No es, por consiguiente, extraño que una revista como National Geographic y una reconocida periodista como Alma Guillermoprieto continúen repitiendo los lugares comunes del exotismo cultural y la marginalidad política. “Con una recepción como de estrella de rock, el presidente Evo Morales llega a la provincia rural de Chapare”, o “Tras siglos de humillación y desafiando a la ley de las probabilidades…”, o “En diciembre de 2005, como si repentinamente los indígenas bolivianos se percataran del poder de sus números…”, o “Bolivia carecía de experiencia sobre la vida cívica moderna”. Y que la perspectiva fotográfica del altiplano sea, como lo afirma un pie de foto, “Este paisaje primigenio…”. El imperio continúa mirándonos como objeto de etnografía porque no es capaz de concebirse sólo como parte del mundo.
Pero Bolivia, hoy, ya no es una isla de exotismo. Bolivia, hoy, es una incertidumbre global. ¿Es la consolidación de la identidad étnica y la marginalidad de la lucha de clases? ¿Estamos finalmente entendiendo que la condición colonial ha hecho posible la condición moderna y que no somos una excrecencia de la modernidad? ¿Sabemos que los diseños globales son resultado de las historias locales y no de las voluntades transnacionales? ¿Hemos revelado que los caudillos bárbaros son la norma en el mundo y que la ‘ciudad de dios’ es la excepción, o la ilusión, o la mendacidad? ¿Será que la subjetividad, el discurso, el imaginario, es decir, la materialidad de la cultura, constituyen la base de nuestra convivencia y la brújula de nuestro horizonte, y que el trabajo, los movimientos sociales, el cuerpo, son apenas la vida diaria?
Estas preguntas y varias más de complejidad similar han emergido a la superficie porque Bolivia tiene un presidente indio. Porque Bolivia encarna, hoy, la diferencia cultural y la alteridad política.
El indio pobre
Pero aún así y precisamente por eso no debemos dejar de afirmar que somos un país pobre cada vez más pobre. Un país cuyo horizonte no cambia pero que, por eso mismo, quiere desesperadamente cambiar y va de tumbo en tumbo, de fe en fe, de abismo en abismo. Un país que no llega a fin de mes sino al fin de la vida como quien nada hace. Un país para el que la huelga dura, la crucifixión, el tapiado, no son medidas extraordinarias sino inevitables. Que sabe que la causa de su desgracia está en la mediocridad de sus élites y el fatalismo de su gente. Que precisamente porque no es miserable ni horrorosamente injusto, puede ser cuna de libertades y tumba de tiranos. Un país que en su bicentenario como nación sabe que ha cultivado sus propios soldados de Salamina.
Salamina fue el lugar de una victoria imposible. Esa batalla antigua, que no es sólo de los griegos sino de toda la humanidad, nos revela que quienes la ganaron lo hicieron porque pelearon para sostener las virtudes elementales del ser humano. Amar, aprender, dialogar.
Aquellos de quienes la historia no registra los nombres. Aquellos que batallan cada día para alimentar en nosotros esas virtudes menores que revelan lo mejor que tenemos: “no equivocarnos en el único momento en que de veras importa no equivocarse”. Aquellos que nos recuerdan todos los días que tenemos dos deudas largas, larguísimas, que debemos honrar. Con todos aquellos indígenas anónimos que resistieron la colonización y con todos aquellos ciudadanos modernos que nos hicieron más libres. Aquellos que nos hicieron preguntas. Aquellos que dialogaron. Aquellos que nos quieren. Aquellos que nos recuerdan que debemos honrar esas deudas largas, larguísimas, con todos esos héroes anónimos que nos han hecho llegar al día de hoy capaces de resistir lo peor que tenemos y dispuestos a respirar lo mejor que somos.
