No me voy a colocar en la cómoda posición de analista. Escribo desde mi subjetividad como católica que cree en un Dios personal, sobrenatural, que nos ha creado a su imagen y semejanza, que nos ama y que por ello se ha hecho presente en la historia a través de Cristo su hijo que está con nosotros y que jamás nos abandona. Tengo fe bíblica, que quiere decir que creo en los hechos bíblicos como hechos históricos. Si esto falla, si vemos en la Biblia no hechos sino leyendas que expresan verdades que van más allá de la historia, entonces –Benedicto XVI nos lo recuerda- hemos convertido el cristianismo en otra religión o en una mera espiritualidad.
El Dios de Spinoza que tanto parece conmover a Viçens no es ni cristiano, ni judío, ni musulmán. Lo suyo es un panteísmo que diluye a Dios en la naturaleza. Pero si llamamos Dios a la naturaleza y consideramos al panteísmo como una religión introducimos una gran confusión. En este punto no puedo estar más de acuerdo con Richard Dawkins, el campeón del ateísmo en nuestro tiempo, que considera un oportunismo moral e intelectual confundir el panteísmo con la religiosidad o vivir el panteísmo como la forma sublime en que determinadas elites viven las religiones tradicionales.
El “admirado” Spinoza ya distinguió entre la religión del pueblo y la religión de los espíritus elevados. Los relatos bíblicos y la liturgia sólo eran para la gente corriente que no podía elevarse a la idea abstracta de Dios. Esta distinción entre la religión de los sabios y la religión del pueblo resulta de una arrogancia inadmisible y ha sido criticada por el propio Dawkins (The God Delusion). Siempre expresa lo mismo: las elites han accedido al árbol del bien y del mal y comen de sus frutos, saben separar lo bueno de lo malo. Como máximo afinarán estas facultades mediante la contemplación o la meditación sobre la grandeza del universo. Para el pueblo queda la fe del carbonero, la religión de la gente común, los textos y los ritos, las iglesias.
Lo más grave del artículo de Viçens es que sólo le parecen respetables aquellas religiones que producen la fuerza para luchar por un mundo mejor. Los creyentes no son evaluados, pues, como tales, desde sus propias creencias, sino por cuánto contribuyen al progreso humano. Pero como las ideas de progreso y bienestar son diversas, según las diversas ideologías, la conclusión es clara: las religiones se acaban valorando desde las ideologías, los partidos y la lucha por el poder. Algunos cristianos próximos a las utopías socialistas y a la teología de la liberación coincidirían con Viçens (no descarto que sea un ex jesuita sesentayochero). Pero se trata –nos enseña Ratzinger- de una mala interpretación de la promesa cristina del Reino de Dios.
El Reino de Dios no es por supuesto la Iglesia. Alfred Loisy ironizó al respecto: “Jesús anunció el Reino de Dios y ha venido la Iglesia”. A partir de la primera guerra mundial la promesa del Reino comenzó a entenderse como la inminencia del cambio en lo personal y lo social: el hombre nuevo en la sociedad nueva. Se trataba de un Reino en la tierra y lo que contaba para el buen cristiano era la disposición permanente a luchar por él. Ernst Bloch desarrolló una teología de la esperanza que ve la fe como una participación activa en la construcción del futuro. El Reino se identificaría con un mundo de paz, de justicia y de respeto de la creación que sería el destino final de la humanidad en cuya construcción colaborarían todas las religiones, culturas y civilizaciones.
Joseph Ratzinger (Jesús de Nazaret) nos advierte que estas teologías hacen caer a Dios de la historia. En ellas quien actúa es sólo el hombre, pues sólo cuenta la organización del mundo desde motivos y razones meramente humanos. Las religiones sólo interesan en la medida en que ayuden a esto. Pero pronto llegan los problemas: ¿Quién dice lo que es propiamente justicia? ¿Cómo se construye la paz? ¿Qué es lo que sirve directamente a la justicia? ¿Cómo estamos seguros de que persiguiendo “la justicia” no cometemos grandes injusticias? De seguir este camino los cristianos acabamos siendo la cobertura o el instrumento del proyecto de poder de los partidos. Y no es que los cristianos no podamos militar en los partidos. Pero no debemos hacerlo en tanto que cristianos sino en tanto que personas que tenemos experiencias e ideas propias (inevitablemente plurales) sobre lo que conviene a nuestros pueblos. La lucha política no es la lucha por el Reino de Dios. En el liberalismo, la democracia cristiana o el socialismo no se está en tanto que cristianos sino en tanto que ciudadanos.
El Reino prometido por Jesús no es una cosa, no se encuentra en ningún mapa sino en nuestro interior y crece y se activa a través de la oración. No se trata de construir ningún Reino en este mundo (pretensión que merecería la crítica que Viçens recuerda del Porvenir de una Ilusión de Freud) sino de que Dios reine en nosotros mediante la purificación de nuestras pasiones negativas y la inspiración y la orientación hacia los sentimientos, pensamientos y conductas positivos. Los cristianos comenzamos a serlo aprendiendo a orar.
Jesús no ha venido a traernos ningún Reino terrenal sino a anunciarnos al Dios vivo, que existe entre nosotros, que no nos abandona y que nos abraza en la oración hecha con todos los sentidos. Está presente y actúa en nosotros al modo divino que es el amor. Según se crea o no en todo esto se adoptan dos actitudes muy diferentes ante la vida y ante uno mismo.
Los agnósticos o ateos, aunque sean muy espirituales, consideran que pueden hacer bien las cosas por sí mismos, que por fin la razón y la ciencia les han permitido acceder al árbol del bien y del mal, volver al Edén por sus propias fuerzas. Si nos posicionamos así en la vida Dios es superfluo, no lo necesitamos, bastan nuestras buenas obras. El hombre se justifica por sí solo.
Los cristianos, en cambio, nos vemos en relación con Dios, y esta relación nos abre otra mirada hacia nosotros mismos. Creemos que la auténtica bondad, la bondad confiable, sólo viene de vivir la bondad de Dios y la belleza de su obra –el universo-. Sabemos que la bondad no podemos alcanzarla por nosotros solos, que necesitamos el amor y la misericordia divinas para amar y ser misericordiosos con nuestros hermanos y así aproximarnos a Dios. A través de la oración imploramos el perdón y aprendemos a perdonar y hacer el bien. Por esa vía los cristianos contribuimos al Reino de Dios en nuestro interior y, a través de la caridad y mediante nuestras diversas opciones personales y políticas, a hacer avanzar la paz, la justicia y la salvaguarda de la tierra.
Quizás Francesc Viçens ironice sobre todo esto pensando que no son “verdades” sino creencias sin fundamento científico. No negaré la importancia del Logos. Como cristiana no tengo por qué ser creacionista. Puedo ser perfectamente evolucionista y lo soy. Pero la evolución no formó nuestro cerebro para descubrir verdades eternas sino para ayudarnos a sobrevivir (esto lo tomo de otro artículo del propio Viçens). La ciencia, el Logos, es un maravilloso instrumento para la vida, pero también para la muerte. Sin pensar, sentir y actuar “correctamente” la ciencia puede llevarnos a la destrucción de la vida. Las creencias religiosas no pertenecen al dominio de la razón o la ciencia, aunque deben mantenerse en diálogo permanente con ellas, del mismo modo que la ciencia debería reconocer y dialogar con la sabiduría profunda de las religiones.