Por la gobernanza democrática global: ciudadanas/os de todos los países ¡Uníos!
Joan Prats
Aunque este este escrito del año 2009 hace referencia a hechos históricos que hoy nos parecen lejanos, la pandemia que estamos sufriendo vuelve a la actualidad sus consideraciones. Y a la vez produce cierto desencanto comprobar que, en lugar de avanzar, parece que hemos retrocedido.
En los albores del tercer milenio un fantasma recorre el mundo: el temor creciente a que nuestras vidas estén siendo conducidas por fuerzas generadas humanamente pero ya fuera de control, la sensación creciente de vulnerabilidad, la respuesta ya mayoritaria en tantas encuestas de que las vidas de nuestros hijos y nietos serán peores. ¿Hay base real para estas sensaciones o se desvanecerá el fantasma corno lo hacen las últimas sombras de los comunismos «científicos»?
La verdad es que hoy tenemos más evidencias para nuestras inquietudes de las que tenía Marx para su determinismo histórico. A pesar de saber más sobre las grandes cuestiones del futuro humano, o quizás por ello, percibimos los límites de nuestro conocimiento y aceptamos que vivimos y hemos de tomar decisiones en la incertidumbre. Frente a una catástrofe astral poco podemos hacer. Pero frente a las catástrofes varias -demográficas, ecológicas, económicas, de seguridad, etc.¬- podríamos y deberíamos hacer mucho. Ahora bien, en un mundo de políticos preocupados por las elecciones y de burócratas preocupados por su supervivencia ¿quién se ocupará de definir los intereses generales de modo que comprendan los de las próximas generaciones? Por otra parte, en un mundo donde la inter¬dependencia creciente ha hecho emerger verdaderos «bienes públicos globales» ¿Cómo podremos construir la gobernanza necesaria para asegurar su provisión efectiva? Esto no es ninguna cuestión técnica: sin la provisión de esos bienes no hay gobernabilidad, volvemos al Estado de naturaleza al que están retrotrayén¬dose tantos Estados fracasados y en riesgo que en un mundo interdependiente amenazan irremediablemente la seguridad de todos.
Podemos apoyarnos en datos e interpretaciones procedentes del Banco Mun¬dial y de la OCDE. Wolfenson, Presidente del BM, va por el mundo y el ciberespacio predicando que los grandes desafíos globales provienen de desequilibrios muy graves, que responden a cadenas históricas de largo ciclo, particularmente agudi-zados en los años 90. Hoy sabemos que en 2015 habrá 3.000 millones de personas con menos de 25 años, casi todos ellos en los países en desarrollo. También que en los próximos 25 años la población mundial crecerá en unos 1.500 millones de personas, de las cuales sólo 50 millones corresponderán al mundo desarrollado. Esto va a producirse en un mundo hoy de 6.000 millones de habitantes en el que 1.000 millones disfrutan del 80 por 100 del PIB global mientras que otros 1.000 millones viven con menos de un dólar diario.
