En el Bicentenario del Bucle Melancólico de los Héroes
Autor: Joan Prats
Sin ciudadanía virtuosa pueden ganarse revoluciones y conquistar el poder del estado, pero no pueden construirse verdaderos gobiernos republicanos ni acceder a los bienes que éstos facilitan
Doscientos años de emancipación y ciento sesenta de “estatalidad”
A veces en la Galaxia Gutenberg emerge un libro capaz de echar luz nueva sobre personas y momentos históricos oscurecidos o deformados por los afanes del presente. Rafael Rojas ha ganado el Premio Internacional de Ensayo Isabel de Polanco, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes, por su obra “Las Repúblicas de Aire. Utopía y Desencanto en la Revolución Hispanoamericana” (Taurus, 2009, 422 páginas). Se trata de una investigación, presentada modestamente en forma de ensayo, en la que se intenta captar la singularidad del republicanismo latinoamericano nacido con la gesta emancipadora. El libro contribuye sin duda a “emancipar a los emancipadores” del yugo de tantas lecturas reduccionistas a las que se ha sometido su gesta. De él proceden en su mayor parte las ideas y textos que paso a exponer, con la advertencia que su selección, orden de presentación y aditamentos sólo son de mi exclusiva responsabilidad.
Los actuales estados latinoamericanos no nacieron directamente de la emancipación. A lo largo del período que va de 1810 a 1848 las estatalidades y las correspondientes identidades nacionales no estaban configuradas. Su proceso de configuración no comenzó sino a mediados del siglo XIX y resultó muy sobredeterminado por las viejas divisiones coloniales. Argentina, Uruguay y Paraguay surgen de la fragmentación del Virreinato del Río de la Plata. Perú, Colombia y México también respondieron a los antiguos Virreinatos de Perú, Nueva Granada y Nueva España, aunque también nacieron nuevas entidades políticas (Centroamérica, Panamá y Quito) de jurisdicciones que les estaban antiguamente subordinadas. Chile, Venezuela y Guatemala nacieron de viejas Capitanías Generales y Bolivia del Alto Perú Virreinal. Las actuales identidades nacionales ni preexistían en la colonia ni emergieron espontánea y directamente de la liberación. Bien mirado, el proceso de construcción estatal y nacional latinoamericano no tiene doscientos sino ciento sesenta años como máximo.
Las dificultades del “buen gobierno” en los orígenes
Las guerras de emancipación no respondieron ni a un impulso ni mucho menos a un proyecto político homogéneo. Fueron un conjunto de rebeliones que estallaron con la fractura del imperio borbónico y que no siempre fueron capitalizadas por las elites criollas. Éstas, entre 1810 y 1824, trataron de encauzar las rebeliones triunfantes a través de constituciones laxas que no partían del reconocimiento de soberanías nacionales que eran en realidad inexistentes. En 1824, tras las batallas de Ayacucho y Junín, comenzó un reajuste de las primeras constituciones de guerra bajo el impulso del ideal bolivariano: unas repúblicas centralizadas y confederadas a cuyo efecto se convocó el Congreso de Panamá de 1824.
Estas primeras elites compartían todos los prejuicios de los ilustrados sobre los indios, negros y mestizos (expuestos en el número — de esta misma revista), conocían las nuevas ideas liberales y admiraban el gobierno representativo y federal estadounidense, que calificaron muchas veces de “gobierno perfecto”, aunque no lo creían aplicable a la realidad latinoamericana. La heterogeneidad étnica, regional, económica y cultural de las ex colonias era vista en la mayoría de los casos como el más serio obstáculo para la constitución republicana. Así las cosas todo este primer período vino marcado por un enorme esfuerzo de las elites para homogeneizar la heterogeneidad, un gran esfuerzo de conceptualización e ingeniería simbólica, a cuyos efectos redactan constituciones y códigos, levantan panteones heroicos y proyectos educativos, redactan manuales cívicos y de instrucción moral, narrativas históricas, himnos y banderas y, en general, todo el andamiaje jurídico y simbológico que precisan las repúblicas nacientes.
