Riesgos totalitario en el Siglo XXI
Autor: Joan Prats
No hay democracias plenamente consolidadas. Ninguna democracia alcanza el punto de no retorno a los autoritarismo y totalitarismos. La historia de las democracias ha sido siempre corta, espasmódica e imperfecta. La visión de la democracia por fases de transición y consolidación carece de fundamento empírico y teórico. Las democracias pueden estancarse, corromperse, envilecerse, retroceder, ser capturadas por grupos de interés o coaliciones incapaces de atender al conjunto de la población… O pueden seguir avanzando.
La mera existencia de una institucionalidad formalmente democrática no garantiza un proceso político vivo que se corresponda con el gobierno de la gente, por la gente, para la gente y con la gente. La desafección política que hoy registran tantos países del mundo no expresa ninguna desafección a “la” democracia como ideal político. El ideal democrático hoy no tiene competidor a los ojos de la gente en todo el mundo (incluidos los países no democráticos o muy imperfectamente democráticos). La desafección se da respecto del modo en que funcionan las reales y concretas democracias.
No debería hablarse de consolidación democrática ni siquiera cuando las democracias ruedan bien. Esto se debe a que la democracia, normativamente, es un ideal muy exigente que siempre mantendrá a los verdaderos demócratas en tensión creativa. Hay “escalas de democracia”. La calidad de la democracia es uno de los temas de nuestro tiempo. Democracias y demócratas los hay de primera, segunda, tercera y cuarta. Las exigencias mínimas para reconocerse como demócratas son elecciones competitivas y libres que permitan al menos la rotación en el poder de unas elites que, sin el mecanismo electoral, acudirían a la conspiración y al golpe de estado permanentes. En la cima de la calidad democrática se sitúan aquellos sistemas políticos que tratan de aproximarse al ideal de un derecho real y efectivo de todo/as lo/as ciudadano/as a la participación política igual y libre.
Un verdadero demócrata, un demócrata de primera, no se conforma con una democracia electoral. Y menos si está trucada. Cree y quiere que en la polis democrática toda persona tenga, de verdad, el mismo derecho de participación política, y que pueda ejercerlo en libertad real y efectiva. Por eso, como demócrata, se esfuerza por que se creen las condiciones económicas, políticas, sociales y culturales para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas. Por eso, como demócrata, combate toda forma de discriminación. Por eso, como demócrata, combate contra la pobreza y las desigualdades más graves, pues éstas provocan que unos seres humanos sean instrumentos de la vida de otros, a la vez que constituyen el terreno abonado para el clientelismo, los populismos y las democracias de elites cerradas.
Normativamente considerada la democracia siempre será una construcción social inacabada, esperanzadora y amenazada a la vez. Siempre se registrarán oportunidades y amenazas para avanzar o retroceder en la participación política igual y libre. Pero ¿por qué esta vara de medir? El fundamento es axiológico, o lo tomas o lo dejas: si crees en la igualdad de todos los humanos (y no ante dios o en la otra vida, sino en ésta) y si crees que la dignidad humana exige la libertad (creencias éstas que son absolutamente nuevas en la historia y que en absoluto son hoy universalmente compartidas), tendrás que conceder que los humanos serán tanto más dignos e iguales cuanto más real y efectivo sea su derecho a la participación política igual y libre. Si los que deciden no cuentan con mi participación, se convierten en tiranos más o menos benevolentes o malvados, y mi dignidad en todo caso se resiente.
Los demócratas somos igualitarios en un doble sentido: por un lado, combatimos cualquier forma de discriminación y de tiranía y, por otro, luchamos por crear las condiciones de la “igual libertad o dignidad”. Nuestro igualitarismo no es nivelador de fortunas. Se satisface con que a nadie le falten los medios básicos para no tener que humillarse ante nadie. La calidad de las instituciones democráticas se mide por cuánta participación política igual y libre incentivan y permiten.