Frente a estos desequilibrios los gobiernos del mundo respondieron formu¬lando los Objetivos del Milenio. Pero son bastantes los países en los que se está gestando la bomba demográfica que no parece que vayan a alcanzar los Objetivos. Las presiones migratorias y sobre los recursos naturales van a ser muy difíciles de manejar. Entretanto los gobiernos, las transnacionales, muchas ONGs y nosotros mismos corremos frenéticamente impulsados por motivaciones inmediatas. Se¬camos humedades sin poder ver el río que parece formarse debajo de la casa. Y de este modo sigue el despropósito: los países desarrollados gastan 6 dólares en subsidios agrícolas y 12 en defensa por cada dólar que gastan en cooperación al desarrollo; los países en desarrollo siguen gastando más en defensa que en educa¬ción. Las negociaciones comerciales se han bloqueado desde que en Cancún los países pobres plantearon la necesidad de un reequilibrio comercial global. Los países en desarrollo no combaten la corrupción ni construyen la ley y el orden que garantice la seguridad y libertad de la gente. Los países desarrollados no se deciden a construir una arquitectura financiera internacional que impida los «colaterales» tipo tequilazo y ponga a los paraísos fiscales bajo control efectivo. Los países en desarrollo no acaban de articular sistemas regulatorios capaces de liberar y controlar sus mercados financieros…
Pero ¿no estamos en el mejor de los mundos? ¿No hemos aumentado durante los 40 últimos años la expectativa de vida en 20 años y reducido el analfabetismo a la mitad? ¿No nos dice cada año el PNUD que el desarrollo humano agregado no hace sino mejorar? ¿Acaso no vamos bien, mejor que nunca, aunque algunos todavía estén mal? Desgraciadamente estos indicadores no dicen nada de los desafíos que tenemos por delante. El demográfico, combinado con el desarrollo entendido como industrialización, ha producido un nuevo proceso de consecuen-cias inquietantes e inciertas: el cambio climático.
Donald J. Johnston es el secretario general de la OCDE, el mayor think tank de los países desarrollados, para algunos el intelectual orgánico del neoliberalismo. Según él ya no puede cuestionarse que el cambio climático se está produciendo como consecuencia de las emisiones de CO2. La incertidumbre es sobre a qué ritmo —lento, rápido o abrupto— se está produciendo. Si acertaran los que creen que el cambio está siendo abrupto y que vamos abocados aun caos climático ¡Dios pille confesados a nuestros nietos! viene a decir Johnston que implícitamente reconoce que el mundo no está preparado ni parece querer prepararse para esta eventualidad.
Lo más probable —dice Johnston— es que el cambio climático se esté pro-duciendo a un ritmo que permita que nos adaptemos. Esta es la palabra mágica «adaptación». La OCDE no se deja aprisionar en los encantamientos de quienes cuestionan los modelos de producción y consumo occidentales. No se cuestionan. Tenemos que adaptarnos. Para ello se proponen dos vías: (1) desacelerar el cambio climático mediante la reducción de emisiones de efecto invernadero, im-plementando el protocolo de Kioto y haciendo un uso más amplio de tecnologías climáticamente neutras, y (2) la identificación de las áreas en las que la adaptación y la preparación resulten claramente necesarias.
Lo que Johnston tiene en mente cuando habla de «áreas» lo expone claramente: «Ante la evidencia del aumento de condiciones climáticas extremas como la ola de calor que mató a tanta gente mayor en Europa en el verano de 2003, ¿estamos prepa¬rados para tratar estos fenómenos? ¿pueden nuestras infraestructuras de producción eléctrica soportar largos período de frío o calor extremos? ¿hemos identificado a las comunidades en grave riesgo de inundaciones? ¿estamos preparados para luchar contra las enfermedades tropicales que invadirán nuestros climas recalentados? ¿podremos cambiar los cultivos agrícolas para adaptarlos a la reducción de preci¬pitaciones en unos lugares y a su intensificación en otros? ¿si los diques no pueden proteger las tierras bajas estamos preparados para acoger refugiados ambientales? ¿estamos preparados para el día en que se detenga la Corriente del Golfo?».
Pero las admoniciones de los Wolfenson y Johnston no acaban de perforar la epidermis de tantos políticos y empresarios del mundo a quienes parece bastarles y sobrarles con la lucha contra el terrorismo y por los mercados globales libres. Los desequilibrios a que alude Wolfenson se curan, a su criterio, con más y mejores mercados y ante el riesgo climático que refiere Johnston parecen pensar que si la tecnología lo ha provocado el progreso tecnológico se encargará de resolverlo. Tiene razón Jaume Curbet cuando recuerda que los poderosos de este mundo viven en una hiperactividad de problemas y deseos que no ofrece espacio para el reposo cultural, es decir, para encontrar sentido a nuestra posición en la vida. Hoy más que nunca los centros de poder están llenos de gente con muchísima formación y poquísima cultura y que no puede comprender esta diferencia.