Las ideas de Bolívar no pueden ser más expresivas a este respecto. En una carta al editor de la “Gaceta Real de Jamaica” (1815) dirá: “El indio es de un carácter tan apacible, que sólo desea el reposo y la soledad: no aspira ni aún a acaudillar a su tribu, mucho menos a dominar las extrañas; felizmente esta especia de hombres es la que menos reclama preponderancia, aunque su número exceda a la suma de otros habitantes. Esta parte de la población es una especie de barrera para contener a los otros partidos: ella no pretende la autoridad, porque ni la ambiciona ni se cree con aptitud para ejercerla, contentándose con su paz, su tierra y su familia. El indio es el amigo de todos, porque las leyes no lo habían desigualado, y porque para obtener todas las mismas dignidades de fortuna y de honor que conceden los gobiernos, no han de menester recurrir a otros medios que a los servicios y al saber, aspiraciones que ellos odian más que lo que pueden desear las gracias”.
Sobre los negros, en la misma carta, tras lamentarse de la facilidad con los jefes insurgentes –Morales, Boves, Rosete, Calzada…- “sublevaban a la gente de color, inclusive los esclavos, contra los blancos criollos”, dirá: “El esclavo en la América española vegeta, abandonado en las haciendas, gozando, por decirlo así, de su inacción, de la hacienda de su señor y de una gran parte de los bienes de la libertad; y como la religión lo ha persuadido de que es un deber sagrado servir, ha nacido y existido en esta dependencia doméstica, se considera en su estado natural, como un miembro de la familia de su amo, a quien ama y respeta”.
En la mayoría de los casos las elites no consiguieron cohesionarse en torno a proyectos nacionales compartidos ni fueron capaces de dirimir sus conflictos en base a reglas del juego institucionalizadas. La tradición corporativa y estamental, la fragmentación de caudillismos locales, las tensiones constitucionales y legislativas, la rivalidad por los empleos y las rentas públicas y los faccionalismos más diversos determinaron que, caída la soberanía imperial, la inexistencia de claras identidades nacionales hiciera muy difícil levantar sobre solares tan poco firmes verdaderas y acabadas repúblicas. De hecho la historia de este período es también la de un trasiego de muchos de sus protagonistas por cárceles y largos exilios, gobiernos y clandestinidades, responsabilidades públicas y persecuciones.
El cáliz haitiano
Durante los años de guerra emancipadora y durante la mayor parte de los años veinte y treinta la mayoría de los republicanos creyó que con la victoria y a través de la ingeniería constitucional podrían regenerar rápidamente las comunidades liberadas y alcanzar pronto el “gobierno perfecto”. Iban a tener que probar el “cáliz haitiano”, o sea, que una cosa es saber liberarse del yugo colonial y otra muy distinta saber generar la capacidad de autogobernarse eficaz y decentemente, que la primera cosa no engendra necesariamente la segunda y que la ausencia de esta última aboca a los pueblos a una elección trágica: o despotismo o anarquía. Nadie como Bolívar vivió esta tensión entre la ensoñación movilizadora y la realidad limitante. Y cuando estas tensiones se resuelven mal, el turbión que resulta no sólo se traga a los héroes sino que puede acabar envolviendo a los países en una especie de bucle melancólico. Desde su exilio el Libertador acabará exclamando “la única cosa que se puede hacer en América es emigrar” y San Martín, exiliado ya desde 1824, manifestará igual desaliento en una de sus últimas cartas (1846): “cuando uno piensa que tanta sangre y sacrificio no han sido empleados mas que para perpetuar el desorden y la anarquía, se le llena el alma del más cruel desconsuelo”.
