Autor: Marco Velasco
«Hay que buscar igualdad, la diferencia se da de antemano. Los seres humanos somos diferentes. La diferencia es un hecho, la igualdad, un derecho. Nadie está más pendiente de la diferencia que un racista, por ello se debe educar en la igualdad; las diferencias son superficiales pero los parecidos y semejanzas son esenciales.»
Fernando Savater.
Los marxistas ortodoxos que aún quedan, sostienen que la lucha de clases es, sin duda, el non plus ultra del marxismo, que no se puede ser marxista si no se cree en que la lucha de clases es el motor de la historia.
Pero además los marxistas consideran a su doctrina o a una parte de ella, el “Materialismo Histórico”, como “La” Ciencia de la Historia, en el más estricto sentido newtoniano del término ciencia, es decir como sistema de leyes que dan cuenta del desarrollo Histórico. Por eso, como Hegel y Fukuyama, los marxistas creen saber hacia dónde, inevitablemente, se dirige la Historia.
Aunque, por cierto, entre los marxistas hay posiciones más o menos encontradas sobre este asunto. Es ya bastante viejo el debate entre los estructuralistas (Althusser) que sostienen, con más firmeza, la existencia de unas leyes universales que explican del devenir histórico y los historicistas (Gramsci, Mariátegui) que sostienen la irreductibilidad de las historias locales. En este debate está el origen de las diferencias entre los partidos comunistas que adscribían a la III Internacional y los partidos socialistas que reclamaban la necesidad de, al menos, adaptar el marxismo y sus leyes a las particularidades históricas de cada país.
Pero al margen de esa vieja discusión, cierto es que no se puede negar la existencia objetiva, real, tangible y manifiesta de las clases sociales, tanto como no se puede negar la existencia de las castas, las etnias, las diferencias en la pigmentación de la piel o la de los sexos. De modo que, efectivamente, la existencia de clases sociales no es algo que se adopte a voluntad.
Los marxistas decimonónicos y los del siglo pasado reconocían el carácter clasista del sistema capitalista, reconocían y deploraban a la vez la existencia de las clases como fuente de las inequidades e injusticias sociales. Y en consistencia con ello la igualdad era su principal bandera.
La etnoizquierda, la diversidad y el neoapartheid.
Resulta extraño el énfasis de la izquierda –especialmente en países como Ecuador o Bolivia- en la diversidad étnica, como si el resto de congéneres no la advirtiéramos o no la reconociéramos, como la diversidad no fuera visible con solo salir a las calles de Quito o La Paz.
Los que bien podríamos catalogar como etnoizquierdistas, consideraron un triunfo el reconocimiento constitucional de la diversidad étnica y cultural que se hace en la constitución ecuatoriana de 1998. Mientras que en los USA, cuya diversidad es, sin duda, mayor que la del Ecuador y que la de cualquier país latinoamericano, la lucha, por ejemplo la de Martín Luther King, fue por la igualdad de derechos, con prescindencia del color de la piel, no por el reconocimiento de la existencia de negros y blancos, puesto que la discriminación se da, justamente, a partir del énfasis en ese reconocimiento. Es en función de que reconocen la diversidad, del énfasis en las diferencias, que los blancos racistas discriminan a los negros. Y el persistente racismo contra los indios tiene idéntica lógica. Discriminamos a los distintos cuando consideramos que la diferencia entre ellos y nosotros es esencial.
El apartheid igual que la etnoizquierda reivindica las diferencias étnicas, vale decir raciales, la democracia no admite los privilegios establecidos en función de tales diferencias.
El derecho a la diversidad no es, no puede, ni debe convertirse en diversidad de derechos.
Más importante que la diversidad es el hecho de que somos esencialmente iguales en tanto que seres humanos y ciudadanos.
Desde el punto de vista legal o normativo tanto en el Ecuador como en todos los países de Occidente ha tenido lugar lo que podríamos denominar un proceso de ciudadanización progresiva, que concluye cuando se establece que ciudadanos somos todos, sin exclusiones ni excepciones.
El apartheid sudafricano, que de allí viene el término, no era sino la expresión normativa de la discriminación racial que la minoría blanca imponía a la mayoría negra. Y otro tanto ocurría en los EE.UU., particularmente en los estados del Sur.
