Autor: Joan Prats
Para emprender las necesarias reformas administrativas en América Latina es preciso tener clara la diferencia entre organizaciones e instituciones. Los reiterados fracasos de los intentos de reforma han tenido su origen frecuentemente en la pretensión de implantar modelos organizativos incompatibles con las instituciones vigentes.
En América Latina, como en otras latitudes, la historia de la reforma administrativa y de los programas para fortalecer la capacidad nacional de formular e implementar políticas públicas es una historia de a veces grandes esfuerzos y empeños con escasos o ningún resultado sostenible. Parece que estamos aprendiendo que los meros cambios en las organizaciones o en la capacidad individual de sus miembros no producen resultados sostenibles si no tienen también un impacto positivo sobre la evolución de los sistemas institucionales subyacentes.
Esta lección todavía no es obvia. Aprenderla exige, en primer lugar, captar adecuadamente la distinción entre organizaciones e instituciones. De hecho instituciones y organizaciones no son sólo conceptualmente diferentes, sino que demandan racionalidades o métodos intelectuales diferentes para su comprensión, construcción y desarrollo.
Nuestro punto de partida será la distinción formulada por Hayek entre organizaciones y orden social («taxis» y «cosmos»), pero considerando a las instituciones como las estructuras básicas del orden social (Hayek, 1985, volumen I). Instituciones y organizaciones pertenecen a planos diferentes: las instituciones son el propio orden social, pertenecen al plano de la sociedad; en cambio, las organizaciones, junto con los individuos, son los elementos componentes o actuantes en dicho orden social.
Instituciones y organizaciones son órdenes, pero de naturaleza enteramente diferente: las instituciones son órdenes abstractos, independientes de los individuos que las componen, que cumplen la función de facilitar a los individuos y las organizaciones la consecución de sus fines particulares, pero que en sí mismas no tienen fines específicos; las organizaciones, en cambio, son órdenes concretos, determinados por los individuos y los recursos que los integran, creados para la consecución de fines particulares y específicos. En tanto que órdenes, instituciones y organizaciones son sistemas normativos, pero las normas institucionales y las normas organizacionales son también de naturaleza enteramente diferente: las normas de las instituciones son abstractas y proceden normalmente de la evolución o dinámica social –independientemente de que puedan estar formalizadas y reforzadas por las leyes-; las normas de las organizaciones proceden del designio racional atribuidor de posiciones y pueden ser también alteradas por diseño.
Compensemos la aridez de las afirmaciones precedentes con algunos ejemplos. Pensemos primeramente en la familia: «la familia» es una institución; mi familia, o la tuya, lector (que perdonarás por mentarla), son una organización (si tenemos suerte). La familia-institución es el conjunto de normas abstractas que en una sociedad determinada permiten reconocer como familia a un determinado grupo social. Tales normas son el fruto de la evolución histórica y, en una sociedad abierta, se encuentran en permanente reconsideración y evolución. La creación de cada familia-organización no es enteramente libre, pues debe darse -para ser familia- respetando el marco o fondo institucional socialmente vigente; pero como dicho marco se refiere sólo a los aspectos de la vida familiar socialmente relevantes, todos los demás aspectos del orden familiar, que ya no son de interés o relevancia social sino meramente privada, se confían a la decisión o designio organizador de los individuos concretos que integran cada organización familiar (y aquí -lector- si, como dice un sabio vallenato, «sólo Dios sabe la mujer que a uno le toca», reconozcamos que sólo a Él compete averiguar quién pone orden en cada casa).
Lo que acordaremos fácilmente es que el problema y los métodos de cambiar la familia-institución son de naturaleza diferente al problema y los métodos para cambiar una organización familiar. Los ejemplos podrían multiplicarse. Y el lector atento seguro que ya es capaz de dar otros muchos. A lo largo de nuestro estudio tendremos ocasión de referirnos más detalladamente a las «instituciones públicas», cuya existencia muchas veces única no permite captar con la misma facilidad la distinción entre los organizativo y lo institucional, la cual es para ellas igualmente relevante.
