Autor: Joan Prats
El diálogo imaginado trata de exponer sucintamente el contenido de La Política, una de las grandes obras del pensamiento político y la primera que expone sistemáticamente las ideas fundamentales del republicanismo.
Abril de 2004, Sajama, Bolivia, mucha altura y poco oxígeno. Una marcha intensa. El cansancio y las inquietudes por los acontecimientos y los horizontes del país amado me hacen perder pié. Me sentí flotar en el mundo de las ideas, en el que a veces parecen aclararse las inevitables confusiones del árbol de la vida. Locamente, en gozosa vanidad, me sentí dialogando con el padre primero del republicanismo, Aristóteles, ese admirado intemporal que vivió entre el 384 y el 322 antes de Cristo.
— Maestro ¿sigue usted sosteniendo que la asociación política, la polis, los estados, son más importantes que los individuos?
— Desde luego porque la persona no puede existir sin la polis. No existe vida propiamente humana sino dentro de ella. Cuando la polis falla, asoma amenazante la oreja del lobo, el estado de naturaleza. Como escribí en La Política “si se hallase a un hombre que no pudiera vivir en sociedad o que pretendiese no necesitar cuidado de ella, no sería propiamente un hombre, sería una fiera salvaje o un dios”. Pero siempre he dicho también que no existe verdadera asociación política sin virtud, sin leyes y sin justicia. Sin sabiduría y sin virtud el hombre no puede sobreponerse a sus malas pasiones. Sin leyes y sin justicia el hombre es el último de los animales y nada hay peor que la injusticia armada, cosa que ustedes se están arriesgando a comprobar de nuevo.
— Maestro ¿Para sobrevivir qué es lo primero que debe asegurar la polis?
— El primer problema que debe resolver es el de la necesaria y deseable diversidad y heterogeneidad de componentes de la polis. Esto se hace con instituciones sabias. Las instituciones verdaderamente republicanas consiguen la unidad partiendo de la diversidad, la igualdad y la libertad. Hacen de éstas una amalgama en oposición, pero en equilibrio, lo que conserva la polis. Pero no bastan las instituciones sabias. Hacen falta también ciudadanos virtuosos. Y no hay virtud ciudadana sin el cultivo de la política, sin desarrollar la capacidad para desempeñar rectamente las magistraturas y comportarse conforme a las leyes. Todos debemos prepararnos para saber mandar y obedecer. Sin ello siempre estará amenazada la unidad de la polis.
— Maestro, sin unidad no hay polis ni vida propiamente humana, pero ¿es la unidad la finalidad de la polis?
— No, la finalidad de la polis es procurar el bienestar de sus miembros. Las polis no son hechos naturales ni creaciones divinas sino construcciones humanas de menor o mayor mérito, según el grado de bienestar que procuren. Por eso es deber de todo ciudadano buscar de entre todas las asociaciones políticas la que puede procurar a los hombres mayor bienestar en cada tiempo. Para ello es necesario que los ciudadanos aprendan a elucidar las ventajas y defectos de las diversas instituciones. Pero tengan siempre en cuenta que ni la unidad ni el bienestar se consiguen con la sola pretensión de nivelar las fortunas. Es más importante nivelar las pasiones, lo que depende de las instituciones y de la virtud de los ciudadanos. Ya dije en mi tiempo que “lo esencial no es nivelar las fortunas sino hacer leyes y consolidar costumbres tales que el virtuoso no quiera ser injusto y el malvado no pueda serlo; para lo cual conviene dejar a éstos en minoría sin dejar de ser justos con ellos”.
— Pero Maestro, para asegurar la unidad y el bienestar de la ciudadanía ¿no sería mejor, como querían Platón y algunos respetables comunistas, nivelar las fortunas y hasta atribuirlas al Estado o a comunidades como las de este Altiplano?
— Quienes así razonan desconocen la conexión profunda entre libertad y propiedad individual. Siempre he sido partidario de instituciones que dificulten o impidan tanto la concentración de la riqueza, que trae consigo el lujo, como los patrimonios exiguos que expanden la miseria y las actitudes serviles. Lujo y miseria son fuentes de pasiones y manipulaciones perturbadoras. Pero la impuesta unidad y uniformidad de educación y patrimonios ¿dejará de producir la codicia de honores, poder y riqueza? Lo que lleva a los hombres al crimen no es la carencia de lo necesario, que se pretende satisfacer con la comunidad de los bienes, sino la necesidad de extender sus deseos y aumentar sus placeres. Cuando las pasiones se desordenan, los hombres recurren al crimen para satisfacerlas y ustedes han podido comprobarlo en la frustrada historia de todos los comunismos modernos. Dije ya en mi tiempo: “Procúrese que el pobre tenga patrimonio y ocupaciones útiles, que la ambición se cure con la templanza. Que el hombre busque el verdadero placer en sí mismo, en el cultivo de la sabiduría para que no tenga que recurrir a medios extraños. Lo superfluo y no lo necesario es la causa de los grandes crímenes”. Y por eso defendí que “la más sabia de las leyes y la mayor de las virtudes serían aquellas que, consagrando el principio de la propiedad individual, llevasen a los ciudadanos a mirar sus bienes como comunes”.
