Autor: Joan Prats
Publicado en la Revista Gobernanza, Edición 48, 27 de junio 2006 y en “A los Principes Republicanos- Gobernanza y desarrollo desde el republicanismo cívico» Editorial Plural, Bolivia 2006
Aunque la contestación al pretendido valor universal del modelo burocrático viene de antes tal como hemos comprobado, las críticas no se tradujeron en reformas administrativas hasta que la crisis fiscal del estado unida a la crisis democrática de la delegación, la percepción cívica de la irresponsabilidad y alejamiento de las burocracias, la irrupción de las nuevas tecnologías, el primer impulso de la globalización y con todo ello el incremento de la complejidad, diversidad y dinamismo de las sociedades, hizo necesario acudir a nuevas ideas capaces de inspirar las reformas necesarias. Como tantas veces se ha dicho, desde mediados de los 70 se produce el comienzo no de una era de cambios sino de un cambio de era «el inicio del paso de la sociedad industrial a la llamada sociedad de la información y del conocimiento-. Y esto afectó también a la hegemonía del modelo burocrático.
La nueva gestión pública ha sido el paradigma de reforma administrativa prevaleciente hasta mediados de los 90, acompañando a la hegemonía de la agenda neoliberal antes descrita. Naturalmente no se aplicó en todos los países por igual: tuvo gran influencia en los países angloamericanos «aunque con grandes diferencias entre ellos-, menos en los países nórdicos y escasa en los países de matriz latina y germánica. En España su influencia práctica ha sido escasa aunque desigual. La nueva gerencia pública ha impregnado desde luego el discurso sobre la administración pública y legitimado la fuerza que los gerentes han tomado en muchas administraciones, especialmente locales y autonómicas.
Como ha señalado Guy Peters, las reformas desarrolladas a la sombra de la nueva gestión pública responden a un cuerpo de ideas desigualmente compartidas. Algunas de ellas fueron muy ampliamente compartidas y constituyeron un cuerpo de ideas ampliamente compartido acerca de cómo organizar y operar el sector público. Entre ellas:
- El desempeño mejora cuando los gerentes saben lo que se espera de ellos y los resultados son medidos en relación a tales expectativas. La gestión debe, pues, estar orientada a resultados fijados políticamente y técnicamente medibles.
- La gestión pública mejora cuando los gerentes disponen de cierta discrecionalidad y de la flexibilidad necesaria en el uso de los recursos para llevar a cabo sus responsabilidades. La discrecionalidad y flexibilidad necesarias son controladas principalmente a través de la evaluación de resultados.
- El desempeño mejora cuando la autoridad operativa es delegada desde las agencias centrales y las unidades centrales de los Ministerios a favor de los niveles y unidades operativas.
- El desempeño mejora cuando las decisiones y controles gubernamentales se focalizan en los productos y los resultados más que en los insumos y los procedimientos.
- El desempeño mejora cuando los gerentes responden tanto del uso de los recursos como de los resultados que producen con los mismos.
Las ideas expuestas fueron y en gran parte son casi unánimemente compartidas. Probablemente llegaron para irse acrisolando en tiempos diversos en una cultura administrativa renovada.
Sin embargo, como ya hemos expuesto, la nueva gestión pública vino acompañada de otras ideas mucho más polémicas, mucho menos compartidas y de durabilidad más problemática. Entre ellas están que el desempeño mejora: (a) cuando el ciudadano-cliente tiene la posibilidad de elegir entre oferentes de servicios públicos; (b) cuando los servicios del gobierno son tercerizados; (c) cuando las organizaciones públicas se gestionan por imitación de la gestión privada; (d) cuando la provisión de servicios se separa de la formulación de políticas…1
En América Latina la nueva gestión pública quedó momentáneamente legitimada por el gran prestigio de Bresser Pereira que desde el Ministerio de Reforma del Estado del Gobierno de Fernando Henrique Cardoso y la Presidencia del Clad elaboró un muy cuidado discurso orientado a aunar el centro derecha y el centro izquierda políticos y a facilitar un marco de referencia preciso para las reformas del sector público en América Latina. La cooperación multilateral se hizo eco de este discurso (a no confundir con las proclamas reaccionarias estilo Sra. Ruth Richardson) por ser sin duda el mejor elaborado de cuantos se han producido en la época. El problema es que sus premisas son, cuando menos, muy discutibles.