Ninguna democracia puede conjurar plenamente el riesgo de involución. Las democracias no sólo pueden deteriorarse en su calidad y decaer, sino que pueden caer en los agujeros negros de los autoritarismos y los totalitarismos. Una de las razones para ello es que, en muchos países de reciente democratización, las instituciones formales democráticas son muy epidérmicas y conviven con instituciones informales, prácticas y culturas políticas que son pre o anti democráticas (esta contradicción no se resuelve desde luego declarando, por ejemplo, que los usos y costumbres de las comunidades originarias, constituyen sin más, sin necesidad de deliberación ni evaluación previa, por el mero hecho de existir, aún inciertamente, una “democracia comunitaria”).
Pero las democracias más instaladas, a veces llamadas “avanzadas”, también pueden caer. De hecho los totalitarismos no siempre llegan por vía revolucionaria como hicieron los bolcheviques en 1917 o los cubanos en 1959. También hay vías democráticas a los totalitarismos, boquetes abiertos en la nave democrática por la corrupción, la incompetencia o la dureza de los desafíos, por donde se cuelan electoral y democráticamente proyectos de poder que, conscientemente o no, llevan ínsitas las semillas del totalitarismo.
Porque lo cierto es que el siglo XX no agotó las formas posibles de totalitarismo, a pesar de habernos ofrecido una gama bastante diversa de ellos.
Los regímenes de Stalin y de Mussolini muestran que los totalitarismo pueden adoptar formas diversas e internamente evolutivas. El fascismo italiano, por ejemplo, no adoptó oficialmente el antisemitismo sino en el último momento y por la presión alemana. Stalin introdujo algunas políticas progresistas: promoción de la alfabetización y la atención sanitaria masivas; incentivos para las carreras técnicas y profesionales de las mujeres y, por un breve lapso de tiempo, promoción de las culturas minoritarias.
Los regímenes nazi y fascista fueron impulsados por movimientos revolucionarios cuyo objetivo fue no sólo apoderarse del poder del estado, reconstituirlo y monopolizarlo, sino también lograr el control de la economía. Controlando el estado y la economía, los revolucionarios lograron la influencia necesaria para reconstruir y luego movilizar la sociedad. Los totalitarismos tienen la capacidad para adoptar formas locales diversas y evolutivas, algunas de las cuales se presentan inicialmente como democráticas y hasta como revoluciones democráticas. Lejos de haberse agotado en sus versiones del siglo XX, los totalitarismo de hoy disponen no sólo de nuevas vías de hundimiento democrático sino de nuevas tecnologías de control, intimidación y manipulación masiva que pueden superar de lejos las de los tiempos pasados.
Hay ciertas tendencias en nuestras sociedades que propenden a alejarlas del autogobierno, del imperio de la ley, del igualitarismo y del debate público ponderado, para acercarlas a lo que Wolin ha llamado “democracias manejadas” (managed democracies). Estas tendencias son las semillas de los totalitarismos de nuestro tiempo, que no son únicas, sino que, por así decirlo, son producidas en cada proceso de deterioro democrático. Para verlas, ¡atención a los mitos!
Todos los totalitarismos, incluidos los que acceden al poder democráticamente, envuelven su proyecto en mitos que obviamente tratan de presentar como “científicos” a través de los diversos intelectuales que se prestan a la tarea. Pero ¿qué queda hoy del cientifismo nazi o de las ciencias sociales revolucionarias marxistas con los que se aterrorizó toda vida intelectual? Un manto de oprobio y de vergüenza cubre aún a los supervivientes. Los más honestos, espantados, se han enterrado en el silencio. Los otros, han buscado nuevos mitos y nuevos “científicos” en los que envolver el viejo proyecto de poder.
La guerra permanente contra el enemigo oculto y destructor que emprendió el gran hermano del norte, el presidente Bush, se presentó como una guerra sin fin entre el bien y el mal. Una guerra que exigía el alineamiento pleno y el sacrificio de las libertades. Para los neoconservadores norteamericanos el carácter único y virtuoso de América para la humanidad toda, su ejemplo ante el mundo, la universalidad de sus creencias, sus valores dados por dios al mundo… justificaban cualquier cosa. “¿Qué hay de malo en la dominación –llegaron a preguntarse- cuando ésta sirve a sólidos principios y altos ideales?”. Prisioneros sin derechos, secuestros, encarcelamientos, traslados a terceros países, vejaciones, torturas… Por un lado el Bien, nosotros, por otro, el Eje del Mal, ellos. Ante esta descalificación moral sin matices, el tratamiento político de los problemas resulta imposible. Con el Mal no se negocia ni podemos limitarnos a aplicar la ley. La moralización muta en maniqueísmo agresivo, se consuma la confluencia entre extrema derecha cristiana y neoconservadurismo, y la guerra debe convertirse en preventiva.
