El derecho a una buena administración como nuevo derecho fundamental de la ciudadanía a la "res pública"

Autor: Joan Prats
Introducción: Josep Maria Pascual
La presión de los mercados financieros internacionales hacia la deuda pública, de Irlanda y de los Países Mediterráneos de la U.E. (deuda que se generó para salvar a estos mismos «mercados financieros» del colapso de 2007) está llevando a los gobiernos de estos países a desarrollar políticas de reducción del gasto público, entre otras a reducir sucesivamente y de manera generalizada los sueldos de los funcionarios o bien a reducir sus plantillas también de modo generalizado.
Esta reducción generalizada y no argumentada, y por tanto no selectiva, del gasto en administración lleva a alimentar el tópico de que la administración es superflua e ineficiente, y cuanto más se logre reducir ésta, mejor para todos. Es cierto que la administración pública en los países mediterráneos deja mucho que desear, y que, sin duda, es necesario acometer su reforma y adecuación. El reto de la reducción del gasto público debería aportar la motivación para plantear dicha reforma. Pero intentar una reducción indiscriminada tiene el mismo significado de: “tirar al niño con el agua sucia”.
Ante esta problemática no pocas escuelas de negocio han vuelto a propagar la necesidad de que la administración imite a la empresa mercantil, y se desarrollen en la administración pública los mismos procesos productivos y de evaluación de la productividad que se utilizan en estas empresas. Quienes esto proclaman de nuevo pasan por alto que este enfoque, denominado “gerencialismo público”, es desde finales de los años 80 el modo de gobernación dominante, y el principal causante de la ineficacia administrativa, de su dimensión desmesurada y de los inflacionarios sueldos de los directivos públicos. El confundir una institución, como es la administración pública, que debe garantizar un marco de seguridad jurídica y de confiabilidad absolutamente necesarios para el desarrollo económico y social, con una organización, como la empresa mercantil, con objetivos privados y que debe ser objeto de regulación por parte de la institución pública, es todo un contrasentido. Un contrasentido que genera disfunciones y despilfarros que no pueden ser atribuibles a la administración pública en general, sino a un modo concreto de gobernar: el gerencialismo.
Ante la desvalorización de la administración y de lo público en general que se está llevando a cabo, desde la revista planteamos el derecho ciudadano a una buena administración como condición necesaria para ser plenamente un Estado Social Democrático de Derecho. La buena administración es la que generará las capacidades institucionales y desarrollará los valores de confianza y cooperación que permiten que todo funcione, y de manera especial los mismos mercados. Una buena administración es necesaria para afrontar la crisis de manera compartida y disponer de un desarrollo sostenido, sostenible y equitativo.
Una administración pública eficiente, como ha señalado Joan Prats, es la que se asienta en un funcionariado bien capacitado técnicamente, sujeto a la ley y que dispone de garantías frente la discrecionalidad política. Una administración eficaz, es decir, que cumple los objetivos institucionales para los que ha sido creada, no tiene porque ser una administración grande y complicada, sino más bien lo contrario: sencilla de entender, objetiva en sus procedimientos, transparente en su forma de actuar, ágil en sus resoluciones, responsable de sus propias acciones y rendidora de cuentas a la ciudadanía y a sus representantes democráticos, y capaz de promover la participación y el compromiso cívico y activo de la ciudadanía.
Para incidir en el debate sobre la reforma de la administración, nada mejor que publicar una serie de artículos que nuestro querido y admirado amigo Joan Prats dedicó al tema. Joan, con la clarividencia propia de los grandes intelectuales, supo comprender la encrucijada en que se encontraba la administración pública en la primera década del siglo XXI, y con ello supo adelantar los enfoques, conceptos y criterios de actuación para encaminar su reforma hacia la buena administración.
Iniciamos la serie con un artículo, publicado en el 2009 por Plural Editores en el libro “Por una izquierda democrática” titulado “El derecho a una buena administración como nuevo derecho fundamental de la ciudadanía a la “res pública”. En él nos habla precisamente de este nuevo y necesario derecho cívico, nos detalla las características de la buena administración y el tipo de políticas que debe desarrollar. El artículo es una joya. ¡Que ustedes lo disfruten!
