Autora: Andrea Costafreda
Consultora en Relaciones Internacionales y Cooperación para el Desarrollo
Ya instalados en la segunda década del siglo XXI, cualquier reflexión sobre la agenda del desarrollo en América Latina debe partir de una mirada optimista. En efecto, existen tendencias y datos objetivos que sitúan a la región en una situación privilegiada para profundizar en la senda del desarrollo humano, especialmente si la comparamos con otras regiones del mundo.
El informe especial para América Latina de The Economist del 2010 (The Economist, 2010), hablaba de “la década latinoamericana” y destacaba los importantes logros conseguidos por la región tanto en términos de progreso económico, como social y político. Efectivamente, tras una débil caída entre finales del 2008 y principios del 2009, la región ha experimentado una fuerte recuperación económica en los dos últimos años. Junto con el crecimiento, otros indicadores de desarrollo han mejorado en los últimos años en la región. Según datos de CEPAL (CEPAL,2011), entre el 2002 y el 2008, 40 millones de latinoamericanos lograron salir de la pobreza, e incluso, la distribución del ingreso, que no había mejorado durante la década de los noventa, ha experimentado una tímida mejora en la última década.
Además, desde las transiciones a la democracia enmarcadas en la tercera ola de democratización, puede afirmarse que la democracia es “the only game in town” en la región. De ahí que exista cierto consenso en afirmar que la amenaza de una regresión autoritaria no sea una amenaza real, aunque el caso hondureño y el más reciente caso paraguayo actúan cómo recordatorios de la fragilidad institucional de algunas democracias latinoamericanas. En cualquier caso, el debate politológico se centra más bien en intentar ubicar modelos de gobernabilidad como el venezolano, nicaragüense, ecuatoriano, boliviano o salvadoreño en la teoría de la consolidación democrática, que identifica en el modelo de democracia liberal la meta a alcanzar.
Si bien es cierto que este grupo de democracias “albistas” -como denominan algunos- presentan serios déficits en el cumplimiento de dimensiones nucleares del concepto de democracia liberal en indicadores relativos al Estado de Derecho, la división de poderes o el respeto a determinadas libertades civiles, también se hace necesario señalar que las mismas democracias registran niveles muy elevados de satisfacción y de apoyo al régimen. La controversia y el debate están servidos.
El objeto de este artículo, no obstante, no es inserirse en este debate sino más bien ahondar en las características de estas democracias e indagar sobre sus efectos sobre el desarrollo. O lo que es lo mismo, preguntarse por cuáles són las posibilidades políticas de una agenda de desarrollo humano en la región, una agenda que garantice bienestar de forma sostenida. En la última década, los regímenes democráticos latinoamericanos, en general, han convivido con niveles de crecimiento que deberían haber funcionado como un binomio funcional a la generación de desarrollo. ¿Qué ha sucedido?
Según se extrae de la percepción de los latinoamericanos (Latinobarómetro, 2011) se estaría produciendo un cierto “descontento del progreso”, o lo que el mismo informe acierta en definir como el “efecto Hirshman”, situación en que las personas se perciben al interior de un túnel donde la hilera en la que están situados va demasiado despacio en relación con la velocidad alcanzada por la hilera de los “otros”. Lo que nos remite, una vez más, al problema endémico de la región: el binomio democracia con crecimiento no ha redundado en una mejor distribución de la riqueza, un acceso más equitativo a los recursos económicos, sociales, políticos, o políticas públicas capaces de garantizar la igualdad de oportunidades al conjunto de la población.
En efecto, aun cuando se ha experimentado una tendencia a la mejora en la última década, América Latina continua siendo la región más desigual del mundo, por delante de África Subsahariana. El coeficiente de Gini se situa como media en el 0,52, muy por encima del 0,33 -media de los países de la OCDE- y de los países del África Sub-sahariana (0,44).
Existen aproximaciones más o menos minimalistas al concepto de democracia pero casi todas reconocen que ésta lleva asociada una idea intrínseca de justicia social. Aunque desde un punto de vista empírico no existe una relación unívoca entre democracia y desarrollo, desde los postulados de Amartya Sen, la idea de bienestar incluye en si misma la idea de democracia. Podria afirmarse, además, que la idea principal que asocia la democracia con el bienestar es que como modelo de gobernanza es más capaz de dar una respuesta política orientada al interés general.
¿Por qué, entonces, las democracias latinoamericanas han convivido y conviven con niveles tan elevados de desigualdad? ¿Qué falla en la ecuación?
Para ayudar a identificar algunos de los nudos gordianos que pueden explicar que el binomio democracia con crecimiento no haya dado los frutos esperados se proponen, a continuación, cinco factores explicativos que pueden ayudar a identificar una agenda de fortalecimiento institucional para el desarrollo en el medio plazo.
Primero. Un defecto de nacimiento.