Pero ya no existen más regímenes tipo apartheid –esto es de discriminación racial como políticas y como normativas estatales- ni en Sudáfrica ni en los Estados Unidos. En los USA, gracias a la persistencia y al heroísmo de Martin Luther King y de los negros por sus derechos civiles. Y en Sudáfrica gracias a Nelson Mandela y a la resistencia antiapartheid. Al contrario, ahora la discriminación se considera delito. Es penalmente castigada, ética y socialmente condenada.
Aunque ciertamente no basta con suprimir las leyes que legitiman la discriminación y el racismo, también hay que sacar semejante basura de las cabezas de las gentes.
Debemos, por ello, reconocer la supervivencia del racismo y de los racistas, uno y otros van a persistir tanto como la estupidez humana, aquí, en Norteamérica, en Sudáfrica y en todas partes. Es justamente el racismo al que han estado sometidos los indígenas desde hace siglos, lo que explica y hace posible las absurdas posiciones de autoexclusión o apartheid voluntario promovidas por la etnoizquierda en el Ecuador.
Porque de las universidades para indios que se vienen fundando en Ecuador, podría pasarse fácilmente a los restaurantes para indios y de allí a las escuelas para indios, a los colegios para indios, a los autobuses para indios, a las colas para indios en los bancos, a las bancas para indios en los parques… no hay sino un paso. Estamos frente a una suerte de apartheid paradójicamente fomentado por los propios indios y por sus más fervientes defensores.
El apartheid, igual que la etnoizquierda, reivindica las diferencias étnicas, vale decir raciales, mientras que la democracia no admite los privilegios establecidos en función de las diferencias. Las diferencias individuales, de género, de edades, de pertenencia étnica, de status económico, etc. se disuelven en el concepto abstracto de ciudadano/a. Los países deberían ser comunidades de ciudadanos, no la sumatoria de sus etnias o de sus gremios; comunidades de ciudadanos que ante el Estado son el pueblo y la nación ante el resto del mundo. Y esto, que quede claro, no suprime ni se opone a las diferencias, a las diversidades individuales o colectivas: la condición de ciudadano no le impide a nadie seguir siendo un miembro destacado y activo de cualquier comunidad étnica, vestir sus atuendos, bailar sus danzas, disfrutar su gastronomía y cumplir sus ritos; pero esta pertenencia étnica no le confiere, ni debe conferirle a nadie, ningún status especial.
Menos mal que el movimiento indígena ecuatoriano no ha derivado en el apartheid con el que la etnoizquierda pretende sustituir la discriminación racial, la pobreza y la injusticia a la que la sociedad ecuatoriana ha sometido a la población indígena. Al contrario, con la integración de los indígenas y otras minorías étnicas a la vida pública, con los significativos logros del movimiento de mujeres por la equidad de género, con el desarrollo de un sistema tributario generalizado y justo y con el surgimiento de ciudadana activa para exigir buenos servicios y rendición de cuentas a los funcionarios públicos, surgió la esperanza de que, finalmente, habríamos derivado –o al menos de que estaríamos cerca de hacerlo- en un país de ciudadanos. Vanas esperanzas. Tal como evolucionan los acontecimientos, estamos a punto de convertirnos -si es que ya no lo hemos hecho- en una masa victoreante de súbditos de un régimen cuya deriva totalitaria es cada vez más evidente..
La diversidad normativa hace inviable el Estado de Derecho.
La etnoizquierda representada en la Asamblea Constituyente ha logrado su propósito de que se reconozca, en la nueva constitución, el supuesto carácter plurinacional del Estado ecuatoriano y con esto el derecho a la diversidad de derechos.
Cierto que en el Ecuador coexisten, básicamente en paz, diversas culturas y diversas etnias. Nadie sostiene, aunque algunos quizás lo piensen, que exista una jerarquía en la cual unas culturas resulten superiores a otras. Es de absoluto consenso en el Ecuador que las culturas solamente son diversas o mejor distintas, diferentes unas de otras. Y que esas diferencias son o suelen ser maravillosas, hacen digno de observarse, de disfrutarse y de respetarse al humano y diverso universo.
La diversidad gastronómica es uno de los aspectos más placenteros de la diversidad cultural, mientras no nos obliguen, claro está, a zamparnos algún platillo o bebida que nos parezca repugnante, como por ejemplo la chicha de yuca elaborada a fuerza de mascar el tubérculo y escupir los resultados en unas tinajas de madera, tarea que, según reiteradas referencias, se asigna a las mujeres de algunas etnias y comunidades de la Amazonía ecuatoriana.