El gran desafío de las primeras elites postcoloniales era cómo asegurar la gobernabilidad de las poblaciones y de los vastos territorios emancipados. Antes de que comenzara, a mediados de siglo, la configuración de los actuales estados, hubo un alud de propuestas constitucionales entre las que destacan los proyectos de integración política de estadistas como Simón Bolívar y Lucas Alamán y los esfuerzos institucionalizados representados por los Congresos de Panamá (1824) y Tacubaya (1828). Bolívar y Sucre promovieron a partir de 1826 el modelo constitucional boliviano de república centralista con senado hereditario y presidente vitalicio autorizado para nombrar sucesor. Pero este proyecto fue rechazado por muchos políticos y letrados de la misma generación, muchos de los cuales habían luchado con o representado en el exterior al propio Bolívar. Al fracaso del Congreso de Panamá se unió poco después el rechazo al proyecto de constitución boliviana de 1826 por parte de varios de los actuales países. Desde 1829 el crédito del Libertador comenzó a caer. En Perú y Colombia, Santander y Vidaurre desafiaron su autoridad. Rocafuerte lo acusaba de conspirar con la Santa Alianza europea a cambio de la presidencia vitalicia de México. Cuando Bolívar encabezó una nueva revuelta en Venezuela corrió el rumor de que buscaba instaurar una monarquía o dictadura con el apoyo de Gran Bretaña y Europa y el rumor arraigo tanto que cuando en 1831 los periódicos mexicanos reseñaron su muerte lo hicieron aludiendo a su ambición personal, su propensión monárquica y hasta su aceptación de la dictadura.
Las razones del Libertador
Bolívar no era sólo un militar heroico. También fue un estadista y un ilustrado. Conocía muy bien la obra de autores como Montesquieu o Constant y, en nombre de la libertad, se había opuesto inicialmente al 18 brumario de Napoleón Bonaparte, es decir, a la sustitución de la república por el imperio. Creía que América Latina era un espacio socio-cultural precisado de configuración política, una nación en estado de naturaleza que debía ser constituida políticamente pero de acuerdo con su idiosincrasia, tradiciones y costumbres.
“Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de Europa, pues que hasta España misma deja de ser Europa por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos”
(Discurso ante el Congreso de Angostura, 1819).
Desde 1812 al menos, Bolívar criticó duramente al federalismo y en general a todas las propuestas constitucionales ilusorias que no se apoyaban en las condiciones físicas y morales de los pueblos, que él, en el caso de los nuestros, veía envilecidas y necesidades de regeneración. Es muy acerada su crítica a los constitucionalistas desorientados por un empacho de teorías y una percepción idílica de la gente. Sus ideas estaban ya muy claras en la “Memoria dirigida a los Ciudadanos de la Nueva Granada por un caraqueño (1812)” y le acompañarán hasta su muerte:
“Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados…”
Frente a los defensores de los sistemas liberales y federalistas puros, Bolívar alegó la necesidad de “centralizar los gobiernos” tanto para enfrentar la amenaza externa de España como la interna del “tumulto de los combates y partidos”. Consideraba la “perfección” del sistema federal de los Estados Unidos pero la creía inaplicable a nuestras comunidades “imperfectas” no preparadas ni moral ni culturalmente para la vida republicana: “todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos, porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano: virtudes que no se adquieren en los gobiernos absolutos…”.
Bolívar pensaba que el absolutismo español era peor que el despotismo de Turquía, Persia o China ya que el absolutismo no despótico español a través de la mediación de los burócratas peninsulares había generado un tipo de servidumbre más dañina. En el Discurso de Angostura (1819) dirá que el pueblo americano “uncido al triple yugo de la ignorancia, la tiranía y el vicio no ha podido adquirir ni saber ni poder ni virtud.