Josep Mª Pascual i Esteve
Toda política de reforma o modernización administrativa debería apoyarse en y orientarse hacia la construcción progresiva de un derecho cívico a la buena ad­ministración. La gestión administrativa no puede evaluarse solo desde el grado o nivel en que protege los derechos subjetivos e intereses legítimos de los ciudadanos. La gestión pública es ante todo gestión de los intereses generales. En este sentido, el derecho a una buena administración debe ser entendido como un derecho cívico en la medida en que no solo protege un estatus individual sino que se orienta a la realización de un valor de convivencia como el representado por buena administración. Las Administraciones Públicas, en general, no solo entre nosotros, viven hoy una importante crisis de legitimidad que tiene dimensiones muy diversas. Frente a ella, y entre otras medidas, hay que ir construyendo un derecho de los ciudadanos a una buena administración cuyos contornos se irán haciendo progresivamente precisos. Los nuevos Estatutos de Autonomía españoles ya han abierto el camino legal, siguiendo las orientaciones marcadas por el Derecho europeo y las propuestas de los autores.
Estatuto de Autonomía de Cataluña. Artículo 30
1. Todas las personas tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a los servicios públicos y a los servicios económicos de interés general. Las administraciones públicas han de fijar las condiciones de acceso y los estándares de calidad de estos servicios, con independencia del régimen de su prestación.
2. Todas las personas tienen derecho a que los poderes públicos de Cataluña les traten, en los asuntos que les afectan, de manera imparcial y objetiva, y a que la actuación de los poderes públicos sea proporcionada a las finalidades que la justifican.
3. Las leyes han de regular las condiciones de ejercicio y las garantías de los dere­chos a que hacen referencia los apartados l y 2 y han de determinar los casos en que las administraciones públicas de Cataluña y los servicios públicos que de ellas dependen han de adoptar una carta de derechos de los usuarios y de las obligaciones de los prestadores.
El derecho a una buena administración no solo protege situaciones jurídicas subjetivas frente a los poderes públicos. Su construcción doctrinal y configuración legal progresivas han acompañado la expansión de la discrecionalidad en la gestión pública. Hoy resulta imposible que la ley y el reglamento puedan programar detalladamente las actuaciones públicas en todos aquellos sectores en que por su complejidad, dinamismo, diversidad e interdependencia el legislador se ve obligado a reconocer ámbitos de discrecionalidad sin los cuales los direc­tivos públicos difícilmente podrán conseguir objetivos. Y como este proceso ha ido acompañado de una expansión de las intervenciones públicas en los ámbitos económico y social, a los controles tradicionales de legalidad se añaden nuevas exigencias de legitimidad del actuar administrativo como son la transparencia, la participación, la eficacia, la eficiencia y la rendición de cuentas. El derecho a una buena administración se refiere a todo este conjunto de valores desde los que la ciudadanía juzga hoy la legitimidad de nuestras Administraciones.
El derecho a una buena administración procede del cruce histórico entre la expansión inevitable de la discrecionalidad y las exigencias paralelas de la democratización. Como ha señalado el Consejero de Estado francés Sr. Braibant, incluso cuando las autoridades administrativas tienen permiso legal para hacer lo que quieren, no pueden hacer cualquier cosa. La discrecionalidad siempre tiene límites impuestos por el servido a los intereses generales, Algunos de estos límites son de naturaleza legal y están sometidos en último término a revisión jurisdiccional. Pero otros derivan del deber de buena administración, que es un deber implícito en nuestro orden constitucional y legal, que se traduce en la obligación de los dirigentes políticos y técnicos y de todo el empleo público de disponer -en el marco de la ley y dentro de sus poderes discrecionales- la organización, los procedimientos y la gestión de recursos de modo tal que se realicen los principios de buena administración: objetividad, imparcialidad, legalidad, transparencia, equidad, eficacia, eficiencia, participación y responsabilidad. Por lo demás el desarrollo entre nosotros de la cultura democrática hace que la ciudadanía ya no pueda esperar la buena administración solo de la buena voluntad discrecional de los políticos y los funcionarios públicos.