El supuesto básico era que las reformas burocráticas, con su aporte de racionalidad gerencial y legal que tanto contribuyeron al desarrollo de los países industrializados, se habían completado en lo esencial en América Latina durante los años 30 y que la gran reforma pendiente era la que estaban viviendo los países desarrollados: la reforma gerencial. Desde luego no se desconocía que subsistían en la gran mayoría de nuestros países grandes enclaves de burocracias patrimoniales, pero eran vistos como buropatologías en vías de extinción; no se establecía ninguna relación significativa entre este tipo de patrimonialismo y el sistema económico y político vigente. De hecho, el patrimonialismo no era considerado, junto con otros rasgos como el clientelismo, el prebendalismo o el corporativismo, un rasgo fundamental del sistema a reformar, sino como excrecencia históricas en vías claras de autoextinción, que no podían constituir el foco central de la reforma.
Al establecer el marco de referencia para las reformas, Bresser tuvo el decoro de huir de los decálogos. Según él las principales características de la «Nueva Gestión Pública» serían:
- orientación de la acción del estado para el ciudadano-usuario o ciudadano-cliente;
- énfasis en el control de los resultados a través de los contratos de gestión;
- reconocimiento de la discrecionalidad necesaria de los gerentes públicos
- separación entre las instancias formuladoras de políticas públicas, de carácter centralizado, y las unidades funcional o territorialmente descentralizadas, ejecutoras de esas mismas políticas;
- distinción de dos tipos de unidades funcionalmente descentralizadas: (1) los organismos ejecutivos, que realizan actividades de autoridad exclusivas de Estado, por definición monopolistas, y (2) los servicios de previsión de bienes públicos divisibles, de posible carácter competitivo, en que el poder del estado no está involucrado;
- transferencia hacia las empresas y las organizaciones no gubernamentales de los servicios de prestación de bienes públicos divisibles o de mérito;
- adopción acumulativa, para controlar las unidades descentralizadas, de los mecanismos (1) de control social directo, (2) de contrato de gestión en que los indicadores de desempeño sean claramente definidos y los resultados medidos, y (3) de la formación de «cuasi-mercados» en que se da la competencia administrada;
- tercerización de las actividades auxiliares o de apoyo, que pasan a ser licitadas competitivamente en el mercado.
Casi todas estas reformas se han intentado de modo y en intensidades muy diversas en los distintos países de la Región. Con la excepción de Chile, se han hecho sin embargo de modo azaroso y asistemático, a veces hasta esperpéntico como sucedía en Nicaragua donde consultores muy sofisticados enseñaban metodologías de retribución por desempeño a funcionarios del Gobierno de Alemán. En realidad sólo en Chile se daban las condiciones para introducir una reforma gerencial pues es el único país que combinaba un nivel básico de racionalidad burocrática con niveles significativos de seguridad jurídica. Otros países con burocracias estables y legalidad formal, como Costa Rica y Uruguay, habían caído en el corporativismo y los privilegios. En cualquier caso, en ningún país fueron consideradas estas reformas como prioritarias. Las grandes reformas que vivieron los estados latinoamericanos tienen muy poco que ver con la nueva gestión pública: la privatización, la creación de agencias reguladoras, el fuerte movimiento descentralizador, el achicamiento del estado, el ajuste estructural o la lucha contra la corrupción han transformado los estados aunque es muy dudoso que hayan mejorado sus capacidades institucionales frente a los desafíos del desarrollo en globalización. Los indicadores internacionales de desarrollo institucional no nos permiten registrar avances significativos y recogen en ocasiones retrocesos inquietantes