Que las dos Españas duelan menos

Que las dos Españas duelan menos

Ignacio Varela
Sociólogo

La relación entre la derecha y la izquierda en España sigue siendo anómala, está contaminada por una especie de deslegitimación mutua que se alza como un obstáculo insuperable.
Creo que fue Salvador de Madariaga quien sostenía que España sufrió durante más de siglo y medio un estado permanente de guerra civil, latente o explícita. Desde la Guerra de la Independencia (1808) hasta el final de la dictadura (1977) puede trazarse una línea continua de división que atravesó generaciones sucesivas, marcando a sangre y fuego la vida española.
Nos dividió la política: absolutistas o liberales, reaccionarios o progresistas, monárquicos o republicanos, azules o rojos, franquistas o antifranquistas.
Nos dividió la religión: confesionales o laicos, clericales o anticlericales. En palabras de Agustín de Foxá, durante siglos los españoles fuimos detrás de los curas, unos con un cirio y otros con un garrote.
Y nos dividió la idea misma de la Nación: centralistas o separatistas, centrípetos o centrífugos, la España uniformada o la anti-España.
Estabas de un lado o estabas del otro. El eclecticismo siempre resultó sospechoso entre nosotros.
La transición empezó, al fin, a clausurar ese enfrentamiento crónico. Esta democracia y la Constitución de 1978 fue la primera cosa constructiva que los españoles hicimos juntos en 170 años. Pero la división dejó huellas que aún perviven. ¿Pueden llegar a borrarse esas huellas? En ello estamos, pero cuesta. El episodio de colapso institucional que acabamos de vivir es una muestra de ello.
Para mí, lo más preocupante de lo ocurrido en estos diez meses ha sido la incomunicación absoluta entre los dos primeros partidos políticos del país, que eran los llamados a buscar una solución para el bloqueo. Se ha llegado al momento final sin que el PP y el PSOE hayan mantenido algo parecido a una conversación seria. Uno de los dos ha tenido que verse en una situación límite para dar un paso unilateral y desgarrador, inducido por el puro instinto de supervivencia.
En cualquier democracia avanzada de Europa, ante un problema parecido (un resultado electoral complejo que dificulta la formación de un gobierno) los partidos mayoritarios estarían en comunicación constante desde el primer minuto. Aquí, la mera sugerencia de una aproximación se ha presentado como el preludio de una traición.
Pese a los 40 años de democracia, en España la relación entre la derecha y la izquierda sigue siendo anómala. Está contaminada por una especie de deslegitimación mutua que se alza como un obstáculo insuperable para una competición política madura y sana. Me explico:
En el fondo de sus corazones, las gentes de la izquierda siguen desconfiando de la sinceridad democrática de la derecha. Consideran que la derecha española aceptó la democracia a su pesar y contrariando su inclinación natural, y que eso no ha cambiado. Todavía hoy, para un típico progresista ibérico sería blasfemo aceptar que la convicción democrática de alguien del PP es al menos tan firme como la suya.
Esto forma parte del complejo de superioridad moral de la izquierda, ese estereotipo que les hace suponer que ellos actúan por principios mientras la derecha se mueve exclusivamente por intereses. Una idea maniquea que, por cierto, Karl Marx rechazaría contundentemente.
Las gentes de la derecha, por su parte, tienen interiorizada la creencia de que el poder del Estado es territorio de su propiedad, algo que les pertenece por naturaleza. Y tienden a ver a los gobiernos de la izquierda como usurpadores, okupas del poder a los que hay que desalojar cuanto antes para que se restablezca el orden natural de las cosas.
A esos prejuicios profundos –que no se verbalizan, pero aparecen a poco que indaguemos sinceramente en nuestro interior- se añade la realidad histórica de que el PSOE es el partido de los hijos y nietos de los perdedores de la guerra civil y el PP es el sucesor del partido que crearon siete exministros de Franco para frenar el desmantelamiento de aquel régimen.
Quizá por eso el PP siempre ha negado el pan y la sal a los gobiernos socialistas, practicando una oposición sectaria de tierra quemada. Y quizá por eso el hecho natural de reconocer el resultado electoral y permitir que gobierne quien puede hacerlo (descartada cualquier alternativa viable) se ha hecho casi insufrible para los socialistas, hasta el punto de llevarlos al borde de una escisión.
Esta anomalía española nace de la raíz histórica que señaló Madariaga. Un laborista británico no duda del apego a la democracia de un ‘tory’; y cuando el ‘Labour’ alcanza el poder, el conservador no se siente despojado de algo que le pertenece. La diferencia está en que sus abuelos lucharon juntos contra el totalitarismo mientras los nuestros se fusilaban entre sí.
Nadie tiene razones para estar orgulloso de lo que ha sucedido en España durante los últimos diez meses. Pero a veces las acciones humanas surten efectos que trascienden a sus propósitos:
Está claro que en el PSOE ha primado la urgencia de salvar el pellejo ante una catástrofe electoral y en el PP el afán de retener el poder aun en las condiciones precarias en que lo hará. No obstante, este desenlace contiene elementos que pueden ser benéficos para el futuro, ayudando a madurar nuestra democracia.
España vuelve a tener un gobierno legítimo emanado de unas elecciones, lo que nos hace regresar al club de las democracias normalizadas. El Partido Socialista lo ha hecho posible permitiendo el gobierno de su adversario histórico, que era el único posible tras el 26-J.
En el mismo acto, vimos a los diputados del PP –junto a los de otras fuerzas democráticas, como Ciudadanos y el PNV- levantarse como un resorte a respaldar la dignidad del Partido Socialista frente al ataque navajero de un par de rufianes con escaño (ovacionados por los heraldos podemitas de la nueva España).
Ambos hechos carecen de precedentes en nuestra democracia y hubieran sido inconcebibles hace muy poco tiempo. Ha sido necesario llevar al país al borde del precipicio para dar este paso. Pero quizá, sólo quizá, hoy estemos un poco más cerca de poner fin a la maldición histórica de las dos Españas.
En todo caso, si en el futuro se reproduce un escenario como este, incluso con los papeles invertidos –lo que no es en absoluto descartable-, ni se tardará tanto ni dolerá tanto. La primera vez siempre es la más penosa.
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Este artículo ha sido publicado en el periódico digital «El Confidencial» y se reproduce aquí con autorización de su autor.

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