tienen manifestaciones muy diversas, resulta útil distinguir entre los tres tipos siguientes de redes, aunque en la práctica pueden también ofrecerse combinados:
“Comunidades de prácticas” que son redes creadas por la necesidad que tienen los gestores y expertos de encontrar soluciones a problemas prácticos. El conocimiento intercambiado y embebido en estas redes es a menudo no codificado. El intercambio suele basarse en la formulación y reformulación de experiencias, en la redundancia y las metáforas, en conocer quién sabe. Algunas redes de este tipo combinan una base de datos de experiencias codificadas bien organizada con investigación y comunicación interactivas rápidas.
La “organización en red” que puede describirse como “una cooperación implícita o explícita entre organizaciones autónomas mediante el establecimiento de relaciones semiestables”. La organización red añade valor a cada uno de los miembros poniendo al alcance de cada uno las competencias y posicionamiento de los otros.
La “comunidad virtual” que es una expresión utilizada para cubrir una amplia variedad de comunidades que utilizan las TICs para intercambiar información, construir influencia pública y obtener resultados específicos. Es una forma de importancia creciente para la gobernanza pública.
A pesar de ser la gobernanza mediante redes un fenómeno relativamente reciente que expresa la necesidad de asociaciones o partenariados múltiples para conseguir la realización más eficaz e innovativa de los intereses públicos, la OCDE[17], en base a las experiencias conocidas ya ha podido elaborar unas primeras directrices estratégicas para la gestión de redes de interés público:
1. Asegurar que las metas de política propuestas para la red son consistentes a nivel central entre los diferentes departamentos y agencias de las Administraciones implicadas. Las redes no deben responder sólo ante un departamento o agencia sino ante todos los que resulten necesarios para el logro de sus propósitos. Los interactuantes en la red deben tener claro cuál es su papel en la formulación e implementación de la política o servicio de que se trate.
2. Adaptar el marco estratégico de la red a las necesidades de los intervinientes. La red sólo tiene sentido si cada uno de los intervinientes puede mejorar sensiblemente su responsabilidad específica, ya sea como gerente público, empresa, asociación cívica, institución académica, etc. Para ello es necesario transparentar tanto la contribución de cada parte a la estrategia común de la red como el aporte que de ésta podrá derivar cada uno.
3. Fortalecer la responsabilidad de los participantes. Ello exige que la gestión de la red no sólo defina las función de planificación estratégica, apreciación de proyectos o provisión de asistencia, sino que transparente además quién hace qué, quién representa a quién, quién responde de qué y ante quién, en una palabra, un mecanismo eficaz de distribución de las responsabilidades. Si las redes se convierten en una mecanismo de dilución de responsabilidades, quedarán en pié pocas de las virtudes que se postulan de las mismas.
4. La flexibilidad en la gestión de los programas públicos es una condición para el buen funcionamiento de las redes. Esta flexibilidad no impide un marco claro de distribución de funciones y responsabilidad entre las administraciones públicas responsables últimas de los servicios públicos y las redes de agentes diversos implicados en su mejor producción efectiva. Garantizar la flexibilidad de la red y la unidad de dirección política está dando paso a interesantes tendencias como la que reseñamos a continuación.
9.4. Consideración de una modalidad específica de gobernanza: nuevas relaciones regionales-locales
Como algunos autores[18] sugieren partiendo de la observación de la evolución de algunos campos administrativos, la solución de problemas públicos cuya definición cambia en el tiempo, que requiere además soluciones diferentes para los diferentes contextos locales-económico-sociales, requiere nuevos modelos de gobernanza que en lugar de suponer la sustitución de la burocracia por la red combinan estos dos rasgos aparentemente inconciliables: las burocracias formales y las redes informales. Este modelo supone un nuevo modo de concebir las relaciones entre el centro formulador y responsable democrático último de las políticas y la red de actores necesarios para la implementación de las mismas. El caso de la reforma de las escuelas en Chicago[19] se presenta como paradigmático para comprender no sólo el modelo sino las condiciones en que puede emerger. Se trata, además, de un caso que expresa desarrollos generales en Estados Unidos que han culminado en innovaciones de gobernanza en áreas tales como la regulación ambiental, el tratamiento de la drogadicción, la protección de la infancia y otros servicios a las familias en riesgo, la reforma de la policía y otros aspectos de la justicia criminal…
Exhaustos de muchas décadas de estéril antagonismo entre los defensores de más dinero para la escuela pública y los partidarios de su privatización y acceso mediante bonos; habiéndose relajado el doctrinarismo de unos y otros ante la evidencia de que las experiencias existentes sólo arrojaban éxitos parciales: más dinero para las escuelas por sí sólo no resultaba en mejores niveles de aprendizaje por los estudiantes; por su parte, los programas piloto de privatización de escuelas mostraban lo difícil que resulta escribir contratos de desempeño y disciplinar a los proveedores.