— Maestro, usted nos llama a buscar las mejores instituciones, pero ¿acaso no son éstas las antiguas instituciones de nuestros antepasados que aquí se corrompieron por la conquista española y las influencias occidentales?
— No. A pesar de la grosería de tanto de lo antiguo siempre hay quien recurre a los mitos milenaristas en su ambición de poder. También era así en mi tiempo. Ya dije entonces que “las antiguas leyes y costumbres eran groseras y bárbaras”; que “la humanidad debe buscar, en general, no lo que es antiguo sino lo que es bueno”; que “nuestros remotos antepasados se asemejarían al vulgo y a los ignorantes de nuestro tiempo, y que no sería prudente conservar hoy sus pobres costumbres. La razón nos dice, además, que las leyes escritas no deben ser invariablemente conservadas”. La búsqueda de leyes, costumbres e instituciones mejores forma parte del esfuerzo por mejorar la polis y el bienestar de su gente. Son de lamentar, hay que hacerse perdonar y hay que aprender de los errores y hasta de los crímenes del pasado. Pero no es desde el pasado, sino del presente y mirando al futuro como construimos la virtud y las instituciones necesarias para el bienestar.
— Maestro, el bienestar es el fin de la polis, pero hay muchas formas de entender el bienestar, ¿la forma de entender el bienestar condiciona las instituciones y las virtudes de la polis?
— Desde luego. Para determinar qué República resulta la más adecuada necesitamos precisar primero qué forma de vida juzgamos preferente a las demás. Frente a los que hoy llaman ustedes utilitaristas, yo ya expuso en mi tiempo que el bienestar es inseparable de la virtud, del “bien vivir”. Ya dije hace mucho que el bienestar o felicidad no puede depender sino limitadamente de los bienes exteriores y que son ilusorios sin los que llamé bienes interiores. No habrá quien pretenda –dije- que un mortal pueda gozar de felicidad si no tiene valor, templanza, rectitud o prudencia; si tiembla al zumbido de una mosca; si se abandona a los excesos de la embriaguez y de la glotonería; si se halla dispuesto a sacrificar por un óbolo a sus amigos; se carece de reflexión como un niño o de inteligencia como un loco. Cuando la felicidad se centra en los bienes exteriores resulta en una pasión desordenada e insaciable. Los hombres tienen que convencerse de que “no son los bienes exteriores los que adquieren y conservan las virtudes sino éstas las que adquieren y conservan rectamente aquellos; de que la felicidad, ya se la considere en el placer, o en la virtud, o en ambas a la vez, es siempre patrimonio de los corazones más puros, de las más claras inteligencias, y que se ha hecho para los hombres moderados en el amor de los bienes, no para los pobres en virtudes aunque opulentos en fortuna”.
También distinguí en mi tiempo entre la fortuna, que puede nacer del acaso y los bienes exteriores, y la felicidad que es hija de la prudencia y la sabiduría. El mejor Estado será siempre aquél en que los ciudadanos, gracias a las instituciones, pueden practicar mejor la virtud y se aseguran así mayor felicidad. Por eso veo con simpatía las teorías de ese autor de origen indostánico, Amartya Sen creo que se llama, que ha contrapuesto a la absurda idea de la felicidad por el acceso a los bienes externos una noción de bienestar que coincide con la mía y que algunos burócratas internacionales denominan “desarrollo humano”.
— Pero Maestro, la gente en nuestras sociedades se jerarquiza según el nivel de consumo de bienes externos que puede permitirse. Sus doctrinas hoy suenan a moralismo antiguo, incapaz de detener el aturdimiento de los sentidos de la mayoría…
— Y de ahí proceden precisamente buena parte de sus problemas. Los que ustedes llaman liberales –con los que coincido en algunos aspectos, pero que no captan lo esencial- creen que basta con cumplir la ley para asegurar la unidad y el bienestar. Pero yo les digo que la ley sin la virtud no asegura el bienestar. Que si la polis no tuviera como fundamento la virtud sería como una lianza militar de cuerpos extraños y la ley una simple garantía de los derechos individuales sin poder alguno sobre la moralidad y la justicia personal de los ciudadanos como ya dijera el sofista Licofrón… Porque allí donde cada uno no mira como Estado sino su propia casa, allí donde la unión es una simple liga contra la violencia, si se examinan de cerca los elementos de asociación, se verá que no hay verdadera nación ni Estado. Felicidad y virtud, éstos son los fines del Estado y todas las instituciones deben ser consideradas como medios para llegar a ellas.
