El futuro ya no es lo que era

América Latina ¿Cambio de Tendencia?

Autor: Francesc Viçens

1. Cuando las ovejas van al estilista o sobre la imprevisibilidad del futuro

Con certeza, sobre el futuro sólo sabemos que no sabemos cómo será. También sabemos que siempre ha sido así y que, sin embargo, los humanos, seres necesitados de sentido, acudimos a toda clase de oráculos que, bajo formas míticas, religiosas o pseudocientíficas, prometen librarnos de las ansiedades y angustias de la incertidumbre. Desde el oráculo de Delfos hasta las leyes del materialismo histórico pasando por todos los encantadores que cada civilización nombra a su manera, nunca faltan quienes se ofrecen a mostrarnos el camino que nos espera. Este artículo, lector, se mueve en otro plano. Quizás algún día las ovejas vayan al estilista o Fidel llegue al cielo, a pesar de su ateísmo. De estas cosas no podemos saber nada. Pero sí podemos saber qué males han afligido a América Latina de larga data, en qué estado se encuentra actualmente, a qué fuerzas contradictorias se encuentra sometida y qué respuestas resultan más necesarias para abrirse paso, esperanzada, ante las inevitables incertidumbres.

No siempre fue así. Arnold Toynbee distinguió tres períodos en la historia humana: en un primer tiempo las comunicaciones entre los grupos humanos eran muy lentas, pero como el conocimiento avanzaba todavía más despacio, cualquier novedad tenía tiempo para difundirse antes de que se produjera la siguiente, de lo que resultaba un grado de evolución muy similar y muchas características comunes entre los grupos humanos del planeta. En un segundo período, que cubre la mayor parte de la historia humana, el desarrollo del conocimiento se hizo más rápido que su difusión de modo que las sociedades humanas se fueron diferenciando cada vez más en todos los campos. Finalmente, ya en tiempos muy recientes y poderosos –los nuestros- aunque los conocimientos avanzan cada vez más deprisa, su difusión se produce a una velocidad todavía mayor, por lo que las sociedades tienden a estar cada vez menos diferenciadas y –añadamos- las desigualdades se hacen más insoportables.

Un descubrimiento científico reciente ha derribado toda una historia de de prejuicios y racismos pseudocientíficos: los humanos, en tanto que parte de la naturaleza, somos sustancialmente iguales, compartimos el 999 por 1000 de nuestro ADN. Nos diferenciamos por nuestras culturas, no por nuestra naturaleza que es única. Y la maravillosa diversidad de nuestras culturas no debería ocultarnos ni impedir el surgimiento de un “nosotros” emergente que debe hacerse responsable de nuestra dañada armonía con la madre Tierra. No otra debe ser la respuesta “humanista” a la creciente complejidad, diversidad, dinamismo e interdependencia de la vida que es la que levanta las grandes tendencias y desafíos característicos del siglo XXI.

Para captar las grandes fuerzas que condicionan las políticas del aquí y ahora en América Latina tenemos que preparar nuestras mentes para entender la complejidad. Entre la complejidad y la complicación hay la misma diferencia que entre lanzar un pájaro vivo con la mano y lanzar una piedra. Lo segundo es calculable, previsible, aunque sea complicado. Lo primero no. La suerte de lo complejo nunca depende de un solo elemento de la multiplicidad de elementos vivos y más o menos libres integrados en el sistema. Por eso el futuro no es previsible. Pero no entenderemos nada si seguimos pidiendo o imponiendo verdades indiscutibles y simples a los problemas complejos.

La historia no sigue nunca el camino que se le traza. No por ser la obra de un Dios inescrutable, sino porque es –hoy más que nunca- profundamente humana, la suma de todos nuestros actos, de todas nuestras voces en todos los rincones del planeta, de nuestros intercambios, enfrentamientos, odios, sufrimientos, afectos y afinidades, errores y aciertos. Nunca como hoy la historia ha sido el producto de tantos actores con tanta libertad, por eso es más compleja e imprevisible que nunca, más rebelde a cualquier teoría simplificadora (Amin Malouf). ¿Quiere esto decir que carece de sentido y que hay que abandonar la ilusión de controlar nuestro propio destino como proponen tantos posmodernos? El destino no depende sólo de nosotros, pero no será en absoluto ajeno a la amplitud de nuestras mentes y, sobre todo, a lo acertado o erróneo de nuestros actos. El futuro no puede ser determinado ya por ningún superpoder imperial; pero sigue siendo profundamente humano. Nadie de nosotros predetermina la historia pero todos seremos responsables de sus inciertos resultados.