Entre nosotros, el bolivarismo primero y el evismo mutado en indigenismo después, combinados con un renovado y embravecido antiimperialismo, empujan movilizaciones sin fisuras en las que el que se atreve a pensar es porque no puede darse cuenta de que el “Proceso” es más grande que todos nosotros. Los costes que todo esto va a tener serán pequeños en términos de vergüenza pues, como señaló Jorge Santayana en relación al nazismo, a medida que se pierden los objetivos y queda el poder desnudo como única razón, el cinismo y la corrupción hacen metástasis. Entonces el mito es más necesario que nunca: la Gran Causa lo justificará y nos redimirá de todo. Los que lo ven de otro modo es que no se han desprendido de prejuicios morales pequeñoburgueses tan propios del mestizaje y de las clases medias urbanas occidentalizadas. Pero los costos en términos de democracia, de polarización, de producción, de aprendizaje colectivo y hasta de unidad nacional pueden ser mayúsculos.
El mito no opera por sí solo sino acompañando a una voluntad de poder; pero no de un poder cualquiera sino de un poder férreamente determinado, resuelto, preparado para vencer en todos los lances, sin miramientos ni complejos, más allá de toda reflexión. El poder envuelto en el mito. El líder puede haber alcanzado democráticamente el poder, pero pronto promoverá rituales que dejen claro que su autoridad no es sólo ni fundamentalmente democrática. Mientras las elecciones sirvan –todo lo arregladas que se pueda- se utilizarán como fuente de legitimación. Pero el mito del “Proceso hacia la Gran Causa” se mantendrá vivo, se alimentará simbólicamente de modo permanente y se echará mano de él cuando los “ardides imperialistas y oligárquicos” degraden la conciencia y la voluntad popular y los resultados electorales se vuelvan dudosos. El mito justificará que el poder ganado democráticamente no se ejerza con los frenos y los contrapesos de todo poder democrático. Hasta las Constituciones promulgadas pasan a ser meros recursos del proyecto de poder. No se han hecho para cumplirlas sino para avanzar hacia un poder liberado de todo control.
El mito presenta una narración de hazañas, no un argumento ni una demostración. No pretende hacer inteligible el mundo, sólo lo hace dramático. Su relato justifica las acciones pasadas, presentes o futuras de los héroes míticos, no importa lo sangrientas, desalmadas, destructivas o repugnantes que sean. Los soldados del imperio del bien o de la revolución democrática tienen privilegios, les corresponde el derecho de desarrollar acciones que están negadas moralmente a los demás. Los mitos alcanzan a veces caracteres cósmicos, formas dramáticas con aspiraciones épicas. No plantean contiendas dentro del pluralismo democrático sino pugnas inevitables, necesarias, entre fuerzas irreconciliables. Por eso no les basta la política ordinaria. La fuerza envuelta en el mito se ve a sí misma como actuando en defensa del mundo amenazado por el Mal o de los excluidos por quinientos años que ahora han de desarrollar la épica descolonizadora. El enemigo no es un opositor político. Es un conspirador diabólico que está detrás de cualquier pliegue de la realidad que inquiete al poder. El poder envuelto en el mito es intolerante respecto de la oposición y de todo el que dude. Desconfía de cualquier política libre y genuinamente democrática.