Todas estas ideas se reiteran en la Carta de Jamaica (1815) aunque ahora desde una visión continental. ¿Cómo llegó el Libertador a esta visión que constituye sin duda la mayor grandeza de su sueño? Para Bolívar “los moradores del hemisferio americano”, las elites criollas y mestizas llamadas a dirigir los nuevos gobiernos no tenían una nación en el pasado sobre la que apoyarse simbólicamente. Este dato –para Bolívar- colocaba la utopía necesaria para toda construcción estatal fuera de las “naciones de aire” virreinales y llamaba a la creación de una gran confederación latinoamericana. El realismo y hasta el escepticismo de Bolívar en relación a las inexistentes naciones se supera en la utopía de la confederación. La regeneración necesaria no vendrá de los imperfectos gobiernos nacionales sino de la “unión” que “operará prodigios” y posibilitará “la obra de nuestra regeneración”.
Las convicciones de Bolívar eran, pues, muy claras ya en 1812 y 1815 cuando todavía no se habían independizado Venezuela y Nueva Granada y trató de desarrollarlas determinadamente a lo largo de los diez años siguientes. “Los estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra”. Para ello tendrían que dotarse de instituciones fuertes capaces de embridar a caudillos, provincias y facciones y de gobernar sobre una población étnicamente heterogénea.
La peligrosa continuación de la autoridad de un mismo individuo
Para producir ciudadanos virtuosos en unas masas o multitudes heterogéneas y envilecidas por siglos de absolutismo “pasivo” el Libertador propuso las instituciones bolivarianas orientadas a atemperar la inevitable deriva anarquizante o despótica de todo gobierno representativo sembrado en solares tan inapropiados. Estas instituciones –presidencias vitalicias con derecho a nombrar sucesores, vicepresidencias y senados hereditarios, cámaras de censores, “poder moral”- fundaban un inconfesable autoritarismo que fue rechazado en la Gran Colombia y Perú y de cuyos riesgos el Libertador era plenamente consciente. En el Discurso de Angostura advierte contra la peligrosa “continuación de la autoridad de un mismo individuo” pues “el pueblo se acostumbra a obedecerle y él a mandarlo, de donde se origina la usurpación y la tiranía”.
Pero viendo al tiempo como con los gobiernos republicanos se incrementaban los conflictos entre caudillos, territorios y facciones no podía dejar de revalorar a las monarquías. Esta circunstancia es la que ha fundamentado hasta hoy la opción latinoamericana por los regímenes presidencialistas. El presidencialismo centralista y autoritario de Bolívar y la conciencia de sus riesgos levantan un interrogante que le acompañará toda su vida: “¿Qué virtudes es preciso tener para poseer una inmensa autoridad sin abusar de ella? ¿Puede tener interés ningún pueblo en confiarse a un solo hombre?”.
Cuando Bolívar busca ejemplos que demuestren, contra todas las prevenciones de la historia y del pensamiento liberal que él comparte, que es posible conjurar este gravísimo riesgo, acude a ¡Haití! donde cree hallar la “prueba triunfante de que un presidente vitalicio, con derecho para elegir al sucesor, es la inspiración más sublime en el orden republicano”
“La isla de Haití se hallaba en insurrección permanente: después de haber experimentado el imperio, el reino, la república, todos los gobiernos conocidos y algunos más, se vio obligada a recurrir al ilustre Pétion para la salvase. Confiaron en él, y los destinos no vacilaron más. Nombrado Pétión presidente vitalicio con facultades para elegir al sucesor, ni la muerte de este grande hombre ni la sucesión del nuevo presidente han causado menor peligro en el Estado; todo ha marchado bajo el digno Boyer, en la calma de un reino legítimo. Prueba triunfante de que un presidente vitalicio, con derecho para elegir el sucesor, es la inspiración más sublime en el orden republicano”.
