Autor: F. X. Ruiz Collantes
Bolivia es un país en el que los movimientos sociales están fuertemente estructurados y son especailmente activos. Frente a medidas económicas lesivas para las clases populares que, inesperadamente, fueron tomadas por el gobierno de Evo Morales, los moviminetos sociales desarrollaron acciones de protesta. Este hecho lleva a plantear cuál es la legitimidad que poseen los movimientos sociales para presionar en contra de decisiones de gobiernos que son democráticamente elegidos. La cuestión se establece en los términos siguientes: la presión de los movimientos sociales desvirtúan el funcionamiento de las democracias o, por el contrario son funcionales a las democracias porque sirven para contrarrestar las presiones, sobre los gobiernos, de grandes poderes económicos, transnacionales y lobbies de diferente tipo.
¿Qué legitimidad tienen los llamados movimientos sociales para presionar sobre decisiones gubernamentales en el marco de los sistemas democráticos?
Frente a la sorprendente medida, tomada por el gobierno de Evo Morales y conocida popularmente como “el gasolinazo”, los movimientos sociales se han echado a la calle para protestar y poner freno a una decisión que ponía en situación crítica las condiciones de vida de la mayoría de los bolivianos.
Se puede discutir sobre las causas y los objetivos de la decisión del gobierno del MAS-IPSP, sobre si se trata de frenar el contrabando, de aumentar los beneficios de las transnacionales para que inviertan en la extracción de petróleo o de mantener la disponibilidad de las arcas del Estado para continuar con las políticas de bonos, etc. No entraré aquí en esa controversia.
Me interesa centrar la atención en otro punto crucial ya apuntado al principio de este artículo. ¿Es legítimo que los movimientos sociales, en Bolivia o en otro país, presionen en la calle a favor o en contra de medidas tomadas por gobiernos, sea el de Evo Morales o el de cualquier otro mandatario, aunque dichos gobiernos estén legitimados democráticamente por el triunfo en unas elecciones?
Movimientos sociales frente a grupos de poder y de presión
Seguramente podrá argumentarse que la presión de las masas supone un tipo de chantaje que hace que el poder se desplace desde los órganos democráticos hacia los espacios públicos que ocupan las turbas desatadas. Siguiendo la línea de este discurso, tal práctica de presión sería ilegítima y execrable porque vaciaría de contenido los principios de la democracia representativa.
Tal posición parte de un supuesto que, como mínimo, ignora u olvida una realidad muy importante y tozuda. Los gobiernos democráticos no ejercen sus funciones ni toman decisiones en un paraíso puro e inmaculado en donde, libres de todo tipo de presiones y coacciones, deliberan y dictaminan sobre lo mejor para los ciudadanos o para el futuro del país.
Desgraciadamente esto no es así, la realidad es más sucia y menos presentable. Los gobiernos democráticos, en el ejercicio de sus funciones, se ven constantemente sometidos a todo tipo de coacciones y tentaciones por parte de diferentes tipos de agentes que defienden de manera contundente sus intereses particulares: grandes empresas transnacionales, embajadas de superpotencias, lobbys de sectores económicos determinantes, asociaciones corporativas, grupos de inversión y especulación de alcance global e incluso desgraciadamente, en algunos países, hasta ocultos clanes mafiosos que operan, en la oscuridad, entre la legalidad y el delito, etc.
Todos los tipos de grupos de poder que se han enumerado, en ocasiones entran en conflicto entre ellos, pero, casi siempre, las presiones que ejercen sobre los gobiernos democráticos, en la defensa y promoción de sus intereses, implican medidas que lesionan muy gravemente las condiciones de vida de las clases populares, de los trabajadores, de los campesinos, de los pequeños empresarios, de las clases medias menos favorecidas, etc. De hecho, existen muchos tipos de “gasolinazos” inducidos que constantemente se perpetran por diferentes y acreditados gobiernos democráticos.
Naturalmente, estos grupos de poder e influencia no necesitan ocupar las calles, ni realizar bloqueos, no les es necesario gritar en la plaza pública ni salir en tromba por las avenidas impresionando e inquietando con su presencia a los pacíficos transeúntes. A estos grupos de poder e influencia no les es imprescindible alterar el orden público más aparente. Ellos se mueven en el ámbito de las buenas formas y de la educación más exquisita, operan con sigilo a través de visitas y reuniones más o menos reservadas, mediante mensajes indirectos, campañas de prensa orquestadas o simples conversaciones telefónicas, etc. Hace pocos días un político de la izquierda en Catalunya denunciaba que en España hay leyes que se cambian con una llamada de teléfono.
Algunos cables hechos públicos por Wikileaks han mostrado últimamente ejemplos de las presiones de las embajadas de las potencias internacionales sobre diferentes gobiernos, lo cual no ha implicado más que exhibir algo que ya se daba por supuesto.
Para mostrar otro ejemplo, en estos momentos en Francia crece un escándalo al filtrarse a la opinión pública que durante casi veinte años los sucesivos ministros de sanidad, de diferentes gobiernos y signos políticos, acuciados por los intereses de algunas empresas farmacéuticas nacionales, no hicieron nada por retirar del mercado medicamentos que se habían demostrado muy perjudiciales para la salud de los enfermos. Casos de este tipo son simplemente la punta de un iceberg que en muy pocas ocasiones se deja ver.
