(Por inspiración y en homenaje a Rafael del Águila)
Autor: Francesc Vicenç
Agazapados en el lado oscuro de las democracias
Hibernan perversos ideales
Esperando ansiosos el momento aciago
Para cubrir con mantos de lisonjeras apariencias
Los abyectos proyectos del poder por el poder
No hay ideales más peligrosos que los que desconociendo las contradicciones de la naturaleza humana y las lecciones de la historia y considerándose poseedores de una verdad que no admite discusión infectan en la gente la ilusión de mundos carentes de contradicciones, de mundos de armonía y hermandad perfectas cuya realización, impedida por unos pocos miserables y sus falsas verdades, lo justifica todo.
El nihilismo, la locura, la estupidez, la maldad, el rencor o la mera ambición no bastan para explicar la violencia desatada, los asesinatos en masa, las guerras totales, las limpiezas étnicas, los exterminios masivos, los campos de concentración… en definitiva, el largo panorama de las diversas barbaries que han asolado nuestro tiempo. Sin grandes, extremados e indiscutibles ideales no habría sido posible tanto desgarro humano. Cuanto mayor sea la fe ciega en los ideales más legitimados se sentirán los fieles a cometer todo tipo de excesos. Ninguno de ellos se considerará asesino. Estos criminales, terroristas, exterminadores o genocidas se autojalean y elevan siempre a la condición de agentes instrumentales y heroicos de un gran ideal.
En realidad el problema no está en los ideales ni en las creencias sino en cómo los asumimos y en cómo creemos. Los ideales son necesarios para generar la tensión creativa que nos hace superar nuestra condición actual, mejorando nuestras potencialidades y capacidades de adaptación y supervivencia como individuos y como sociedades. Al servicio de los ideales se halla la imaginación humana que es la potencia intelectual y emocional que nos permite visionar y explorar brumosamente otras realidades posibles. Sin esta capacidad, tan singularmente humana, difícilmente habría sobrevivido nuestra especie. Nuestra lógica evolutiva es la producción de ideas y de técnicas que al ser socializadas permiten nuestra expansión demográfica y territorial a la vez que nos hacen transitar a formas sociales crecientemente complejas. Nada hay, pues, más naturalmente humano que los ideales. Carecer de ideales no nos hace realistas sino inhumanos o poco o malos humanos.
Pero la historia humana está llena de ideales perversos. Hoy sabemos ya que lo son todos los que se proclaman como absolutos, ciertos e ineludibles. Son como son y no pueden ser de otra manera. No admiten discusión. Y cuando para implantarse exigen un poder absoluto (por más que se envuelva en ropajes democráticos), la maquinaria del crimen se pone en marcha.
Dogmáticos, fanáticos
Optimistas del mal
Moralmente encallecidos
Se ofrecen para destrozar el presente
En nombre de la perfección indubitable del futuro
Que dicen encarnar.
E inventan hombres nuevos
O prístinas arcadias originarias
Que inoculan en mentes primitivas
Para justificar los heraldos negros
De la pasión abyecta del poder.
Hechas plomo sus calaveras
Estos militantes del exceso
No permiten discusión ni duda.
Un Dios centelleante
Quinientos años de opresión
Una ciencia exacta
Un racismo científico
Una identidad indudable
O la salvación del alma
La misión histórica
La emancipación humana
La pureza perdida
La autenticidad recuperada
O la democracia global…
Tanto da
Nos sobran ideales para estallarlo todo
Y retorcer el mundo si se resiste.
No deberíamos olvidar demasiado pronto las lecciones del siglo XX, uno de los más paradojales de la historia porque si, por un lado, gracias a los avances científico-técnicos, ha visto quintuplicarse la especie e incrementar la expectativa de vida humana a niveles antes inconcebibles, por otro, ha sido el siglo más terrible, brutal y despiadado de la historia.
Se inauguró con un genocidio de un millón y medio de armenios a manos de los turcos. La Primera Guerra Mundial dejó 8 millones y medio de muertos en las trincheras y 10 millones entre la población civil. La revolución rusa de 1917 y la subsiguiente guerra civil produjeron 5 millones de muertos; las represiones posteriores y las hambrunas añadieron al menos 10 millones más; el posterior “Archipiélago Gulag” elevó esas cifras en varias decenas de millones en nombre de la “emancipación humana”. La guerra civil española añadió un millón de muertos a los records europeos. Y llegó lo peor: la Segunda Guerra Mundial con 35 millones de muertos y la inauguración de los exterminios étnicos planificados y burocráticamente ejecutados: más de 6 millones de judíos y un número incontable de homosexuales, discapacitados o deficientes mentales pasaron por las cámaras de gas. En los campos de concentración japoneses, como en los alemanes, se experimentó con humanos. Los aliados bombardearon la población civil en Alemania y produjeron 200.000 víctimas en Hiroshima con fines “disuasorios”. Las cifras del exterminio en las guerras coloniales africanas son más inciertas porque no se registraban en la contabilidad de los imperios. Hemos continuado con la proliferación de guerras étnicas: en Camboya 2 millones de personas fueron exterminadas por los jemeres rojos; en la región africana de Los Lagos, en poco más de dos semanas, se exterminó a un millón de personas a machete. Sin contar la crueldad de las innumerables dictaduras y las falsas democracias que ha soportado y soporta la humanidad. Hasta llegar al terrorismo global indiscriminado, suicida y apocalíptico y a la barbarie de la guerra de Irak.