¿Qué hacer? La verdadera sabiduría estriba siempre en responder esta pre¬gunta. Como decía Wittgenstein sólo ha entendido el que ya sabe qué hacer. Necesitamos propuestas para la acción porque «otros mundos son posibles» y necesarios. Las elecciones —se dice— siempre se ganan o se pierden por cuestiones locales. Pero esto es cada vez menos cierto. Sabemos que el mundo de nuestros hijos y nietos está comprometido, que la sostenibilidad de la vida humana sobre el planeta está comprometida por procesos que nosotros mismos hemos pro¬vocado y que hoy se expresan en gravísimos desequilibrios medioambientales, económicos y sociales. Si no se les enfrenta eficazmente vamos a tener problemas y quizás no haya cámaras para contarlos. Los países occidentales que más se han beneficiado con la globalización no pueden dejar al resto del mundo a la suerte de mercados muy imperfectos y de una cooperación miserable. El 11S y el 11M recuerdan que ya no puede haber paz y seguridad interior sin el horizonte de un orden internacional legítimo.
El mundo global ya no se puede controlar desde las fronteras de los Estados por más que se agrupen en una OTAN renovada. El gran proyecto de nuestro tiempo es construir una gobernanza multilateral que haga que la globalización sea viable social, económica y medioambientalmente. Cada vez que la humanidad ha vivido cambios de la envergadura de los presentes ha tenido que revisar sus sistemas de gobernación. Los Estados siguen siendo necesarios pero sus roles y capacidades tienen que cambiar drásticamente. Los gobiernos descentralizados asumen rele¬vancia local y a veces internacional. Las estructuras multilaterales debidamente reformadas resultan imprescindibles para proveer los bienes públicos globales sin los cuales la globalización podría convertirse en el sueño de la razón.
En absoluto se trata de crear un Estado mundial. Basta con crear la gobernanza necesaria para proveer seguridad y estabilidad internacional, un orden legal inter-nacional efectivo, un sistema económico mundial abierto e inclusivo, un sistema de asistencia y protección de aquellos países o grupos que aún no pueden valerse por sí mismos… ¡Ahí es nada!
Los Estados triunfaron como formas de gobernación porque fueron capaces de proveer determinados bienes públicos mejor que sus otras formas alternativas y concurrentes (orden feudal, pequeñas ciudades-Estado). Procuraron, en primer lugar, la seguridad de sus súbditos, sin la cual no puede florecer ningún tipo de libertad y, además, fueron generando una identidad compartida que se superpuso a las querellas de las identidades locales y la alimentó con nuevas querellas frente a otros Estados e identidades. Proveyeron un sistema legal sobre el que asegurar una cultura de los derechos. Con el paso del Estado absolutista al Estado liberal garantizaron gran parte de las libertades económicas, civiles y algunas sociales de que hoy gozan los países desarrollados. Sobre esta base se construyeron en Occidente las libertades políticas que hoy fundamentan las democracias mejor asentadas. Ciertamente, no ignoramos que este no es el proceso seguido por lo general en América Latina y en otras regiones del mundo.
Pero nos vale para remarcar que una forma de gobernación —el Estado en este caso— se justifica por ser capaz de asegurar la cohesión y supervivencia social más eficazmente que otras.