Se trata de desigualdades estructurales e institucionalizadas. Uno de los obstáculos más importantes para dar respuesta política a las desigualdades es que estas se encuentran profundamente enraizadas en la región. Los historiadores económicos, en este sentido, argumentan que el propio modelo extractivo de la colonización española provocó un “defecto de nacimiento” en las repúblicas latinoamericanas que ha pervivido durante siglos. La negación inicial de los derechos de ciudadanía al vincularlos a la tenencia de propiedades ha generado exclusión desde la etapa colonizadora y se ha ido institucionalizando hasta nuestros días. Actualmente, todavía perviven algunas instituciones formales que contribuyen al mantenimiento de la exclusión, pero en general, los procesos de reforma institucional que se han venido impulsando desde la década de los noventa han adaptado los marcos constitucionales, legales y regulatorios a los estándares democráticos, y por tanto, al principio de igualdad ante la ley. De hecho, las reformas constitucionales en Bolivia y Ecuador han incorporado formalmente al proceso político amplias capas de la población tradicionalmente excluidas.
Lo que explica, entonces, los resultados insatisfactorios de tantos ejercicios de ingeniería institucional es la convivencia de estas instituciones formales perfectamente diseñadas con instituciones informales -como el clientelismo, el patrimonialismo, el corporativismo- que son las que regulan buena parte de la interacción política y que son las encargadas de perpetuar la lógica de la exclusión política.
Segundo. Uno de los argumentos más repetidos durante los últimos años es el de los estados ineficientes.
Las democracias formales latinoamericanas aún cuando se dotan de una institucionalidad política formal, bien diseñada, que garantice procesos electorales justos, un sistema de pesos y contrapesos que garantice el control democrático entre el ejecutivo y el legislativo, etc., no pueden ser eficaces, dar una respuesta política a las demandas de la ciudadanía, sino se fundamentan sobre estados sólidos.
En este sentido, muchos estados latinoamericanos presentan signos de marcada ineficiencia. Si se utilizan los indicadores de Good Governance de Daniel Kauffman del Instituto del Banco Mundial como los de estado de derecho, control de la corrupción o calidad del marco regulador, para los últimos datos de que se dispone, sólo Chile obtuvo en calidad de marco regulador un valor mayor al promedio mundial; respecto al control de la corrupción sólo Chile y Uruguay estuvieron por encima del promedio mundial; con relación al Estado de Derecho, otra vez sólo Chile y Costa Rica superaron el promedio mundial.
Cabe advertir en este punto, que no deben confundirse la idea de estados fuertes con la de gobiernos fuertes. Autores como Del Campo (Del Campo, 2012) advierten que la posibilidad de avanzar hacia estados más eficientes a veces se ve truncado por el retorno de manifestaciones populistas deseosas de sostener el rol central del gobierno como gran redistribuidor de los recursos públicos.
Tercero. No sólo han fracasado las instituciones y los estados sino que algunos apuntan al fracaso de las políticas sociales.
Si como señalan estudios recientes (Ocampo, 2011) el gasto en políticas sociales ha aumentado significativamente desde la década de los noventa ¿por qué no ha tenido un impacto significativo sobre la desigualdad?
Algunos académicos (Diaz Cayeros y Magaloni, 2011) sugieren que el problema de las políticas sociales en América Latina es que no benefician a los pobres. En primer lugar, porque el modelo de Estado del Bienestar que ha querido implantarse sólo beneficia a los colectivos que están dentro del sistema. Los resultados de este modelo quedan gravemente sesgados por los elevados niveles de informalidad económica que registra la región. En efecto, estimaciones recientes sobre informalidad calculan que más de la mitad de los trabajadores se emplea fuera del sector formal.
En segundo lugar, por los efectos limitados de los programas de transferencias directas. Si es cierto que se han registrado casos exitosos como el brasileño (Bolsa Familia), debe advertirse de: i) el riesgo de que las transferencias directas condicionadas sean moneda de cambio político y transferencias clientelares que incrementan la dependencia del Estado por parte de los pobres, ii) de que no son políticas sostenibles en el largo plazo, iii) se han centrado más en el problema de la cobertura que el de la calidad, Así, para el caso concreto de la educación, si bien se han podido registrar avances en cuanto a la cobertura, el desafío para garantizar la movilidad social es la calidad de la educación. iv) y carecen de efectos estructurales.
Cuarto. El fracaso del pacto fiscal.
Un estudio de la OCDE (Santiso, 2007) demuestra que la desigualdad del ingreso en Europa -medida a través del Gini- se reduce en un 15% -de 0,46 a 0,31- tras aplicar impuestos y transferencias. En cambio, en el caso de América Latina, esta reducción es sólo de un 2% -del 0,52 al 0,50. Ello también tiene que ver con lo referido anteriormente en relación con las transferencias sociales, que se distribuyen mediante sistemas contributivos de los que no forman parte los trabajadores del sector formal.