Como reflexionó Hitler en su momento “no le preguntarán al vencedor si había dicho la verdad o no”. Cuando el mito comienza a dominar a quienes toman decisiones en un mundo cargado de ambigüedad y de hechos irrefutables, se produce como resultado una desconexión entre los actores y la realidad. Se convencen a sí mismos de que las fuerzas de la oscuridad poseen armas de destrucción masiva o de que la CIA está amenazante detrás de cada inconveniente. La prosecución de un imaginario de poder expansivo desdibuja las líneas que separan la imaginación de la fantasía y la sinceridad del autoengaño y de la mentira. El mito justifica el poder expansivo y constitucionalmente desatado por la ubicuidad, ocultación y maldad del enemigo (los terroristas o los imperialistas y sus esbirros internos).
Los excesos del poder hasta se santifican por los fines elevados que persigue que van más allá de los marcos constitucionales. Cuantas mayores sean las dificultades mayores serán los excesos del poder, mayores serán los sacrificios que se exigirán de la sociedad y mayores las conculcaciones de los controles prescritos en el orden constitucional. Las crisis pueden ser la gran oportunidad para fructifiquen las semillas de los totalitarismos larvados: los altos fines de la Gran Causa pueden imponer el sacrificio de las mejoras sociales; el Proceso puede demandar dosis renovadas de sacrificio, unidad y firmeza de propósitos; la movilización de las multitudes será más necesaria que nunca; la purga de los disidentes también; se extremará la inflación de amenazas imperialistas y enemigos internos a través de una propaganda creadora de realidades a voluntad; los aparatos del estado ya no serán más que instrumentos del proyecto de poder…
No hay política de poder que no se apoye en un gran ideal para justificar sus horrores. Las sofisticadas maquinarias de dominio de los siglos XX y XXI, sus complejas ruedas y conexiones, se engrasan con ideales salvajes. Alexis de Tocqueville ya lo vio con ironía: hemos descubierto –dijo- que “hay en el mundo tiranías legítimas y santas injusticias siempre que se ejerzan en nombre del pueblo”. Robert Musil lo escribió con elegancia: “sólo los criminales se atreven hoy día a hacer daño a los demás hombres sin filosofar”. Y de pronto caemos en la cuenta de que Ben Laden mata por la fe en sus creencias, y de que lo mismo sucede con los terroristas etarras o con los terroristas islámicos. Pero también que no muy diferente es el argumento de la extrema derecha cristiana y de los neoconservadores estadounidenses cuando justifican la guerra de Irak. O el que trata de dar sentido a los crímenes de estado de Putin. Dios, la ley islámica o la democracia perfecta del pueblo elegido o la providencia divina o la nación o el futuro radiante de armonía universal o la seguridad perfecta, la lucha contra el mal absoluto que representan nuestros enemigos son la clase de grandes ideales que hallamos recurrentemente en la base del asesinato (Rafael del Águila).
Monismos y Pluralismos Democráticos
Casi todas las Constituciones actuales proclaman el “pluralismo político”. Así lo hace la CPE de Bolivia. Pero ¿qué significa el pluralismo político? ¿es suficiente la existencia de una pluralidad de partidos políticos para su existencia? ¿cabe que se proclame el pluralismo político en la CPE y se practique una cultura del monismo democrático? ¿qué consecuencias prácticas se derivan de que una democracia sea monista o pluralista en la práctica?
En principio no puede existir democracia sin pluralismo político. Evidente. Lo que ya no es tan evidente es que los actores políticos plurales pueden participar en la vida democrática con actitudes “monistas”. Por ejemplo, cuando se cree que la pluralidad cultural debe abducirse o subordinarse a una cultura nacional única; o cuando se cree que el “verdadero” pueblo viene constituido por sólo una parte de la población, de la que se excluye al “falso pueblo”; o cuando se considera que la “oposición” es la oligarquía traidora al pueblo; o cuando sólo se reconoce como democrática a la parte de la oposición que apoya las propuestas del oficialismo; o cuando se divide el mundo entre fuerzas del bien y del mal, del capitalismo y del socialismo, del imperio y de los pueblos, considerados como categorías antitéticas entre las que no cabe otra solución final que la derrota/extinción de las unas por las otras… Este monismo (¿democrático?) refleja y promueve a la vez la comprensión de las relaciones humanas en términos amigo/enemigo, categorías que Carl Schmitt ya diseñó como estrictamente políticas, a las que todo se reconduce y que se mantienen “en conexión con la posibilidad real de matar físicamente”.