2. De la modernidad a la diversidad: las fuerzas cruzadas de la unificación y la diferenciación

Si se partiera de una simetría básica en la producción y control del conocimiento por todos los grupos humanos, probablemente no se registrarían mayores problemas en esta transición hacia un “nosotros” planetario desde la diversidad de las diferentes culturas. Pero la producción y la propiedad del conocimiento científico y técnico –el que ha producido la “modernidad”- es de cuño occidental y sobre todo estadounidense, por lo que la mundialización o globalización no es vista como la creación de un “nosotros” por todos y para todos, sino como “americanización”, mcdonalización o imposición neoimperial o neocolonial de una cultura y una identidad hegemónicas sobre todas las demás. Y es lógico que uno se rebele cuando siente que una amenaza pesa sobre su identidad: su lengua, su religión, su derecho, sus símbolos culturales. Una de las paradojas de nuestro tiempo es que viene impulsado por las fuerzas cruzadas de la unificación y la diferenciación. Nunca los humanos hemos tenido tantas cosas en común y nunca hemos valorado tanto nuestras diferencias.

Para todo el que no es occidental es muy difícil modernizarse sin desgarrarse. Al fin y al cabo la “modernización” con su ciencia y su técnica, su estado-nación, sus derechos humanos, su imperialismo y colonialismo, sus democracias y sus totalitarismos, sus ideologías, sus instituciones de mercado y del bienestar, su cristianismo modernizado y sus misioneros… son una creación genuinamente occidental. La historia de las civilizaciones muestra que muchas fueron más avanzadas que la occidental en otros tiempos. Pero cuando la civilización occidental comenzó a descollar en el siglo XVIII lo hizo por primera vez en la historia con los medios técnicos que permitían una dominación mundial. Desde entonces Occidente comenzó a estar y hoy está más que nunca en todas partes tanto en el plano material como en el intelectual, ha marginado a todas las demás civilizaciones que se sienten amenazadas por ella y por su exportación más exitosa: los Estados-Nación con sus proyectos creadores de identidades únicas, culturalmente uniformizadoras, de reducción de la diversidad preexistente a mero folklore…

Mientras las occidentales hemos podido vivir normalmente la modernidad, para los chinos, los africanos, los japoneses, los indios asiáticos o los americanos, los rusos, los iraníes, los árabes, los judíos o los turcos, la modernización ha significado siempre abandonar una parte de sí mismos y ha ido acompañada siempre de una cierta amargura, de un sentimiento de humillación y de negación. Sobre todo en tiempos imperiales, es decir, cuando se consideraba que la historia y las instituciones de occidente eran el cedazo por el que tenían que pasar necesariamente los pueblos “en desarrollo” y cuando, como la experiencia histórica demostró hasta la saciedad, occidente no quería que los pueblos se le parezcan sino que le obedezcan. Le bastaba con una élite occidentalizada en los territorios sometidos. Cuando los pueblos intentaron proyectos de modernización sin renunciar a su identidad cultural, labrando su propia historia, las potencias occidentales no tuvieron demasiadas contemplaciones.

Hace 30 años las ideas liberadoras y emancipadoras del Tercer Mundo provenían de occidente. Eran principalmente el marxismo y el nacionalismo. Pero el marxismo ha acabado siendo una gran decepción intelectual y política y ya no estamos en los albores sino en el ocaso de los nacionalismos propagados por los proyectos de Estado-Nación. Hoy el gran fantasma que recorre el mundo ya no es el comunismo sino la globalización o mundialización. Es un viento cargado de amenazas y de oportunidades, si somos capaces de distinguir el fenómeno de la forma en que ha tratado de ser pilotado hasta ahora: el neoliberalismo. La oportunidad sólo vendrá si somos capaces de aportar desde nuestras particulares identidades, con toda dignidad e independencia, a la construcción de una nueva e indispensable idea de humanidad. La globalización podría favorecer –dice Amin Malouf- una nueva manera de entender la identidad como la suma de todas nuestras pertenencias, de la que formaría parte la pertenencia a la común naturaleza humana –el mejor antídoto contra todo racismo- que aspiraría a ser un día la pertenencia principal sin anular por ello todas nuestras otras pertenencias diferenciadas. Pasaríamos de la identidad simple del Estado-Nación a las identidades complejas inherentes a la ciudadanía cosmopolita sin Estado-Mundial. La construcción de Estados Plurinacionales democráticos ayudaría sin duda a este propósito.