La buena administración no es nada concedido por la gracia de los gobernantes sino un derecho que va conquistándose por la ciudadanía activa y organizada, una dimensión más del proceso de democratización que estamos viviendo. El dato fundamental es que el servido a los intereses generales, en las condiciones actuales de la gestión pública, hace emerger tanto el derecho de los ciudadanos a la buena administración como el deber de buena administración de los agentes públicos.
La calidad en la Administración no se conseguirá con esfuerzos meramente internos. Los equilibrios institucionales o apalancamientos entre grupos corpo­rativos y de interés son a veces tan poderosos que requieren del aliento externo para su modificación positiva. Es necesario transparentar y que entre el aire de la sociedad no a través solo de encuestas y estudios de opinión sino del reconocimiento del derecho a la buena administración y la consiguiente facilitación de la acción de la ciudadanía organizada.
Poco se entenderá lo expuesto si se sigue considerando el derecho a la buena administración como un derecho individual más. En realidad, como tal, el derecho a la buena administración solo es la síntesis del conjunto, evolutivo y diferenciado por sectores administrativos, de otros derechos que reconocen la Constitución y las leyes. La funcionalidad institucional y el potencial reformista del derecho a la buena administración solo se captan si se toma en cuenta su dimensión colectiva. En efecto, es un derecho que no garantiza solo ni principalmente situaciones subjetivas frente a los poderes públicos, sino un derecho que ejercido colectiva­mente por ciudadanos activos, organizados colectivamente para asumir su parte de corresponsabilidad en la realización de los intereses generales, puede ayudar a ir superando los equilibrios institucionales instalados de larga data en el interior de la Administración y que obstruyen su transparencia, participación y rendición de cuentas haciendo muy difícil la eficacia, eficiencia y calidad de los servidos.
Las Administraciones no se elevarán tirándose solo de sus cabellos al modo pretendido por el tecnocratismo de la reforma y la modernización administrativa. La mejora de sus capacidades institucionales requiere de nuevos equilibrios entre actores a los que puede ayudar considerablemente el reconocimiento de un derecho a la buena administración entendido principalmente como derecho colectivo de participación y control público. Decían los antiguos que el precio de la libertad es la vigilancia permanente. También decían que los agentes públicos, aunque no sean corruptos, han de ser considerados todos y siempre como corruptibles. Por eso la crisis de legitimación administrativa que vivimos y que demanda la calidad o buena administración, requiere de instrumentos tan fundamentales como las cartas de servido (replanteadas) o la Agencia Nacional de Evaluación; pero la activación efectiva del deber de buena administración no podrá hacerse sin el fomento de la ciudadanía organizada ejerciendo su derecho a la buena administración.
El republicanismo o humanismo cívico nos dejó también como legado la máxima de que no puede haber buena administración sin ciudadanos virtuo­sos. El entendimiento del derecho a una buena administración como derecho cívico colectivo nos sirve también de base para construir unos deberes cívicos de correcto comportamiento en relación a los distintos servidos y actuaciones públicas. En efecto no se trata de fijar estándares solo para la Administración. La buena Administración requiere hoy, más que nunca, de una buena interacción entre Administraciones, ciudadanos y empresas (gobernanza). Si los ciudadanos organizados, ejerciendo su derecho a una buena administración, no solo son oídos sino que participan y hasta co-producen, por ejemplo, las cartas de servicios, lo lógico es que estas determinen también estándares de comportamiento para los ciudadanos-usuarios, estándares que serán específicos para cada servicio o ámbito de acción público considerados.