Todo esto ha sido realizado no por psicópatas del mal (aunque no han faltado) sino por personas sencillamente normales, pertenecientes a veces a sociedades extremadamente refinadas, en nombre, eso sí, de grandes ideales. El siglo XX ha inaugurado una nueva fase del terror a nosotros mismos. Theodor Adorno se preguntaba si era posible hacer poesía después de Auschwitz. Hanna Arendt veía el surgimiento de lo impensable en el mundo. Tras aquello “ya no nos queda sentido; ya no es aceptable mantener la fe en que dios o la naturaleza o la razón o la historia darán sentido al horror, lo colocarán en una narración consoladora, significativa, balsámica, que explicará el terrible pasado y nos preparará para el futuro. Ya no podemos decir que ese exterminio brutal y despiadado, encontrará sentido en el plan de una providencia benévola, en las fases liberadoras de un progreso humano racional, en los propósitos de una naturaleza benigna, en los proyectos de una historia emancipadora, que darán significado y coherencia al dolor y al mal del mundo. Esta barbarie nos ha llevado al límite.” (Rafael del Águila).
Uno de los efectos de las ideologías es la sustitución de los sentimientos naturales de compasión, piedad, simpatía y empatía humanas por cadenas de razonamientos cada vez más abstractas y alejadas de los humanos concretos dolientes. Rousseau decía que al negar los sentimientos y emociones naturales y pretender basarnos sólo en la razón nos volvíamos inevitablemente egoístas y crueles. Hoy sabemos que la genealogía de la moral es racional y sensible a la vez y que la pérdida de sensibilidad por la persona nos lleva a un tipo de sabiduría capaz de justificar las masacres. Rousseau ironizó al respecto: “Sólo los males de la sociedad entera turban el sueño tranquilo del filósofo y lo arrancan de su lecho. Se puede degollar impunemente a un semejante bajo su ventana; no tiene más que taparse los oídos y argumentar un poco para impedir a la naturaleza, que se revuelve en él, identificarse con ese a quien se asesina”.
Los ideales ciegos, cerrados, indiscutibles, dogmáticos, multiplican las oportunidades de ejercer el mal sobre otros seres humanos manteniendo la buena conciencia. La moral revolucionaria nos obliga a no detenernos frente a las mojigaterías morales de las clases medias. Mientras nos sigan las multitudes no podemos estar en el error. Nietzsche decía que “todos los ideales son peligrosos porque rebajan y estigmatizan lo real”. El vínculo entre ideales y maldad son los fanatismos y dogmatismo. A medida que los fanáticos se alejan de la realidad mayor es la fuerza que desarrollarán para crearla. El totalitarismo está siempre por eso en su horizonte. La creación de la realidad mediante la intimidación, el miedo, el terror, prometerá la verdad mediante la mentira, la liberación total mediante la total sumisión. Alexander Solzhenitsyn lo ha expresado contundentemente:
“A los malvados shakesperianos les bastaba con una decena de cadáveres para ahogar la imaginación y la fuerza del espíritu. Inocentes. Eso les pasaba por carecer de ideologías firmes. ¡La ideología! He aquí lo que proporciona al malvado la justificación anhelada y la firmeza prolongada que necesita. La ideología es la teoría social que le permite blanquear sus actos ante sí mismo y ante los demás y oír, en lugar de reproches y maldiciones, loas y honores. Así, los inquisidores se apoyaron en el cristianismo; los conquistadores en la mayor gloria de la patria; los colonizadores en la civilización; los nazis en la raza; los jacobinos y los bolcheviques en la igualdad, la fraternidad y la felicidad de las generaciones futuras”.
No hay nada más peligroso que el optimismo ciego, la creencia en el proyecto y su realización inmediata. Heidegger se hace nazi cuando es optimista, cuando cree que la tendencia a la decadencia del mundo es reversible y que la alternativa nazi es un modo válido y viable de hacerle frente. Sartre se hace estalinista cuando es optimista, cuando cree que el movimiento comunista puede transformar el mundo y superar definitivamente sus injusticias, y lo cree sin fisuras ni vacilaciones. El peligro está siempre en los optimistas ebrios de poder armados de ideales y dispuestos a legitimar implacablemente los medios transgresores necesarios para su realización.