Perdido el poder, los héroes se precipitan en la desesperanza
A medida que su proyecto de unión confederal iba siendo resistido y derrotado desde Lima, Quito, Caracas o Bogotá, la correspondencia política de Bolívar se fue llenando de desencanto. Tras el fracaso de su última dictadura, de su renuncia al poder y del asesinato de Sucre escribe frases en las que desde entonces se han reconocido todos los nihilistas latinoamericanos: “no hay buena fe en América, ni entre las naciones. Los tratados son papeles, las constituciones, libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; y la vida, un tormento”. Toda su frustración se condensa en la carta a Juan José Flores escrita en noviembre de 1830 semanas antes de su muerte en Santa Marta:
“Usted sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º la América es ingobernable para nosotros; 2º el que sigue una revolución ara en el mar; 3º la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; 4º este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para pasar después a tiranuelos casi imperceptibles, de todos los colores y razas; 5º devorados por todos los crímenes y extinguidos para la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; 6º si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América”.
Entre 1828 y 1830 Antonio José de Sucre transmite la misma desesperanza. Siente que el cansancio, la falta de entusiasmo y los sufrimientos de dieciocho años de revolución se reflejan en las calamidades y disputas entre las elites de las nuevas repúblicas. Cree en las instituciones bolivarianas como las únicas capaces de proteger la seguridad personal y el derecho de propiedad, pero duda de la posibilidad de alcanzar ese tipo de gobierno en Venezuela, Colombia, Perú o Bolivia. En relación a esta última declara en una carta al Libertador y tras su decisión de retirarse: “… me voy… 3º porque estoy persuadido de que a la larga debe Bolivia incendiarse, y yo no quiero ser la víctima, cuando conociendo las causas, veo que es imposible el remedio”. El mariscal de Ayacucho estaba convencido no sólo del fracaso de la confederación latinoamericana y del modelo constitucional boliviano sino de los intentos de alianza o confederación entre Venezuela, Colombia, Bolivia y Perú, llegando a vaticinar, resignado, que las guerras civiles serían el resultado inevitable de la emancipación y de los primeros gobiernos republicanos.
Reencuentros asincrónicos en el exilio: San Martín y Bolívar
El desencanto y las lamentaciones habían comenzado antes más al Sur. En 1823 Bernardo O’Higgins, quizás el personaje mayor de la independencia chilena, se exilió y refugió en Perú. En ese mismo año también renunció San Martín que se exilió en Paris donde vivió 25 años. La correspondencia entre ambos destila amargura ante el caos y la anarquía de las repúblicas y por la ingratitud con la que sienten tratados. Pero en las cartas de San Martín hay una evolución interesante: con el tiempo pasó de ver el origen de la inestabilidad en la falta de ilustración, ciudadanía virtuosa o preparación moral para la libertad para encontrarla progresivamente en las instituciones y las leyes más que en los hombres.
Dos textos del mítico general muestran esta evolución. Poco después de su renuncia, mientras cuestionaba la “ligereza extrema, inconsecuencia en sus principios y vanidad pueril” de Bolívar, aún cifraba las causas de las dificultades del gobierno en los fallos de la gente. En una carta a Tomás Guido decía: “¿Ignora usted por ventura que de los tres tercios de habitantes de que se compone el Nuevo Mundo dos y medio son necios y el resto (está formado) de pícaros con muy poca excepción de hombres de bien? Sentado este axioma de eterna verdad…”. San Martín advertía que sin ciudadanía virtuosa pueden ganarse revoluciones pero no construir gobiernos republicanos ni acceder a los bienes que estos facilitan. Su texto es antológico:
“Usted no debe haberse olvidado las infinitas veces que le he dicho que nuestra gran crisis se experimentaría al concluirse la guerra de emancipación. Ella era indispensable visto el atraso y los elementos de qu se compone la masa de nuestra población, huérfanos de leyes fundamentales, y por agregado las pasiones individuales y locales que han hecho nacer la revolución; estos males se hubieran remediado si los hombres que han podido influir se hubieran convencido de que para defender la causa de la independencia no se necesita otra cosa que un orgullo nacional (que lo tienen hasta los más estúpidos salvajes), pero que para defender la libertad y sus derechos se necesitan ciudadano, no de café sino de instrucción, de elevación de alma y por consiguiente capaces de sentir el intrínseco y no arbitrario valor de los bienes que proporciona un gobierno representativo”.
