Autora: Ada Benavides
Unos gentiles amigos latinoamericanos, del lado “zurdo”, me invitaron a la presentación en el Círculo de Bellas Artes de Madrid del libro de Amparo Rubiales, Una Mujer de Mujeres (Aguilar 2009). En la Mesa dos comentaristas de lujo: Felipe González y Pilar del Río. El auditorio más gongorista que quevediano; el público austero y desigual, con rostros de haber vivido lo más y mejor de la transición española; muchas mujeres, cuidadas, pero de las que no quieren abandonar los signos de los sufrimientos pasados ni la conciencia de las batallas pendientes. La autora, sin duda una mujeraza, desnuda púdicamente su vida en un texto sencillo, de muy buena factura literaria, que emociona más de una vez y hace pensar siempre. Su interés desborda el ámbito de los zurdos, en el que nuestra autora se ha movido siempre.
En realidad, la biografía de Amparo es en gran parte la crónica mixta, exitosa y frustrada, de la mayor transición vivida por la sociedad española en particular y el mundo desarrollado en general: del cambio del rol familiar, económico y social de las mujeres; de las reformas constitucionales y legales y de la ampliación de derechos para su igualdad; de la nueva manera en que se ven a sí mismas y al otro género, de los grandes espacios conquistados por las mujeres en todos los ámbitos; de los nuevos modelos de familia; de los nuevos problemas y desafíos generados por todo ello… y, a pesar de todo, de la pertinaz persistencia de la desigualdad de género. El núcleo duro del poder en las empresas, la alta administración, la política, los medios de comunicación o las iglesias sigue siendo un mundo masculino y, las más de las veces, añado yo, machista.
Amparo es ante todo una luchadora por la igualdad. Comenzó esa lucha en sus años mozos, dentro del marxismo más heterodoxo, democrático y humanista, que la acabó llevando al socialismo democrático del que ha sido una de las dirigentes femeninas más destacadas. Su lucha por la igualdad se fue orientando progresivamente hacia la igualdad de género, consciente como sólo puede serlo una mujer, de que ésta es la más transversal de todas las desigualdades. Como ella señala, el sufrimiento de la desigualdad es muy desigual en los países ricos y pobres, en las mujeres educadas y las que no, en las que tienen estructuras familiares y relacionales de apoyo y las que no. Pero en todos y cada uno de estos ámbitos las mujeres siguen sufriendo discriminaciones que interrogan la conciencia ética de nuestro tiempo. Aunque no pertenezco a la familia ideológica de Amparo Rubiales, coincido con ella en que la lucha por la igualdad debería unirnos a todas las mujeres del mundo, siempre que respetemos el pluralismo de soluciones que propongamos para superarla.
El feminismo no puede dejarse enredar en un conjunto polémico de disgresiones sobre lo que las mujeres son o deberían ser. El fundamento del feminismo es una teoría de la justicia democrática: el compromiso por superar todas las discriminaciones que aún nos impiden ser dueñas de nosotras mismas y disfrutar de una igual libertad (Amelia Valcárcel). Pues lo cierto es que hoy, a pesar de las leyes de igualdad aprobadas, de los gobiernos paritarios, de haber ocupado espacios que antes nos estaban vedados en todos los ámbitos de la vida, seguimos sin ser efectivamente iguales. El feminismo de la lucha contra las desigualdades de género es un componente irrenunciable de la lucha democrática. El feminismo de la construcción democrática de otros modelos (plurales) de igualdad de género no puede ser un arma arrojadiza en la lucha entre partidos políticos casi indefectiblemente controlados por hombres.
La mirada de la mujer descubre realidades que los hombres no perciben. Amparo nos advierte que las mujeres “siempre hemos tenido menos poder que los hombres en el aparato de los partidos” (la verdadera fuente del poder) y que “cuando hemos ocupado un puesto electoral u orgánico, lo ha sido por designios de un ‘dedo masculino’, que nos ponía o quitaba, aunque luego se revistiera de ‘proceso democrático’… Las mujeres pasan por la política, los hombres la hacen… Por ese motivo he repetido una y otra vez que las mujeres hemos de tener poder propio, nuestro poder, porque no basta con que éste sea delegado por los hombres; en los partidos políticos, incluido el mío, que ha apostado realmente por la paridad, el poder de decisión lo administran ellos y, en consecuencia, es muy difícil consolidar la presencia y el liderazgo de las mujeres”.