Instituciones y organizaciones son el producto de la acción humana y pertenecen al dominio de la razón y de la ciencia y no de la religión ni de la naturaleza. Ambas son fruto de la «convención», aunque de convenciones enteramente diferentes. Si las organizaciones pueden ser estudiadas, diseñadas, construidas y cambiadas por métodos y técnicas pertenecientes al llamado «racionalismo constructivista», este método resulta completamente inapropiado para las instituciones. Principalmente porque las grandes instituciones que constriñen y facilitan a la vez nuestras vidas (desde el lenguaje hasta las instituciones del Estado de Derecho) no son el producto de ninguna mente planificadora, sino el de un largo proceso de interacción histórica.
Podemos influir u orientar el cambio institucional en la misma medida en que podemos orientar e influir la acción colectiva. Pero el cambio institucional que concretamente se produzca no está determinado ni por ninguna supuesta ley histórica ineludible, ni por ninguna mente central planificadora (inevitablemente incompetente). Las teorías del fatalismo histórico o las que al confundir la sociedad con una organización creen que el futuro de la sociedad puede ser planificado o conspirado no son sólo intelectualmente erróneas. Su peligro más grave es que conducen al desarme moral de los pueblos al transferir a la historia o a los planificadores (inevitablemente autoritarios y supuestamente benévolos) la responsabilidad de decidir el futuro de todos. La referencia a la grandeza intelectual y moral de Popper me parece aquí obligada. En particular, su distinción entre la ingeniería social utópica y la ingeniería social gradual resulta del todo pertinente a la hora de explorar los métodos intelectuales del cambio institucional.
«El político que adopta la ingeniería utópica comienza exigiéndose la meta política última, o estado ideal, antes de emprender acción práctica alguna. Sólo una vez establecida la meta, aclarado el proyecto de sociedad al que se aspira llegar, comienza a considerar el camino y los medios más adecuados para su materialización y a trazar el plan de acciones prácticas. La ingeniería utópica pretende hacer tabla rasa de la sociedad pasada y presente para reconstruirla íntegramente. Su supuesto básico es la posibilidad de la planificación racional del desarrollo total de la sociedad. Y su instrumento necesario el gobierno benévolo, fuerte y centralizado, de un corto número de personas. El supuesto básico es intelectualmente incorrecto. El instrumento requerido la fuente de la derivación totalitaria.
El político que adopta, en cambio, la ingeniería social gradual puede haberse trazado o no mentalmente un plano de la sociedad y puede o no esperar que la humanidad llegue a materializar un día ese estado ideal y alcanzar la felicidad y la perfección. Pero siempre será consciente de que la perfección, aunque avance hacia ella, se encuentra lejana y que su ideal cambia con las generaciones, y que cada generación, incluida la presente, tiene su derecho. Quizás no el derecho de ser felices, pues no existen medios institucionales de hacer feliz a cada individuo, pero sí el derecho a recibir toda la ayuda posible en caso de sufrimiento. La ingeniería gradual adaptará en consecuencia el método de buscar y combatir los males más graves y serios de la sociedad, en lugar de encaminar todos sus esfuerzos hacia la consecución del bien final. Esta diferencia es de la mayor importancia: es la diferencia que media entre un método razonable para mejorar la suerte de la humanidad y un método que, aplicado sistemáticamente, puede conducir con facilidad a un intolerable aumento del padecer humano. Es la diferencia entre un método susceptible de ser aplicado en cualquier momento y otro cuya práctica puede convertirse fácilmente en un medio para posponer continuamente la acción hasta una fecha posterior, en la esperanza de que las condiciones sean entonces más favorables. Y es también la diferencia que media entre el único método capaz de solucionar problemas, en todo tiempo y lugar, según lo enseña la experiencia y otro que, dondequiera que ha sido puesto en práctica, sólo ha conducido al uso de la violencia en lugar de la razón.» (Popper, 1985, 157-160)
Y se refuerza, además, con su advertencia de que la naturaleza convencional de las normas e instituciones no implica su naturaleza arbitraria. «Convención» no significa «arbitrariedad». Las instituciones son humanas no en el sentido de que han sido conscientemente construidas por determinados hombres, sino en el de que los hombres siempre podemos valorarlas y modificarlas, que es lo mismo que decir que la responsabilidad por su vigencia es sólo nuestra.