Pero a partir de 1830 la correspondencia de San Martín registra un cambio similar al que también había experimentado Sucre. El gran mal –la anarquía e inestabilidad- se explicaría fundamentalmente por la inadecuación de los sistemas constitucionales: “Yo estoy firmemente convencido de que los males que afligen a los nuevos Estados de América no dependen tanto de sus habitantes como de las constituciones que los rigen. Si los que se llaman legisladores en América hubieran tenido presente que a los pueblos no se les debe dar las mejores leyes, pero sí las mejores que sean apropiadas a su carácter, la situación de nuestros países sería diferente”. San Martín volvía así a la argumentación del Libertador y con ella a la defensa de constituciones centralistas y autoritarias.
Benjamin Constant remata a Bolívar
Figuras clave de la primera historia latinoamericana como Páez, Santander, Vidaurre, de Mier, Heredia o Rocafuerte, aunque creían en la necesidad de ejecutivos fuertes, se opusieron frontalmente a la generalización de la constitución boliviana de 1826 que encarnaba las ideas de Bolívar sobre la gobernabilidad necesaria. Los versos de José María de Heredia no podían ser más duros frente a la deriva monárquica: “Creador de tres naciones ¿te querrás abatir hasta monarca?”. Eran críticas muy dolorosas para Bolívar pues no procedían de periodistas o caudillos faccionales sino de letrados que habían sufrido el exilio, defendiendo en Estados Unidos y Europa la causa de la independencia y hasta actuado como agentes del propio Bolívar.
Pero, como ha querido destacar Rafael Rojas, quizás la crítica que más le dolió fue la procedente de Benjamin Constant, uno de sus maestros pensadores, quizás el que más influyó en nuestro Libertador ilustrado después de Montesquieu. Constant era un liberal consecuente que se opuso al imperio napoleónico y tuvo que probar el exilio por ello. Para él, el principio de que “no hay nada que legitime a un poder ilimitado” tenía aplicación universal y era aplicable a los dictadores viejos y a los nuevos entre los que incluía a Bolívar. Para Constant la falta de preparación de la gente nunca puede ser argumento que justifique el poder absoluto: “si un pueblo no es lo bastante instruido como para ser libre, no será la tiranía la que le traerá la libertad. Por otro lado, la apreciación de la sabiduría de un pueblo no deberá confiarse a quienes tienen interés en tildarlo de ciego y estúpido. No será la primera vez que se calumnia a las naciones para esclavizarlas”. Por eso condenaba a Bolívar sin ambages:
“… veo al hombre que ha disuelto la representación nacional porque sus partidarios se encontraban en minoría, al hombre que, con el banal pretexto de que sus conciudadanos no son lo bastante ilustrados como para gobernarse, se ha adueñado de todos los poderes sancionando su dictadura con ejecuciones y asesinatos; en ese hombre veo pura y simplemente a un usurpador.”
Bolívar encontró un aliado argumental en un liberal francés que había apoyado a Napoleón: el abate Dominique De Pradt para el que, en Latinoamérica, la falta de ilustración y virtudes de la ciudadanía requería de gobiernos firmes e ilimitados para construir las nuevas repúblicas. Rafael Rojas revive la polémica de De Pradt con Constant que resuena con ecos muy actuales. Argumenta De Pradt:
Sibaritas de la civilización europea, cómodamente adormecidos en el seno de la normalidad, cuyo apacible disfrute nos asegura el curso de las leyes, ¡cuánto hablamos a nuestras anchas de cosas que están tan lejos de nuestra vista y de nuestras costumbres! ¡Predicadores de la libertad, cómo quisiera ver vuestras tribunas colocadas en la orilla del Orinoco; vuestros escaños de senadores ocupados por una terrible mezcla de negros, mulatos, llaneros, criollos, hombres que han sido llevados del golpe del seno de la esclavitud y de la barbarie a las funciones de legisladores y dirigentes del Estado! La misma lengua, las mismas costumbres, una herencia común de grandeza y talento, una civilización avanzada, mantienen unidas todas las partes de las sociedades europeas; en América todo es diversidad, principio de división, ausencia de civilización. En Europa se tiene. En América hay que crearla.”