Hoy no nos bastan los Estados ni un multilateralismo que dependa sólo o fundamentalmente de ellos. Si no somos capaces de construir una gobernanza que provea los bienes públicos globales seguiremos luchando contra los síntomas (terrorismo, drogas, tráfico humano, crimen organizado, degradación medio¬ambiental, enfermedades infecciosas, tormentas financieras, corrupción…) sin comprender ni atacar las causas. Es más corremos el riesgo de abordar estos síntomas desde los intereses locales y nacionales y no desde el horizonte de un orden global legítimo, con lo que al final hasta podemos agravar estos mismos procesos. De hecho ya está ocurriendo así. Por ejemplo, el tema de los Estados fracasados o en riesgo es tratado como afectando la seguridad nacional norteamericana no a la global; la cooperación al desarrollo es vista demasiadas veces como otra forma de desarrollar los intereses nacionales en el exterior; la lucha contra el narcoterrorismo se plantea exclusivamente como eliminación de la producción y las redes de comercialización de las drogas; la guerra de Irak se hace para eliminar supuestas armas de destrucción masiva y se justifica después para eliminar a un déspota cruel e implantar ¡un sistema democrático!… ¿Podrán comprender alguna vez tantos ciudadanos estadounidenses y europeos el daño que todo esto ha hecho al por lo demás necesario liderazgo occidental en la construcción de gobernanza global? Sin un rápido cambio de los liderazgos y de su orientación en el sentido que ya se ha producido en España las perspectivas de la gobernanza global están seriamente cuestionadas.
Ciudadanas de todos los países, ¡únanse! Ustedes que son más como la tierra, que como madres pueden concernirse más por la suerte de sus hijos y nietos, que como ciudadanas se sienten más impresionadas por la humanidad que por los egotismos que aprisionan a los hombres y los Estados, ustedes deben mostrarnos el camino de la sensibilidad y la verdadera fuerza. Necesitamos todo esto para empujar la construcción de esa gobernanza global necesaria para la sostenibilidad de la especie en este momento de su evolución. Los hombres somos poca cosa sin la valoración de ustedes. Ejerzan su poder, propio y sobre nosotros. Porque la tarea que tenemos por delante es dura aunque de esas que, si se tiene cultura para comprender, hacen vivir con plenitud.
La gobernanza global no consiste en crear un gobierno mundial ni en fortale¬cer mucho más las instituciones internacionales existentes. Consiste en fortalecer la coherencia, la eficacia y la legitimidad de las existentes sólo imaginando otras nuevas cuando sea necesario.
La gobernanza global ha de basarse en el imperio de la ley y en un multilatera-lismo institucionalizado. Los Estados van a seguir siendo actores clave pero ya no exclusivos. La gobernanza global es gobernación multinivel que implica todos los niveles de autoridad-debidamente reformados— a lo largo del eje local-global.
La gobernanza global ha de ser participativa reconociendo a los actores no estatales el derecho a jugar un rol efectivo en la toma de decisiones. La construc-ción progresiva de redes de cuestiones globales específicas puede constituir un canal para esta participación así como para la articulación efectiva de todos los actores implicados.
La gobernanza global ha de ser democrática no sólo por ser participativa sino porque implique más equilibradamente a los Estados y los poderes locales y supranacionales y porque supere los déficits de opacidad e irresponsabilidad que hoy caracterizan a tantas instituciones supra e internacionales. No bastará con reinventar la Asamblea General de Naciones Unidas. Sería necesario caminar hacia una segunda cámara o foro de la sociedad civil si se quiere que las Naciones Unidas no pierdan credibilidad como foro universal.
La gobernanza global no es una utopía de esas condenadas a fracasar al prome¬ter resolver de una vez todos los problemas humanos. Es sólo la construcción de un sistema de gobernación que permita someter a control humano y democrático ese conjunto de fuerzas hoy desembridadas y conducidas hoy desde la pasión del poder y no para el servicio de la gente.
En fin, ciudadanas y ciudadanos del mundo: «Entendamos, unámonos y actuemos».
Aunque este este escrito del año 2009 hace referencia a hechos históricos que hoy nos parecen lejanos, la pandemia que estamos sufriendo vuelve a la actualidad sus consideraciones. Y a la vez produce cierto desencanto comprobar que, en lugar de avanzar, parece que hemos retrocedido.