Ante la urgencia de los problemas educativos (escuelas desbordadas, fracaso escolar creciente) los actores en conflicto se decidieron a explorar nuevas vías, sin necesidad de renunciar a las diferencias en valores. Sobre esta base y contando con la experiencia previa comenzaron a desarrollar un sistema que tiene los elementos siguientes:
Los actores locales (que son las escuelas individuales, es decir, los estudiantes, profesores y padres que las constituyen) a las que se concede libertad substancial para establecer sus metas de mejora de rendimiento así como los medios para alcanzarlas. A cambio las escuelas deben proponer medidas para evaluar sus progresos y para proveer información valiosa sobre su propio desempeño.
El centro (el departamento de educación municipal o estatal) que recoge la información provista por los actores locales y los ordena en base a medidas de su desempeño (periódicamente revisadas) que sustantivizan los estándares de excelencia y las definiciones de lo inadecuado. En los mejores casos, el centro provee asistencia a las escuelas que no avanzan tan positivamente como sus similares. Eventualmente impone sanciones a las que experimentan fracasos continuados.
Este sistema incrementa la innovación local porque permite a las escuelas verificar, dentro de límites ciertos pero amplio, sus supuestos acerca de lo que funciona mejor. Al mismo tiempo hace que esta discreción local sea suficientemente transparente para asegurar la responsabilidad pública, permitiendo que cada escuela local aprenda de la experiencia de las otras articuladas con ella en red y que el centro y la comunidad (la ‘polity’) obtenga lecciones de la experiencia de todas. De este modo se crea un marco para aprender lo que resulta actualmente factible en general y para cada unidad local. No se presume que el centro conozca o puede conocer esto a través de procesos de consulta para trasladarlo después en una reglamentación que las unidades locales simplemente ejecutarían. La política educativa se expresa en un marco amplio que permite experimentar la discrecionalidad de las unidades locales dentro de una gestión transparente sujeta a responsabilidad por resultados. Esto permite que cada escuela conozca cuando está por debajo de los estándares medios esperados y se esfuerce por alcanzarlos a la vez que incentiva a las escuelas sobresalientes a seguir avanzando, investigándose siempre por la red y el centro y poniendo a disposición de todo el sistema las razones de los éxitos y los fracasos. Esta arquitectura institucional es experimentalista en la medida que toma su punto de partida como arbitrario y lo va adaptando al proceso de aprendizaje permanente que procura las relaciones entre el centro y la red de unidades locales. El marco de política para las unidades locales evoluciona constantemente como lo hacen las metas, los medios para alcanzarlas y los criterios de información y evaluación de las escuelas locales. El sistema facilita el involucramiento en la mejora permanente del rendimiento escolar de los padres, profesores, directores, administradores y políticos.
Este modelo no emerge por diseño sino fruto de una dura experiencia de la administración municipal. El sistema escolar de Chicago comprende 560 escuelas básicas y 12 secundarias. Chicago fue una de las últimas ciudades norteamericanas en superar el ‘spoil system’ educativo mediante la construcción de un sistema burocrático altamente profesionalizado. El departamento educativo municipal gestionaba centralizadamente el presupuesto, las compras y las decisiones de personal; establecía los planes educativos y la programación escolar así como la selección de textos. Dentro de este marco, la responsabilidad por el aprendizaje en las aulas se confiaba a los profesionales de la docencia quienes respondían según sus propios estándares profesionales y a la dirección de los centros configurados como jerarquías burocráticas.
El sistema se fue haciendo progresivamente más centralizado, más sindicalizado, más caro, menos receptivo a los cambios del entorno y menos responsable. Con el movimiento de derechos civiles surgió la crítica de que el sistema educativo ignoraba las demandas de la diversidad local. Las regulaciones centrales bloqueaban el ajuste local: los profesores ni siquiera podían programar reuniones para la mejora del funcionamiento de sus escuelas sin el permiso del departamento de educación. La situación fue empeorando y a mediados de los 80 la ciudadanía estaba tan frustrada que emergió un movimiento protagonizado por empresas locales y grupos sociales muy diversos pidiendo la demanda de la descentralización del sistema, elaborando programas al respecto y creando redes de discusión y apoyo.