Los expertos en políticas fiscales alertan de que los gobiernos de América Latina han tenido en cuenta las preferencias de las élites al reformar los sistemas tributarios, fijando impuestos al valor agregado, regresivos, en lugar de impuestos directos más progresivos que deben gravar las rentas.
Además, la evasión tributaria entre quienes tienen recursos es generalizada. Estimaciones recientes para Argentina, Brasil y Chile sitúan la evasión del impuesto a las personas y a las empresas alrededor de 50% personas, y 40% empresas. Esta idea entronca, de nuevo, con el segundo de los factores analizados, referido a los estados ineficaces.
Quinto y último. Problema de acción colectiva.
El fracaso de los pactos fiscales se explica, en gran medida, por las dificultades para crear coaliciones pro-redistribución, que rompan con la captura del proceso político por parte de intereses particulares. Este problema de acción colectiva se explica tanto por el lado de las élites como por el lado de las clases populares.
Por el lado de las clases populares, sus intereses quedan excluidos del sistema político o bien cooptados por gobiernos populistas. Bajo esta realidad se esconde: i) la falta de partidos programáticos capaces de articular estos intereses y convertirlos en una agenda política -existen excepciones notables como el caso del PT en Brasil o algunos partidos chilenos- y, ii) la falta de tradición organizativa de las clases trabajadoras, también con excepciones notables en el caso chileno y brasileño o el ejemplo del MAS en Bolivia.
Por el lado de las élites, como plantea Blofield (2011), no existe posibilidad de pacto social sin el compromiso de las élites. Los expertos que han medido la estructura de clases en los países latinoamericanos descubrieron que si bien el tamaño de las tres clases dominantes unidas -los capitalistas, los profesionales y los ejecutivos- es pequeño – entre el 5% de la población en el Salvador y Brasil, el 9,5% en Chile y el 13,9% en Venezuela- la excesiva desigualdad de la región es atribuible al ingreso de este grupo en conjunto. En los países industrializados, la participación en el ingreso del decil superior varía entre un 20 y un 30%, mientras que en América Latina este valor fluctúa entre el 34% en Uruguay hasta el 47% en Bolivia, siendo este valor apenas superior al de Colombia, Brasil, Chile y Paraguay (PNUD, 2008).
Este peso importante de las élites se traduce en un importante poder estructural sobre el proceso político, ya sea por su capacidad para financiar campañas o hacer lobby político y por tanto, con capacidad suficiente para ejercer influencia para mantener los temas redistributivos fuera de la agenda política.
Pero las elites no siempre se comportan así. También podrían tener incentivos en sentido contrario. De hecho, en lo que hoy son los países industrializados, particularmente en muchos países europeos, una masa crítica de las élites políticas y económicas decidió hace un siglo asumir la responsabilidad y promover soluciones colectivas a las amenazas que según ellos planteaba la pobreza e hicieron concesiones a las clases más bajas, estableciendo las bases del estado de bienestar moderno. O expresado en palabras de García Linera “desde un punto de vista estratégico, los sectores más privilegiados entenderían que la mejor manera de conservar parte de sus privilegios es ceder parte de ellos”.
Para concluir, la incapacidad política para dar solución a las distintas expresiones de la desigualdad y la exclusión en la región es uno de los principales problemas a afrontar desde agenda de desarrollo humano. Pero además, como advierten muchas voces, la propia calidad y la misma supervivencia de las democracias puede estar en riesgo de no resolver el problema de la desigualdad. Se trata por tanto de la asignatura más difícil, y todavía pendiente.
Referencias Bibliográficas
Blofield, M. (2011). The Great Gap. Inequality and the Politics of Redistribution in Latin America. Pennsylvania: Pennsylvania State University Press.
CEPAL (2011). Panorama social de América Latina 2011. Santiago de Chile: CEPAL.
Corporación Latinobarómetro (2011). Informe 2011. Disponible en: <www.latinobarometro.org>
Del Campo (2012). “Instituciones y gobernanza en América Latina: la continuidad de las reglas informales”. En Barreda, M. y A. Cerrillo (ed.). Gobernanza, Instituciones y Desarrollo. Homenaje a Joan Prats. València: Tirant lo Blanc.
Diaz Cayeros, A. y B. Magaloni (2010). “La ayuda para los pobres de América Latina”. Journal of Democracy en Español, Vol.2, Julio 2010.
Ocampo, José Antonio (2011), Seis décadas de debates económicos latinoamericanos, Disponible en: <http://policydialogue.org/files/events/SEGIB-PNUD_Ocampo-final.pdf>.
PNUD (2008). Informe de Desarrollo Humano 2007-2008. PNUD.
Santiso, J. (2007), Fiscal and Democratic Legitimacy in Latin America. OECD Development Center, October 27.
The Economist (2010). Special Report: Latin America. Disponible en: < http://www.economist.com/node/16964114>
Autora: Andrea Costafreda
Consultora en Relaciones Internacionales y Cooperación para el Desarrollo