Y la diversidad de los atuendos y de las expresiones artísticas en sus múltiples manifestaciones es, sin duda, respetable y disfrutable. Y claro mis (nuestras) propias costumbres son tan respetables como todas las demás.
Pero ¿cuál es el límite que establece la respetabilidad de las costumbres?, porque, ciertamente, hay o habrá unos límites. El primero es el respeto a los derechos humanos. Las costumbres étnicas, religiosas, culturales o lo que sean, no están, no pueden ni deben estar por sobre los derechos humanos, por eso son “humanos”, porque trascienden las culturas y las nacionalidades y los países, los clanes, las tribus, los clubes, las sectas y las religiones.
Una segunda restricción a la respetabilidad de las costumbres es que no deben ser impuestas sino voluntarias, estrictamente discrecionales, con prescindencia de la etnia, país o entorno cultural en donde nos toque en suerte nacer. Así por ejemplo los niños y jóvenes indígenas no debería ser obligados a llevar, en los establecimientos educativos a los que asisten, un uniforme distinto a sus étnicos atuendos si no quieren llevarlo, del mismo modo que los jóvenes indígenas de Otavalo, que quieren cortarse la trenza por las razones que sean, deberían poder hacerlo sin ser reprimidos por sus paisanos en los vecindarios o comunidades que habitan.
De modo que aunque en el ambiente cultural de un pais islámico pueda aceptarse que un marido golpee a su mujer, esa no es, ni debe ser, una costumbre respetable ni respetada. Por eso el Estado alemán le mandó a su casa a la “culturalmente correcta” jueza Christa Datz Winter, quien se negó a divorciar a una mujer de origen alemán, golpeada y amenazada de muerte por su islámico marido, en consideración de que el Corán autoriza a los hombres golpear a sus esposas si no son obedecidos y de que la demandante debió haber considerado la “culturalmente respetable” costumbre, cuando se casó con el macho golpeador musulmán.
Por idénticas razones no es respetable, ni debería respetarse el “derecho indígena” a infringir castigos físicos, sin embargo en el texto de la Nueva Constitución en lugar de prohibirse expresamente los castigos físicos y catalogarse su práctica como delito penal, con prescindencia del contexto étnico o cultural en el cual hayan tenido lugar, se los admite a cuento de “justicia indígena”.
Igualdad en el reino de la diversidad.
La igualdad fue, hasta hace poco, el ideal, el sueño, la suprema utopía de la izquierda. Y digo que “fue” porque no deja de extrañarme el énfasis que los socialistas del siglo XXI ponen en la “diversidad”. No hay en la actualidad discurso, diatriba o estudio inspirado en las ideas socialistas que no haga referencia a la necesidad de respetar la maravillosa diversidad.
Sostienen hasta el cansancio que somos diversos, es decir que no somos iguales. Y en tanto que no lo somos, se demandan tratamientos, derechos, ¿privilegios?, distintos según sea nuestra pertenencia a alguna de las múltiples identidades constitutivas de la diversidad. El énfasis mayor es, por cierto, en la diversidad étnica o –digámoslo claramente- racial. De hecho se han conformado asociaciones o gremios según pertenencia étnico-racial ¿acaso no son eso las federaciones indígenas o las organizaciones de afroecuatorianos?
El argumento justificativo del énfasis en la diversidad, es que indios y negros han sido discriminados en función de su condición racial. Pero no solo eso, sino que sus culturas (idiomas, costumbres y otras expresiones) se ven sometidas, subordinadas a la cultura dominante (la blanco mestiza occidental) y por ello en riesgo de extinción.
Subyace sin embargo, en este argumento que parece sensato y justo, la idea, de que todo lo autóctono u “originario” debe conservarse y preservarse de contaminación con lo blanco mestizo y occidental definido como perverso. Pero lo más grave es que estos argumentos, que fácilmente se llevan al extremo, conducen a una suerte de apartheid al revés y por el cual los excluidos deciden autoexcluirse, puesto que la defensa a ultranza de la diversidad étnica excluye, por definición la interculturalidad que muchos, con buen criterio reclaman, y que, según me parece, presupone mestizaje y por lo tanto modificación de lo autóctono y de lo originario, que, por efecto de la relaciones interculturales, dejaría de serlo. No veo como se puedan establecer relaciones entre culturas sin que se produzcan modificaciones, mestizajes, resultantes de la interrelación que se reclama.
