Autor: Manuel Calbet
Verde es el color del Islam. La revolución que se está produciendo en los países musulmanes es difícil de entender sin conocer su historia, su sistema social, la vida cotidiana de sus habitantes. Y las consecuencias serán más importantes que la sustitución de la clase dominante.
Hace años leí el libro de John Reed “Diez días que estremecieron al mundo”, en el que el periodista americano describe su experiencia en la revolución rusa. Su relato contrasta con los libros de historia, que hablan de la tiranía de los zares, de los grupos revolucionarios y del retorno de Lenin con un distanciamiento quizás necesario, pero que deja una sensación de artificio, de que los protagonistas son sustituídos por personajes del museo de cera actuando según un guión que se escribe a posteriori. Me pareció ver en el libro de Reed una explicación, una causa necesaria, una situación límite que aclara porqué se pierde el temor a la protesta pública, al enfrentamiento con la policía o el ejército a pesar del riesgo que se corre: para conseguir pan los habitantes de San Petersburgo tenían que hacer cola desde la madrugada y aguantar durante horas el frío y la nieve del invierno ruso.
Parece evidente que, con menos frío, algo similar ha debido suceder en algunos países islámicos. Las dictaduras han durado decenios y hace tiempo que la población es consciente de las limitaciones políticas y del enriquecimiento de los clanes en el poder. Pero ese miedo a la represión que paraliza el levantamiento se deja de lado cuando se considera que ya no queda nada por perder, cuando la propia supervivencia requiere un esfuerzo insoportable.
Se ha escrito que estas revueltas populares son una especie de incendio. Es una buena metáfora que se puede aprovechar. Para que se produzca un incendio se necesitan tres elementos: combustible, oxígeno y una chispa que lo inicie. Las penosas condiciones sociales de buena parte de la población y el alza brutal del precio de los productos básicos son la combinación adecuada para que la autoinmolación del joven tunecino inicie el imparable incendio.
Los periodistas que acuden a cubrir estos acontecimientos redactan unas crónicas que describen el humo y las llamas, lo que está sucediendo, pero pocas veces llegan a conocer y relatar las causas y circunstancias originarias. Los hechos se entienden mejor leyendo a reporteros como Reed o Kapuscinski, que no se conformaban con ver, sino que necesitaban vivir la realidad para explicarla.
Existen buenos narradores para introducirnos en las particularidades de las sociedades con mayorías musulmanas, que nos describen sus formas de vida y circunstancias. Cuando veo por televisión a un cairota explicando las bondades de su hijo muerto en la revuelta, lo identifico con algún personaje de las novelas de Naguib Mahfuz. Y escritores como Amin Maalouf o Rafik Schami nos preparan para entender la complejidad de comunidades y religiones de Oriente Medio.
Volviendo a la metáfora, podemos pensar que Internet, las redes sociales, los móviles y la televisión por satélite son como el viento que aviva el fuego y lo extiende más allá de las fronteras.
Los analistas se preguntan quién será el próximo líder, qué grupo dominará los nuevos gobiernos. Es normal que sea su principal preocupación, porque interpretan la historia desde el poder. Pero estamos ante una revolución, y por eso la cuestión relevante a plantear es acerca de la transformación de los valores socialmente aceptados: los que van a desaparecer, los nuevos que van a surgir, y aquéllos que simplemente cambiarán.