— Maestro ¿en qué consiste la virtud cívica? ¿es la misma que la virtud personal o individual?
— Obviamente no. La virtud cívica se refiere a la polis y tiene por objeto la conservación de la sociedad y el bienestar de sus miembros. Pero en la polis democrática la virtud tiene una relevancia especial. Sólo en ella puede hablarse propiamente de ciudadanos, que lo son porque todos, sin exclusión, pueden llegar a las magistraturas instituidas. Para eso la ciudadanía ha de ser activa y participativa. En Atenas llamábamos “idiota” al que no participa en la gestión de los negocios públicos y decíamos que el hombre sólo es ciudadano cuando se ocupa de los negocios públicos. Para ello necesita virtud cívica, es decir, virtud personal y habilidad. Porque la habilidad es tan necesaria al hombre de Estado como la virtud. Y por esto se ha dicho que debiera educarse especialmente a los hombres con vocación de mando. Pero yo digo que en una democracia todos los ciudadanos mandan y obedecen, por lo que su virtud consiste en saber hacer ambas cosas, que desde luego requieren habilidades muy diversas. Ya señalé que “en la República no hay ni amos ni esclavos, sino una autoridad que se ejerce respecto de seres libres e iguales por el nacimiento: la autoridad política en la que el futuro magistrado debe formarse empieza por obedecer él mismo. La obediencia es la primera escuela de mando”.
— Maestro, estamos desconcertados pues en nuestro tiempo todos pretenden ser demócratas; pero son tantos y tan diversos entre sí que la palabra “democracia” confunde ya tanto como ayuda ¿cómo aclararnos?
— No es una situación nueva la de ustedes, salvo en magnitud que hoy es mucho mayor. Ya advertí en mi tiempo el error de algunos escritores que no admitían sino una especie de democracia no viendo la inevitable, plural y diversa correspondencia entre el sistema de organización social, por un lado, y la constitución, las leyes y costumbres, por otro. Como entonces ya dije, cayeron en el error gravísimo de creer aplicables unas mismas leyes a todas las democracias. Veo que todavía siguen entre ustedes estos permanentes dañadores de la humanidad. Desde otro punto de vista, ya advertí también que entonces como hoy existen diversos niveles o calidades de democracia. A veces el pueblo limita su ambición a elegir los magistrados y a exigirles alguna responsabilidad. “Nuestros antepasados soportaban pacientemente la tiranía, como hoy el pueblo soporta los regímenes oligárquicos con tal de que no se les moleste en el cuidado de sus intereses y que pueda de este modo, si no hacer fortuna, liberarse de la miseria”. Esto que algunos de ustedes han llamado democracias de baja intensidad no se corresponde con la República. La mejor de las democracias, la República, exige igualdad y ejercicio efectivo de los derechos políticos como garantía de la libertad, cosa que es muy difícil sin cierta nivelación social.
Contra la llamada “libertad de los modernos” yo sigo creyendo que es en el ejercicio efectivo de los derechos políticos donde se adquieren las virtudes cívicas y se garantiza la libertad. Es así como se consigue también que las funciones públicas sean desempeñadas por los ciudadanos más recomendables con el consentimiento del pueblo y sin despertar su envidia, pues deber ser ideal irrenunciable de la República que gobiernen los mejores sin que el pueblo sufra opresión. Las instituciones sabias han de procurar este resultado. Pero sin olvidar que en la República el ordenador supremo nunca es el magistrado sino la Ley. Cuando no impera la Ley triunfan la demagogia y el despotismo de los muchos, como dijo Homero. Sin las bridas de la ley, el pueblo se hace tirano y muchos de los que ustedes llaman hoy comunicadores se convierten en sus aduladores demagógicos. Pero como ya dije en mi tiempo “esta deplorable demagogia no es una Constitución porque no puede haberla sin la condición de la soberanía de las leyes. No hay República allí donde la ley no es ordenadora suprema”.
— Maestro, usted se ha referido a un tema muy debatido en nuestro tiempo ¿existen mejores y peores condiciones económicas, sociales o culturales para la República?