Los nacionalismos étnicos o, entre nosotros, las llamadas “democracias” comunitarias, no son los únicos modelos de democracias monistas. Como recordaba Rafael del Águila, en la tradición democrática siempre han sido potentes las aspiraciones de autoidentidad. La idea del pueblo reunido en asamblea, de voluntad general homogénea, de unanimidad perfecta ha sido (y es) central a muchos ideales de democracia. La utopía de una identidad completa entre gobernantes y gobernados; la transparencia absoluta; el encaje perfecto entre individuo y sociedad; la uniformidad, la densidad de consensos y valores políticos entre los ciudadanos… Poco importa que la “fraternidad de los iguales” (presente en el uso y el abuso del término “hermano”) traiga su fundamento ideológico de supuestas leyes divinas o de ideales igualitaristas.
Por supuesto, todo esto requiere concentración de poder, unión de poderes, centralización. Y muy a menudo un líder y una dictadura que articule una sola voz para el pueblo durante los próximos cincuenta años. Lo crucial es articular un consenso absolutamente seguro y firme que garantice el monismo en las instituciones, la sociedad civil, la cultura, las ideas. Para ello es necesario regular, excluir y coaccionar las disidencias. Todo lo cual no es nada que sea exclusivo de las dictaduras de ayer sino muy propio también de las “demoblandas” populistas de hoy. Las apelaciones populares y monistas las encontramos en la izquierda indigenista latinoamericana, en la derecha racista europea, en diversos fundamentalismos religiosos, en el régimen de Bush, en la derecha aznarista española, en la Rusia actual y en un largo etcétera que nos hacen ver que los monismos –democráticos o no- en absoluto están en retroceso en el mundo.
En todos ellos encontraremos “el populismo de lo simple, de lo verdadero, de lo ideológicamente igual, de la étnicamente estable, de la homogeneidad perfecta de la voluntad, del pueblo fraterno, del castigo al disenso, del control horizontal de los iguales, del discurso políticamente correcto” (Rafael del Águila). Los problemas políticos se presentarán sin opciones, sin márgenes, anulando moralmente a los adversarios. Los buenos sólo somos nosotros. Podemos cometer errores, pero no “males”. Para el monismo los malos siempre son ellos, y con ellos, el enemigo, el mal, no hay nada que dialogar ni que aprender. Por estos caminos, la deliberación publica desaparece del panorama democrático sepultada por una proliferación aterradora de la mentira y la manipulación que quiebra por su base todos los elementos del pluralismo democrático verdadero. La masificación de la propaganda, los intentos de unificación de la opinión, del control monopolístico de los medios de comunicación, la intimidación o castigo de los comunicadores disidentes, la sustitución del diálogo con la oposición por la compra o división de los opositores, el diseño de instituciones electorales que los subordine o la práctica electoral que los burle, todo se justifica en nombre del pueblo que es el que por fin realmente nos dirige.
Afortunadamente, la democracia pluralista todavía está viva. Asume pero añade mucho a los fundamentos conceptuales de la democracia liberal: equilibrios, controles, rendiciones de cuentas, representación, elecciones, imperio de la ley, descentralización… Pero la clave del pluralismo democrático actual se encuentra en haber sido capaz de incluir, progresiva pero inconteniblemente, a los trabajadores, las mujeres, las minorías étnicas, los pueblos originarios, la diversidad cultural, religiosa o de opciones sexuales… La democracia pluralista no sólo incluye formalmente sino que reconoce políticamente, capacita y habilita socialmente y promueve el diálogo abierto entre todos los colectivos sin pretender ninguna asimilación, integración o eliminación del pluralismo más allá de las opciones libres de las ciudadanas y ciudadanos. Todo esto es incompatible con el monismo “demoblando”, incluso cuando éste se presenta bajo la retórica y los ropajes del pluralismo político y cultural siempre desmentido a través de las prácticas monistas y de pulsión autoritaria.