Constant veía en este tipo de argumentaciones un paternalismo colonialista de De Pradt en relación a un héroe anticolonial como Bolívar. Para Constant es inaceptable “tolerar la dictadura para Colombia” cuando “trasladada a Europa le inspiraría un profundo horror”. Constant amplía su crítica al cesarismo en general. No critica sólo la justificación del poder ilimitado por razones de emergencia nacional o por exigencias de “unidad” o “ejecutividad” frente a comunidades heterogéneas o incívicas. Su crítica penetra también en una dimensión del cesarismo más importante y menos percibida: la relación patrimonial del caudillo con los ciudadanos y la consiguiente reproducción de patrones de lealtad muy próximos a los del despotismo absolutista. El texto de Constant vuelve a ser antológico:
“¡El Sr. De Pradt ha olvidado a César y a Cromwell! Esta afectación de respeto por un pueblo que se tiene bajo el yugo es el artificio empleado por todos los aspirantes a la tiranía. Siempre ofrecen abandonar el poder, pero este ofrecimiento, humilde en apariencia, está acompañado por un despliegue de fuerzas que despierta en el pueblo un rechazo, y los usurpadores condenados a pesar de ellos al poder, quieren a la vez ser obedecidos como amos y compadecidos como víctimas de su abnegación”.
Defendiendo a Bolívar, De Pradt contraargumenta que si Bonaparte hubiera hecho el 18 Brumario antes de 1799 previniendo las guillotinas y los trastornos de la revolución, Francia “no hubiera vacilado entre él y el tribunado”. A Constant esta argumentación le parece característica de la visión cesarista que identifica con un hombre y no con unas instituciones la garantía de la paz y de la seguridad y que identifica el desgobierno y el conflicto estructural con la ausencia de ese hombre. Al hilo de la polémica, Constant desemboca en una crítica universal de la dictadura:
“No, la dictadura nunca es un bien; la dictadura nunca es lícita. Nadie está lo suficientemente por encima de su país y de su tiempo para tener derecho a desheredar a sus conciudadanos, a humillarlos bajo su pretendida superioridad, superioridad de la que únicamente él es juez, superioridad que cualquier ambicioso puede invocar a su vez; no se puede ir en contra del más estúpido cuando éste tiene la fuerza en la mano, y esto se vuelve así el pretexto banal de todas las opresiones en todos los tiempos y en todos los pueblos.”
La crítica de Constant sin duda calaría hondo en el Libertador. Bolívar no sólo era un militar y un estadista. Además era un pensador del Nuevo Mundo que probablemente habría estado de acuerdo con Constant de no referirse a él mismo. En 1830, tras la renuncia, embarcado en el viaje final por el Magdalena hasta Santa Marta, produce su correspondencia más sombría y desesperanzada. Todo se acentúa cuando asesinan a Sucre en mayo de 1830. En octubre comparte con Urdaneta su conocida profecía:
“La situación de la América es tan singular y tan horrible, que no es posible que ningún hombre se lisonjee en conservar el poder largo tiempo ni siquiera en una ciudad (…). La posteridad no vio jamás un cuadro tan espantoso como el que ofrece la América, más para el futuro que para el presente. Porque ¿dónde ha imaginado nadie que un mundo entero cayera en frenesí y devorase su propia raza como antropófagos? Esto es único en los anales de los crímenes y, lo que es peor, irremediable.”