Autor: Josep Centelles i Portella
Ante el conformismo implícito en el comentario “la historia de la humanidad es una historia de migraciones”, el autor argumenta que las migraciones actuales sólo benefician a unas élites minoritarias (tanto de países emisores como receptores) y que además de explotar sin misericordia a los migrantes, producen efectos negativos en ambos lados, especialmente en el lado más débil, el emisor
NOTA: Este artículo, aunque puede leerse autónomamente, es una cierta continuación de otro publicado en agosto de 2009 y titulado: “Subdesarrollo, mal gobierno y el mito nacional”.
A la gente le gusta pertenecer a su nación porque en ella nació (de ahí la palabra). Nunca la eligió. Es la de sus padres y amistades, es la mejor! Es la de los paisajes más lindos, la de las comidas más sabrosas. Esto es lo que queda en el registro mental inconsciente de las gentes, también de los emigrantes.
La “nación”, en términos políticos, es un montaje humano que ha devenido necesario una vez superado el estado tribal. Todavía quedan pueblos tribales en el mundo (muy maltratados, por cierto) pero son pocos. Del paquete mágico “nación-estado”, la nación es la versión ideológica. Está basada en la pertenencia emotiva, con mayor o menor agrado, a la comunidad nacional. Es el “estado”, con su capacidad de uso de la violencia legal, el que cubre los aspectos materiales. En cierta forma se podría hablar de que la nación es la comunidad de ideales y derechos, y el estado, con su gobierno al frente, es quien garantiza o debería garantizar, tales derechos.
Hay mucha gente que migra y se desplaza de una nación a otra. La gente no emigra por placer o porque no le guste su país, esencialmente emigra para encontrar trabajo y buscar una vida mejor. Su país de origen, aunque les duela y lo cuenten muy poco, no les dio nada. Ni empleo, ni salud, ni educación. Pero sobre todo, les negó la dignidad. En su país de origen tenían un techo de cristal, no podían progresar más. Tenían una tele, pero no podían ni tan sólo calzarse los tenis que en ella se anunciaban. Por mucho que trabajaran nunca podrían pasar de capataces, y a capataz sólo llegaban después de años de reverenciar servilmente al propietario de la bananera, de la camaronera, de las tierras y, en algunos casos de la factoría o comercio dónde medraban uno o dos salarios mínimos. No emigraron por hambre física, emigraron por hambre de dignidad y por el sueño de vivir mejor. ¿quien no sueña con el paraíso construido a través de la televisión? Emigran personas jóvenes, decididas, con iniciativa, con capacidad de riesgo y con voluntad de progreso. Se quedan las que tienen menos dosis de estas virtudes tan apreciadas en los lugares de destino y tan poco valoradas por las élites de sus países de origen.
Cuando el emigrante está más o menos instalado en su destino en el Norte, de forma inconsciente, elabora dos discursos. Uno, dominado por la nostalgia, contando las maravillas de su país, el otro, dirigido principalmente a sus compatriotas y compañeros de exilio, resulta demoledor para su propio país. Se siente expulsado. Existen, claro está, muchos momentos de nostalgia y no cabe duda de que continúa adherido emocionalmente a su “nación” pero aborrece profundamente, sin colocarle este nombre, el “estado” de su país de origen. Es la esquizofrenia del emigrante. Esquizofrenia que se agudiza, cuando para no ser visto como un fracasado, cuenta las maravillas del país dónde llegó y esconde la larga retahíla de sufrimientos por los que ha pasado. El desgarro sentimental del emigrante es fuerte. Las llamadas telefónicas lo suavizan un poco, pero no lo curan en absoluto. El alma queda partida. Además de explotación, hay mucho dolor.
¿Quien hace negocio con este dolor?, sin duda las élites dominantes de ambos países. En los países emisores, los beneficiarios son muchos, por ejemplo, los coyotes, el sistema financiero que administra grandes cantidades de remesas, los importadores-vendedores de electrodomésticos que se comprarán con estas remesas, los latifundistas que venderán parcelitas de ensueño al emigrante que nunca acabará de construir su casita, etc. Los familiares que reciben las remesas serán los últimos y menores favorecidos. Por encima de esta pléyade de beneficiarios están las élites políticas con discursos a favor de la emigración que “tanta riqueza aporta a la nación”. Si fueran un poco honestos deberían tener discurso contra la expulsión de sus propias gentes, y dedicarse a generar empleo digno en su país.