Una reciente encuesta realizada en noviembre de 2010 por Gallup en Estados Unidos muestra que el colectivo de los lobbystas es el peor valorado, de entre todos los colectivos profesionales, por los ciudadanos norteamericanos. Además estos ciudadanos, según otra encuesta de Harris Poll realizada el mismo año, consideran que los lobbys, después de la empresas transnacionales y de los bancos e instituciones financieras, son las organizaciones que más influencia tienen en la política norteamericana, lo cual es redundante porque los lobbystas suelen representar precisamente a esas empresas y grupos financieros. Ante estos datos, un lobbysta norteamericano declaraba de manera exculpatoria y algo cínica: “nuestro trabajo consiste básicamente en educar a legisladores y gobernadores cuando tienen que votar o vetar una ley”.
Afortunadamente, en Estados Unidos la existencia de los lobbys es patente y pública, desgraciadamente la gran mayoría de las acciones de presión de los grupos de poder e influencia en la mayor parte de los países democráticos es secreta e inadvertida.
Presión y legitimación
Pero más allá de todo esto, lo importante es que los grandes grupos de poder e influencia poseen mecanismos sociales para legitimar sus intereses inmediatos más inconfesables como intereses patrios o como formas de inexcusable adecuación a la racionalidad del mercado. Por el contrario, los movimientos sociales y populares no suelen disponer de la capacidad ni de los instrumentos para presentar socialmente sus intereses como valores de universal aceptación u obligación.
Mediante intrincadas conexiones en los medios de comunicación de mayor crédito y a través de los discursos de analistas, periodistas y académicos de reputado prestigio, los intereses de los grupos de poder e influencia se reconvierten en instrucciones sobre lo que hay que hacer porque es lo mejor para todos. Al igual que hay blanqueo de capitales a través de empresas fantasma, también hay blanqueo de intereses perversos mediante discursos mediáticos y académicos. Y así los intereses disparatadamente egoístas de las élites económicas acaban transmutándose en principios de racionalidad económica ineludible.
Democracia y autonomía de los movimientos sociales
Si en Europa y en Estados Unidos una crisis generada fundamentalmente por los altos ejecutivos de las empresas financieras está siendo pagada por los ciudadanos económicamente más débiles y desprotegidos es, entre otros factores, porque los movimientos sociales, después de décadas de desmovilización estructural, han devenido ideológica y organizativamente escuálidos y sin capacidad de reacción.
Negar a los movimientos sociales la legitimidad para presionar a los gobiernos democráticos a través de acciones de reivindicación y protesta supone, ni más ni menos, que dejar a las clases populares inermes ante fuerzas sociales y económicas que les son adversas y dejar también a los propios gobiernos democráticos flotando frente a vientos huracanados que soplan en una misma dirección. No puede olvidarse que a lo largo de los últimos siglos, la gran mayoría de los avances sociales y políticos, en términos de democracia, libertad, igualdad y derechos humanos para los ciudadanos, se han conseguido gracias a las acciones conscientes y persistentes de los movimientos sociales.
Es totalmente cierto que, en ocasiones, presiones puramente corporativas y, a veces, hasta de grupos que rayan en lo delictivo, se disfrazan de movimientos sociales de raíz genuinamente popular. También es cierto que algunas protestas derivan hacia un nivel de violencia intolerable. Sin embargo, estas situaciones detestables y que los propios movimientos sociales deberían controlar, no pueden poner en duda, por principio, la legitimidad de las acciones de dichos movimientos.
Una de las tareas fundamentales de los gobiernos democráticos es gestionar las múltiples presiones que reciben en todas direcciones a partir de los intereses enfrentados que concurren en toda sociedad. Pero dichas presiones no eximen a los gobiernos de la responsabilidad política sobre las decisiones que finalmente toman, porque esa es su función y porque para eso se les ha elegido, para que asuman la responsabilidad de sus políticas.
Naturalmente, en razón del signo político de cada gobierno, éste puede ser más sensible y receptivo a unas presiones y menos a otras. Pero una de las tendencias históricas de los gobiernos progresistas es la de tender a controlar o a desactivar los movimientos sociales con el argumento de que sus valores e intereses ya están bien representados en el propio poder ejecutivo y legislativo e incluso en otros aparatos del Estado. Sin embargo, ello ha sido una trampa sistemática porque, muy habitualmente, la institucionalización de los aparatos políticos de la izquierda ha llevado finalmente a su seducción y asimilación por las élites económicas, si la izquierda era reformista y liberal, o a la creación de nuevas castas dominantes, si la izquierda era revolucionaria y/o antidemocrática. En ambos casos, los intereses de los sectores sociales que, en principio, tales aparatos de izquierdas representaban, han quedado huérfanos de protección y promoción.
Por todo ello, entre otras muchas razones, las garantías propias de un sistema democrático son indispensables e irrenunciables y por ello, también, los movimientos sociales deben preservar su autonomía frente a cualquier tipo de poder político para así poder enfrentarse a todas las clases de “gasolinazos” que en el horizonte de la historia puedan aparecer.