La primera ruptura con este sistema burocrático profesionalizado se produjo en 1987 y se tradujo en una forma meticulosa y convencional de descentralización. El ímpetu para la reforma vino de una huelga de profesores –la novena en los diecinueve años precedentes que vino a simbolizar la impotencia del sistema. El conflicto levantó el compromiso de círculos amplios con proyectos nuevos proyectos educativos. El resultado fue una alianza entre dos movimientos reformistas importantes (‘Diseños para el cambio’ y ‘la asociación de empresarios locales’) a favor de nueva legislación estatal que permitiera la descentralización. Bajo esta descentralización cada escuela tenía que ser gobernada por un consejo escolar local elegido compuesto, para las escuelas básicas, por seis padres, dos profesores, dos miembros de la comunidad y el administrador principal. Los institutos de secundaria añadían un miembro más en representación de los estudiantes. Los consejos escolares tenían atribuido el poder de contratar y despedir al administrador principal, preparar el presupuesto y desarrollar planes integrales trianuales de mejora. Como parte del compromiso con la comunidad empresarial, los proponentes de la descentralización aceptaron un sistema de seguimiento por resultados a cargo de una oficina central creada con este propósito. Los primeros resultados del sistema fueron mixtos: algunos consejos escolares hicieron uso sabio de sus poderes, otros no. Hubo casos de corrupción. La realidad de la descentralización hizo evocar las virtudes de la centralización.
El siguiente y decisivo desarrollo reformista fue la aprobación en 1995 de nueva legislación clarificando la relación entre la gobernanza central y local del sistema y manifestando una nueva división del trabajo entre estos niveles. La nueva ley incrementó los poderes y capacidad de los consejos escolares para proseguir su propio curso de acción, pero simultáneamente incrementó también los poderes del departamento central para intervenir en el caso de que los resultados de los centros locales fueran insatisfactorios. Por ejemplo, para incrementar la capacidad y autonomía local, el dinero que anteriormente el departamento de educación pasaba a las escuelas para fines específicos –por ejemplo zonas deportivas- se asignaría ahora en bloque para gastarlo como sugirieran las cambiantes circunstancias locales. La autoridad sobre los ingenieros de construcción a los vigilantes pasó del departamento de educación a los consejos escolares. La determinación del tamaño de la clase y la programación del año académico fueron excluidos como contenido de las negociaciones entre el departamento de educación y el sindicato de profesores y se asignaron a las negociaciones locales. La aplicación de la nueva ley requirió formación adicional (financiada por el departamento central) para la preparación de los presupuestos escolares y los planes de mejora así como para la selección de los administradores principales. Para incrementar la responsabilidad de las escuelas locales la ley autorizó al departamento de educación a intensificar la supervisión de las escuelas de pobre desempeño y a colocar a las más pobres –considerando tales todas aquellas en las que menos del 15% de los estudiantes se hallaban por debajo de los estándares nacionales- en una lista de escuelas a prueba o en remedio. Todas estas escuelas serían inspeccionadas por un “equipo de intervención” que asesoría al consejo escolar local y al equipo profesional de la escuela sobre cómo mejorar el gobierno, la administración y la instrucción en la misma.
En la práctica los consejos escolares son suficientemente autónomos para emprender una reorganización fundamental de las escuelas locales, mientras que los equipos de intervención central tienen capacidades remediales para establecer la responsabilización, pero de un a manera que reduce el peligro de reversión al control centralizado. De este modo, en los planes trianuales de mejora los consejos escolares locales pueden proponer programas especializados en, por ejemplo, danza o negocios, métodos innovativos para la enseñanza de disciplinas como las matemáticas, o pedagogías nuevas y colaborativas ampliamente aplicables a casi todo el currículo. En los mismos planes los consejos escolares pueden obtener financiamiento para construcciones que faciliten las reformas curriculares o haga las escuelas más acogedoras. Un consejo escolar ambicioso puede reorientar la escuela y sus métodos para poner el aprendizaje al servicio de un proyecto social o viceversa: se dio el caso de una escuela que fue redireccionada como academia de enseñanza de un currículo agro-céntrico mediante el método de experimentación directa considerado por el administrador principal y por una parte del consejo escolar (aunque sólo por una minoría de los expertos en educación) especialmente beneficioso para los estudiantes desaventajados.