En los países receptores, la cosa es parecida aunque no igual. Seguramente los primeros en el ranking lucrativo directo, son los propietarios que alquilan viviendas precarias y degradadas a precios elevadísimos. Las entidades financieras ya fueron mencionadas porque en la práctica sobrevuelan los dos países, son transnacionales. Después, dada la necesidad de mano de obra sin cualificar, hay un beneficio general en la economía que unas veces se distribuye bien y otras no tanto. Sin duda, otros directamente favorecidos son los empleadores que usan mano de obra barata. Por el lado de los países receptores, resultan especialmente detestables los políticos que para ganar votos fomentan la xenofobia al tiempo que ponen trabas a la regularización del inmigrante y permiten que las fronteras sean verdaderos coladores. Es decir, los que conscientemente ganan votos generando miedos y odios y alimentando el empleo informal que les da mayores y más inmediatos rendimientos. De derechos de ciudadanía, ni hablar, que trabajen y callen. Curiosamente se da una buena convergencia de intereses entre las élites políticas de ambos lados.
El pueblo llano de ambos lados carga, como en la mayoría de los casos, con todos los costes. Los que salen peor, sin duda, son los migrantes, trabajan duro y sufren emocionalmente. La población general de los países emisores pierde, porque tiene garantizada el subdesarrollo y la continuidad del dominio oligárquico, pues ¿cómo se va a desarrollar una economía o una sociedad si de ella se extrae sistemáticamente el mejor potencial de su recurso humano? (juventud decidida, con iniciativa, con capacidad de riesgo y con voluntad de progreso). La ciudadanía de los países receptores, puede que salga ganando algo en progreso económico general, pero seguro que pierde en tensiones sociales y en una posible degradación de los servicios públicos. Ello será más evidente si la llegada es masiva, rápida y sin buena acogida. Nótese que la potencial degradación de servicios básicos como educación y sanidad, no afectará en absoluto a las élites del país de recepción. Es por ello que encuentro tan loable la actitud de los políticos que tienen claro el colocar por delante los derechos sociales de las personas, tengan o no papeles, y saben enfrentarse a las demagogias xenofóbicas.
Hay quien dice “la historia de la humanidad es una historia de migraciones” y se queda tan tranquilo. La frase debe ser más o menos cierta, pero la conclusión a la que lleva es terriblemente pesimista. Es como conformarse a que inevitablemente el futuro continuará siendo construido sobre el dolor de los más pobres. No es sólo renunciar a la utopía, sino también a la esperanza. Yo digo, las migraciones no son cosa buena en sí y debe ser obligación del buen gobernante minimizarlas. No cabe en absoluto el buenismo de “papeles para todos”. Es absurdo. La construcción del estado del bienestar europeo no puede dilapidarse. Los flujos, no sólo deben ser regulados, sino minimizados. No es sencillo, pero hay que aplicarse en ello.
Basta de demagogias de los líderes del América Latina, nosotros somos país de acogida, Europa es xenófoba. Primero den escuela y sanidad a todos sus ciudadanos, luego hablen. Porque en Europa, por lo menos hasta ahora, todo niño y toda niña, con papeles o sin papeles, tiene escuela gratuita de bastante buena calidad, y, con papeles o sin papeles, tiene asistencia sanitaria gratuita de bastante buena calidad. ¿Es esto xenofobia?
Basta de demagogias de algunos líderes europeos sobre la pérdida de identidad nacional que comporta la inmigración. Políticas serias de acogida, de facilitación de la integración, políticas de explicar adecuadamente los derechos, y también y si cabe con mayor intensidad, los deberes, a los que llegan. Hacerles saber que el país de acogida tiene unas normas y unas prácticas culturales determinadas, y que si no gustan, simplemente, pueden escoger otro lugar. Nada de complejos, respeto y seriedad. No es sencillo, pero es posible.
Josep Centelles i Portella
Itapuã, enero 2010.