Por otra parte y volviendo a la igualdad que promueve la izquierda (la decimonónica, la del siglo pasado y la del siglo XXI) esta no es solo la igualdad ante la Ley postulada por la doctrina liberal, sino la igualdad económica. A ello obedece la obsesión redistributiva que caracteriza su discurso.
Redistribuir es distribuir de una manera distinta a como hoy están distribuida la riqueza existente. Lo cual supone que, si la riqueza se mantiene constante, alguien sale perdiendo en la redistribución. Alguien pierde lo que otro gana. Propuesta que, para la derecha más conservadora, contradice el óptimo de Pareto, según el cual sólo un cambio que no deje a nadie en peores condiciones que antes puede considerarse promotor de bienestar.
Si se quiere redistribuir es porque se considera que la actual distribución es desigual. Se trata, entonces, de que la distribución sea menos desigual. Porque habría que estar, como Heinz Dietrich, francamente chiflado, para pretender que la igualdad sea absoluta. Aunque se han producido experimentos criminales inspirados en el propósito de llegar a la absoluta igualdad. Y lo han logrado… en los campos de concentración y en las fosas comunes, sin duda que la igualdad es absoluta. El caso de Camboya bajo el dominio del comunismo de Pol Pot y los “jemeres rojos” (1963) es quizá el más famoso de los experimentos igualitaristas, en virtud del fanatismo, la crueldad y la demencialidad de sus métodos, que dejaron a más de dos millones de personas perfectamente igualadas en la muerte.
La distribución siempre se realiza con arreglo a algún criterio. “De cada quien según su capacidad, a cada quien según su trabajo” reza el principio básico del socialismo del siglo XIX. Este principio, paradójicamente, supone que no somos iguales, que, al contrario, somos distintos, desiguales, por lo menos en lo que respecta a capacidades. En cuanto al trabajo o a los trabajos, se supone que también son diversos, distintos, desiguales, no solo en cuanto a sus resultados (bienes y servicios, valores de uso diversos) si no también en cuanto a su calidad, a su intensidad (diferencia de esfuerzos) y a sus requerimientos de calificación.
Bien se puede sostener que los miembros del género humano somos tanto iguales como diversos. Los seres humanos somos iguales y desiguales al mismo tiempo. Con enorme sabiduría uno de los personajes de El Nombre de la Rosa, la novela de Umberto Eco, sostiene que “…hay identidad entre hombres distintos en cuanto a su forma sustancial, y diversidad en cuanto a los accidentes, o sea en cuanto a sus terminaciones superficiales.”
Las filosofías y los sistemas democráticos enfatizan principalmente en los aspectos en los que los humanos somos iguales, es decir en la sustancia, en la común humanidad, aunque en ciertas circunstancias le asignan importancia y significación a ciertas características que nos diferencian, como sexo, edad, capacidades o discapacidades.
Las ideologías y los sistemas fascistas -de izquierda o derecha- enfatizan en las diferencias, para ellos lo esencial, lo verdaderamente importante, son las diferencias, las de raza o las de clase social. Tanto lo son, que los fascismos, todos los fascismos, han derivado en sistemas genocidas, de exterminio de los otros, de los distintos, sean estos judíos o burgueses.
¿En qué consiste pues la igualdad? En considerar irrelevantes ciertas diferencias realmente existentes, por ejemplo la de género, para efecto de postular la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, o la de ingresos, para efecto de postular la igualdad de oportunidades. Y esta igualdad se considera justa. Mientras que se consideraría injusto que un profesional de alta calificación, con títulos académicos de cuarto nivel, gane lo mismo que el operario del servicio de recolección de deshechos. Es paradójico que esta consideración de injusticia, sustentada en las diferencias, resulte rigurosamente consistente con la regla de oro del socialismo del siglo XIX: “De cada quien según su capacidad, a cada quien según su trabajo”
De donde se deduce que no todas las desigualdades son injustas: por ejemplo la desigualdad de ingresos atribuible a diversos niveles de calificación profesional, o de esfuerzo, sacrificio, perseverancia o creatividad, se considera justa, aunque se discutan los límites admisibles de la desigualdad. No son tolerables las desigualdades de oportunidad u otras, por ejemplo salariales, basadas en criterios de género, de origen étnico, de posición social o de riqueza heredadas.