El indio fundacional
Un pueblo indígena que vive en la amazonia brasileña podría obligar a lingüistas y psicólogos cognitivos a revisar sustantivamente el lugar de la cultura en los procesos de adquisición del lenguaje y los patrones de conocimiento. Un pueblo que ha resistido toda influencia modernizadora, cuyo lenguaje no tiene recursividad, cuyo tiempo no tiene historia, cuya inteligencia lógica rehusa las cantidades, cuya economía no acumula, pero cuya vida comunitaria vive profundamente en el presente inmediato, nos demuestra que este mundo no es el único. Que su cultura, que su visión de mundo, que su convivencia, que sus valores, pueden persistir radicalmente ajenos a esa presencia global de la modernidad. Y que puede hacerlo con alegría, sin complejos, sonriendo de nuestras propias obsesiones. Mientras nuestras propias 36 costillas indígenas insisten con descolonizaciones amargas; mientras nuestras propias tradiciones mestizas reiteran sus modernizaciones acomplejadas; mientras nuestras propias emergencias cholas se reducen a la cultura y no se atreven a una política radical, original, innovadora.
Ninguno de nuestros costados indígenas vive como esos 350 pirahas. Todos estamos implacablemente ‘contaminados’ de modernidad. Ninguna de nuestras tradiciones mestizas vive la modernidad a plenitud; la imitan, la planifican, jamás la alcanzan. Ninguna de nuestras emergencias cholas ha podido traducir ni convertir ni anfibiamente mutar de gusano colonizador/colonizado a mariposa indiomoderno. Estamos dolorosamente atrapados en la reiterada experiencia de la impotencia. De aquí nuestra pasión por los límites, a ver si el borde del abismo nos otorga algo de potencia creadora. O si de una buena vez nos suicida.
Nuestra diversidad, de la que tan orgullosamente nos pavoneamos, es también una diversidad degradada, empobrecida, colonizada. Aún así, todavía la conservamos aunque sea a retazos, con el poco aliento de futuro que permite que nos respiremos, que nos miremos, que nos oigamos. Quizá porque intuimos que esa diversidad es nuestra única oportunidad de reinvención. Por tanto, para potenciar esa diversidad debemos construir un país autonómico hoy que mañana, de aquí a 50 años, sea muchas visiones autodeterminadas reunidas por una misma pasión intercultural. Un país autonómico en el que cada autonomía territorial se autogobierne; un país, claro está, complicado, difícilmente gobernable, imposiblemente Estado. Pero un país en el que cada autonomía política y cultural se mida por sus resultados y ninguna pueda echar la culpa al empedrado colonial de sus tropiezos. Un país que sea una red de tradiciones y de visiones. Ya no una comunidad de orígenes sino una comunidad de destinos. Un Estado que ya no sea impotentemente nacional sino profundamente postnacional, es decir, intercultural.
El indio trágico
Pero es probable que nos quedemos como pregunta. Como encarnación de una posibilidad y no como revelación de que la seducción del imperio había fracasado desde siempre. Como prueba general de que la fascinación con el secuestrador de la historia puede ser trascendida desde la memoria de las tradiciones, aunque ésta no sea capaz de diseñar la brújula de un horizonte intercultural. Es muy probable que el presidente indio interrogue al mundo pero no responda al país.
La mejor izquierda, la que luchaba por justicia y por identidad, no se identifica por sus sujetos, sino por sus procedimientos. La idea de que la preocupación por los pobres o los oprimidos o las víctimas o los explotados es privativa de la izquierda es, afortunadamente, equívoca: la pobreza es y ha sido el bien más preciado de los sistemas retóricos, desde las religiones, los populismos y las dictaduras de más variado signo.
Para la identidad de izquierda la cuestión es cómo –es decir, ética pública– y no quién –es decir, ni los pobres ni los oprimidos son los dueños de la verdad–. De hecho, todos los sistemas retóricos necesitan la pobreza y el monopolio de su uso político para su perdurabilidad. Por esto, hoy, la razón cínica sirve de comodín y reproductor del poder. Por esto, hoy la tarea fundamental en la izquierda sigue siendo la profundización de la democracia y la identidad entre ética y política. Para no terminar convertidos en otra izquierda eclesiástica, es decir, dogmática, es decir, autoritaria.