— Claro que sí. Y es deber de todos los republicanos luchar para crear las mejores donde no existan y conservarlas allí donde ya se hallen. Dije terminantemente en mi tiempo, y nada ha pasado que no me reafirme en ello, que “las clases medias son el fundamento de la República”. Hice en mis obras de madurez un canto a estas clases, las más dispuestas a seguir la voz de la sabiduría, que hoy, en estas tierras donde tan escasas son, me complazco que reiterar:
“Ved al rico orgulloso de sus ventajas; ved al pobre agobiado por la miseria y la humillación: ambos desoyen la voz de la justicia. Insolentes unos y perversos otros, cometen los grandes y los pequeños crímenes. Ambas clases son perjudiciales para el Estado. Los hombres poderosos por su riqueza, su fuerza o sus amistades, no quieren ni saben obedecer; es en ellos la altivez hereditaria y comienzan a despreciar la autoridad en la misma escuela. Los pobres, por el contrario, se degradan por la miseria; incapaces de mandar, obedecen como esclavos, mientras que los ricos, que no saben obedecer, mandan como déspotas. No hay entonces en el Estado hombres libres. ¿Dónde hallar la amistad y esa benevolencia mutua que es a la sociedad lo que el alma al cuerpo? No hay viaje posible con un compañero odioso. La República debe componerse de elementos semejantes. Tal es la clase media, destinada casi naturalmente a la organización y gobierno del Estado. No desea los bienes ajenos como los pobres; su fortuna no es envidiada como la de los ricos; no conspira; vive y da seguridad. Inclinándose a uno u otro lado restablece el equilibrio e impide que se forme excesiva preponderancia alguna. Allí donde los poderosos están en contacto con los indigentes, pronto aparece una furiosa demagogia o una oligarquía despótica. La clase media está menos expuesta a estos excesos. Jamás se insubordina y siempre respeta y pide el respeto de la ley. Allí donde es la más numerosa, la democracia se hace estable, va cambiando incesante y sabiamente. Allí donde es minoritaria, el Estado se parte fácilmente en dos enemigos…”
— Maestro ¿podría darnos algunas recomendaciones para asegurar la pervivencia de la República?
— La primera obligación del legislador no es organizar el gobierno sino asegurar la estabilidad de la República. Para ello debe tenerse en cuenta que la primera causa de las revoluciones es la falsa aplicación del principio de igualdad. Iguales en la libertad, muchos hombres han querido la igualdad en la riqueza y han provocado las más diversas demagogias. Desiguales en la riqueza, otros han pretendido instituir la desigualdad en los derechos políticos y han provocado las oligarquías. Por eso no me cansé de reiterar que “la verdadera República, en que domina la clase media, es el gobierno más estable y el que se aproxima más al popular”. Tan cierto como que “la verdadera garantía del buen gobierno es el cumplimiento de las leyes, de las que debe impedirse toda transgresión”.
Aunque todo ello no es más importante que otra de mis recomendaciones: evitar la excesiva concentración de poder, pues “no debe hacerse a un ciudadano demasiado grande ya que la prosperidad corrompe a los hombres y no todos son capaces de soportarla”. Por eso recomendé que “las leyes deben impedir a un ciudadano hacerse demasiado poderosos por su fortuna o por su crédito”. También recomendé crear una magistratura para observar cuidadosamente la conducta de aquellos cuya vida no esté de acuerdo con la Constitución y no perder de vista los aumentos de prosperidad y fortuna. No menos importante es que la legislación procure que quienes desempeñan los cargos públicos posean el talento para los negocios y la virtud y justicia que cada uno de ellos exige, así como que no puedan enriquecerse con su ejercicio. Finalmente, para conservar la República es preciso que el pueblo se guarde de querer repartir los bienes de los ricos y aun de tocar sus usufructos, aunque hará muy bien en quitarles lo que ustedes llaman ahora la dirección cultural de la sociedad, por más que se empeñen en pagarla. Hagan siempre lo posible para que las fortunas tiendan a nivelarse y los pobres acomodados sean cada vez mayores en número. No me parece que las cosas les estén yendo demasiado bien en este aspecto. Pero cada tiempo tienen sus afanes: el de ustedes no debiera ser ya el degeneración de mayores riquezas sino el de la nivelación de la pasión por ellas.
— Finalmente, maestro, ¿qué mensaje podría dar a los estudiosos de la ciencia política que usted tanto contribuyó a fundar?
— Que no olviden que todas las artes y ciencias tienen como fin el bien. Ni que así como el bien más importantes es la justicia, es decir, la utilidad general, la ciencia más importante es la política. Ésta es la ciencia de los gobiernos, a la que corresponde determinar la mejor forma de gobierno y las condiciones de su posibilidad. Ella debe ayudar a comprender qué constitución conviene adoptar a los diversos pueblos. Esta ciencia es necesaria al legislador y al hombre de Estado pues ellos deben ser capaces de juzgar una Constitución cualquiera y de asignar, en vista de los datos de la realidad, los principios que deben hacerla viable y asegurar su duración. De otro modo, la polis no tendrá un buen gobierno por haber descuidado esta ciencia.
Desperté con el balbuceo de un “gracias colega” que me avergonzó. Pero entre sueños, inquietudes, acciones y andares, fortuna y virtud, discurren estos diálogos republicanos, el primero de los cuales acabo de tener el impudor de revelar.