Las culturas diferentes merecen respeto y deben ser reconocidas y valoradas pero sólo en la medida en que no se hallen en contradicción con los valores, derechos y deberes universales de humanidad que deben estar por encima de todas las diferencias y de todos los intereses. Las tradiciones –incluidas las occidentales- sólo merecen ser respetadas en la medida en que son respetables (sin que ninguna cultura particular pueda decidir los criterios de respetabilidad). Y todos deberíamos esforzarnos en poner nuestras particulares culturas e identidades a la altura que las permita aportar y verse reconocidas en la nueva cultura e identidad humana, el nuevo humanismo, sin el cual se vislumbra muy difícil la suerte de la Tierra. Las culturas son creaciones humanas vivientes: nos determinan tanto como nosotros las vamos determinando desde nuestra libertad y juicio crítico. No son creaciones para los museos sino para la vida. Y con su evolución evolucionan nuestras identidades.

Esto no supone bajar la guardia. Hay que tomar en serio la protección de la diversidad lingüística y cultural porque muchas culturas están en riesgo. Son muchas las comunidades que en el mundo actual están en peligro de perder su tierra, su lengua, su memoria, sus saberes, su identidad específica, su dignidad. Las Naciones Unidas han hecho un buen trabajo al respecto. Se trata de reconocerles derechos de autogobierno necesarios y suficientes para que no queden fijadas como elementos de un paisaje turístico más. Se trata de dar a todos los seres humanos, cualquiera que sea su cultura, la posibilidad de aprovechar no sólo los recursos de su territorio sino las oportunidades de todo tipo que brinda el mundo de hoy, de que puedan contribuir a moldear el patrimonio de valores universales que se viene formando sin perder por ello su memoria específica ni su dignidad.

3. La madre de todas las tendencias: ¿revertirá América Latina la ignominia de sus desigualdades?

Forjada muy diversamente en tres largos siglos de historia colonial, la desigualdad en América Latina se revela hoy extrema y persistente. Tomemos primero la desigualdad en el ingreso. El decil superior e inferior reciben en promedio en América Latina un 48% y un 1,6% respectivamente del ingreso total. En los países desarrollados estos promedios son del 29% y del 2,5%. América Latina es la región más desigual del mundo. Su país más igualitario, Uruguay, es más desigual que cualquier país desarrollado o de Europa del Este. La desigualdad en el ingreso tiende, además, a beneficiar al 1% más rico y, comparada internacionalmente, resulta que sólo el primer y segundo decil participan por encima de la media mundial; a partir del tercer decil todos los latinoamericanos están porcentualmente por debajo de los promedios mundiales. En otras palabras, las clases medias son comparativamente menores y más pobres. A partir de la segunda mitad de los 90 se ha registrado, además, un empobrecimiento general de las clases medias que no ha excluido esta vez al segundo decil más privilegiado.