Es indispensable distinguir, por otra parte, las exclusiones ética y políticamente condenables de los problemas que existen en todos los países, democracias occidentales incluidas, puesto que no hay ni habrá –felizmente- sistemas sociales perfectos.
Por las razones expuestas, las políticas orientadas a fomentar la inclusión social, deberían ser contrarias a la discriminación y a asegurar la vigencia del principio de la igualdad de derechos y de oportunidades prescindiendo de todo discrimen sustentado en criterios de género, de origen étnico o nacional, de posición social, económica o política, de raza, de orientación sexual, de convicciones doctrinarias o de credos religiosos.
Mientras que los problemas sistémicos de pobreza, desempleo, baja cobertura de servicios básicos (agua potable, energía eléctrica, alcantarillas, recolección de deshechos) de servicios sociales (educación básica, salud primaria y preventiva) y otros bienes y servicios como vivienda, transporte, telefonía, Internet, ambiente saludable, recreación, etc.; deberían ser enfocados y tratados como problemas del desarrollo y principalmente del desarrollo económico territorial. Porque es allí en donde van a encontrarse soluciones, no en la formulación de utopías que por perfectas devienen perversas y todos sabemos en lo que los intentos de ponerlas en práctica terminan.
¿Por qué la izquierda enfatiza en la necesidad de redistribuir la riqueza? Es de suponer que lo hace porque considera que, en el Ecuador, América Latina y el planeta, la desigualdad de ingresos ha superado los límites de lo admisible, determinados, claro está, por la satisfacción de necesidades básicas. Dicho de otro modo, la desigualdad no puede ser tan grande como para impedir que amplios segmentos de la población ni siquiera puedan satisfacer sus necesidades básicas.
Se estima que el 20% de la población mundial, percibe apenas el 1.4% de los ingresos totales del mundo; mientras que el 20% más rico recibe el 82,7% de los ingresos totales del planeta, según datos expuestos en el Informe del Desarrollo Humano (PNUD) del año 1992.
No se advierte, entonces, problema en que, desde posiciones moderadas, sean liberales o socialistas, se admita la necesidad de reducir las desigualdades económicas. Es más, bien podría postularse la existencia de un socialismo liberal y democrático que está siendo económicamente exitoso en países como Chile e, incluso, Brasil; países que no solamente están creciendo sino también reduciendo los porcentajes de población en condiciones de pobreza.
No veo tampoco razones de fondo por las cuales los socialistas deban oponerse o minimizar la necesidad del crecimiento económico, de la productividad, de la competitividad, puesto que la redistribución, al menos en el Ecuador, no sería tanto de la riqueza sino más bien de la pobreza, considerando nuestro PIB per cápita en relación solamente con el de los países de mayor desarrollo de América Latina.
Ya se sabe en que terminan los experimentos que enfatizan en las diferencias clasistas, raciales, étnicas, nacionales o religiosas: en los pogromos, en los linchamientos, en los campos de concentración, en los paredones, en las fosas comunes y en los cementerios, donde, sin duda, todos somos iguales.
Entonces, aparte de la igualdad ante la Ley, el Estado, en representación de la comunidad de ciudadanos, tiene que garantizar igualdad de oportunidades para todos. Pero además, si bien hay unas desigualdades admisibles, también hay unas inadmisibles, unas diferencias éticamente intolerables, es el caso de las situaciones de pobreza y extrema pobreza. Aquí también la sociedad y el Estado, en nombre de la solidaridad propia de todo contrato social, tienen que garantizar un nivel mínimo de subsistencia, por vía de sistemas impositivos que permitan una mejor distribución del ingreso. De modo que el problema no es que haya ricos, ojalá que los haya y muchos, cuantos más mejor, siempre y cuando paguen impuestos. Y que estos últimos sean honrada, eficiente y eficazmente administrados. Los países prósperos funcionan de este modo, los demás están en plena lucha de clases.
Del internacionalismo a los muros del nacionalismo.
La soberanía, conforme al diccionario de la RAE y a la connotación más frecuente, puede definirse como el ejercicio de autoridad suprema e independiente. Pero la autoridad se ejerce, siempre, sobre algo o sobre alguien. Cuando hablamos de soberanía nacional o del estado soberano, la autoridad que éste ejerce es sobre un determinado territorio y sobre los seres que lo habitan. Entonces la soberanía tiene que ver con el territorio y –nos guste o no- con la territorialidad que se expresa en la posesión, en este caso colectiva, de una, como diría Marx, determinada porción del planeta. Y, como se trata de una determinada porción, esto supone delimitación de los territorios sobre los que los estados ejercen soberanía y, por cierto, fronteras y hablar de fronteras es hablar de guerras y de agresión. De modo que soberanía, territorialidad y violencia son uno y trino, como el dios de los católicos.