Por su parte, los funcionarios del nuevo departamento central ejercen su autoridad para complementar, no para desafiar, la autonomía local. Hasta cuando una escuela funciona tan mal que su cierre resulta inminente, el nuevo departamento central no emite directivas para su reconstrucción. En lugar de ello, el propósito principal del equipo de intervención es ayudar al consejo escolar a preparar un “plan de remedio” para remover los bloqueos a la discusión y la toma de decisiones local que están impidiendo la mejora por medios normales. Sólo si estos planes de cambio radical fracasan la escuela acaba siendo “reconstituida” y los profesores y el administrador principal tienen que solicitar nuevos empleos. Esto significa que la intervención consiste más en analizar con los participantes locales las causas de sus dificultades que proponer, o mejor imponer, medidas concretas de reorganización. La responsabilización mediante los planes de remedio no planta, en otras palabras, la semilla de la recentralización.
Existen primera indicaciones de que la nueva maquinaria institucional funciona. Una medida cruda del interés y de la participación de los padres en la reforma escolar es que la elección para los consejos escolares locales atrae candidatos competentes en número suficiente. Y a pesar de que podría esperarse que sólo las comunidades ricas sacan provecho de las nuevas instituciones, lo cierto es que las comunidades pobres han hecho tan buen uso del control local como aquéllas. Los estudios que ordenan los consejos escolares por su eficacia en el uso de los planes de mejora muestran que los mejores se encuentran indistintamente localizados en distritos pobres, de clase media o alta. El rendimiento estudiantil está creciente pero hasta hoy no en una pauta que pueda ser directamente conectada a los efectos de la descentralización…
Otros estados tales como Texas, Florida y Kentucky están construyendo instituciones para la evaluación del desempeño de las escuelas y sus estudiantes. En lugar de establecer niveles mínimos uniformes de desempeño para unas y otros como fue habitual en los 80, los nuevos sistemas fijan estándares para la mejora de las escuelas y los redefinen periódicamente a la luz de la experiencia ganada. En lugar de focalizarse exclusivamente en medidas globales de resultados (notas de matemáticas, tasas de graduación) los nuevos sistemas proveen medidas más afinadas de aprendizaje (habilidad para formular un problema matemático, habilidad para elegir y manejar el formalismo apropiado. Estos estándares orientadores y operacionales permiten a los profesores y a los estudiantes ver de dónde vienen los problemas y corregir lo necesario antes de que se ramifique. Finalmente, en lugar de sancionar a los desempeños más pobres, los nuevos sistemas proveen recursos en forma de programas de desarrollo profesional para profesores, infraestructura para el intercambio de experiencias y fondos para el plan de mejora de cada escuela local. En resumen, todos estos estados y muchos otros que siguen su ejemplo están deviniendo nuevos centros de experimentación, completando y reforzando así las reformas de gobernanza ilustradas en la experiencia de Chicago.
La arquitectura institucional y organizativa expuesta para la educación puede ser lógicamente trasladable a otros ámbitos del actuar administrativo como la salud, la prevención y represión de la criminalidad, los servicios a la infancia y las familias, la protección medioambiental y otros muchos. La clave está no sólo en la red de proveedores locales de servicios sino en la importante función jugada por el departamento central. Éste no pretende tener el conocimiento necesario para agotar la toma de decisiones sobre el servicio. Lo que hace es establecer un marco para la experimentación mediante la definición de problemas amplios, el establecimiento de estándares provisionales, la medición del desempeño de los centros locales, la ayuda a los de pobre desempeño, y la revisión general y continuada de estándares y metas conforme a los resultados observados.
El proveedor de servicios, el solucionador de los problemas es siempre la unidad local. Es ella y no el departamento central quien experimenta con las diversas soluciones disponibles, combina diversos paquetes de servicios prestados a través de diversos medios en función de lo que las circunstancias aconsejan. Vistas aisladamente estas unidades locales se comportan como las redes antes mencionadas sin demasiado cuidado de cruzar jurisdicciones competenciales. Pero lo decisivo es que no actúan aisladamente. Cada unidad local de la red responde ante el centro y ante sus bases locales –de las que emerge el consejo escolar local- las cuales participan en la formulación de sus planes y las evalúan en función de las metas establecidas y en comparación al desempeño de otras unidades locales de características similares. Se trata de un sistema de responsabilidad diferente al que se deriva de la administración burocrática y de la gerencial basada en la relación principal-agente. Pero se trata de una responsabilidad y disciplina real y de una ayuda efectiva al aprendizaje sistémico.