«Las instituciones y las normas que las expresan pueden ser hechas y alteradas por el hombre, pero no arbitrariamente. El hombre las hace y las altera por una decisión o convención de observarlas o modificarlas. Por eso el hombre es el único responsable moral de las mismas. No quizás de las normas institucionales cuya vigencia en la sociedad descubre cuando comienza a reflexionar por primera vez sobre las mismas, sino de las normas que se siente dispuesto a tolerar después de haber descubierto que se halla en condiciones de hacer algo para modificarlas. Decimos que las normas son hechas por el hombre en el sentido de que no debemos culpar por ellas a nadie, ni a la naturaleza ni a Dios, sino a nosotros mismos. Nuestra tarea consiste en mejorarlas al máximo posible, si descubrimos que son defectuosas. Esta última observación no significa que al definir las normas como convencionales queramos expresar que son arbitrarias o que un sistema de leyes normativas puede reemplazar a cualquier otro con iguales resultados, sino, más bien, que es posible comparar las instituciones sociales existentes con algunas otras modelo que, según hemos decidido, son dignas de llevar a la práctica. Pero aun estos modelos nos pertenecen en el sentido de que nuestra decisión en su favor no es de nadie sino nuestra y de que somos nosotros los únicos sobre quienes debe pesar la responsabilidad por su adopción. La naturaleza no nos suministra ningún modelo, sino que se compone de una suma de hechos y uniformidades carentes de cualidades morales o inmorales. Somos nosotros quienes imponemos nuestros patrones a la naturaleza y quienes introducimos, de este modo, la moral en el mundo natural, no obstante el hecho de que formamos parte del mundo. Si bien somos producto de la naturaleza, junto con la vida la naturaleza nos ha dado la facultad de alterar el mundo, de prever y planear el futuro y de tomar decisiones de largo alcance, de las cuales somos moralmente responsables.» (Popper, 1985, 70-71).
Las instituciones son el principal patrimonio de cada sociedad. Ellas son el principal determinante del tipo de organizaciones e interacciones permitidas a la libertad del individuo en cada sociedad. Es bien sabido que un simple agregado de individuos brillantes no hace sin más a una sociedad brillante. La eficiencia y la equidad de un orden social dependen sobre todo de su sistema institucional y, subordinadamente, de la calidad de sus organizaciones. Ésta es la verdad elemental expresada en la creciente referencia a la «cultura» como razón última del nivel o del tipo de desarrollo. Verdad percibida incluso a nivel popular, como demuestra la siguiente reflexión que nos hacía un índigena, pequeño empresario centroamericano: «Mire Doctor. Si Vd. toma una de acà y lo compara con un japonés, pues como el nuestro no es pior. Pero si toma dos de acá y los compara con dos japoneses, pues ya sabemos porque cada país está donde está». ¿Por qué personas de alta competencia intelectual y moral no rinden en un país y sí en otro? Sencillamente porque las personas se adaptan al medio no en base a sus competencias personales sino al conocimiento y cumplimiento de las normas institucionales. «Donde fueres haz lo que vieres» vuelve a espetarnos el refranero. Y es loco quien no lo considera.
Esta sabiduría común se corresponde con el revivir del institucionalismo en las ciencias sociales. No corresponde a este estudio dar noticia de las diferencias entre el viejo y el nuevo institucionalismo ni de la gran diversidad de variantes de éste último en las distintas disciplinas sociales (sobre el viejo institucionalismo puede verse Prats: 1973 y sobre su contraste con el nuevo Di Maggio y Powell: 1991).