En los albores del tercer milenio un fantasma recorre el mundo: el temor creciente a que nuestras vidas estén siendo conducidas por fuerzas generadas humanamente pero ya fuera de control, la sensación creciente de vulnerabilidad, la respuesta ya mayoritaria en tantas encuestas de que las vidas de nuestros hijos y nietos serán peores. ¿Hay base real para estas sensaciones o se desvanecerá el fantasma corno lo hacen las últimas sombras de los comunismos «científicos»?
La verdad es que hoy tenemos más evidencias para nuestras inquietudes de las que tenía Marx para su determinismo histórico. A pesar de saber más sobre las grandes cuestiones del futuro humano, o quizás por ello, percibimos los límites de nuestro conocimiento y aceptamos que vivimos y hemos de tomar decisiones en la incertidumbre. Frente a una catástrofe astral poco podemos hacer. Pero frente a las catástrofes varias -demográficas, ecológicas, económicas, de seguridad, etc.¬- podríamos y deberíamos hacer mucho. Ahora bien, en un mundo de políticos preocupados por las elecciones y de burócratas preocupados por su supervivencia ¿quién se ocupará de definir los intereses generales de modo que comprendan los de las próximas generaciones? Por otra parte, en un mundo donde la inter¬dependencia creciente ha hecho emerger verdaderos «bienes públicos globales» ¿Cómo podremos construir la gobernanza necesaria para asegurar su provisión efectiva? Esto no es ninguna cuestión técnica: sin la provisión de esos bienes no hay gobernabilidad, volvemos al Estado de naturaleza al que están retrotrayén¬dose tantos Estados fracasados y en riesgo que en un mundo interdependiente amenazan irremediablemente la seguridad de todos.
Podemos apoyarnos en datos e interpretaciones procedentes del Banco Mun¬dial y de la OCDE. Wolfenson, Presidente del BM, va por el mundo y el ciberespacio predicando que los grandes desafíos globales provienen de desequilibrios muy graves, que responden a cadenas históricas de largo ciclo, particularmente agudi-zados en los años 90. Hoy sabemos que en 2015 habrá 3.000 millones de personas con menos de 25 años, casi todos ellos en los países en desarrollo. También que en los próximos 25 años la población mundial crecerá en unos 1.500 millones de personas, de las cuales sólo 50 millones corresponderán al mundo desarrollado. Esto va a producirse en un mundo hoy de 6.000 millones de habitantes en el que 1.000 millones disfrutan del 80 por 100 del PIB global mientras que otros 1.000 millones viven con menos de un dólar diario.
Frente a estos desequilibrios los gobiernos del mundo respondieron formu¬lando los Objetivos del Milenio. Pero son bastantes los países en los que se está gestando la bomba demográfica que no parece que vayan a alcanzar los Objetivos. Las presiones migratorias y sobre los recursos naturales van a ser muy difíciles de manejar. Entretanto los gobiernos, las transnacionales, muchas ONGs y nosotros mismos corremos frenéticamente impulsados por motivaciones inmediatas. Se¬camos humedades sin poder ver el río que parece formarse debajo de la casa. Y de este modo sigue el despropósito: los países desarrollados gastan 6 dólares en subsidios agrícolas y 12 en defensa por cada dólar que gastan en cooperación al desarrollo; los países en desarrollo siguen gastando más en defensa que en educa¬ción. Las negociaciones comerciales se han bloqueado desde que en Cancún los países pobres plantearon la necesidad de un reequilibrio comercial global. Los países en desarrollo no combaten la corrupción ni construyen la ley y el orden que garantice la seguridad y libertad de la gente. Los países desarrollados no se deciden a construir una arquitectura financiera internacional que impida los «colaterales» tipo tequilazo y ponga a los paraísos fiscales bajo control efectivo. Los países en desarrollo no acaban de articular sistemas regulatorios capaces de liberar y controlar sus mercados financieros…
Pero ¿no estamos en el mejor de los mundos? ¿No hemos aumentado durante los 40 últimos años la expectativa de vida en 20 años y reducido el analfabetismo a la mitad? ¿No nos dice cada año el PNUD que el desarrollo humano agregado no hace sino mejorar? ¿Acaso no vamos bien, mejor que nunca, aunque algunos todavía estén mal? Desgraciadamente estos indicadores no dicen nada de los desafíos que tenemos por delante. El demográfico, combinado con el desarrollo entendido como industrialización, ha producido un nuevo proceso de consecuen-cias inquietantes e inciertas: el cambio climático.