El modelo que de gobernanza que acaba de exponerse cambia también la función del legislador. La Ley no puede pretender realizar el diseño institucional y organizativo completo. Su función es “enmarcar el marco”: crear un espacio amplio dentro del cual los Ministros puedan facilitar la búsqueda y la evaluación de soluciones. Esto no significa que la delegación tradicional de los legislativos en la burocracia se haya ampliado. Los Ministros no están autorizados a llenar los detalles de las en nombre del legislativo. Estos detalles van a ser rellenados experimental y cambiantemente, en condiciones de transparencia y responsabilidad similares a las antes indicadas, por las unidades administrativas locales, por los ciudadanos y sus representantes y por los grupos de interés afectados por el servicio en cuestión, todos ellos crecientemente organizados en red/es. Se trata de un cambio importante que expresa nuevas combinaciones entre democracia representativa y participativa.
[1] Lipset, Seymour Martín (1959) “Some Social Requisites of Democracy: Economic Development and Political Legitimacy” en American Political Science Review, 53:69-105
[2] Hannan, M.T. y Carroll, G.R. (1981) “Dinamics of Formal Political Structure: An Event-History Análisis” en American Sociological Review, 46: 19-35. Przeworski, Adam y Limongi, Fernando (1997) “Modernization: Theories and Facts” en World Politics, 49: (2) 155-183.
[3] O’Donnell, Guillermo (1979) Modernization and Bureaucratic Authoritarianism. Berkeley: Institute of International Studies.
[4] BID, Reforma Institucional para el Desarrollo, borrador, División Estado y Sociedad Civil, Washington D.C., 1998. Banco Mundial, El Estado en un Mundo en Transformación, Washington D.C., Oxford University Press para el Banco Mundial, 1997. Banco Mundial, Más Allá del Consenso Washington: Las Instituciones Importan, Washington D.C., Banco Mundial, 1998. North, D.D., Institutions, Institutional Change and Economic Performance, Cambridge, Cambridge University Press, 1991.
[5] Sen, A., Reflexiones acerca del Desarrollo a comienzos del Siglo XXI, paper presentado a la “Development Thinking and Practice Conference”, septiembre 3-5, 1996, Washington D.C., Bid.
[6] Barro, R. Y Lee, J-W., “Sources of Economic Growth”, Carnegie-Rochester Conference Series on Public Policy, june 1994. Przeworski, Adam y Limongi, Fernando (1997) “Modernization: Theories and Facts” en World Politics, 49: (2) 155-183.
[7] Amartya Sen (1999), El Desarrollo como Libertad, Barcelona: Planeta, p. 57-58.
[8] Amartya Sen (1999), “Democracy as a Universal Value”, en Journal of Democracy 10.3, 3-17 también en http://muse.jhu.edu/demo/jod/10.3sen.html
[9] Amartya Sen (1999), “Democracy as a Universal Value”, ob.cit., 4-5
[10] El tema de la cultura cívica democrática está planteado por Amartya Sen (1999) en Democracy and Social Justice, paper, www.worldbank.org
[11] Seguimos a Michael E. Porter
[12] Koiman, J. (2003), Governing as Governance, en www.iigov.org. Conferencia Internacional “Democracia, Gobernanza y Bienestar en las Sociedades Globales”, Barcelona, 27-29 de noviembre. Básicamente seguimos el marco conceptual y analítico propuesto por este autor.
[13] El diccionario de la Real Academia de la Lengua ha incluido una nueva definición de gobernanza (un viejo galicismo en desuso) en su última edición, entendiéndola como “el arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía”.
[14] Exposición realizada siguiendo a A. Cerrillo, La Gobernanza y sus Repercusiones en el Derecho Administrativo, pendiente de publicación.
[15] Comisión de las Comunidades Europeas, La Gobernanza Europea. Un Libro Blanco, Bruselas 25 julio 2001
[16] Hans F. Van Aalst (2003), ‘Networking in Society, Organisations and Education’, en OECD, Schooling for Tomorrow. Networks of Innovation. Towards New Models for Managing Schools and Systems’, OECD, Paris, p. 35-36.
[17] OECD (2001), Local Partnerships for Better Governance, OECD, Paris, p. 22-23
[18] Charles Sabel y Rory O’Donnell (2001), “Democratic Experimentalism: What to Do About Wicked Problems after Whitehall”, en OECD, Devolution and Globalisation. Implications for Local Decision-Makers, OECD. Governance: Paris.
[19] La exposición que hacemos de este caso está tomada de Sabel y O’Donnell, cit., p. 84-90

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