Por esta vía, el derecho a la buena administración puede contribuir doblemente a la legitimación del actuar público, ya que una de las causas mayores del malestar en relación a la gestión pública procede del desbordamiento de expectativas de los ciudadanos en relación a la misma. Frente a necesidades y demandas en cons­tante expansión y recursos siempre limitados, aunque avancemos decididamente en la calidad, sin que los ciudadanos intervengan positiva y equitativamente en la determinación de políticas, regulaciones, prestaciones y estándares, será difícil que se produzcan la contención social de expectativas y la educación cívica que le es consustancial. Esto es tanto más evidente cuanto más dependen los resultados de los servicios del comportamiento también de los usuarios.
Las políticas de buena administración. El deber de buena administración no implica solo a los agentes públicos sino que se extiende también a los Gobiernos. Como la buena administración plantea siempre nuevos desafíos a la gestión pú­blica, los Gobiernos tienen que mantener una tensión permanente por revisar los marcos institucionales y legislativos, los diseños organizativos, los procedimientos, las tecnologías, la ordenación y gestión de recursos, las técnicas e instrumentos de gestión, las formas de relación con los ciudadanos y las empresas…, todo lo cual constituye el contenido de las políticas de buena administración. Bajo este nombre o cualquier otro mejor lo que se quiere indicar es que la práctica del deber de buena administración y la realización del correspondiente derecho exige una tensión política y gerencial permanente que implica tanto a la dirección política de la administración como a su dirección técnica, a sus agentes y a los ciudadanos y empresas.
La buena administración y sus políticas sirven en la medida que ayudan a construir una sociedad mejor. La Administración es, ante todo, servicio a la gente, a la ciudadanía, servicio civil. Si hablamos de fortalecimiento de las capacidades administrativas es para servir mejor a las necesidades actuales de la gente. Si planteamos cambios en los modelos de gestión es porque los vigentes no están sirviendo debidamente. Guando hablamos de reestructurar a la Administración lo hacemos para ajustarla mejor a los retos actuales que plantea avanzar hacia una sociedad mejor. Las políticas de buena administración no pueden ser, pues, ajenas a la gente, sino elaboradas, ejecutadas y evaluadas con la participación de sus organizaciones representativas. El fundamento de estas políticas es la convicción de que a medio y largo plazo no puede haber buena sociedad sostenible sin una buena administración.
El entendimiento de lo que debe ser la buena administración de nuestro tiempo no puede ser solo una construcción técnica o experta. Los principios de buena administración tienen que estar arraigados en la cultura cívica y política del país y, por ello, deben elaborarse fomentando procesos sociales deliberativos sobre buenas bases técnicas. Si la buena administración está normativamente clarificada y socialmente compartida, los buenos gobiernos contarán con la fuerza de la presión social para ir imponiendo las medidas de modernización o reforma necesarias. Si se mantiene el debate de la reforma o la modernización solo en círculos políticos, funcionariales o técnicos, no se podrá salir del tradicional corsé tecnocrático que siempre acaba siendo de efectos limitados y de corto aliento.
Es este tipo de consideraciones lo que explica el camino crecientemente emprendido en los últimos años hacia una «desbunquerización» de las políticas de modernización administrativa que ya han comenzado a salir del cascarón tecno­crático de los anos 80 y primeros 90 para contar cada vez más con la participación de los empleados públicos y de las empresas y organizaciones de la sociedad civil. Por este camino se está forjando el derecho cívico a la buena administración y los correspondientes deberes de políticos, funcionarios y ciudadanos.
La razón última de esta «democratización» de la elaboración de las políti­cas se encuentra en el proceso de individualización que están viviendo todas las sociedades avanzadas. Los ciudadanos quieren ser considerados individuos y ser sujetos de sus vidas a la vez que quieren identidades culturales fuertes, abiertas y dinámicas (Wieviorka). La gente de nuestro tiempo quiere más control y más poder de elección sobre lo que hace. La aceptación deferente y respetuosa de la autoridad ha decaído, las jerarquías sociales ya no son duraderas ni estables y las actitudes han cambiado. En la revisión de políticas recientemente emprendida por el Gobierno británico en un proceso de consulta a audiencias muy amplias y diversas se señalaba:

 

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