Como lo que nos interesa destacar es la correspondencia entre sistema institucional y desarrollo económico y social, baste ahora con acoger los planteamientos de North, que es quien ha formulado el modelo teórico neoinstitucionalista más completo que conocemos.
North ha formulado la distinción entre instituciones y organizaciones como el supuesto conceptual básico para la comprensión de la historia económica y, consiguientemente, para la formulación de una teoría del desarrollo históricamente fundada. Las instituciones son, para él, las reglas del juego o las constricciones convencionalmente construídas para enmarcar la interacción humana en una sociedad determinada. Las instituciones son normas, pero no son la «legislación». Aquí volvería a ser extraordinariamente relevante la distinción de Hayek entre Derecho y legislación. North se limita a diferenciar las instituciones formales de las informales, insistiendo en la importancia idéntica de unas y otras, pues lo que cuenta, al final, no son las «leyes» formalmente vigentes, sino las pautas de comportamiento interiorizadas por los individuos en su proceso de adaptación al orden social. En consecuencia, investigar el sistema institucional de un país es tarea que excede, con mucho, el estudio de sus instituciones formales, ya que exige el averiguamiento de las convicciones, valores, principios o creencias que pautan el comportamiento real, determinan la interpretación de las normas formales, las completan o hasta producen in extremis su inaplicación. En conclusión, quien no conoce las instituciones informales no puede pretender conocer un país. Y sólo los locos u oportunistas pueden pretender ayudar a cambiar lo que no conocen. La dificultad está en que uno de los efectos del subdesarrollo consiste en bloquear la emergencia de lo informal. Pero la dificultad de la tarea no implica su imposibilidad ni desdice su indispensabilidad.
Las instituciones son importantes porque de ellas depende en gran medida la estructura de incentivos de la interacción humana. Los sistemas institucionales difieren entre sí por el tipo de comportamientos individuales y organizativos que incentivan. Los incentivos que influirán el comportamiento de los individuos y las organizaciones y, al final, el rendimiento global de la sociedad, no son los mismos en Haití, en Cuba, en Chile o en Estados Unidos. Plantearse el desarrollo institucional equivale a plantearse el cambio del sistema de incentivos vigente en una sociedad. En otras palabras, el potencial de eficiencia económica y equidad social de cada sociedad viene en gran parte determinado por la clase de conformación institucional en ella vigente. Y toda mejora de eficiencia y equidad que desborde el potencial y no se corresponda con el avance institucional requerido, está condenada de antemano al fracaso inmediato o a la fugacidad de resultados.
Pero la interacción humana y el correspondiente sistema de incentivos no sólo vienen condicionados por las instituciones. Las organizaciones también son muy importantes en este sentido. En efecto, la interacción humana no sólo viene influida por las reglas del juego sino por los equipos u organizaciones que están en él. Las reglas del juego son un dato clave para explicar no sólo el comportamiento de las organizaciones sino el dato, a veces más fundamental, de quiénes son los que pueden entrar en el juego, quiénes quedan excluidos de él y cómo se promociona, se desciende o sale del mismo.
Dadas unas determinadas reglas de juego, la preocupación y la responsabilidad de los managers será la de establecer la combinación o combinaciones de arreglos internos, conocimientos, habilidades y destrezas, estrategias y tácticas, finanzas, moral y motivación, y otros aspectos pertinentes (siempre considerando el dato clave de la suerte) que se crea resultan los más adecuados para vencer o permanecer en el juego. Ésta es la inquietud y responsabilidad de los managers. Y no otro es el objeto de las llamadas ciencias del management, nacidas con una vocación declaradamente de reforzamiento y legitimación de la dirección profesional de las organizaciones.