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Fuente: Banco Mundial (2004) en base a Bourguignon y Morrison (2002).
Las desigualdades también se dan en el acceso a los bienes y servicios básicos. En México, por ejemplo, el quintil inferior de la población accede a 3,5 años de escolarización mientras que el quintil superior lo hace a 11,5 años. Ello no incluye las desigualdades derivadas de la desigual calidad de la educación pública y privada ni las desigualdades por razones étnicas, raciales o de género. En materia de salud, los niños brasileños del quintil inferior tienen tres veces más probabilidades de morir antes de los cinco años que los niños del quintil superior. En las habitaciones del quintil más pobre viven 4,5 personas mientras que en las del quintil más rico viven 1,6 personas. El mapa de las desigualdades se extiende asimismo a las probabilidades de acceder al agua potable, el saneamiento básico, la electricidad, la telefonía, los derechos de propiedad seguros, la justicia y la administración pública, la seguridad social y el empleo…
Hay que remarcar que esta desigualdad generalizada y extrema resulta muy persistente en el tiempo. De los datos disponibles se deduce que en el último medio siglo, tras haber experimentado los más diversos regímenes políticos y modelos de crecimiento, América Latina se ha hecho más desigual de lo que era en los 70 y probablemente más desigual de lo que era en los 50. Incluso los países que como Chile parecen haber encontrado el camino del crecimiento y de la reducción de la pobreza apenas consiguen reducir su extrema desigualdad.
Todo esto no es sólo moralmente reprobable. Además: (1) es percibido como injusto, como una auténtica “brecha de la vergüenza”, por más del 85% de los latinoamericanos; (2) hace más difícil la reducción de la pobreza; (3) tiene consecuencias negativas sobre el crecimiento económico y el desarrollo en general, y (4) determina graves desigualdades en la participación e influencia política y deteriora con ello la democracia.
Nuestra hipótesis desde hace mucho viene siendo que la desigualdad se produce y reproduce en la institucionalidad, mayormente en la informal, característica de casi todos los países latinoamericanos. Son las instituciones las que organizan la interacción entre los activos económicos, las oportunidades, las fuerzas políticas y los procesos socio-culturales. Si vemos los procesos económicos como una cadena que vincula a los activos con los mercados, los hogares y los gobiernos, observaremos que estos procesos no se dan en el vacío sino que se encuentran a cada paso mediados por instituciones y que en éstas se halla la fuente de las desigualdades. Como se señala un buen informe ¡del Banco Mundial! de 2004, “la causa de la persistencia de la desigualdad en la región es que la construcción y evolución de las instituciones ha respondido a los intereses y defensa de las élites independientemente del tipo de régimen político o económico del momento”. Quizás sea la institucionalidad del Estado la que mejor refleje todo esto.
Los Estados latinoamericanos, democráticos o no, se han caracterizado por su incapacidad para proveer bienes públicos (seguridad, legalidad, previsión, servicios básicos…) con carácter universal. Dada la desigualdad existente, a los grupos privilegiados les ha salido más a cuenta o hacer que el Estado les provea sólo a ellos los servicios o procurarse la provisión privada de los mismos. Dado el limitado número de contribuyentes, pagar impuestos para la provisión universal de bienes públicos resulta en exceso gravoso pues los pocos que pagan tendrían que pagar en muchos casos la provisión pública y la privada. La desigualdad socialmente dualizadora y excluyente explica las dificultades de la reforma fiscal en toda América Latina.
En mayor o menor grado en todos los países las relaciones entre las élites y los grupos más pobres son de naturaleza clientelar, es decir, basadas en el intercambio desigual de beneficios particulares. El clientelismo es una institucionalidad informal sin cuyo conocimiento no se entiende nada. A mayor extensión y peso del clientelismo mayores dificultades existirán para formar alianzas amplias que presionen por bienes públicos universalizados y menores serán los incentivos para que las élites desarrollen las correspondientes capacidades en el Estado. Cuando emergen nuevos actores se intentará incorporarlos a la distribución selectivamente reconociéndoles “derechos especiales”. Así se incentiva el corporativismo de ciertos grupos obreros y campesinos, su incorporación a la estructura formal de un Estado patrimonial, “distributivo” y altamente prebendal. Obviamente todo esto milita contra la ciudadanía universalizada, los partidos políticos programáticos y las políticas capaces de producir desarrollo, a la vez que incentiva la captura de rentas, el compinchismo entre el gobierno y las empresas formales –incluidas las transnacionales- y la corrupción.
Los procesos democratizadores iniciados en los 80 y generalizados en los 90 han sido insuficientes para revertir esta institucionalidad informal de tan larga data. La universalización de la ciudadanía y la construcción de Estados eficaces e inclusivos sigue en gran parte pendiente. Contra lo que superficialmente se indicaba en un informe del PNUD de 2004, no es que la desigualdad y la pobreza dificulten la democracia de ciudadanía. Es que ni siquiera permiten el buen funcionamiento de la democracia electoral pues ésta no se expresa sólo en indicadores formales sino en instituciones informales –clientelismo, patrimonialismo, compinchismo, prebendalismo, corporativismo, corrupción…- que producen una realidad democrática electoral problemática y muy distinta a la de los países donde esta informalidad no se da o se da de manera mucho más mitigada. El oficio político, la práctica política, es muy diferente según se dé o no y en qué grado se dé esta informalidad institucional.
La crisis de gobernabilidad democrática que hoy viven tantos países latinoamericanos procede de la incapacidad del sistema político y del Estado para resolver de modo pacífico y duradero el conflicto distributivo. La democratización ha cambiado la estructura y los costos de organización y participación política y con ello ha generado una ampliación del mapa de actores y conflictos. Pero ante la debilidad institucional de los partidos políticos, su crisis de representatividad, su notoria incapacidad programática y su propensión a gestionar clientelarmente los conflictos, las instituciones democráticas tienen grandes dificultades para poner en marcha las políticas que el desarrollo requiere.
La política y los partidos políticos se han convertido así en el corazón del problema y de la solución. No nos valen los que tenemos y los necesitamos más que nunca. La reforma política se convierte así en la prioridad para el desarrollo y la democracia. Pero no es fácil alterar los equilibrios instalados. Afortunadamente hoy muchos países latinoamericanos están viviendo un tiempo de cambios en las orientaciones políticas y las coaliciones que soportan a los gobiernos. Para que estos procesos superen los riesgos de deriva autoritaria de los neopopulismos y lleguen a doblar la fuerza de las instituciones informales no bastarán las medidas tradicionales de incremento de participación, transparencia, responsabilidad y capacidad administrativa. Todo esto ayuda y, por lo demás, no es fácil. Pero para que las nuevas instituciones de la transparencia y el control social no caigan prisioneras de la vieja institucionalidad informal serán necesarias grandes dosis de liderazgo político. Necesitamos más que nunca del oficio y la actividad humanas quizás más desprestigiados hoy: políticos y política.
 

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