Autor: Guillermo Mariaca Iturri
“Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata.
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista.
Cuando vinieron a buscar a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío.
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar”.
“Cuando los nazis vinieron…” expresa las consecuencias de no resistir a las tiranías en sus primeros momentos. Martin Niemöller, su autor y pastor evangelista, menciona que no se trataba originalmente de un poema, sino de un sermón suyo en la semana santa de 1946 en un pueblo alemán cuando la guerra acababa de terminar. La potencia expresiva de ese poema, claro está, radica tanto en las consecuencias de la cobardía como en la ceguera ante la germinación de una cultura autoritaria. Es la combinación de cobardía y ceguera, esa tan particular complicidad involuntaria de la impotencia la que hace posible el asentamiento de la tiranía.
Evo Morales fue elegido por razones morales. Uno de los motivos principales y elemento central en sus discursos ha sido la legitimidad moral que la victimización del mundo indígena le otorgaba para gobernar en representación de los colonizados. Por eso, su reiterada respuesta ante las críticas a su mala gestión de gobierno y la resistencia social al abuso de poder continúa siendo: ‘quieren voltear al indio’. Esta justificación moral de una mala política es patética pero consistente y, sobre todo, efectiva. Sin embargo, ese discurso es apenas un adorno superficial para encubrir la doble moral.
La gestión de Morales ha transcurrido del chantaje moral a la doble moral. Comenzó afirmando que llegaron para profundizar la democracia; pero durante toda su gestión abusaron de la fuerza y consolidaron el autoritarismo. Digamos que lo hicieron por ambición de poder. Continuaron jurando que iban a expandir los derechos de indios y mujeres, pero a la hora de la nueva Constitución optaron por su mezquindad partidaria. Digamos que lo hicieron por necesidad electoral. Avanzaron prometiendo equidad, justicia, desarrollo humano; pero hoy la gente es más pobre, la justicia más injusta y el país más subdesarrollado. Digamos que lo hicieron por contaminación demagógica.
De la doble moral a la simple inmoralidad
Hoy ya hemos pasado la trampa de la doble moral para caer en la simple inmoralidad. Votan contra las autonomías y ahora son autonomistas fundamentalistas que lanzan alaridos plurinacionales. Exigen ley contra la corrupción pero conviven con ladrones, narcotraficantes, asaltantes de tierras y minas, y contrabandistas. Demandan derechos para los indios, pero defienden la toma de la casa de Víctor Hugo Cárdenas y la flagelación de Marcial Fabricano. Hasta caer en el exceso: han argumentado con todas las razones del derecho más fundamental que la Ley 1008 transgredía la presunción de inocencia, pero hoy ignoran tantísimas muertes, apresan a quienes se les antoja, ejecutan a tres terroristas negándoles el derecho a la defensa, y presumiendo su culpa no abren los archivos militares para encontrar a los desaparecidos y asesinados durante las dictaduras militares. Han llegado a un punto en que todo les da igual con tal de sentirse invulnerables. Es decir, es un gobierno que ha desterrado la moral de su vida política y, por consiguiente, ha enterrado su única bandera de legitimidad. Hoy ya son uno más, otro igual. Hoy son los mismos políticos inmorales de siempre.
En nuestro país hay otro componente que añade complejidad a esa sencilla relación de resistencia o complicidad de la sociedad ante la emergencia de la tiranía. Puede llamarse la cultura del linchamiento. Una negación del derecho a la existencia, no sólo a la defensa, a decenas de personas, a centenas de minas, hectáreas de tierras y haciendas, y, sobre todo, a opiniones políticas divergentes. Porque el linchamiento, en el caso nuestro, está cada vez más ligado a la construcción de un proyecto de poder de ciertos movimientos sociales aliados del gobierno y militantes del mas, no a la realización de la justicia desde el pueblo ante la ausencia de Estado. Al mismo tiempo, el sujeto del linchamiento está dejando de ser un anónimo grupo humano desesperado ante el avasallamiento criminal, para ser un actor político con identidad ideológica que ostenta su proyecto de poder y somete a quien intenta resistir la emergencia de esa tiranía. El linchamiento en Bolivia es cada vez más un ostentoso acto político de los poderosos y cada vez menos un desesperado acto de defensa propia de los inválidos.