Las ciencias del management, y el desarrollo organizacional que constituye su objeto, han sido elaboradas desde el constructivismo racionalista. Ciertamente ya se ha abandonado la imagen de la organización como máquina, incluso referida a las llamadas burocracias maquinales. Pero las organizaciones siguen siendo visualizadas y conceptualizadas con razón como órdenes no abiertos sino concretos y finitos, creados para la consecución de fines o misiones específicos, consistentes en normas que no son abstractas ni fruto de la evolución social, sino concretas y fundamentalmente consistentes en la asignación de cometidos, recursos y responsabilidades a los miembros de la organización.
Conviene distinguir entre la organización en sí y el entorno organizativo. Los datos del entorno organizativo actual, ni siquiera tratándose de los entornos más estables, no pueden desde luego preverse con certeza, por más esforzado y meritorio que resulte el obligado esfuerzo de previsión. De ahí la crisis de las políticas empresariales basadas en el modelo de planificación normativa y su sustitución progresiva por modelos de planificación o, mejor, de gestión estratégica. Pero el orden de una organización sí puede ser conocido y cambiado mediante planificación. Aún tomando en cuenta supuestos clave de la teoría organizativa actual como la autonomía de los agentes y el desarrollo de organizaciones y culturas informales, la mente humana y la tecnología que la apoya pueden captar y procesar el conjunto de aspectos de la vida organizativa relevantes para el cambio organizacional. En este sentido podemos seguir afirmando que el desarrollo organizacional puede seguirse propiamente basando en el racionalismo constructivista.
El problema está en que la organización no puede cambiar más allá de sus límites institucionales. Si nos empecinamos, por ejemplo, en convencer a un gobierno para que cambie el sistema de reclutamiento y selección de sus funcionarios, para conseguir su profesionalización en base al mérito, prescindiendo del marco institucional real vigente en el país, podemos sencillamente estar operando de aprendices de brujo. Si, siguiendo con los ejemplos, diagnosticamos la excrecencia injustificada de la nómina del servicio civil como un problema de inexistencia de medios informáticos para controlar la entrada y distribución del personal, sin cuidarnos de analizar el sistema político-electoral vigente, seguro que nos estamos equivocando. Y nuestro error puede llegar al sarcasmo cuando convencemos al gobierno correspondiente para que endeude a su pueblo adquiriendo el utillaje y entrenamiento informático necesario, que quedará al poco tiempo inutilizado o distorsionado ante su inadecuación o contradicción con las reglas de juego institucionales profundas que son las que gobiernan y explican los desarreglos organizativos del país en cuestión. Por este camino se ha ido desacreditando no poca cooperación internacional. Aunque lo más grave no es tal descredito, sino los comportamientos y hasta la cultura oportunista que así se incentiva en los países.
La justa crítica realizada tantas veces a la reforma administrativa en América Latina se basa en que se han postulado soluciones cómodamente tecnocráticas a problemas que no eran organizativos sino institucionales. La clara conciencia de la distinción entre organización e institución ayuda a que las estrategias de reforma o desarrollo organizacional: (a) puedan ignorar las constricciones institucionales si los cambios propuestos caben o son tolerados por los arreglos institucionales vigentes; (b) tengan que presionar, además, sobre el marco institucional cuando los cambios pretendidos sobrepasen las reglas del juego existentes. En el primer caso estamos ante un problema puramente gerencial; en el segundo ante un problema gerencial e institucional a la vez. Sólo que los problemas importantes de desarrollo casi nunca son sólo organizacionales o gerenciales. Casi siempre son organizacionales e institucionales y, consiguientemente, su tratamiento adecuado demanda estrategias combinadas de desarrollo organizativo y desarrollo institucional (Kliksberg: 1982).
Una hipótesis fundamental que desarrollamos en este trabajo es que en la distinción y combinación adecuada entre institución y organización, desarrollo organizacional y desarrollo institucional estriba la clave para la renovación de la gestión pública y la gobernabilidad y para la cooperación internacional a la misma en América Latina.
Bibliografía
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