Donald J. Johnston es el secretario general de la OCDE, el mayor think tank de los países desarrollados, para algunos el intelectual orgánico del neoliberalismo. Según él ya no puede cuestionarse que el cambio climático se está produciendo como consecuencia de las emisiones de CO2. La incertidumbre es sobre a qué ritmo —lento, rápido o abrupto— se está produciendo. Si acertaran los que creen que el cambio está siendo abrupto y que vamos abocados aun caos climático ¡Dios pille confesados a nuestros nietos! viene a decir Johnston que implícitamente reconoce que el mundo no está preparado ni parece querer prepararse para esta eventualidad.
Lo más probable —dice Johnston— es que el cambio climático se esté pro-duciendo a un ritmo que permita que nos adaptemos. Esta es la palabra mágica «adaptación». La OCDE no se deja aprisionar en los encantamientos de quienes cuestionan los modelos de producción y consumo occidentales. No se cuestionan. Tenemos que adaptarnos. Para ello se proponen dos vías: (1) desacelerar el cambio climático mediante la reducción de emisiones de efecto invernadero, im-plementando el protocolo de Kioto y haciendo un uso más amplio de tecnologías climáticamente neutras, y (2) la identificación de las áreas en las que la adaptación y la preparación resulten claramente necesarias.
Lo que Johnston tiene en mente cuando habla de «áreas» lo expone claramente: «Ante la evidencia del aumento de condiciones climáticas extremas como la ola de calor que mató a tanta gente mayor en Europa en el verano de 2003, ¿estamos prepa¬rados para tratar estos fenómenos? ¿pueden nuestras infraestructuras de producción eléctrica soportar largos período de frío o calor extremos? ¿hemos identificado a las comunidades en grave riesgo de inundaciones? ¿estamos preparados para luchar contra las enfermedades tropicales que invadirán nuestros climas recalentados? ¿podremos cambiar los cultivos agrícolas para adaptarlos a la reducción de preci¬pitaciones en unos lugares y a su intensificación en otros? ¿si los diques no pueden proteger las tierras bajas estamos preparados para acoger refugiados ambientales? ¿estamos preparados para el día en que se detenga la Corriente del Golfo?».
Pero las admoniciones de los Wolfenson y Johnston no acaban de perforar la epidermis de tantos políticos y empresarios del mundo a quienes parece bastarles y sobrarles con la lucha contra el terrorismo y por los mercados globales libres. Los desequilibrios a que alude Wolfenson se curan, a su criterio, con más y mejores mercados y ante el riesgo climático que refiere Johnston parecen pensar que si la tecnología lo ha provocado el progreso tecnológico se encargará de resolverlo. Tiene razón Jaume Curbet cuando recuerda que los poderosos de este mundo viven en una hiperactividad de problemas y deseos que no ofrece espacio para el reposo cultural, es decir, para encontrar sentido a nuestra posición en la vida. Hoy más que nunca los centros de poder están llenos de gente con muchísima formación y poquísima cultura y que no puede comprender esta diferencia.