“Lo único bueno que tienen las fronteras son los pasos clandestinos” dice un maravilloso personaje de El lápiz del carpintero , frase que describe la inutilidad de las fronteras y de los muros con los que algunos estados intentan impedir el ingreso de aquellos que consideran indeseables o contener a los que quieren escapar. Claro que las islas no necesitan muros físicos aunque, como en Cuba, la globalización les obliga a poner muros virtuales, que impidan o, al menos, dificulten el contacto con los “otros”.
Las más de las veces los muros son barreras para impedir el ingreso de algo o de alguien. Así la Gran Muralla China que pretendía impedir la invasión de las tribus del Norte, finalmente no impidió el paso de los invasores manchúes que conquistaron China en el siglo XVII; el Muro de Adriano defendía la Bretaña romana de las beligerantes tribus de lo que hoy es Escocia, hasta que lograron pasar en la año 367; la Línea Maginot de los franceses fue completamente ineficaz para detener a los ejércitos del Tercer Reich; la inútil cerca contra los conejos, en Australia, que alcanzó la longitud record 3256 kms de largo, sin que esto impida la proliferación de la plaga; el muro con el que Israel pretende inútilmente frenar a los palestinos en al Franja de Gaza y el oprobioso muro en la frontera que separa a México de los USA para impedir el ingreso, a los Estados Unidos, de quienes quieren escapar de la pobreza.
No hay que olvidar por supuesto el infausto Muro de Berlín que, a diferencia de los anteriores, pretendía impedir que los ciudadanos berlineses escapen del paraíso socialista.
Por suerte, lo que se ha dado en llamar las culturas transfronterizas y que, tal como van las cosas, no muy lejos, en el futuro, serán post fronterizas, está dejando lo de la soberanía como un asunto del pasado o, al menos, obligando a modificar el concepto de soberanía y de ciudadanía. Quienes hemos estado en las fronteras y más que nada en la frontera mexicano-estadounidense, lo sabemos. Tijuana y San Diego son, pese a todo, ciudades hermanas y la Baja California constituye una unidad cultural y regional a pesar de la frontera y del muro. Lo mismo ocurre entre Ipiales y Tulcán, en la frontera colombo ecuatoriana.
Millones de mexicanos atraviesan anual y legalmente la frontera para trabajar, visitar parientes, comprar, pasear…. Cientos de jóvenes de San Diego atraviesan la frontera todos los viernes para divertirse en Tijuana donde, a diferencia de su lugar de origen, pasan a ser mayores de edad a los 18 años y pueden comprar cerveza. Y los migrantes indocumentados superan la barrera por abajo, por arriba y por los costados, la diferencia está en que los costos del coyotaje se han incrementado y en que ahora hay más víctimas fatales entre los migrantes.
De modo que es mejor, siguiendo el ejemplo de los socialistas chilenos, hablar de la gobernanza de la globalización antes que de la, por lo menos, anacrónica, sino primitiva, soberanía.
Por otra parte las cercas y los muros que por doquier levantamos en nuestras privadas existencias no son sino una confirmación de nuestra ancestral territorialidad, la cual se expresa hasta en los espacios que, con claras señales individuales, delimitamos como de nuestra exclusiva soberanía, en los lugares en que trabajamos y hasta en el hogar que habitamos. Sin embargo, la única posibilidad que tenemos de controlar nuestras determinaciones genéticas, de amansar al reptil que llevamos dentro, es admitiendo su existencia y conociendo sus impulsos y tendencias.
Ciertamente, como en todas partes, en los USA hay individuos y grupos de individuos a los que domina el reptil, uno de ellos es el «Minuteman Civil Defense Corps», cuyos «…miembros juran que, en caso de que el gobierno no cierre la frontera, ellos lo harán.» Y estos también, así me lo parece, estarán inspirados y alentados por la idea de la soberanía. No veo razones además para negarles a los estadounidenses el derecho a reclamar soberanía sobre su territorio. ¿O acaso la soberanía de los norteamericanos es de la mala y la nuestra de la buena?
