La paradoja de la corrupción
Josep Maria Pascual
Director de Estrategias de Calidad Urbana. Coordinador de AERYC.
La reacción ante los casos de abusos incluye medidas que no mejoran el buen gobierno y pueden ser contraproducentes.
Las medidas que se toman en las Administraciones públicas como reacción ante casos de corrupción son paradójicas, puesto que al contrario de lo que pretenden, favorecen el despliegue de una “cultura” del descrédito de la legalidad y del menosprecio del papel de la Administración pública en garantizar la democracia y el desarrollo económico y social.
En efecto, ante los casos conocidos de presunta corrupción, se ha actuado de la misma manera: incrementando la normativa legal, complicando los procedimientos administrativos y restringiendo la capacidad de decisión de los funcionarios y de los políticos electos. Actuando de esta manera se olvida que los corruptos incumplen la legalidad, y que una mayor complicación en los procedimientos no sólo no impide la corrupción sino que la impulsa.
Los países con una corrupción muy extendida, como es el caso de México, Venezuela o Colombia, tienen un gran y engorroso entramado legislativo. A la inversa, en los países nórdicos europeos, donde la percepción ciudadana de corrupción es la más baja, los funcionarios y políticos gozan de amplios márgenes de responsabilidad.
El complicado entramado normativo impulsa la aparición de la alegalidad por distintas vías. En primer lugar, porque los profesionales, para poder dar resultados ante la ciudadanía, se ven obligados a buscar el modo de sortearla, lo que genera un descrédito de la normativa al enfrentar el valor de la racionalidad de la gestión con la normativa establecida. De este modo, emerge una necesaria y a la vez peligrosa gestión de la alegalidad, es decir, de la búsqueda de lo que no está específicamente obligado o prohibido.
En segundo lugar, se facilita la creación de todo tipo de entidades semipúblicas, para poder escapar de la asfixia administrativa. En estas entidades es donde, sobretodo, opera la corrupción. Las grandes cantidades de dinero que en Valencia fueron a parar a la empresa del Duque de Palma se otorgaron desde entidades externas controladas políticamente que pudieron adjudicar contratos millonarios sin pasar por concursos públicos.
En tercer lugar, si bien es razonable que se parta del principio de que toda la persona es corruptible, es del todo rechazable que el control administrativo parta de la suposición de que el personal de la función pública sea corrupto de entrada y deba demostrar que no lo es, justificando de forma exagerada e irracional el mínimo gasto, mientras se escapan de control los grandes contratos. Esta es una actitud estigmatizante, que genera desconfianza y frustración en los profesionales de la función pública.
Pero lo más grave es que la pretendida lucha contra la corrupción debilita los valores y el modus operandi de una Administración independiente de los Gobiernos, basada en el cumplimiento de la legalidad y en la racionalidad entre fines y medios. Según los estudios internacionales comparados sobre transparencia, la principal barrera contra la corrupción es la presencia de una buena Administración profesional. La Administración es esencial para que las democracias funcionen al garantizar la legalidad de las decisiones políticas y el uso responsable de los recursos públicos.
En consecuencia, la labor del funcionario debe ser fruto del mérito, y estar garantizada ante posibles arbitrariedades políticas; orientarse por los valores clásicos de la función pública: legalidad, neutralidad política, imparcialidad y equidad; pero su acción debe ser también evaluada según los criterios de responsabilidad, flexibilidad y orientación a resultados.
Ahora bien, ¿cuáles son los resultados que debe producir una Administración pública? El premio Nobel de Economía D. North, entre otros muchos, ha puesto en evidencia que las Administraciones públicas inclusivas son un factor absolutamente necesario para el progreso económico, social y democrático de las sociedades. Su resultado más importante es la creación de unos marcos de regulación de las sociedades y mercados: claros, eficaces y controlables, basados en la objetividad, imparcialidad y equidad para garantizar derechos y deberes en la provisión y el acceso a los bienes y servicios públicos. Lo esencial es generar confianza y seguridad en la sociedad civil para que esta funcione: facilitar la cooperación pública y privada, la colaboración ciudadana y la estabilidad de las inversiones.
Una Administración es mucho más compleja que una empresa y por tanto los criterios de eficacia y eficiencia deben ser propios de la buena Administración, puesto que su tarea no es tanto gestionar los servicios que provee, sino garantizar los derechos y deberes sociales y que las empresas mercantiles, de la economía social y las entidades sociales puedan funcionar con confianza.