¿Qué hacer? La verdadera sabiduría estriba siempre en responder esta pre¬gunta. Como decía Wittgenstein sólo ha entendido el que ya sabe qué hacer. Necesitamos propuestas para la acción porque «otros mundos son posibles» y necesarios. Las elecciones —se dice— siempre se ganan o se pierden por cuestiones locales. Pero esto es cada vez menos cierto. Sabemos que el mundo de nuestros hijos y nietos está comprometido, que la sostenibilidad de la vida humana sobre el planeta está comprometida por procesos que nosotros mismos hemos pro¬vocado y que hoy se expresan en gravísimos desequilibrios medioambientales, económicos y sociales. Si no se les enfrenta eficazmente vamos a tener problemas y quizás no haya cámaras para contarlos. Los países occidentales que más se han beneficiado con la globalización no pueden dejar al resto del mundo a la suerte de mercados muy imperfectos y de una cooperación miserable. El 11S y el 11M recuerdan que ya no puede haber paz y seguridad interior sin el horizonte de un orden internacional legítimo.
El mundo global ya no se puede controlar desde las fronteras de los Estados por más que se agrupen en una OTAN renovada. El gran proyecto de nuestro tiempo es construir una gobernanza multilateral que haga que la globalización sea viable social, económica y medioambientalmente. Cada vez que la humanidad ha vivido cambios de la envergadura de los presentes ha tenido que revisar sus sistemas de gobernación. Los Estados siguen siendo necesarios pero sus roles y capacidades tienen que cambiar drásticamente. Los gobiernos descentralizados asumen rele¬vancia local y a veces internacional. Las estructuras multilaterales debidamente reformadas resultan imprescindibles para proveer los bienes públicos globales sin los cuales la globalización podría convertirse en el sueño de la razón.
En absoluto se trata de crear un Estado mundial. Basta con crear la gobernanza necesaria para proveer seguridad y estabilidad internacional, un orden legal inter-nacional efectivo, un sistema económico mundial abierto e inclusivo, un sistema de asistencia y protección de aquellos países o grupos que aún no pueden valerse por sí mismos… ¡Ahí es nada!
Los Estados triunfaron como formas de gobernación porque fueron capaces de proveer determinados bienes públicos mejor que sus otras formas alternativas y concurrentes (orden feudal, pequeñas ciudades-Estado). Procuraron, en primer lugar, la seguridad de sus súbditos, sin la cual no puede florecer ningún tipo de libertad y, además, fueron generando una identidad compartida que se superpuso a las querellas de las identidades locales y la alimentó con nuevas querellas frente a otros Estados e identidades. Proveyeron un sistema legal sobre el que asegurar una cultura de los derechos. Con el paso del Estado absolutista al Estado liberal garantizaron gran parte de las libertades económicas, civiles y algunas sociales de que hoy gozan los países desarrollados. Sobre esta base se construyeron en Occidente las libertades políticas que hoy fundamentan las democracias mejor asentadas. Ciertamente, no ignoramos que este no es el proceso seguido por lo general en América Latina y en otras regiones del mundo.
Pero nos vale para remarcar que una forma de gobernación —el Estado en este caso— se justifica por ser capaz de asegurar la cohesión y supervivencia social más eficazmente que otras.
Hoy no nos bastan los Estados ni un multilateralismo que dependa sólo o fundamentalmente de ellos. Si no somos capaces de construir una gobernanza que provea los bienes públicos globales seguiremos luchando contra los síntomas (terrorismo, drogas, tráfico humano, crimen organizado, degradación medio¬ambiental, enfermedades infecciosas, tormentas financieras, corrupción…) sin comprender ni atacar las causas. Es más corremos el riesgo de abordar estos síntomas desde los intereses locales y nacionales y no desde el horizonte de un orden global legítimo, con lo que al final hasta podemos agravar estos mismos procesos. De hecho ya está ocurriendo así. Por ejemplo, el tema de los Estados fracasados o en riesgo es tratado como afectando la seguridad nacional norteamericana no a la global; la cooperación al desarrollo es vista demasiadas veces como otra forma de desarrollar los intereses nacionales en el exterior; la lucha contra el narcoterrorismo se plantea exclusivamente como eliminación de la producción y las redes de comercialización de las drogas; la guerra de Irak se hace para eliminar supuestas armas de destrucción masiva y se justifica después para eliminar a un déspota cruel e implantar ¡un sistema democrático!… ¿Podrán comprender alguna vez tantos ciudadanos estadounidenses y europeos el daño que todo esto ha hecho al por lo demás necesario liderazgo occidental en la construcción de gobernanza global? Sin un rápido cambio de los liderazgos y de su orientación en el sentido que ya se ha producido en España las perspectivas de la gobernanza global están seriamente cuestionadas.