Como mujer de la derecha democrática, plenamente comprometida en la igualdad de género, me sumo a las argumentaciones de Amparo y quiero llevarlas algo más allá. La pregunta es ¿por qué a pesar del voto, la igualdad legal, las cuotas, la paridad, las medidas antidiscriminatorias, la ocupación progresiva de nuevos espacios y hasta la representación política cuantitativamente igual… el poder sigue siendo de ellos?
Una primera razón es que nuestra discriminación real en el ámbito económico, salarial y laboral unido a que somos nosotras las que soportamos la exclusiva o la parte más pesada de las cargas de la reproducción social y del cuidado familiar, hacen que nuestras posibilidades de acceso y participación en la vida interna de los partidos políticos se encuentren muy disminuidas. Lo que las leyes de igualdad han hecho es favorecer el ascenso de las pocas mujeres que pueden hacer vida política y de partido; pero apenas han comenzado a eliminar los obstáculos económicos, sociales, familiares y culturales que siguen barrando el acceso de las mujeres a los partidos, a la política y al poder real. No es, pues, en las discriminaciones políticas, sino en la sociedad y en la cultura, donde hay que buscar la causa de porqué el poder político se nos escapa porfiadamente.
Al comentar este punto con un grupo de amigas españolas y latinas con cierta experiencia política, algunas me hicieron ver que la estructura y el funcionamiento interno de los partidos tenía un componente de lucha por el poder dudosamente democrático, escasamente atrayente para muchas mujeres, en el que se acomodaban principalmente las que ya aceptaban una posición, quizás importante, pero siempre delegada, otorgada y subordinada a “ellos”. Las relaciones de género en el interior de los partidos –argumentaban- no servían para corregir sino para reproducir las relaciones de poder de género. En otras palabras, se habían conquistado más espacios, pero no se habían alterado las relaciones de poder. El que muchas mujeres llegaran a ser poderosas no significaba que transformaban el fuego sagrado del poder patriarcal sino que se habían convertido en temidas sacerdotisas de su culto. Y en la escalada hacia el pináculo del templo habían adoptado conceptos, lenguajes, sensibilidades y valores de los sumos sacerdotes de siempre. Se nos está permitiendo llegar a los aledaños del poder a condición de que no transformemos su naturaleza, de que no nos rebelemos ante la miseria de sus símbolos, sus mentiras, su obscenidad, sus ocultaciones, sus humillaciones, su arrogancia, su opacidad, su corrupción y sus abusos, su ansia de eternización, su ego exaltado, su falta de verdadero compromiso con las personas, su sufrimiento, su cuidado, sus miedos, su apoyo, su sustitución de las personas por las estructuras y las doctrinas abstractas… A condición en definitiva de que no nos rebelemos ante el machismo profundo del poder.
Porque la realidad del poder no es neutral desde el punto de vista de género. El poder no es un dato de la naturaleza sino un constructo social institucionalizado en reglas, símbolos, comportamientos, astucias, crueldades, miserias, alguna ocasional grandeza y lenguajes acrisolados en siglos de sociedades patriarcales que han excluido a las mujeres de la esfera pública. En el español más popular y horrendo de España, una mujer política que hace cosas que gustan es calificada de “cojonuda”, mientras que un hombre político plúmbeo y sonso es calificado de “coñazo”. Amparo nos lanza el reto de superar de una vez el lenguaje sexista, a pesar de todas las burlas y las incomprensiones.
Mujeres de todos los países, ricas y pobres, de izquierdas y derechas, ya somos la mitad de un cielo que hoy ya es, pero sólo es, una posibilidad histórica. Si queremos tener el pleno control de nuestras vidas y vivirlas en igual libertad con los hombres tendremos que profundizar en la naturaleza del poder real que existe, desentrañar sus máscaras y sus mitos, a veces ocultos tras leyes de supuesta igualdad, y plantear una transformación no sólo de las relaciones de poder entre géneros sino de la naturaleza del poder para hacerlo habitable por hombres y mujeres en condiciones de real igualdad. Esta no sólo es una gran tarea de género. Es también una gran, quizás “la” gran tarea democrática.
Gracias a todas las Amparos.