Todavía se sabe que la ablación del clítoris y la lapidación de las mujeres adúlteras son posibles en algunos rincones del mundo. Para algunas comunidades ambas acciones son valores constitutivos de su identidad y demandan no sólo la sumisión social, sino un pacto de sangre. Los usos y costumbres, allí, tienen valor sagrado. La doctrina de la intervención militar y la pena de muerte también forman parte de otras comunidades y también tienen valor sagrado; no en vano la moneda de una de esas comunidades tiene un lema en tantos sentidos inconcebible: in god we trust. Y sin embargo la lapidación de una mujer es ampliamente condenada y la intervención militar que mata a miles de civiles es generalmente apreciada o, cuando menos, contemplada con un silencio cómplice. Las dos actitudes insisten en su legitimidad. La condena mutua, claro, es sólo resultado de la doble moral y de la hipocresía. Pero el lugar que ambas acciones ocupan en el mundo es radicalmente distinto: el abismo entre la marginalidad de pocos y el poder de muchos. Porque, finalmente, la condena parece reducirse a una cuestión de poder.
Pacto de convivencia o pacto de sangre
Si esto fuera todo, si bastase el inevitable reconocimiento de una evidencia, no habría más que decir. Pero, claro está, agachar la cabeza ante la evidencia de la barbarie, mirar calladamente de soslayo la evidencia del peso del más fuerte y la derrota del más débil, es precisamente la renuncia a que el pacto de convivencia debe estar por encima del pacto de sangre. No debería importar que una barbarie acuda quién sabe a cuál mito de origen y que otra barbarie recurra al otro mito de su destino manifiesto. Las barbaries son así; apenas la celebración del depredador victorioso humillando al aullido de dolor de su víctima.
Uno de los costados de nuestra común humanidad ha combatido siempre contra nuestra barbarie. Ese costado ha inventado los derechos humanos. No sólo para condenar todas las barbaries sino, sobre todo, para trascenderlas. Porque no se trata de que una barbarie use el látigo de hace siglos y otra el satélite de hoy día; se trata de que ambas barbaries son un abuso de poder contra el indefenso. Y tampoco se trata de que una barbarie apele a su ira y otra a su avaricia como argumentos de legitimidad; se trata de que ambas desprecian pertenecer a esa humanidad que nos construye virtuosos y no nos ambiciona infernales.
La espalda de Fabricano y la casa de Cárdenas revelan la herida que las barbaries infligen al bien común. No una o la otra, ambas barbaries, juntas y revueltas. Porque no se trata sobre todo de una víctima concreta y de unos cuantos verdugos ocasionales. Por supuesto que desde una perspectiva singular el hecho concreto es innegable, la justificación estatal y sindical una vergüenza nacional, y la impotencia social una lamentable evidencia. Por supuesto que cada barbarie intenta electoralizar esas heridas para convertir en votos lo que es una llaga política. Pero en esos linchamientos, hoy, se refleja la victoria de nuestras barbaries, se sintetiza nuestra enanez nacional. Estamos sufriendo el retorno de los caudillos bárbaros.
La combinación del abuso de poder del Estado con el linchamiento político desde algunos movimientos sociales es lo que hace posible la tiranía. Porque si fuera sólo el Estado estaríamos frente al autoritarismo; si fuera sólo una epidemia de justicia por mano propia estaríamos ante la degradación social. Cuando mucho de Estado y algo de sociedad convergen en el abuso de poder contra los derechos humanos y las libertades políticas nos convertimos en testigos del huevo de la serpiente. La tiranía se hace parte de nuestra vida diaria. Y lo que estamos viendo es apenas el borde de un agujero negro preparándose para canibalizar lo mejor de nuestra conciencia nacional. Darnos la mano, por tanto, ya no sería suficiente. Tendríamos que abrazarnos, amarrarnos, hermanarnos. Mejor, entonces, hermanarnos. Más nos vale resistir por exceso que por omisión. Total, el exceso puede convertirse en el placer de la libertad. La omisión, en cambio, podría ser la última línea del poema:
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.