Y en esto consiste nuestra tragedia contemporánea. En la impotencia constructiva de un plan que no se piensa maravillosamente ambicioso ni se concreta cotidianamente ejecutable, en la esterilidad laboral de una gestión de Estado que no tiene la estatura para ir más allá de la costumbre populista, en la mediocridad conspirativa de una práctica política que no se atreve a la utopía porque se resigna al racismo invertido. Por todas estas fracturas, el presidente indio es sólo una pregunta. Y el pueblo indio apenas un horizonte difuminado que no se traduce en la gestión pública de un nuevo mundo.
El indio distante
No suelen ser muchas las ocasiones en las que un país y un poema convergen. Pero cuando ambos se encuentran en la misma encrucijada se iluminan mutuamente como pocos diálogos pueden hacerlo. En términos coloquiales, Recorrer esta distancia dramatiza el camino que el poeta debe atravesar para cubrir la distancia entre realidad y ficción. Pero dado que esa tan particular distancia no se la puede cubrir con acercamientos graduales y sucesivos, el poema plantea que el poeta debe morir ante la realidad para renacer en la ficción. Baste, por el momento, éste tan anecdótico planteamiento para establecer una analogía. En términos también coloquiales, la Constitución deberá recorrer la distancia que separa al viejo país que todavía nos reúne del nuevo país que necesitamos diseñar. Y lo deberá hacer matando los vicios económicos y las impotencias democráticas y las esterilidades coloniales para generar las condiciones del renacimiento nacional.
En ambos casos, la distancia no es una distancia cualquiera. Mutar de la realidad a la ficción, o de la revolución insurreccional del 52 a la revolución constituyente del socialismo indigenista, no son acciones que requieran sobre todo concertaciones. Ni siquiera pactos. Son acciones que exigen mutaciones literarias o políticas, pero mutaciones. Cambios auténticamente radicales. Pero hay más. Matar a la realidad cotidiana o a la realidad política previa es algo que requiere sobre todo lucidez y pasión. No podría suponerse que es cuestión de poder. Porque ciertamente el poder podrá, en el mejor de los casos, cortar definitivamente el desarrollo de esas realidades. Pero lo que el poder no puede hacer, ni siquiera acudiendo a sus mejores galas que nunca son hermosas ni muchas, es matar a esas realidades en nuestra intimidad y en nuestra conciencia. Porque las malas costumbres no sólo se resisten, como cualquier vida, a morir; finalmente nos hemos alimentado de ellas y les tenemos cariño y nos dotan de certezas.
Este es precisamente el momento en que debemos acudir al poema y no a octubre 2003 o enero 2009. Porque octubre y enero son sólo el poder; aquel que pone límites. El poema, en cambio, es quien nos dota de lucidez; aquel que abre el horizonte. Sólo si nos reinventamos, si nos refundamos, si renacemos como mirada ficcional y como voluntad política, estaremos matando lo peor de nosotros mismos: aquello que nos llevó a apuñalar en la espalda a nuestro conciudadano, a nuestro hermano.
¿No es acaso éste el momento educativo por excelencia? En condiciones usuales, la educación es solamente una herramienta de socialización y desarrollo. Pero en situaciones extraordinarias la educación debiera ser una vocación nacional. Esa pasión que establezca las condiciones para que todos forjemos nuestro propio destino colectivo. Esa ética que haga inevitable que la semilla de cualquier proyecto de democracia radical y refundación nacional nazca de los sueños del pueblo y no de las consignas.
¿No es éste, entonces, el momento en el cual la ficción debería apoderarse de todos nosotros? ¿El momento en el cual ficción y política se encuentran? ¿El momento de la política ficcional? Porque para reinventar el enamoramiento entre Estado y sociedad, para hacer de nuestra vida cotidiana y de nuestra realidad política una voluntad colectiva, tenemos que ficcionalizar nuestra política. Tenemos que ser capaces de diseñar para mañana un mundo hoy imposible y de refundarnos como ciudadanos y como comunidad. Tenemos que recorrer la distancia que nos separa de lo mejor de nosotros mismos. Es un asunto de pasión más que de razón de Estado. Es un asunto de poesía más que de política.