Autor: Manuel Calbet
La existencia de normas y la vigilancia que desde el poder se realiza para su cumplimiento no aseguran el buen funcionamiento del sistema. Políticos y responsables económicos han de asumir la necesaria publicidad y el escrutinio público de sus decisiones y actuaciones.
Uno de los temas más debatidos a propósito de la crisis, sus causas y las maneras de evitar futuros errores, es la conveniencia de marcos regulatorios y métodos de supervisión que eviten prácticas que, beneficiando extraordinariamente a unos pocos, son muy perjudiciales para el conjunto de la sociedad.
La regulación marca las reglas del juego, señala lo que se puede hacer y lo que no, los límites y las condiciones de actuación. La supervisión ha de asegurar que la normativa se cumpla, recopilando información, analizándola y poniendo en marcha mecanismos coercitivos y punitivos en caso de incumplimiento.
Muchos opinan que en esta crisis fallaron tanto la regulación como la supervisión. Se han podido hacer muchas cosas moralmente muy cuestionables por el simple hecho de no estar prohibidas. Hasta que no existe la norma sólo cabe el juicio ético que provoca una leve sonrisa en los que piensan que la única ética del empresario es ganar la mayor cantidad de dinero posible.
La regulación también falló cuando parece que los gobiernos no fueron conscientes de la situación (o la ocultaron) hasta el momento en que el hundimiento del sistema financiero surgió como una amenaza real.
Hay un factor relevante adicional: en esta era globalizada los paraísos fiscales y los circuitos opacos de tránsitos financieros son una excelente alternativa para saltarse regulaciones incómodas.
En Cataluña ha estallado recientemente un escándalo que podemos ver como un ejemplo a pequeña escala. El Orfeó Català es una coral centenaria, que ha llegado a ser símbolo del catalanismo, con sede en una maravilla de la arquitectura modernista, el Palau de la Música de Barcelona. A lo largo de los años se constituyó un sistema de sociedades, fundaciones y patronos, organizado para recibir donaciones de todas las Administraciones (central, autonómica, municipal), de empresas y particulares. Todo dependía de una persona, descendiente del fundador. El caso es que este personaje, según su propia confesión, se ha dedicado a apropiarse sistemáticamente de los fondos de la entidad.
Mecanismos de supervisión no faltaban, pero todos ellos han fallado estrepitosamente. Los auditores anotaban alguna salvedad que no tenía ningún efecto. Tanto las Administraciones como las empresas tenían representantes que firmaban memorias y cuentas sin ningún sentimiento de responsabilidad, como si fuera una especie de recibo que les daba derecho a entradas gratuitas y relación social con personas influyentes. El gobierno autonómico tiene un organismo censor de cuentas, la Sindicatura de Comptes, que emitió un informe detectando irregularidades, sin más consecuencias que ocupar espacio en algún archivo y acumular polvo.
Así que nos planteamos si los instrumentos de supervisión son necesarios y suficientes para evitar estas actuaciones. En todo caso consumen recursos, y si son ineficaces sólo sirven para generar más gasto. No será mejor la supervisión por crear nuevos entes supervisores, sino por hacer un mecanismo operativo. Y dado que los controles acostumbran a ser parte del poder, y el poder está normalmente más interesado en evitar que el problemas se convierta en escándalo antes que enfrentarse al problema, resulta imprescindible la transparencia y rendición pública de cuentas como complemento a los sistemas supervisores.
En bastantes casos sería una medida higiénica que las cuentas y memorias se presentaran en rueda de prensa. O que los medios de comunicación tomaran la iniciativa de analizarlas y hacerlas públicas.