Y por supuesto que, aparte de la positiva conformación de una cultura transfronteriza, los problemas en la frontera de México con los USA son terribles. Los propios norteamericanos, los que intentan mantener controlado al reptil, sostienen que el muro es una solución policíaca a un problema fundamentalmente económico.
Lo que va a ocurrir, por la irremediable ineficacia de los muros, es que -como algún intelectual mexicano ya lo dijo- todos llevemos «fronteras portátiles».
¿Y la identidad nacional?
En «Los Otros», la famosa película de Alejandro Amenabar, los otros de los fantasmas, como no podía ser de otro modo, son los vivos, solo que, en este caso, los fantasmas son aterrorizados por los vivos y el espectador se coloca del lado de los fantasmas. Se identifica con los fantasmas.
Complejo tema este de las identidades. Uno tiende a identificarse con los similares y esto supone que hay unos otros, unos distintos.
Había algo que siempre me resultó molesto y hasta detestable en el discurso de la “identidad latinoamericana” que se exhibía en los años setentas y que, en los tiempos que corren, está despertando renovados entusiasmos.
Ni siquiera me sedujo la interpretación, no exenta de belleza y creatividad, debo reconocerlo, que de “La Tempestad” de Shakespeare, hacía el “Ariel” cubano Roberto Fernández Retamar, en donde Calibán, esclavo de Próspero, se convierte en la representación de una América Latina al filo de la insurgencia antiimperialista.
Se trataba de una sensación. Sentía que algo andaba mal en ese discurso que era una suerte de racionalización teórico literaria de esa propuesta simplona de la “liberación social y nacional” que proclamaban los partidos comunistas y la folletería soviética de la época.
La verdad es que jamás he rendido culto a los “ídolos de la tribu”, cualquiera esta sea: ecuatoriana o latinoamericana. Y muy poco aprecio tengo por los conceptos de patria y patriotismo.
Lo que, principalmente, me sedujo del marxismo culto y elitista, a más del ateísmo militante, era la prédica del internacionalismo. Esa utopía de la sociedad sin fronteras, de la disolución de las diferencias nacionales. Es por lo que ahora me seduce la globalización y, por supuesto, el mercado como modelo ético, como la utopía neoclásica de la competencia perfecta.
La identidad supone pertenencia a un grupo (pequeño, grande o inmenso) que comparte una o unas ciertas características: idioma, creencias, costumbres, fenotipo, mitos fundacionales, etc. Hasta aquí “no problem”, todos tenemos, irremediablemente, identidades múltiples: una lengua materna, una patria chica, una profesión u oficio, unas aficiones y gustos, un cierto equipamiento cultural, la pertenencia a un club o gremio… en fin.
Los problemas empiezan cuando el énfasis pasa –y esto es también irremediable- de las identidades a las diferencias. Lo que nos identifica nos hace, a su vez, distintos. ¿Distintos de quién? La respuesta es obvia: ¡pues de otros! Toda identidad tiene sus “otros”, sus distintos, aquellos que no acreditan las características identitarias.
Los otros son siempre, por lo menos, aquello que no conviene ser, cuando no el sumun de todas la perversiones, aquello que conviene suprimir. Los fundamentalismos nacionales, políticos, étnicos o religiosos, simplemente consideran que los “otros”, por sus características perversas, ponen en riesgo su propia existencia, razón por la cual hay que eliminarlos, con lo que eliminarían al referente que los hace distintos.
Todas la identidades tiene sus “otros” a escarnecer, cuando no a eliminar.
“Los otros” de los ecuatorianos del siglo pasado, eran los peruanos, a los que se atribuía ser cobardes y traidores. Hasta que alguien, en hora buena, le puso fin al conflicto territorial con el Perú y nos quedamos, los ecuatorianos, sin nuestros principales “otros”.
Los otros del “pueblo” son los “oligarcas”, los otros de los latinoamericanos son los gringos,
los otros de los gringos son los mexicanos, los otros de los judíos son todos los demás, los otros de los musulmanes también, los otros de los indios son los “blanco-mestizos”, los otros de los católicos son los protestantes… en fin, la lista jamás va a ser exhaustiva.
Sin embargo y como lo dice Carlos Fuentes, “Estamos sujetos a la prueba del otro. Vemos pero también somos vistos. Vivimos el constante encuentro con lo que no somos, es decir, con lo diferente. Descubrimos que solo una identidad muerta es una identidad fija.”