Una gran parte de las luchas actuales por la calidad de las democracias gira en torno a esta oposición entre monismo y pluralismo. El pluralismo en democracia se ha ido construyendo no mediante luchas teóricas que después resultan en concesiones desde el poder sino mediante luchas políticas, ideológicas, resistencias, ejemplaridad, esfuerzos, sacrificios cívicos, reflexión e imaginación. Pero también negociación y estrategia. Los casos más exitosos son los que, tras un periodo más o menos largo de resistencia y conflicto, abocan en una gran negociación o pacto que deja instalados en las mentalidades mayoritarias, la necesidad de reconocimiento, de derechos, de inclusión, de igualdad… de los grupos previamente excluidos, alterando así los equilibrios sociales institucionalizados. Gran parte de los modelos normativos de la democracia que hoy se plantean beben de estas fuentes. De entre ellos destacamos las teorías deliberativas de la democracia.
Éstas insisten en que, en las condiciones actuales, los estados-nación ya no pueden pretender llegar a ser el punto de unificación identitaria que transforma un grupo de individuos en un sólo pueblo. Y no hay ningún otro actor que pueda ocupar su lugar. Deberemos acomodarnos entonces a un mundo de identidades personales y colectivas complejas, con las ventajas y tensiones que esto comporta. Hoy ya no podemos establecer como meta de la democracia la construcción de una identidad política omnicomprensiva y unificadora o que sólo reconozca identidades subordinadas. Ni España ni Cataluña ni Canadá ni Quebec ni Bolivia ni Santa Cruz serán nunca más mono-identitarias. Ni los estados-nación ni las nacionalidades sin estado pueden hoy sensatamente mantener esta aspiración. Vivimos las dificultades de un tiempo de transición; pero el ideal ya no debería ser cómo recuperar o construir el imposible estado-nación basado en una identidad única, sino el de ir relevando con coraje experimental las normas, reglas y valores para convivir en un patchwork de identificaciones y orientaciones colectivas que exige esquemas de gobernabilidad democrática innovadores.
Las teorías deliberativas han renunciado también a la creencia de que el debate razonado nos conducirá al relevamiento de un bien común universal, que podría devolvernos al confort simple del monismo. Proponen, contrariamente, que el debate se oriente a la construcción de historias compartidas del pasado, presente y futuro que hagan posible un comportamiento colectivo con sentido. Es a través de estas narrativas como podremos ir construyendo normas, reglas y lógicas de lo que es apropiado en cada comunidad particular y entre las diversas comunidades, lo que incluye hoy el nivel planetario. Las teorías deliberativas han mostrado un interés creciente en la formación de identidades abiertas y dialógicas como un medio para empoderar democráticamente a los ciudadanos. Democratizar es también dar forma a las identidades políticas para que soporten un ethos de reciprocidad y un alto nivel de compromiso político (March y Olsen).
¿Qué ventajas puede suponer para los pueblos la articulación institucional y cultural de las democracias pluralistas deliberativas? No sólo el aseguramiento de la vida humana en los derechos, en la libertad, en el reconocimiento y en la inclusión, sino, además, la incentivación de la responsabilidad individual y colectiva y la experimentación, la innovación y el aprendizaje de los pueblos. Los monismos acaban matando las diversidades –aunque las proclamen- y la libertad. El pluralismo deliberativo exige co-responsabilidad cívica y sólo puede prosperar en la inclusión igual de los diversos, en el reconocimiento de la indispensabilidad del conflicto, de las negociaciones y de los pactos, en la generación de espacios de encuentro, deliberación y aprendizaje, en el fomento de la creatividad y de la innovación, en la garantía del igual valor de la diversidad de las vidas humanas, en la construcción de humanidad desde la diversidad, en el sometimiento de la diversidad a los derechos de humanidad, en la elaboración intercultural de estos derechos y en la producción de avances de conocimiento y espirituales desde todas las culturas y religiones puestas al servicio de los mismos. La democracia pluralista y deliberativa es una práctica muy imperfecta hoy, pero es uno de los modelos normativos que pretenden expresar un nuevo humanismo, el de nuestro tiempo, el del siglo XXI.