Autor: Manuel Calbet
La idea de un gobierno mundial no es ninguna novedad, pues hace ya siglos que se han ocupado de ella filósofos, políticos, escritores y conversadores de café. Pero también es cierto que existe una gran variedad de posibles formas de gobierno mundial y que las ideas, afortunadamente, evolucionan con el tiempo. Cualquier forma de gobierno supone un espacio de soberanía, categoría política que no deja indiferentes a personas e instituciones: hay una resistencia a cederla, sea a niveles superiores, inferiores o laterales, pero también hay una tendencia a imaginar y desear gobiernos de más alto nivel para imponer las normas que se creen convenientes, necesarias, o simplemente que satisfacen intereses propios.
La imposición por la fuerza o la amenaza ha sido una constante histórica. La historia de los imperios, que normalmente se nos relata como ejemplo de organizaciones sociales, políticas y militares eficaces y admirables, no es sino una historia de imposición por la fuerza, de drenaje y explotación de recursos, y de muerte, sufrimiento y esclavitud. Resulta incomprensible cómo se sigue explicando la historia a base de mitos, hazañas militares y enfrentamientos entre el bien y el mal. Es falso que quien no estudia la historia está obligado a repetirla; quien se ve obligado a repetirla es quien la estudia de esa manera, se la cree, y busca resucitar los antiguos mitos en nuevos imperios.
Bajo la presidencia de Bush, los Estados Unidos de América se arrogaron el papel de gobierno mundial, combinando la amenaza y la intervención militar, e intentando convertir los organismos internacionales en valedores e instrumentos de sus políticas unilaterales.
La idea de un organismo supranacional basado en la presunta bondad de los valores que promueve o de las personas que lo forman es absolutamente errónea. En cuanto a los valores, la consideración de alguno de ellos como supremo ha servido para justificar atrocidades. Los “valores supremos”, cuando son colocados por encima de los derechos humanos destruyen la dignidad humana y la vida misma. En cuanto a las personas, es la calidad de la institución lo que permite que realicen un buen trabajo y evita la corrupción.
Una entidad supranacional ha de ser democrática, más allá del proceso electoral. Tan importante como la elección democrática de los que ejercen el poder, es el control de cómo se ejerce el poder, y para ello se necesitan dos elementos: transparencia y rendición de cuentas. Y, por supuesto, ha de ser multilateral, pues la imposición de una potencia hegemónica solo garantiza la aparición de un nuevo imperio.