Autor: Manuel Calbet
A lo largo del siglo XX fue evolucionando la forma de gestionar las empresas. El cambio producido en los últimos años ha impuesto la economía especulativa sobre la productiva y ha perjudicado a la clase media en beneficio de las grandes fortunas.
Una idea básica del management es definir cuál es el elemento esencial para el buen funcionamiento de la empresa. La elección ha ido variando en el tiempo, adaptándose a las circunstancias. Originariamente se puso énfasis en la producción. Fueron los avances técnicos, la estandarizción y la fabricación en serie lo que hizo posible poner en el mercado gran cantidad de manufacturas a precios reducidos. Una fábrica bien organizada aseguraba el éxito de la empresa, así que el director de producción era la referencia en las decisiones estratégicas.
Años más tarde se pasó a valorar al departamento de ventas como factor determinante. La eficiencia en la producción se daba por supuesta, y en contra del dicho de que el buen paño en el arca vende, se consideró que conseguir venderle hielo a un esquimal, arena a un tuareg, o un abrigo de pieles a un habitante del trópico eran el paradigma del excelente quehacer de una empresa.
No tardaron mucho en darse cuenta de que, si previamente se “acondicionaba” al cliente, el trabajo de ventas resultaba más sencillo, y de esta manera el departamento de marketing cobró protagonismo. Se analizaban las necesidades del cliente, o se le hacía descubrir que tenía necesidades en las que no había reparado, y a partir de ello se elaboraba el producto conveniente y se ponía al alcance del consumidor. La fábrica quedaba subordinada a la elaboración del producto con las características especificadas. La formación del precio se dejó de hacer a partir de los costes de producción y distribución, pasando a ser fijado por marketing. El departamento de producción se encontró con una fuerte restricción: ya no se trataba de tener el objetivo de reducir costes, sino que el coste no podía superar lo marcado. La red de ventas pasó a ser manejada por medio de incentivos, rappels y objetivos. Al mismo tiempo que se consideraban privilegiados (y eran envidiados) por cobrar sobresueldos en forma de bonus, se convirtieron en autómatas que actuaban con la vista puesta en la nómina.
Pero llegó un momento en que el funcionamiento eficiente del marketing también se dio por supuesto. La verdad estaba en los números, en los ratios, pues no hay certeza más objetiva que la reflejada por las matemáticas. Los financieros tomaron el control de las empresas proclamando un eslogan simple y a la vez misterioso: “crear valor para el accionista”.
La tesis es sencilla, el objetivo de una empresa es maximizar los beneficios, y la mejor medición es su valor bursátil, que expresa los beneficios que se espera genere la empresa. Cuando los mercados de valores son la referencia que guía las políticas de la compañía, es obligado fijar la atención en sus principales protagonistas: entidades financieras, aseguradoras y fondos de inversión y pensiones. Sus gestores, por lo general, compiten por responder lo más rapidamente posible a las cambiantes circunstancias, guiándose por las valoraciones que realizan los analistas financieros. Así se ha extendido entre las grandes empresas la costumbre de examinarse trimestralmente ante estos analistas. Son muy conscientes de los criterios de valoración, así que no dudan en reducir personal o inversiones si con ello mejoran nota. El capital humano y los medios materiales de producción dejan de considerarse inversión productiva, pasando a ser gravosos costes que se han de reducir. La bolsa ya no es un mercado de capitales que proporciona recursos financieros a las empresas, se ha convertido en un mercado puramente especulativo.
Una de las consecuencias de esta situación es el cambio radical en el concepto de empresa y su propiedad. La empresa se convierte en un objeto mercantil en sí mismo, importando menos los beneficios generados en su actividad que aquéllos que pueda producir la compraventa de sus acciones o de la propia empresa, entera o troceada.
Se producen cambios importantes en el proceder de los directivos, en sus motivaciones e intereses. El corto plazo se convierte en su única referencia. Son más importantes los beneficios inmediatos que la sostenibilidad de la empresa. Consiguen drenar a sus cuentas corrientes una porción cada vez mayor de los recursos de la empresa, en forma de sueldo, bonus, opciones sobre acciones, acciones, pensión e indemnización por cese. Contrariamente a la justificación esgrimida, estas hiper-remuneraciones se han ido independizando de los resultados de la empresa, manteniéndose aún en el caso de pérdidas e incluso quiebras fraudulentas con aportación de capital público. En paralelo se ha producido una bajada real de salarios ante la impotencia, parálisis o despiste de los sindicatos. Los sindicatos han sido fuertes (ahora ya ni eso) para defender los salarios de los trabajadores en nómina, pero no han conseguido evitar que éstos sean sustituídos por otros con menor sueldo, o que se externalice la actividad. En consecuencia, la remuneración de la alta dirección se distancia de forma progresiva y exponencial de los salarios básicos, multiplicándolos cientos de veces. Sería interesante realizar una tabla de distribución de renta entre los empleados de una empresa y analizar su evolución en el tiempo, para ver cómo crece la desigualdad, cómo aumenta el índice de Gini. Podríamos preguntarnos porqué los sindicatos no han planteado hasta el momento esta cuestión. Quizás sea porque siguen anclados en planteamientos históricos inválidos en la dinámica actual, siguiendo señuelos que les mantienen distraídos y ajenos a discutir las decisiones que más profundamente afectan a los trabajadores.
En los últimos treinta años ha cambiado radicalmente la manera de acumular riqueza. Las crisis del petróleo de los años 70 evidenciaron que las mayores ganancias no se conseguían con una empresa rentable, sino mercandeando con elementos que varían de precio. Las inversiones se desvían de las actividades productivas, dirigiéndose a mercados y productos especulativos. El volumen y la movilidad de los fondos tienen la propiedad de que sus apuestas no son neutras sino que influyen en el resultado, creando burbujas de sobrevaloración o hundimiento de precios.
Y al mismo tiempo que se extendía esta idea de los negocios, a medida que crecía la financiarización de la economía, se hablaba cada vez más de Responsabilidad Social Corporativa, del papel que la empresa debe tener en la sociedad. Las grandes corporaciones crean sus departamentos de RSC y publicitan su implicación en causas humanitarias. A la vista de los acontecimientos, da la sensación de que en todo ello hay más cosmética que compromiso.
Estamos en plena crisis, el sistema financiero todavía se tambalea, la deuda pública paraliza la actividad estatal y la falta de crédito esclerotiza el sistema productivo. Desconocemos cómo se superará la crisis y cuál será el panorama económico resultante, pero si no se reforman los mercados de capitales, no se reconsideran los objetivos de la empresa, no traslada el horizonte más allá de los tres meses, no se tienen en cuenta cuestiones sociales, el sistema resultante será irracional y profundamente injusto.