Ciudadanas de todos los países, ¡únanse! Ustedes que son más como la tierra, que como madres pueden concernirse más por la suerte de sus hijos y nietos, que como ciudadanas se sienten más impresionadas por la humanidad que por los egotismos que aprisionan a los hombres y los Estados, ustedes deben mostrarnos el camino de la sensibilidad y la verdadera fuerza. Necesitamos todo esto para empujar la construcción de esa gobernanza global necesaria para la sostenibilidad de la especie en este momento de su evolución. Los hombres somos poca cosa sin la valoración de ustedes. Ejerzan su poder, propio y sobre nosotros. Porque la tarea que tenemos por delante es dura aunque de esas que, si se tiene cultura para comprender, hacen vivir con plenitud.
La gobernanza global no consiste en crear un gobierno mundial ni en fortale¬cer mucho más las instituciones internacionales existentes. Consiste en fortalecer la coherencia, la eficacia y la legitimidad de las existentes sólo imaginando otras nuevas cuando sea necesario.
La gobernanza global ha de basarse en el imperio de la ley y en un multilatera-lismo institucionalizado. Los Estados van a seguir siendo actores clave pero ya no exclusivos. La gobernanza global es gobernación multinivel que implica todos los niveles de autoridad-debidamente reformados— a lo largo del eje local-global.
La gobernanza global ha de ser participativa reconociendo a los actores no estatales el derecho a jugar un rol efectivo en la toma de decisiones. La construc-ción progresiva de redes de cuestiones globales específicas puede constituir un canal para esta participación así como para la articulación efectiva de todos los actores implicados.
La gobernanza global ha de ser democrática no sólo por ser participativa sino porque implique más equilibradamente a los Estados y los poderes locales y supranacionales y porque supere los déficits de opacidad e irresponsabilidad que hoy caracterizan a tantas instituciones supra e internacionales. No bastará con reinventar la Asamblea General de Naciones Unidas. Sería necesario caminar hacia una segunda cámara o foro de la sociedad civil si se quiere que las Naciones Unidas no pierdan credibilidad como foro universal.
La gobernanza global no es una utopía de esas condenadas a fracasar al prome¬ter resolver de una vez todos los problemas humanos. Es sólo la construcción de un sistema de gobernación que permita someter a control humano y democrático ese conjunto de fuerzas hoy desembridadas y conducidas hoy desde la pasión del poder y no para el servicio de la gente.
En fin, ciudadanas y ciudadanos del mundo: «Entendamos, unámonos y actuemos».
Estamos en un proceso de transformación estructural que demorará décadas en estar equilibrado nuevamente. Un proceso más profundo que las consecuencias de la imprenta, revolución industrial y los descubrimientos geográficos que llevaron a un mercado mundial embrionario, que se estabilizó tras sangrientas guerras y la construcción del Estado moderno. Estos actores se re descubren nuevamente y con mayor velocidad e incidencia en la revolución tecnológica (información y productividad) y la globalización del mercado mundial y las nuevas fronteras a cuidar y avanzar. El problema es que falta el sustituto al Estado moderno. Las organizaciones mundiales no coercitivas no son suficientes. Esperemos que la nueva construcción del sujeto colectivo del futuro no sea tan violento lento como fue la construcción del Estado Moderno.
Las Reflexiones de Joan Prats siempre son vigentes, existe la necesidad de plantearnos una nueva agenda, pero en mi país, lastimosamente nuestros gobernantes andan peleando en lo doméstico, no hay proyección ni propuesta seria de como construir nuestro futuro en términos de adaptación.